miércoles, 20 de julio de 2016

La vida en el capitalismo de ficción; El sueño de ser único.


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La vida en el capitalismo de ficción; El sueño de ser único.

 

 

El estilo del mundo. La vida en el capitalismo de ficción.
Vicente Verdú,
¿Egoísmo? ¿Egolatría? La palabra de moda hace unos años fue egonomia. El sistema había escuchado el anhelo de los individuos y preparó el actual modelo de personalización de los artículos; artículos customizados para neutralizar el malestar que padecían los consumidores al ser tratados en serie y masivamente, dentro del tosco capitalismo anterior.
Se trate de la ropa o la casa, los viajes, los ordenadores o los automóviles, la preocupación por atender la ilusión de ser único se ha convertido en la ineludible pauta del nuevo capitalismo de ficción. Contra el supuesto de que las marcas nos agrupan con su firma para darnos la parte de personalidad que nos faltaba, ha sobrevenido la estrategia de productos elaborados de acuerdo con los gustos expresados por cada uno. En California, la Krause’s Sofa Factory permite a cada comprador, desde 1994, elegir las medidas, la forma y la tapicería del diván deseado, y, en Madrid, Diseño a Medida no cesa de prosperar con la misma estrategia. En Japón, la Matsushita posee una división para fabricar cualquier clase de bicicletas al gusto diferenciado del ciclista, Chanel ofrece cosméticos que atienden al «perfil personal» de una piel calificada de «irrepetible» y Louis Licari, fundador de una empresa para cuidado del cabello, aseguraba que su grupo estaba en condiciones de ofrecer más de 1.000 tonalidades de rubio (Popcorn, 1992).
Un ejemplo, ya clásico, del éxito logrado por la customización son los ordenadores Michael Dell, que en pocos años, desde 1985, desbancaron mundialmente a los Compaq gracias a servir los aparatos según las especificidades que solicitaba el cliente, y en un plazo de tres días. Esta fórmula, que simula ser la antítesis de la producción en serie, permitió a Dell crecer un 40 % anualmente, mientras el sector lo hacía por debajo del 20 %. En 2003, la customización lo ocupa casi todo: desde las mil raquetas de tenis diversas, solicitables a Tennis Warehouse, a las cien mezclas de café de P&G o a las zapatillas de Reebok, Adidas o Nike que numeran sus pares y son capaces de aceptar pedidos con determinaciones individuales de color, diseño y estructura sobre una decena de modelos distintos. La firma Harley-Davidson, emblema del individualismo solitario, ofrece 25 modelos pero posee un catálogo de accesorios de 800 páginas y 900 referencias distintas para que efectivamente cada conductor posea un ejemplar exclusivo.
Insistir en artículos seriados es propio de las primeras décadas del siglo XX, pero cien años después en el capitalismo de ficción, la misión es eliminar la tortura de la igualdad. Créations & Parfumeurs, una antigua firma londinense con sede en un edificio del siglo XVIII de James Leoni, posee hoy un muestrario de 4.000 esencias llamado The Fragante Organe y cita a sus clientes para que escojan, sin límite de tiempo y meditación, sus esencias favoritas. Lo que hace años sólo realizaba la casa francesa Creed cuando creaba perfumes singulares para personajes como Grate Kelly o Cary Grant, se encuentra ahora a disposición de cualquier persona, tratada así como personaje.
El capitalismo ha reconocido, en fin, la necesidad de creernos «inalienables», ha escuchado el orgullo singular de cada cuerpo mediante tatuajes y piercings, se ha esmerado en la exaltación de la disimilitud. Prácticas «extremas» de señalización de la piel como el branding (aplicación de un motivo sobre la piel mediante un hierro al rojo o un láser), el burning (quemadura voluntaria subrayada mediante tinta o pigmentos), el cutting (inscripción de figuras y dibujos con escalpelo), el peeling (despellejamientos) o el stretching (ensanchamiento del piercing para introducir un objeto mayor) se difunden no bajo las advocaciones de los punkies, partidarios de negarlo todo, sino como afirmaciones del yo. En los años sesenta del siglo XX, formar parte de un grupo fuertemente organizado, pertenecer a un partido, comulgar con una fe religiosa, formaba parte de los planes de vida, pero hoy, decaídos los lazos sociales, la individualización es lo primero y las agrupaciones apenas duran el tiempo de una manifestación.
El prêt-a-porter, barato y uniformador, supuso una revolución en los años sesenta, pero ahora, cincuenta años después, la igualdad ahoga. Ser tenido por inconfundible, ser saludado con nombre y apellidos, recibir trato individualizado se ha revelado una satisfacción comercial tan rentable que los hipermercados Wal-Mart han logrado convertirse, con tratos de tú a tú y buenos precios, en la primera empresa del mundo en 2002, por delante incluso de Exxon. Y no pocas firmas más de envergadura siguen sus pasos a través de los halagos en Internet, las ventas one-to-one y los recursos de seducción individualizada. La compañía de alimentación General Mills, por ejemplo, permite a cada ciudadano, desde la primavera de 2002, componerse su propio desayuno a partir de unos 100 ingredientes distintos y asignar un nombre a su invención, como si fuera el título de «su obra». La obra de un creador.
¿Dolores menstruales, neuralgias? Ninguna fisiología es igual a otra, y Tylenol, el paracetamol más conocido en Estados Unidos, comercializa 41 clases del medicamento para atender achaques afinadamente distintos. El productor sabe que el consumidor demanda más ser reconocido que ser servido, que solicita antes un plus de «yo» que un plus de cualquier otra cosa. Si una marca, por tanto, aspira a ser querida, debe procurar que su cliente se sienta deseado y experimente, dentro de esta cultura pueril, que se le mima.
Tanto en la actividad económica como en la política o en la enseñanza, han dejado de existir los programas claramente predeterminados. En la economía, se programa a partir de los análisis de mercado y se corrige en interacción con los receptores. En política, ya no se trata de enarbolar una ideología perfilada y fuerte, sino de acomodarse con ductilidad a la solicitud del electorado. En la nueva psicoterapia, altamente pragmática, se renuncia a prescribir un cambio en las conductas del cliente si tal corrección le incomoda: mejor se recurre a los fármacos. En la escuela, a «la letra con sangre entra» ha sucedido el enseñar divirtiendo, pasar de curso tolerando. Hay excepciones, sin duda, pero el repertorio de las ofertas radicales en lo ideológico o en lo material se ha reducido mucho. A las firmas les cuesta cuatro o cinco veces más captar un nuevo cliente que conservar al que tienen, así que, sobre todo, se trata de no espantarlo. La técnica de la «fidelización» continua mediante una tarjeta (con nuestro nombre y apellidos, dirección, profesión, edad, etcétera), los detalles para hacernos creer preferidos y las formas dispensadas para hacernos sentir como socios y no como clientes configuran la nueva ficción de relaciones «humanizadas».
El capitalismo de consumo ofreció grandes cantidades de objetos para aumentar la sensación de bienestar, pero, ahora, el capitalismo de ficción procura aumentar la impresión de ser alguien. En este nuevo mundo la marca no se impone, sino que coopera en hacer el «yo»; las empresas no presionan para que gastemos en su provecho sino para que invirtamos, sobre todo, en nosotros. Chrysler contrató a un antropólogo francés para esbozar el diseño de su PT Cruiser y este doctor, G. Clotaire Rapaille, desarrolló un método de relajación para que los clientes convocados dibujaran el coche de sus sueños. El resultado fue un modelo que recordaba las furgonetas de reparto de sus infancias. Es decir, el automóvil soñado. De esta manera, el coche fue un éxito en Estados Unidos y obtuvo el título de Coche del Año en Europa. Ford, en 2001, hizo lo mismo con el Focus.
Dentro de la red las firmas nos conocen, nos saludan, recuerdan nuestras compras, han tomado nota de nuestros vicios, memorizan nuestra edad, conocen nuestro estado civil, tienen reseñadas nuestras dolencias y, encima, cuando necesitamos algo, nos mandan el paquete a casa. Al introducirnos en una web no sólo vamos a comprar, sino a dialogar con el sistema. Más que hacer un trato, nos tratamos y, claro está, nos «retratamos».
Pero no sólo la egonomía se refiere al consumo. Contra el anonimato del trabajo en cadena, el capitalismo de ficción proclama la particularización de las tareas; contra el malestar de ser un subordinado, el sistema introduce el eufemismo de «colaborador»; contra el cumplimiento indiscutido de órdenes, la inducción a emprender iniciativas; contra el rasero de ser pagado uniformemente, la desigualdad de las remuneraciones.
Como resultado de todo ello, la plusvalía no se obtendrá, en adelante, con la apariencia de una explotación, sino como de una participación. La mayor titulación de los empleados actuales, la abundancia de técnicos cualificados, ha desfasado la figura autoritaria del director, y lo idóneo, en vistas a la productividad, es infundir la convicción de hallarse empeñado en algo propio y creativo. El notable número de empresas que hoy se denominan con el apéndice de «y Asociados» (en la publicidad, en el diseño, en la abogacía, en el consulting) denota la corriente de esta pretendida integración psicológica del personal. No seremos ya dependientes de un amo, sino partícipes de un proyecto donde figuramos como coéquipiers, siendo el jefe como un entrenador deportivo y la competencia como una competición.
A diferencia de la ideología en el capitalismo de producción y en el capitalismo de consumo, lo más importante en el capitalismo de ficción no son las mercancías físicas sino las ideas. Los trabajadores de antes eran obreros o empleados, pero ahora son colegas: a la jerarquía sucede la descentralización y a la línea de mando las redes. En la propuesta personalizada de la empresa modelo, los trabajadores no necesitan ser controlados, deben autocontrolarse, no necesitan ser conminados, se autoexigen. Se auto reclaman tanto como para no separar el tiempo de ocio y el de trabajo: en cualquier fin de semana siguen teleproduciendo, pero incluso sus almuerzos, sus cenas, las amistades y hasta los amores tienen que ver con el trabajo o pueden beneficiar la operación en marcha. No puede hablarse pues rigurosamente de empleados sino de «implicados»; y, uno a uno, cada cual con el presunto galón de ser yo.
El individualismo, en fin, ha triunfado tanto que ha llegado a convertirse en un fenómeno de masas. Las llamadas de nuestro tiempo no convocan a la revolución colectiva sino a la caridad particular, y los problemas del trabajador con la empresa se tratan de uno en uno, a menudo en los dispensarios. Luc Ferry ha llamado a nuestro tiempo la época del «ultraindividualismo», Pascal Bruckner lo ha bautizado como «superindividualismo» y los sociólogos norteamericanos, como Lash, lo denominaron «narcisista». Lipovetsky ha calificado este período de «segunda revolución individualista» o paso del individualismo limitado que inauguró el siglo XVIII al individualismo total, y en la actualidad, decía Touraine, no se trata de buscar el sentido del mundo, sino el sentido de «mi» vida. ¿Consecuencia? La consecuencia es que la customización de los consumos y de los trabajos, la flexibilidad en los empleos y en las tareas, los cambios de residencia, de pareja o de ocupación derivan en cortas relaciones humanas. La vida tiende así a convertirse en una sucesión de fragmentos y la identidad, sometida a cambios constantes, sufre despistes y extravíos. Se aspira a ser único, inalienable, y el sistema se las arregla para cobrarse este anhelo en una incesante reposición de funciones, espacios, objetivos, pero todo esto hasta el punto, dice Gil Calvo (2001), de que acaso «la vida futura ya no tenga sentido real».
A la pérdida de grandes referencias comunes se suma una biografía cuarteada, y a la segmentación biográfica se agrega, a cada paso, el bombardeo de consejos (libros de autoayuda, dictados publicitarios, recomendaciones médicas, opiniones mediáticas) para diseñar interminablemente otro yo mejor. Hay incontables enfermedades del yo, pero una, muy característica ahora, es la aglomeración de yoes sustitutivos y contradictorios. O bien: la existencia se ha poblado de tantos reclamos, verdaderos y falsos, dentro y fuera de los media, que sin cesar nos vemos asaltados por la inquietud de no hallarnos en el lugar idóneo y ocupándonos de lo más oportuno. Ante esa desazón, ¿cómo no verse confundido?, ¿cómo no sentir la insuficiencia de no ser un yo más?
Hasta los años ochenta del siglo XX a los niños les valía la autoridad del padre para obtener reconocimiento o descalificación, pero la autoridad del padre se amortiza actualmente enseguida y la vida enseña que a los progenitores los jubilan por adelantado. No es fácil que el niño adquiera la referencia paterna como la fuente de alguna poderosa legitimación. ¿Dios? Dios es un ídolo del pasado, un superhéroe de la vieja ciencia ficción. ¿El compromiso político? Tampoco. Ninguno de estos pilares pervive para otorgar su sanción y evitar el vértigo del desamparo. Porque si yo soy mi entero dueño, mi propio padre, mi código moral, también soy mi único juez y el culpable absoluto. Por ser el yo tan importante, es también la víctima más expuesta a todo.
En la época del capitalismo de producción pensábamos que la heroica clase obrera enterraría al capitalismo, pero al final -como decía Bourdieu- ha sido el capitalismo el que ha enterrado a la clase obrera. Ahora, en el capitalismo de ficción, no aparecen las clases sociales y en su lugar sólo se habla de clases de vida. A la lucha de clases ha sucedido la lucha por ser yo, y a la pugna por la revolución ha continuado el afán por ser uno mismo. La clave no se investiga en los males de la organización social sino en la novela psicológica de la vida privada, mientras la esperanza pasa de la revolución a los ansiolíticos, las anfetaminas o el citalopram. El desarrollo de la asistencia psiquiátrica, la proliferación de antidepresivos, el enorme consumo de sedantes y píldoras de la felicidad se corresponden con esta patología que el hiperindividualismo ha esparcido por nuestra sociedad, atemorizado el individuo por desaparecer en el «colectivo» y desesperado por la falta de comunidad. Desvelándose por evitar ser homogéneo y sufriendo, paralelamente, el peso del culto al yo.

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