Schumpeter,
en un famoso artículo de 1918 titulado “La crisis del Estado fiscal”,
estableció de forma magistral el nexo entre el ejército y el estado
general impositivo.
Cuando el ejército se convirtió en una
“exigencia común” el Estado se fue transformando, poco a poco, en esa
hipertrofia que hoy conocemos, un modelo de imposición generalizada en
el que la guerra (o su posibilidad) justifica un creciente gasto militar
–GM– o, mejor aún, una completa y compleja militarización social. No es
una exageración aseverar tal cosa; incluso en una situación como la que
estamos viviendo, el GM –que es bastante más que el dispendio del
Ministerio de Defensa– es de las pocas partidas que no sólo no menguan
sino que aumentan. Como veremos, vivimos en un sistema económico que
tiene por objeto mantener el funcionamiento de una de las actividades
económicas indispensables para el país: la del llamado complejo
militar-industrial, en el contexto de una peculiar economía de guerra.
Tener
enemigos es lo de menos hoy en día, ya sea en el espacio o en el
ciberespacio. El ejército basa su existencia en que hay que estar
preparados para dar respuesta a potenciales amenazas y para disuadir a
hipotéticos enemigos, aunque lo cierto es, y esto lo sabemos muy bien,
que estas situaciones, si se quieren evitar, se previenen mejor en el
terreno de la diplomacia y de la colaboración mutua que mediante la
carrera de armamentos (pensemos, por ejemplo, en los atentados de
Atocha, donde a todas luces se desvela cuán necesarios y operativos son
los ejércitos y las policías: los primeros por inducir a la masacre –al
contribuir al linchamiento de Iraq tras el famoso acuerdo de las Azores–
y los segundos por no poder evitarla, pues la función de la policía no
es otra que salvaguardar las leyes –injustas– y el orden –que se apoya
en esas mismas leyes y que tiene como única garantía la utilización
legítima de la violencia al por mayor).
Y es que quizá sea aquí
donde resida la cuestión. En la actualidad se ha producido un
desplazamiento de la esencia de lo que comúnmente hemos considerado
militarismo: bien podría afirmarse que su verdadera razón de ser no es
otra que “hacer caja” (y la constante amenaza de administrar esa
violencia si es menester). El verdadero objetivo es desarrollar y vender
productos, independientemente de que sean o no utilizados (desde
armamento que nace obsoleto por los propios avances técnicos hasta los
asientos contables que rentabilizan y amortizan el almacenamiento e,
incluso, su reciclaje o destrucción).
La retórica de la Defensa
Nacional y sus correlatos están dentro de la misma categoría: la
metafísica. La Patria es una justificación más, un as en la manga que
sirve, como muchos otros intangibles enemigos, para justificar lo
injustificable. Las patrias las hacemos posible quienes pagamos
impuestos. Por eso, lo verdaderamente importante es que la presión
impositiva siga funcionando como hasta ahora, y que el flujo de dinero
que va del erario a las empresas privadas sirva para mantener los
privilegios del llamado “complejo militar-industrial” y de los
pistoleros de las Fuerzas Armadas (179.000 militares en activo, más
84.000 guardias civiles), de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del
Estado (70.000 policías nacionales) y de las comunidades autónomas y
consistorios locales (80.000 policías locales y autonómicos).
Atrás
han quedado aquellas exiguas definiciones del libertario francés Daniel
Guérin, en su libro de 1936 “Fascismo y grandes negocios”, y de
Eisenhower, de 1960. El actual complejo es una red amplia, como un
cáncer formado por numerosos nodos: los militares, la clase política,
sectores industriales, financieros, sindicatos, organizaciones
tecno-científicas, universidades y una miríada de accionistas privados y
públicos.
Y todo esto, mediante una redistribución
concienzudamente diseñada, gracias a la cual, incluso los detractores
formamos parte del entramado, constituyéndonos como verdaderos garantes
de esa vasta red. No deja de ser una paradoja que todo este edificio, el
del complejo militar-industrial-financiero-político-sindical, se
sostenga en la obligación de pagar impuestos.
El gasto militar no
para de crecer, y a su alrededor el cáncer se metastatiza y se propaga
en las sociedades, que ven cómo poco a poco la faceta social del Estado
se disuelve como un azucarillo mientras se configura una poderosísima
estructura represiva y disciplinante.
Son los intereses de los
integrantes de este complejo los que determinan la política de
adquisición de armamentos, el gasto militar, la Directiva de Defensa
Nacional, y la guerra, si es necesario. Los poderes públicos, además de
financiar a la industria, aprueban o modifican constituciones, leyes y
políticas de todo tipo con el objetivo de satisfacer esos intereses. En
las fábricas, los trabajadores y sus representantes se manifiestan para
pedir carga de trabajo, echan las horas extraordinarias que haga falta y
compran acciones de estas empresas.
Aunque los gastos del Estado
son un exceso —se miren por donde se miren— no es lo mismo gastar en
sostener este dispendio que en inversiones socialmente útiles. La
industria de guerra es improductiva por mucho que se empeñen en decir
que la I+D militar repercute positivamente en diversos usos civiles. Nos
enfrentamos a una creciente militarización de la economía, a una
extensa red que coopta el gasto, genera Deuda Pública y obliga a que
queden subordinadas las demás necesidades.
La economía
está al servicio de la guerra tanto como la guerra está al servicio de
la economía: un entramado ideal de anulación sistemática de los límites
en una suerte de ciclo ininterrumpido. La acumulación de capital
militar, el recurso a la guerra como forma de activar la economía, y
como laboratorio, la apropiación de la ciencia para ponerla al servicio
de esta lógica, la subsunción de la producción civil bajo la militar, la
conversión de la clase política y de la clase obrera en gestores,
impulsores y colaboradores del complejo, la participación del conjunto
de la sociedad a través de la compra de títulos, de la confianza
depositada en los bancos que las sostienen, etc. hace difícil
identificar a los “enemigos”.
Durante decenios, numerosas
investigaciones acerca del GM han ido desvelando que lo que el Estado
reconoce como gasto es, cuando menos, la mitad de lo que verdaderamente
se dilapida. De puertas adentro los GM no resultan simpáticos –a nadie
le parece normal que “no haya dinero” para la educación, la sanidad, las
pensiones, y otros gastos de carácter social–; de puertas afuera, es
importante que el Estado aparezca como un ente que cumple sus
compromisos con sus socios –OTAN, UEO, PESD…–, aunque maquillando las
cifras para no parecernos a esas “repúblicas bananeras” –o monarquía
platanera, que sería nuestro caso– que tanto nos gusta criticar y ante
las que nos postramos si de vender nuestros juguetitos militares se
trata.
Esta estrategia de utilizar el conjunto del erario para
configurar un GM tuneado es una práctica muy común en las economías del
llamado Primer Mundo –¡Ay! ¿Dónde quedan ahora estas categorías?–. Eso
sí; si de lo que se trata es de señalar a un potencial enemigo –léase,
por ejemplo, la percepción de amenaza que los EE.UU. tienen del GM de
China–, los expertos militares dirán que el presupuesto oficial de los
orientales apenas representa una cuarta parte de su gasto real, pues
camuflan las cifras: China miente.
Según el SIPRI
[1], los EE.UU. tuvieron un GM en 2010 de 687.000 millones de dólares. Sin embargo, la War Resisters League
[2] cifra este gasto en 1,45 billones
[3], esto es, un gasto superior en un 111%.
El
mismo instituto dice que para ese año el GM del Estado español fue de
11.596 millones de euros y que tuvo un peso sobre el PIB de poco más del
1%. Afortunadamente, disponemos de una larga tradición de lucha
antimilitarista que, entre otros frentes, se ha dedicado a desvelar los
verdaderos entresijos del GM español (y el de Euskal Herria
[4], lo que nos permite saber que hay mucho oficio a la hora de falsear las cifras. Según el Centre d’Estudis per la Pau J.M. Delàs
[5],
el GM inicial de 2010, aplicando el criterio del SIPRI, fue de 17.035
millones de euros (un 46,9% más del admitido oficialmente), y tuvo un
peso sobre el PIB del 1,73% (un 0,73% más). Si tenemos en cuenta que el
GM consolidado (el final, para entendernos) es, al menos, un 10%
superior al inicialmente previsto (siempre se gasta más, lo que genera
déficit que ha de ser financiado con Deuda Pública), tendremos, siempre
que sigamos el criterio del SIPRI, un GM que se acerca a los 19.000
millones de euros, lo que supone un aumento del 61,6%, algunos miles de
millones más de lo oficialmente admitido.
Entonces, si el SIPRI
estima que el GM mundial en 2010 fue de 1,63 billones de dólares,
podríamos asegurar, sin rasgarnos las vestiduras, que debe andar en
torno a 3 billones de dólares –¡sólo EE.UU. gasta 1,45 billones!–. Como
podemos ver, para algunos dispendios sí hay recursos.
La Defensa
se está privatizando, y no hace falta pensar exclusivamente en las
compañías de seguridad privadas (como Segur Ibérica) que custodian los
atuneros en el Índico. Se está privatizando con el dinero de las arcas
del Estado, para que un exiguo grupo de empresas (las cuatro que se
llevan el 80% son EADS, Santa Bárbara Sistemas, Navantia e Indra)
sientan cuán rentable es la industria militar. Reciben dinero para
empezar a funcionar, a devolver (si es que lo devuelven –pensemos en los
37.000 millones de deuda de los llamados Programas Especiales de
Armamento) sin intereses (para ellos, pues el dinero nunca es gratis
–aunque ya lo hayamos pedido– y los intereses que no se les cobra a las
empresas se contabiliza como déficit, tarde o temprano Deuda Pública)
cuando hayan terminado la producción (a la que imputan sobrecostes por
las razones más espurias), y con la garantía de que el comprador –el
Estado– siempre va a satisfacer las demandas de los militares y de las
policías, para que la fiesta no pare.
Si quieres triunfar, el
asunto está claro: monta una empresa de “tecnología de aplicación para
la defensa” y asóciate a la patronal del ramo; ve a cualquier
Universidad y contrata con el peor modelo que te permita la ultimísima
reforma laboral a los mejores cerebritos de los numerosos convenios de
investigación y desarrollo firmados con Defensa; unos cuantos ingenieros
–e ingenieras, que no se trata de discriminar, como en las FF.AA.– te
hacen un proyecto, untas a quien haya que untar y a fabricar, incluso
bombas de racimo, que si luego te dicen que está prohibido le exiges al
gobierno que te indemnice, aunque sea de forma diferida a través de
empresas amigas. Y luego a vender: una feria aquí, otra allá, una foto
con el Rey y a proyectarse en los mercados –con ayuda de las oficinas de
exportación y las leyes creadas a tal efecto–. Y para hacer redoble,
evitando pagar impuestos –para eso ya están los pobres y las clases
medias, que son quienes hacen posible todo este tinglado–. ¡Quién sabe!
Igual acabas siendo ministro de Defensa…
Los balances de las
empresas no han dejado de crecer en estos cuatro últimos años, como
tampoco lo han hecho las exportaciones, aunque sea vendiendo a países
que vulneran los Derechos Humanos –¿y qué país no lo hace?– falseando
epígrafes para vender armamento, munición y material policial como si
fuera para practicar algún tipo de deporte, y mediante triangulaciones
–aunque sirvan para armar a todas las partes en conflicto, que no está
el tema para ponerse exquisito; ¿cómo sino le han concedido a la UE el
Nobel de la Paz?
Al loro: con nuestros impuestos se financia el
GM, que nunca da abasto; al gastar más de lo que le encomiendan, genera
déficit; para financiar el déficit se emite Deuda Pública; solicitamos
dinero que nos prestan los mercados u otros Estados que está sujeto a
unos intereses –ahora muy altos, pues el Estado está cerca de ser
considerado una basura–, por lo que debemos el dinero prestado y los
intereses; para pagar los intereses de estos préstamos tenemos que pedir
más préstamos, y así hasta la suspensión de pagos, pues, ¿qué es el
Estado sino una empresa? Todo para que un reducido grupo del sector
privado que produce “tecnologías para la defensa”, venda a nuestro
Estado (sí, es nuestro; somos quienes lo hacemos posible) y a otros
Estados, que falsearán sus cuentas de GM, generarán déficit que
financiarán con Deuda Pública… ad infinitum.
Desde el inicio de la
llamada crisis, la Deuda Pública se ha duplicado; ojo con esto, pues
uno de los conceptos de GM es la imputación de los intereses de la
deuda, justificado, evidentemente, en que el GM siempre es mayor que lo
que inicialmente se presupuesta, déficit que ha de ser financiado con
emisión de deuda; si la deuda ha crecido en estos años y el GM también
lo ha hecho, y si financiar la deuda nos cuesta ahora más que antes
porque los intereses son mayores, la imputación de los intereses de la
deuda por GM ha tenido que crecer mucho del 2009 hacia acá.
El
déficit es condición necesaria del capitalismo, que por definición es
un sistema que genera deuda; la deuda es un instrumento financiero que
permite a los grandes capitales incrementar las ganancias de forma
exponencial en un período de tiempo muy corto y con unas enormes
garantías –el deudor es el Estado, formado por millones de
contribuyentes–. La lógica del beneficio ya no está en el segmento
dinero-mercancía, sino en el de dinero-dinero´[prima].
Es
indudable el impacto que sobre la Deuda Pública tienen los gastos
militares, pues son gigantescas operaciones de destrucción económica a
muy largo plazo, antes, durante y después de la “crisis”. ¿Cómo explicar
que la Deuda soberana mundial, en porcentajes, sea casi un calco del GM
mundial?
En estos tiempos que corren, en los que se escucha
cierto ruido de sables, la lucha contra los profesionales de la
violencia exige toda nuestra determinación.
John Doe.