jueves, 30 de mayo de 2019

EE.UU. defiende su posición de potencia hegemónica frente a China


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EE.UU. defiende su posición de potencia hegemónica frente a China

 

 


EE.UU. defiende su posición de potencia hegemónica frente a China
Es habitual, especialmente en ciertos círculos de la izquierda, referirse a la tesis que apunta al declive de los EE.UU. como potencia hegemónica, en realidad se trata más de una expresión de deseos que una opinión basada en datos de la realidad. A lo sumo se puede hablar de una disputa a su hegemonía, lo cual, por otro lado, ha sido una situación habitual en cualquier período histórico en el que hayan existido potencias hegemónicas en el mundo, desde la antigüedad hasta nuestros días.
En el caso de EE.UU., una vez asentada su hegemonía tras la segunda guerra mundial, ésta fue disputada por la otra gran potencia mundial del momento, la Unión Soviética. Dentro de la teoría del sistema-mundo, otras potencias anteriores, como Holanda, España o Inglaterra, también vieron disputadas su hegemonía hasta que, en un momento histórico determinado alguno de los candidatos a nueva potencia hegemónica reemplazaba a la potencia declinante anterior. Este fue el caso de Gran Bretaña respecto a Holanda o de EE.UU. respecto a Gran Bretaña.
La teoría del sistema-mundo toma en consideración estos reemplazamientos dentro del período histórico de los últimos cinco siglos más o menos, de manera que esta disputa por el papel hegemónico entre potencias se realizaba en el seno del modo de producción capitalista, desde sus primeros inicios como capitalismo comercial hasta su período maduro de capitalismo industrial y financiero.
La última disputa que tuvo lugar, entre EE.UU. y la Unión Soviética, rompía un poco el esquema de la teoría del sistema-mundo, pues el enfrentamiento superaba el objetivo de un simple reemplazamiento de potencia hegemónica dentro de un mismo modo de producción para situarse en un combate entre modos de producción diferentes. Sin entrar ahora a discutir si el de la Unión Soviética correspondía a un modo de producción socialista, lo cierto es que tampoco era capitalista (libre mercado, propiedad privada de los medios de producción, etc.). En esa época, desde el campo comunista se señalaba que, inevitablemente, la historia condenaba al fracaso al capitalismo y la derrota de EE.UU. estaba, por tanto, establecida por la historia. No fue así, pero constituyó un dogma de fe en el campo comunista hoy desaparecido.
Desde otro punto de vista, las disputas anteriores por el mantenimiento o reemplazo de la potencia hegemónica adquirieron un carácter de guerras inter-imperialistas en las que los distintos países luchaban por extender su poder mediante la conquista de territorios extra-occidentales primero y, después, también de mercados. Esas guerras inter-imperialistas alcanzaron su cénit en el largo período de guerras mundiales que se extendieron entre 1914-1945.
La consolidación de los principios anticolonialistas después de la segunda guerra mundial llevaron a un intenso proceso descolonizador que acabaron con los viejos imperios europeos y dieron lugar a lo que se ha conocido como neocolonialismo, caracterizado no por el control territorial en sí, sino por el control político y económico de otros países. Este era el caso prototípico de la actuación de EE.UU. a partir de 1945. La Unión Soviética no ejerció este tipo de neocolonialismo pero también maniobró por extender su influencia por distintas partes del mundo. Si el objetivo de EE.UU. era mantener su influencia política, defender los valores del sistema capitalista y extraer los recursos que necesitaba, facilitando la extensión de sus empresas multinacionales; el objetivo de la Unión Soviética era expandir su influencia y su modelo político y socioeconómico, pero sin extraer recursos de otros países, que habitualmente más bien representaban una carga económica para la URSS.
En medio de esa pugna durante la guerra fría apareció otro bloque que ensayó mantenerse al margen de ambas potencias con una política independiente, fue lo que se conoció como Movimiento de Países no Alineados que, durante una época, tuvieron una cierta influencia en la escena internacional.
Con el hundimiento de la Unión Soviética, los EE.UU. aparecieron como la potencia hegemónica indiscutida durante más de dos décadas. En ese período un superviviente del hundimiento del campo comunista, China, inició un cambio trascendental en su sistema económico con la adopción de una gran parte de los mecanismos de funcionamiento del capitalismo, aunque sin terminar de homologarse a él completamente. No es que no se hubiesen dado otros éxitos de desarrollo capitalistas desde Estados dictatoriales, como ocurrió en otras partes de Asia, al menos durante un tiempo, los tigres asiáticos o Japón, pero lo característico de China son dos elementos que no estaban presentes en los otros casos, el primero es que el Estado chino seguía controlado férreamente por un, al menos nominalmente, partido comunista, el segundo es el enorme tamaño de China.
El rápido éxito económico de China, tras las transformaciones introducidas a partir de finales de los años 1970, añadido a la enormidad del país la convertían en el candidato indiscutible para terminar disputando la hegemonía a EE.UU., a ello se añadía que, no siendo su modelo económico totalmente homologable al capitalismo occidental, la disputa tomaba una fisonomía nueva respecto a las anteriores.
La disputa no versa sobre conquistas coloniales como en el viejo imperialismo, pero tampoco sobre modelos socioeconómicos totalmente opuestos como durante la guerra fría. La diferencia de sistemas políticos - democracia liberal versus dictadura comunista de partido único - tampoco es un elemento que impulse el enfrentamiento actual. Las potencias occidentales han mantenido unas buenas relaciones económicas con China con apenas algunas referencias puntuales a los derechos humanos, más de cara a sus opiniones públicas interna que otra cosa. Así que el conflicto es puramente hegemónico.
Durante estas décadas pasadas China fue engrandeciendo su economía y extendiendo su influencia a lo largo del mundo mediante acuerdos comerciales e inversiones en tanto que los países occidentales, especialmente EE.UU., miraban con preocupación al nuevo competidor en el mercado mundial y le exigían una mayor adecuación de su modelo económico a los estándares de funcionamiento del capitalismo en occidente. Esta situación, sin embargo, dio un vuelco con la elección de Donald Trump a la presidencia. Su extremo nacionalismo orientado a recuperar el papel de potencia indiscutida llevaba inevitablemente al choque con China.
Trump ganó la presidencia con un discurso que, en relaciones exteriores, parecía que iba a guiarse por dos objetivos, renegociar todos los acuerdos y alianzas económicas, y tender al aislamiento apartando a EE.UU. de intervenciones en otras partes del mundo. El primer objetivo se mantuvo, concretándose las amenazas en el rechazo al acuerdo con los países del Pacífico, la renegociación del acuerdo con Canadá y México, y la guerra de aranceles con Europa, China y otras partes del mundo. Esto apunta a una cierta desglobalización, al menos en el sentido multilateral que se había desplegado hasta ahora. El segundo objetivo fue un espejismo, crecientemente la administración Trump fue extendiendo de nuevo las tendencias intervencionistas norteamericanas, tendencias que se agudizaron con la recuperación para el gobierno de antiguos neocons de la era Bush. La ruptura del acuerdo nuclear con Irán o las amenazas a Venezuela han sido dos de las expresiones más claras de esta tendencia.
Conforme el enfrentamiento con China se desarrollaba se fueron desenmascarando los auténticos objetivos que la administración Trump está buscando, el argumento del desequilibrio del déficit comercial entre ambos países se mostró como una simple excusa con el objetivo de incrementar los aranceles e intentar obstaculizar al máximo posible el desarrollo económico chino. Pero la batalla no era solamente en el aspecto general económico, el avance tecnológico de China también ha sido objeto de la guerra de Trump tomando a la principal compañía tecnológica china, Huawei, como campo de batalla. Compañía avanzada en la tecnología para las nuevas redes 5G, con gran penetración en todo el mundo, fue señalada como el objetivo a batir. Y este aspecto tecnológico de la guerra ha servido para hacer saltar todas las alarmas en el mundo, no solo en China.
Efectivamente, tras poner la administración Trump a la compañía china en una lista negra para evitar que otras compañías norteamericanas negocien con ella se ha producido una reacción en cadena rápida de estas compañías y otras no norteamericanas para romper relaciones y quebrar a Huawei. Más allá del impacto concreto en esta compañía lo realmente importante a resaltar son dos aspectos. Primero, ha salido a la luz con total claridad el dominio que un puñado de compañías tecnológicas norteamericanas (Google, Microsoft, Facebook, etc.) tienen sobre sectores vitales hoy en el mundo como la economía, las comunicaciones, la seguridad, etc., y se ha puesto al descubierto el enorme poder que EE.UU. ejerce o puede ejercer a través de estas compañías, mostrándose como el aspecto más novedoso del neocolonialismo actual. En segundo lugar, también se ha puesto de manifiesto que dichas compañías norteamericanas han respondido de manera unánime y rápida a las órdenes emanadas desde Washington, desenmascarando, de esta manera, las falsas filosofías neoliberales del mercado libre y sin intervención gubernamental, ninguna voz neoliberal se ha levantado para denunciar la grosera intervención del gobierno norteamericano, como tampoco se levantaron cuando en la crisis económica iniciada en 2008 los gobiernos de todo el mundo se volcaron en ayudas gigantescas del sistema financiero que terminaron pagando los contribuyentes.
EE.UU. y el resto de los países occidentales siempre han denunciado al gobierno chino, en el aspecto económico, porque interfería continuamente en el desarrollo del libre mercado, pero resulta que en este enfrentamiento con China la administración Trump está actuando exactamente como el gobierno chino, poniendo a sus empresas nacionales al servicio de la lucha por mantener su hegemonía mundial.
Es pronto para pronosticar cuál será el desarrollo de esta guerra comercial y tecnológica, que no es más que un aspecto de la abierta guerra por la hegemonía mundial en este siglo. No está claro si Trump está dispuesto a llegar a provocar una recesión económica mundial, de continuar la guerra, con tal de conseguir sus objetivos de quebrar el crecimiento chino; ni de si China tiene capacidad para aguantar el desafío norteamericano cuando aún no ha terminado de consolidar sus potencialidades económicas y de otro tipo o, por el contrario, se verá obligada a ceder tácticamente. Pero hay a la vista dos cosas que seguramente si cambiarán independientemente del resultado. En principio, la globalización se resentirá, al menos en la versión en la que se ha desarrollado hasta este momento, pudiendo dar lugar a la formación de bloques económicos, y al aumento del proteccionismo. En segundo lugar, seguramente se produzca una tendencia hacia la diversificación respecto la dependencia tecnológica exclusiva de las corporaciones norteamericanas. Tras lo acontecido estos días ha quedado de manifiesto el peligro de la dependencia actual.
Para terminar es necesario señalar que las supuestas debilidades que se habían señalado sobre EE.UU., su tendencia al declive, no se están confirmando en la práctica, por el contrario, podemos interpretar la victoria de Trump como una oportunidad utilizada por el establishment norteamericano para consolidar su papel de potencia hegemónica y quebrar el desafío lanzado por el ascenso a potencia de China.
Jesús Sánchez Rodríguez es licenciado y Doctor en Ciencias Políticas y Sociología por la UNED. Se pueden consultar otros artículos y libros del autor en el blog: http://miradacrtica.blogspot.com/
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

Huawei y cómo EE.UU. utiliza las empresas contra China en la disputa por el 5G


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Huawei y cómo EE.UU. utiliza las empresas contra China en la disputa por el 5G

 

 


Huawei y cómo EE.UU. utiliza las empresas contra China en la disputa por el 5G
La disputa entre EE.UU. y China por dominar el futuro tecnológico ha hecho que Trump, en un intento de ganar tiempo, obligue a las empresas norteamericanas a dejar de trabajar con Huawei a pesar de las pérdidas millonarias que supondrá la medida.
Esta semana ha empezado con una noticia terrible para Huawei y sus usuarios: Google deja de funcionar en los dispositivos de Huawei debido a la inclusión del gigante chino de las telecomunicaciones en el listado de Riesgos para la Seguridad Nacional de los Estados Unidos; que no es sino la evidencia mayor de la guerra económica que están librando China y EE.UU. y la disputa por ser quien implante primero la tecnología 5G en el mundo.
A Google le ha seguido ARM, la empresa que actualmente monopoliza la arquitectura de los procesadores móviles de cuyas patentes dependen los fabricantes de los 'chips'. De este modo, la segunda empresa que más móviles vende en el mundo y la responsable de la mayor parte del despliegue de redes 5G podría quedarse fuera del mercado global.
No deja de ser curioso ver cómo Estados Unidos, acérrimo defensor del capitalismo, y Trump, un ferviente antiestatista (cuando hablamos en materia de sanidad para los ciudadanos, por supuesto), acuden al estado para eliminar a la competencia. Pero es que cuando hablamos de dinero y política, los principios se quedan aparcados en el discurso electoral.
"Huawei trabaja como espía encubierto para el gobierno chino", pero no hay una sola prueba que sostenga tal afirmación. Desde la Casa Blanca están perdiendo las viejas costumbres, y ya ni siquiera se esfuerzan en inventar evidencias como en 2003.
Solo las empresas norteamericanas –por obligación– y alguna británica y japonesa –por arrastre– han secundado la orden de Trump de vetar a Huawei, mientras empresas europeas como Telefónica optan por mantenerse al margen de la disputa amparándose en la falta de pruebas que sostengan las acusaciones contra la empresa china. Estas declaraciones van en la línea de países como Alemania y Francia que, aunque todavía no se han pronunciado, parece que se mantendrán favorables a los acuerdos con Huawei para el despliegue de las redes 5G en 2020. La Comisión Europea ha pedido, incluso, a Google que explique a los usuarios las consecuencias de su ruptura con Huawei, sin descartar abrir una investigación sobre las normas de Competencia para sancionar a la compañía californiana.
Cabe destacar que un día antes de las acusaciones de Donald Trump, Huawei se ofrecía a firmar acuerdos de no-espionaje con los gobiernos europeos dadas las presiones que EE.UU. ejercía sobre los mismos. La propuesta era de esperar ya que es en Europa donde Huawei se ha hecho fuerte, liderando el mercado de varios países y teniendo como objetivo superar a Samsung en 2020.
Sin la tecnología de ARM, todo cambia a peor para Huawei. Los procesadores de Huawei 'Kirin', junto a procesadores de otras marcas, se tienen que fabricar con la compra de las patentes de la empresa británica ARM, propiedad de la japonesa SoftBank, dedicada a diseñar el funcionamiento de los chips para luego vender sus licencias a los fabricantes. Son, para entendernos, quienes diseñan las litografías y deciden cómo va a funcionar el chip. Pero Huawei ya no podrá comprar estas licencias para fabricar los procesadores. ARM en telefonía móvil no tiene competidor, y son prácticamente los únicos que diseñan los procesadores de los móviles actuales. Sin las licencias de ARM, estás fuera del mercado móvil.
Sin embargo TSMC, el mayor fabricante de procesadores móviles del mundo, podría dar un respiro al gigante chino, al posicionarse a favor del mismo.
La filial de Huawei encargada de fabricar los procesadores, HiSilicon, ya no podrá trabajar con ARM, pero TSMC sí lo hace, por lo que podría continuar la cadena de producción. ARM debería dejar de trabajar con TSMC para que no fabrique chips que terminen en móviles de Huawei. Y es algo que no va a pasar.
Ahora bien, China cuenta con una carta que podría utilizar en cualquier momento para provocar una crisis como respuesta, y es que si bien los procesadores dependen de Intel y ARM, la mayor parte del hardware de todos los móviles que existen en el mundo se fabrican en suelo chino.
Con bloquear la fabricación de componentes tecnológicos para empresas norteamericanas, equilibrarían la balanza reventando el mercado. Sin embargo, sería un movimiento en el que todos pierden.
La guerra económica contra China no es inteligente ni deseosa para empresas como Apple, Intel o Microsoft, ni para los usuarios, ni para los intereses estadounidenses. Trump parece que ha olvidado que importa de China más de lo que exporta. Como a Pekín le de por subir los aranceles a las empresas tecnológicas, estas van a tener motivos más que suficientes para rebelarse contra el gobierno estadounidense, por mucho que Google, tan crítico con las políticas regulatorias de la Unión Europea, ahora calle y obedezca con la cabeza gacha.
La guerra tecnológica por el 5G
Solo un idiota puede creerse que ahora Trump ha tomado conciencia sobre la poca ética de espiar a socios teniendo en cuenta los casos de espionaje de la NSA a gobiernos europeos. Incluir a Huawei en la 'lista negra', responde a la necesidad de frenar el avance imparable de los chinos que llevan años de ventaja respecto al resto del mundo en cuanto a las redes 5G nos referimos.
El 5G es una prioridad absoluta para los chinos si quieren que tenga éxito el programa Made in China 2025, con el que Pekín busca revalorizar su industria y convertirse en líder tecnológico a nivel mundial por delante de Alemania, EE.UU. o Japón. China ya no quiere que su producto se conozca solo por las copias baratas; quiere ser el engranaje del mercado mundial. Quiere pasar de exportar el 37% de todos los productos mundiales relacionados con las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) a controlar la autopista de las TIC, manejando el acceso a las mismas mediante las nuevas tecnologías, en este caso el 5G: el internet del futuro por el que controlarán hasta tu cepillo de dientes, pero que también mejorará servicios como los de la salud por ejemplo. El 5G es la antesala de las 'ciudades inteligentes'.
El 5G permitirá crear una red que lo conecte todo y aumente la velocidad de internet entre un 25 y un 50%. En 2025 es una tecnología que se estima que podría valer 120.000 millones de dólares, y la mayoría será (o sería según la tendencia hasta ahora) para China. Los chinos esperan que el 5G para 2030 haya generado 8 millones de puestos de trabajo y 2,9 trillones de Yuanes para su economía. Meter a Huawei en la lista negra es una medida con la que Trump busca ganar tiempo para intentar acercarse a una China que lleva desde 2013 investigando el 5G y desde 2016 realizando pruebas.
Huawei no va a desaparecer. La mitad de su mercado está en China. Pero peligra la implantación efectiva del 5G en el mundo. Las grandes víctimas del veto de Trump son los usuarios y las empresas, ya que Huawei seguirá creciendo y funcionando en China sin problema con unos servicios distintos a los ofrecidos por Google en el exterior. Incluso, pueden copiar los procesadores de ARM que no les pasará nada.
Pero al final, todo lo anterior queda en nada, porque cuando hablamos de dinero y política, los principios se quedan aparcados en el discurso electoral. Según declaraciones de Trump a la prensa, no descartaría poner fin a la disputa integrando a Huawei en un acuerdo comercial con China. Al final, como pasó con otra compañía de telecomunicaciones china que sufrió sanciones por vender equipos a Irán, ZTE, todo se solucionará con dinero de por medio. Eso sí, mucho dinero.
Fuente: https://actualidad.rt.com/opinion/alberto-rodriguez-garcia/315785-huawei-eeuu-empresas-guerra-china-5g

El trumpismo, caos y balcanización de Latinoamérica


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 El trumpismo, caos y balcanización de Latinoamérica

 

 


De la mano de gobiernos de ultraderecha y coincidiendo con la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca, resurgieron en América latina el neofascismo, la xenofobia, la misoginia, la homofobia y el racismo, tras dos décadas de experiencias progresistas en varios países, que colaboraron para este retorno con su reticencia a realizar cambios estructurales y aferrarse a los preceptos de la democracia burguesa.
En las últimas siete décadas nunca Argentina, Chile y Brasil estuvieron gobernados por la derecha al mismo tiempo. Hoy, en cambio, una derecha elegida por los votos se ha asentado en el poder no solo en estos tres países, sino también en Paraguay, Colombia, Perú, Ecuador y en Centroamérica. Ya no hicieron falta tanques, metralletas, torturas, muertos ni desaparecidos, como hace casi siete décadas atrás.
Pero estas derechas han sido ineficientes al desarrollar el libreto trazado por Washington y apenas logran levantar la mano cuando el guión así lo expresa. Estos gobiernos –algunos de los cuales reivindican las dictaduras militares y los genocidios- estén alineados totalmente con la geopolítica de Trump, EEUU y/o la OTAN, y también con la regresión en los salarios, en las condiciones de empleo y beneficios de los trabajadores y de los sectores de menores recursos, en la privatización de las jubilaciones y pensiones, en la imposición de las políticas del Fondo Monetario Internacional (shock y endeudamiento condicionante de futuro).
La percepción insertada en los imaginarios colectivos de que mesiánicos candidatos ajenos a la política pueden combatir la corrupción y la inseguridad –los dos caballitos de batalla electoral de la derecha-, marcan, también, la crisis de la democracia al estilo occidental y cristiano. Me abstengo de usar la clasificación de “derecha populista”, pues pareciera tener como fin a hacer olvidar a los grandes movimientos de la región (Cárdenas, Vargas, Perón) y su preocupación por la soberanía de las naciones y la redistribución de la riqueza.
La insistente estrategia del trumpismo es la de fracturar definitivamente el territorio latinoamericano-caribeño incluyendo sus esfuerzos –hoy bastante exitosos- de terminar con los procesos de integración soberanos de la región, como Mercosur, Unasur y la Celac; crear la desestabilización y el caos en cada uno de los países, balcanizar la región, para garantizar el control total de su “patio trasero”.
Pero para los latinoamericanos Donald Trump no es un tipo simpático, a quien querer o admirar. Es el prototipo del arrogante, pedante, autoritario multimillonario que le pisa la cabeza a todos para lograr sus objetivos. Es un hombre de temer, es el del garrote.
Hoy una idea -autoritaria, disciplinante, invariablemente defensora del empresariado- del “orden” que define la perspectiva de la derecha. A los principios conservadores de religión, tradición y jerarquía; se suma la defensa del libre mercado, la defenestración de los modelos de integración regional, el control social, la destrucción del estado de bienestar, con el uso permanente de los falsos mensajes desde los medios masivos, llenos de violencia y con la alarma del terrorismo o del comunismo, contra todo aquello que signifique pensar, con fuertes brotes xenofóbicos, homofóbicos, misóginos.
El escritor mexicano Octavio Paz denunciaba que “la derecha no tiene ideas, sino sólo intereses”, que muchas veces ni son los propios. Para ser de derecha hoy ni siquiera hay que pensar, sino seguir los dictados de la guerra psicológica y neurológica (de quinta generación) a través de los medios masivos de comunicación y de las llamadas redes digitales: asumir como ciertas (como en cualquier credo) las mentiras y la información que se irradia desde las usinas del pensamiento capitalista y dejarse llevar por la ola.
Pero el resurgimiento de la derecha en Latinoamérica tiene que ver con una derrota política de los gobiernos progresistas de los últimos tres lustros en la región y con su abstención de realizar cambios estructurales en sus países, pero, sobre todo con una derrota cultural. Ya no se habla –al menos desde el poder- de igualdad, justicia social y de sociedades de derechos, ni del “buen vivir”, de democratización de la comunicación, de democracia participativa.
La guerra cultural del capitalismo actual pretende compensar la desaparición de su gran promesa abstracta de progreso, desarrollo y buen gobierno; y fuerza a aceptar el despojo de la mayoría de las conquistas sociales y políticas logradas; y prevenir o desmontar todas las resistencias y protestas mediante el control social. Y cuando éste no funciona por las buenas, aplican el plan b, su control militar.
Esta guerra cultural se propone que todos, en todas partes acepten el orden que impone el capitalismo como la única manera en que es posible vivir la vida cotidiana, la vida ciudadana y las relaciones internacionales. El imperialismo cultural ha desempeñado un papel fundamental en prevenir e impedir que individuos explotados y alienados respondiesen colectivamente a sus condiciones cada vez más deterioradas. Su mayor victoria no es sólo la obtención de beneficios materiales, sino su conquista del espacio interior de la conciencia a través de los medios de comunicación de masas, primero, y de las llamadas redes digitales.
El conservadurismo cultural latinoamericano argumenta que los valores tradicionales se están perdiendo frente a lo que denominan “ideología de género”, una etiqueta vaga donde arrojan todo lo que rechazan: el movimiento feminista, los derechos reproductivos de la mujer, el matrimonio igualitario, que atribuyen a una alianza internacional que incluye a las Naciones Unidas, fundaciones filantrópicas occidentales y organizaciones que operan a nivel nacional con el objetivo de filtrar prácticas extranjeras. Además de comunistas y fundamentalistas árabes, claro.
Imponen sus políticas neoliberales, que acrecienta el desempleo de personal no calificado, calificado y especializado y el surgimiento de la generación que no tiene educación, ni trabajo, ni futuro, mientras se verifica la destrucción o el debilitamiento de las antiguas organizaciones populares y la criminalización de las que representan a los ciudadanos, empleados, trabajadores y campesinos junto a la mutilación política, moral, social, cultural, económica de los partidos políticos, convertidos en meros instrumentos para obtener empleos de elección popular.
La desestructuración intelectual, política y moral es el mayor estrago que causa la guerra financiera del neoliberalismo globalizador del cual Trump es paladín, que lleva a que las protestas y resistencias de la población a fragmentarse en luchas sectoriales y coyunturales. Tampoco existe un movimiento o una articulación internacional, una vanguardia, una solidaridad internacional.
La exaltación del individuo, la fragmentación de las familias y las sociedades, la conversión de los trabajadores en consumidores, y la religión del dios Dinero y sus tarjetas de crédito, que transforma a individuos, empresas y Estados en esclavos de la deuda, son algunos de los efectos del capitalismo cultural y financiero.
El gobierno de Trump, junto a las elites económicas locales, está empeñado en terminar con la política externa independiente de nuestros países y con los procesos de integración, de destruir la memoria histórica de los pueblos, tienen como fin privatizar (entregar a las empresas trasnacionales) los recursos naturales, las empresas estatales y los bancos públicos financieramente rentables, además de vender las tierras a individuos y empresas extranjeros, comprometiendo la producción de alimentos, la soberanía alimentaria y el control sobre las aguas.
Preparando el desembarco ultraderechista
La internacional capitalista, movilizada y generosamente financiada por el movimiento libertario de extrema derecha (libertarians en inglés) que funciona a través de un inmenso conglomerado de fundaciones, institutos, ONGs, centros y sociedades unidos entre sí por hilos poco detectables, entre los que se destaca la Atlas Economic Research Foundation, o la “Red Atlas”, que ayudó a alterar el poder político en diversos países como extensión tácita de la política exterior de EEUU.
Los think tanks asociados a la Red Atlas son financiados por el Departamento de Estado y la National Endowment for Democracy (Fundación Nacional para la Democracia – NED), brazo crucial del softpower estadounidense y directamente patrocinada por los hermanos Koch, poderosos billonarios ultraconservadores. Entidades públicas funcionan como centros de operación y despliegue de líneas y fondos como la Fundación Panamericana para el Desarrollo (PADF), Freedom House y la Agencia del Desarrollo Internacional de Estados Unidos (Usaid), que reparten directrices y recursos a la ultraderecha latinoamericana, a cambio de resultados concretos en la guerra asimétrica en la que participan.
La Red Atlas cuenta con 450 fundaciones, ONGs y grupos de reflexión y presión, con un presupuesto operativo de diez millones de dólares, aportados por sus fundaciones “benéficas, sin fines de lucro” asociadas, que apoyaron, entre otras al Movimento Brasil Livre y a organizaciones que participaron de la ofensiva en Argentina, como las fundaciones Creer y Crecer y Pensar, un think tank de Atlas que se incorporó al partido (Propuesta Republicana, PRO) creado por Mauricio Macri; a las fuerzas de oposición en Venezuela y al derechista presidente chileno, Sebastián Piñera.
La Red Atlas tiene trece entidades afiliadas en Brasil, doce en Argentina, once en Chile, ocho en Perú, cinco en México y Costa Rica, cuatro en Uruguay, Venezuela, Bolivia y Guatemala, dos en República Dominicana, Ecuador y El Salvador, y una en Colombia, Panamá, Bahamas, Jamaica y Honduras. La extrema derecha “moderna” es el movimiento libertario que hoy navega con pabellón republicano, y que tiene en la Red Atlas a su principal propulsor en América Latina.
La administración Trump está repleta de ex alumnos de grupos relacionados con Atlas y amigos de la red como Sebastian Gorka, el asesor islamofóbico de contraterrorismo de Trump, la secretaria de Educación Betsy Devos lideró el Acton Institute, un grupo de reflexión de Michigan que desarrollaba argumentos religiosos a favor de las políticas de de ultraderecha, pero la figura principal del entramado es Judy Shelton, economista y miembro principal de la Red Atlas, quien se hizo cargo de la NED, tras ser consejera de la campaña de Trump.
Balcanizar para dominar
La balcanización de Latinoamérica es un rasgo característico de la actual geopolítica en disputa, aunque sus antecedentes vengan desde la época colonial (dividir para reinar), con el genocidio humano y cultural. Washington está forzando a cambiar la lógica de inserción, provocando un reordenamiento geopolítico en Latinoamérica, viraje que será determinante en unos años cuando se visualice mejor cómo la región se transforma no sólo al interior sino también en su relación con el exterior.
El gobierno de Trump usa todas las armas de una guerra híbrida y multidimensional, que van desde la amenaza de intervención armada, pasando por una guerra psicológica permanente por medios masivos de comunicación trasnacionales y las llamadas redes digitales, hasta el chantaje de condicionar préstamos crediticios de los organismos multilaterales como el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial o el Banco Interamericano de Desarrollo al seguimiento estrictos de sus deseos políticos.
Como botón de prueba, el vicepresidente Mike Pence presionó al mandatario ecuatoriano Lenín Moreno para atacar a Venezuela; acabar con la integración sudamericana, y entregar al fundador de WikiLeaks Julian Assange, a cambio de un mísero préstamo del Fondo Monetario Internacional.
Hoy Washington trabaja en la balcanización de Venezuela. Intenta desmembrar a los estados fronterizos de Táchira y/o Zulia de Venezuela para formar una nueva republiqueta. No se puede olvidar que Panamá era territorio de Colombia y que Estados Unidos desmembró ese territorio en 1903 para formar una nueva República. La teoría de la balcanización sigue estando presente en la mente del imperio.
Los planes y estrategias de balcanización están en el menú de opciones de la guerra híbrida y multidireccional de Estados Unidos. Por ello, las próximas elecciones en Uruguay, Argentina y Bolivia son fundamentales para, al menos, ponerle coto a la política imperial estadounidense.
Aram Aharonian: Periodista y comunicólogo uruguayo. Creador y fundador de Telesur.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.