¿De qué sirve la movilización social?
Por
Alberto Garzón.- Cada
cierto tiempo en el ecosistema de la izquierda política y social
deviene el debate sobre la utilidad y relaciones de las instituciones
políticas y las movilizaciones sociales. ¿Son útiles? ¿Cuáles son sus
límites? ¿Cómo se relacionan? Este debate aparece siempre en contextos
históricos diferentes y, sin embargo, todos los casos contienen
elementos comunes. En la actualidad, y a raíz de la discusión sobre si
se ha cerrado o no el ciclo político, ha vuelto a surgir. Pero es verdad
que lo hace, otra vez, sin demasiado rigor. En el debate nunca queda
claro a qué nos referimos con ciclo político, calle, movilización, etc. Y
mucho menos aparecen esos conceptos vinculados a la realidad o, al
menos, a indicadores empíricos.
Mi hipótesis
de trabajo sobre esta cuestión es la siguiente: el debate se enfoca de
forma errónea porque se refiere a fenómenos y/o mecanismos –las
instituciones y la movilización social- que son en realidad relaciones
sociales, esto es, el resultado de otros procesos que son
sistemáticamente ignorados en el análisis. En este largo artículo me
propongo dos cosas. La primera, dotarnos de un marco teórico que,
enraizado en el marxismo, nos permita entender cómo se relacionan los
componentes fundamentales del cambio histórico en una sociedad. La
segunda, analizar los datos empíricos de nuestra realidad política a fin
de contrastar las hipótesis que se discuten en estos días sobre el
cierre (o no) del ciclo político.
Es evidente que cuando decimos
que la movilización social es importante para la transformación social
encontramos importante aceptación. Es más, todos los analistas,
independientemente de la tradición política a la que pertenecen, han
dado mucha importancia a fenómenos como el 15-M. Sin embargo, rara vez
se trata de explicar si la movilización social es una causa, una
consecuencia o ambas cosas al mismo tiempo. Es decir, cómo se relaciona
con el resto de fenómenos o conceptos sociales. En general esto es
producto de la ausencia de un marco teórico que nos permita entender la
globalidad de las relaciones.
PARTE I: Un marco de análisis marxista
En
la tradición marxista, que dispone asimismo de una filosofía de la
historia, se asume que la lucha de clases es el motor de la historia;
donde lucha de clases significa la cristalización del antagonismo entre
sectores sociales que ocupan diferentes posiciones en la división del
trabajo. La estructura de clases de una sociedad constituiría, a su vez,
el limitante de la lucha de clases, la conciencia de clase y la
formación de clase. Es decir, el cómo está repartida la sociedad en
clases determina los márgenes de acción colectiva. A efectos de
organización, conciencia y correlación de fuerzas no es lo mismo una
sociedad polarizada que una sociedad fragmentada en múltiples pedazos.
Según el conocido esquema de Olin Wright, las interrelaciones entre
estos conceptos serían las siguientes:
De
aquí puede deducirse que la lucha de clases, si bien está limitada por
la estructura de clases, es la que permite la transformación de ésta.
Dicho de otro modo, es la lucha de clases –la victoria en esta lucha- la
que permite transformar la sociedad y por lo tanto cambiar la
distribución de recursos. Lo que es relevante, no obstante, es
comprender que la lucha de clases también transforma tanto la conciencia
de clase como la formación de clase, es decir, la concepción del mundo y
las formas de organizarse de quienes participan en la lucha.
Ante
este esquema tenemos dos preguntas. En primer lugar, si la lucha de
clases es el principio que transforma la sociedad, ¿dónde se produce esa
lucha de clases? En segundo lugar, ¿la estructura de clases, que limita
la lucha, sólo cambia a través de la propia lucha? Respondámoslo por
separado.
El concepto de lucha de clases tiene un prerrequisito
obvio, que es asumir que la sociedad se divide en clases. Esto, que es
un punto de encuentro de la sociología desde antes de Karl Marx y Max
Weber, desaparece en las interpretaciones posmodernas. En efecto, el
desvanecido sujeto posmoderno –como se puede encontrar en Laclau- niega
cualquier conexión de clase y reestablecen al individuo como ser aislado
de la realidad material y totalmente moldeable por las estrategias
discursivas. Si renunciamos a esta aproximación posmoderna, en la que
prácticamente todo vale, tenemos que asumir que la ubicación en la
estructura productiva es un determinante del acceso a los recursos de
una sociedad y, por ello, también de la capacidad para influir sobre la
propia vida. Es decir, la evolución de la sociedad capitalista y su
división del trabajo va creando una suerte de “huecos” en los que se
incorporan los individuos tras una lucha competitiva y a partir de unas
dotaciones iniciales -determinadas a su vez por el “hueco” ocupado por
sus familias. Dicho de una forma más coloquial: no es lo mismo nacer en
el seno de una familia propietaria de empresas que hacerlo en el seno de
una familia dedicada a trabajar en la minería como asalariados, pero
además esas diferentes ocupaciones en el mapa de la división del trabajo
explican las diferentes capacidades para influir en sus propias vidas. Y
la relación entre clases es, al nivel más abstracto, antagónica porque
los recursos y el bienestar de una clase se derivan de la explotación
sobre la actividad y el trabajo de otra.
Aclarado esto, conviene
expresar que la lucha de clases se produce a todos los niveles de la
sociedad cuando intervienen bien agentes que pertenecen a diferentes
clases bien organizaciones que representan a determinadas clases y el
frente de batalla es, asimismo, un frente de clases. Esto quiere decir
que la disputa se produce en relación al carácter antagónico de las
clases. En estas circunstancias, tanto la movilización social como la
lucha institucional pueden ser, de hecho, manifestaciones de la lucha de
clases.
El problema se traslada a definir bien los límites de
estos mecanismos. Y ahí entramos de lleno en el debate sobre qué es el
Estado. No tengo espacio aquí para desarrollar estas ideas, que por otra
parte son extraordinariamente complejas. Por lo general puede decirse
que aquellas interpretaciones que, como las de Marx, Engels, Lenin o el
anarquismo, asumen que el Estado es un sujeto o instrumento al servicio
de la clase explotadora tienden a rechazar el parlamentarismo o a
limitarlo a una herramienta de propaganda; proponiendo, de hecho, su
destrucción en el curso de la revolución. Así es como estas
interpretaciones vuelcan casi todo el potencial en la movilización
social organizada como forma de poder destruir el Estado y sustituirlo
por otro nuevo que ya no sería, de hecho, un Estado. Las
interpretaciones socialdemócratas y revisionistas, nacidas con Berstein,
consideran por el contrario que el Estado es un instrumento neutral, en
términos de clase, y asumen que el parlamentarismo es condición
suficiente para transformar la sociedad y que, por lo tanto, la
movilización social puede acompañar para facilitar las cosas -si bien no
es necesaria. Mi posición propia es la de inclinarme a no considerar al
Estado como un sujeto o instrumento, sino como una relación social.
Esta interpretación, nacida con Gramsci y Poulantzas, nos permite
entender que el Estado es una configuración institucional que condensa
la relación entre clases sociales y que, por lo tanto, es expresión de
la correlación de fuerzas en un momento determinado. Y todo ello
limitado por la trayectoria de largo plazo del capitalismo. Esto nos
permite entender cómo el Estado ha podido desarrollar un institución
como el Estado Social –cosa extraña si el Estado fuera sólo reflejo de
los intereses de la clase dominante- pero también el saqueo organizado
de los rescates financieros o las reformas laborales.
Obsérvese,
por ejemplo, que las discusiones de la izquierda sobre el eurocomunismo
de los años setenta (con Carrillo como representación española) o sobre
la forma del sujeto político (en la disyuntiva entre partido político
clásico o movimiento político y social) se derivan inmediatamente de los
mismos debates acerca de la naturaleza del Estado.
Ahora bien,
si aceptamos que la movilización social y la institución parlamentaria
son instrumentos limitados conviene avanzar en las formas en las que
pueden convertirse en instrumentos más amplificadores que limitantes.
Hemos dicho que la lucha de clases es el motor de la transformación,
pero ésta tiene que apuntar hacia algún sitio. Aquí el proyecto político
es esencial, y éste se deriva de una producción intelectual –aunque
combinada con la praxis. Así, la movilización social y la participación
institucional han de ser estratégicas, esto es, coherentes con un
proyecto político definido. De ahí que los otros componentes del esquema
precedente sean tan importantes: la conciencia de clase y la formación
de clase, es decir, la concepción del mundo y la organización política.
La organización política está limitada a su vez por la estructura de
clases, pues no es lo mismo organizarse en las fábricas del fordismo que
en el actual mundo de la precariedad laboral. Pero aquí me interesa
poner el foco en otro punto: ¿dónde se obtiene la conciencia de clase?
En
relación a esta pregunta muchos han tratado de caricaturizar las
propuestas de Lenin y Gramsci acerca de la vanguardia, mal entendida
como el colectivo que proporciona la conciencia, de forma elitista, a
las clases explotadas. Pero lo cierto es que ambos supieron entender que
la conciencia de clase se obtiene a partir de la experiencia propia, es
decir, de la experiencia vital con las consecuencias cotidianas del
capitalismo. De ahí que Lenin insistiera tanto, por ejemplo, en las
tareas de agitación y propaganda en las fábricas o en la necesidad de un
gran periódico nacional de la clase obrera que llegara a todos los
puntos de país en los que se producía la explotación.
Para el
Lenin de 1902, de hecho, las manifestaciones espontáneas –producidas en
las fábricas y cuya organización los revolucionarios no tenían nada que
ver- eran «la forma embrionaria de lo consciente», una suerte de
sentimiento de «sentir la necesidad de oponer resistencia colectiva» en
tanto que eran «manifestación de la desesperación». En su crítica al
sindicalismo, por circunscribir la lucha a las meras mejoras laborales,
Lenin insistió en que la clase obrera debía «hacerse eco de todos los
casos de arbitrariedad y de opresión, de todos los abusos y violencias,
cualesquiera que sean las clases afectadas» y desde un punto de vista
revolucionario. Este pensamiento, compartido por Gramsci años más tarde,
nos habla tempranamente de cómo se construía la hegemonía política, es
decir, una concepción del mundo diferente. Y creo que es correcta la
conclusión: la conciencia emerge en el conflicto social y el paso de un
sentimiento espontáneo de rabia o frustración –que nace de una expresión
real de las contradicciones del capitalismo- a una actitud de
compromiso político nace de la combinación entre una organización
politizada y el conflicto social. Lo hemos dicho muchas veces: el
ejemplo es la familia desahuciada, que no acaba de comprender la causa
profunda de su injusticia hasta que una organización politizada le ayuda
solidariamente y se lo explica al mismo tiempo.
En suma,
podríamos decir que para el marxismo, naturalmente bajo mi
interpretación, la movilización social no está reñida con la
participación institucional si bien es prevalente y condición necesaria.
Es el mecanismo de construcción de identidad de clase, de conciencia,
que se puede apoyar en las instituciones siempre que se reconozca el
carácter limitado y limitante de la propia institución parlamentaria en
condiciones capitalistas.
En segundo lugar, la dinámica o
trayectoria del capitalismo, como sistema económico con sus propias
leyes y empujado por el motor de la ganancia privada, demarca también la
estructura de clases en cada momento histórico. Naturalmente, no es el
mismo capitalismo el del siglo XIX que el del siglo XX o el actual, como
tampoco lo es el de Haiti, el de Suecia o el de España. Pero en todos
afectan las mismas trayectorias de fondo, lo que permite a la economía
mostrar ciertas regularidades en sus tendencias, como son por ejemplo
las crisis cíclicas. Y esto nos permite ver cómo la dinámica
capitalista, que afecta a las clases sociales a través del dispositivo
de la ganancia y la competencia, transforman también la estructura de
clases. Las transformaciones económicas de las últimas décadas –lo que
hemos llamado transición del fordismo al posfordismo- deben explicarse a
partir de estos criterios. Y es así, de hecho, como se establece un
nexo entre el comportamiento económico y la movilización social.
PARTE II: Lo que está sucediendo en España
Tratado,
aunque sea someramente y con insuficiencias, el marco teórico, podemos
examinar un poco más de cerca lo que ha pasado en España. Sabemos que el
régimen de acumulación neoliberal, en su concreción española, entró en
crisis en torno al año 2007. El modelo de crecimiento, estructurado en
torno a la relación centro-periferia que se daba en el seno de la UE y
sostenido por los frágiles y temporales beneficios que producía la
burbuja inmobiliaria, estalló gravemente tras la irrupción de la crisis
financiera internacional –con origen ésta en el mercado inmobiliario de
EEUU. Desde entonces, el panorama macroeconómico ha sido el siguiente:
Como
se puede comprobar, es fácil ver cómo la gravedad de la crisis
económica ha afectado muy especialmente a la tasa de desempleo. Sólo
recientemente, tras 2013 parece que disminuye la tasa de desempleo a
costa de un incremento en la precariedad (crece la temporalidad y el
número de personas que cobran menos de 300 euros al mes), un incremento
en la explotación laboral (la parte salarial de la renta ha disminuido,
mientras los salarios reales de los estratos más bajos han menguado) y
la disminución de la población activa (muchos parados dejan de serlo
oficialmente porque emigran o se desaniman). Al mismo tiempo, en los
últimos años ha crecido el PIB en parte por esta reconfiguración laboral
y en parte por factores exógenos (depreciación del euro, bajos precios
del petróleo, inyecciones monetarias del BCE…).
Lo relevante es
comprobar como un ciclo económico recesivo comenzó con la crisis
económica en torno a 2007-2008. Según la tradición marxista, de
inspiración materialista, y casi diría que del sentido común, este hecho
iba necesariamente a provocar un incremento de la movilización social.
Es decir, la conexión entre la esfera económica y la esfera política se
produciría a través de la movilización social. Esto mismo planteaba
Gramsci cuando definió la crisis orgánica como el resultado de una
crisis económica que por su gravedad se convertía también en una crisis
política. Eso sí, también se presuponía que asistiríamos a un ciclo de
movilizaciones que, de forma incipiente, tendría un carácter espontáneo y
limitado a protestas sectoriales, particularmente laborales. ¿Ocurrió
esto?
Observando los datos veremos que si nos limitamos a la
concepción más tradicional, que identificaba movilización con huelgas
(como hacía Marx, por ejemplo), encontramos un ligero crecimiento de las
huelgas tras 2008 pero acompañado incluso de una reducción en la
participación. En definitiva, nada concluyente.
Si
por el contrario utilizamos una concepción más amplia, que identifica
la movilización social con el número de manifestaciones sí encontramos
un patrón clarísimo. Efectivamente, las movilizaciones se multiplicaron
desde 2008, tanto las relacionadas con el mundo laboral como con el
resto de manifestaciones sociales (excluyendo las de carácter
nacionalista y las vinculadas al terrorismo nacional e internacional).
Lo
que vemos es una aparente fuerte relación entre la crisis económica y
la movilización social, tal y como se esperaba. Pero también observamos
que la movilización social se ha ido reduciendo desde 2013, algo que
también tendremos que explicar. No obstante, encontramos también que aún
con esta reducción los niveles de movilización son históricamente muy
altos. En todo caso, de momento nos quedamos con la relación entre
crisis económica y movilización social y que es, de hecho, una
afirmación del nexo material y político.
Si
para estos años teníamos, aparentemente, una mayor movilización social,
también en algún momento tendríamos que ver cierta conciencia de clase.
Aunque esto dependía, según el marxismo, de la capacidad de las
organizaciones para convertir la rabia en compromiso político. La
conciencia de clase podemos medirla, aproximadamente, en términos de
intención de voto a los partidos rupturistas. Para este artículo lo que
he hecho ha sido trabajar con el espacio político de Unidos Podemos como
sujeto político (lo que significa aglutinar los resultados históricos
de IU, ICV, Compromis, Podemos, ECP y EnMarea) y a partir de los datos
brutos de intención directa de voto que proporciona el CIS (que me
parecían los más serios y más limpios).
En este caso observamos
cómo la parte destituyente de la crisis, si podemos llamarla así, se
concentró en penalizar a los partidos del sistema –el bipartidismo- de
forma muy severa. Pero esta vez el ciclo comienza más tarde, en torno a
2011, con retraso respecto a la crisis económica, lo que es coherente
con la interpretación gramsciana del puente entre crisis económica y
crisis política que define una crisis orgánica.
También
vemos como el crecimiento de la abstención puede entenderse como un
reflejo de la pérdida de legitimidad del sistema político, puesto que
crece casi al mismo ritmo que decrece el peso del bipartidismo. Y,
finalmente, vemos en esos años un ligero incremento del espacio político
de UP (entonces conformado por IU, ICV y Compromis) que puede
entenderse como un crecimiento, igualmente ligero, de la conciencia de
clase. Con posterioridad a 2014 el crecimiento del espacio de UP es
simultáneo a la reducción de la abstención y cierta recuperación del
bipartidismo. No obstante, el margen entre el bipartidismo y el espacio
de UP continúa en records históricos.
En este punto nos surgen
muchas preguntas. ¿Qué relación existe entre la movilización y el
crecimiento de la conciencia de clase? ¿Hay diferencias sustantivas
entre los efectos medidos a través de IU y a través de Podemos? Para
afrontarlas, conviene estudiar el siguiente gráfico:
En
este nuevo gráfico, ahora en términos mensuales, podemos observar
varias cuestiones relevantes. En primer lugar, la movilización social
alcanza su máximo en septiembre de 2012 y decae notablemente en marzo de
2013. Aunque se observa con mayor dificultad, la tendencia de ligero
incremento de UP se interrumpe también en verano de 2013 y empieza a
retroceder hasta mayo de 2014. Estos datos son relevantes porque se
producen todos antes de la irrupción de Podemos (que se presentó en
enero de 2014 y del que tenemos datos desde primavera de 2014). Así,
debemos rechazar toda hipótesis que afirme que la desmovilización social
y la caída de voto de una IU en ascenso, fenómenos producidos en 2013,
son responsabilidad directa de Podemos.
A partir de la irrupción
de Podemos, el espacio político rupturista se incrementa de forma
espectacular (con una transferencia interna desde IU e ICV hacia
Podemos) y la movilización se mantiene en niveles inferiores a los de
2012 pero parecidos a los de 2013. Es definitivamente en 2015 cuando la
movilización social se desploma, igual que el espacio de Unidos Podemos.
Dado que no tenemos datos de movilizaciones en 2016 somos incapaces de
ver qué relación ha existido entre la recuperación de UP en 2016 y la
movilización, aunque tiendo a pensar que ésta se ha mantenido en niveles
más bajos que en 2014 pero aún más altos que en 2011.
Finalmente,
conviene plantearnos si con estos datos estamos en condiciones de
afirmar que se ha cerrado el ciclo político. A mi juicio, de ninguna
manera. Todos los indicadores examinados de movilización social y
conciencia (medida a través de la intención de voto) muestran niveles
históricamente altos respecto al ciclo económico precedente. Mi
hipótesis es que aunque estamos en camino de consolidar un modelo
económico regresivo, una neoliberal vuelta de tuerca más, aún falta
mucho para eso. Dicho proceso, constituido por las reformas
estructurales y los programas de estabilidad, siguen afectando a las
condiciones materiales de vida de la gente y continúan latentes
condiciones objetivas de salto político. Tenemos la obligación de
enmarcar este análisis en las trayectorias de largo plazo del
capitalismo, todo lo cual abunda en el diagnóstico de que la batalla
política no sólo no ha terminado sino que, de hecho, está empezando.
Ahora
bien, algunos otros datos pueden apuntalar esta idea. Por ejemplo, las
perspectivas de mejora económica y política de los ciudadanos. Podemos
observar aquí con absoluta nitidez cómo la crisis económica hundió tales
expectativas desde el inicio de la crisis y que desde entonces se han
mantenido en niveles realmente ridículos:
Si
realmente estuviéramos asistiendo a un ciclo político diferente
deberíamos ver un comportamiento sustancialmente diferente a partir de
2016, y sin embargo no es así. Lo que sí podemos comprobar es el
desplazamiento relativo de las preocupaciones, como nos enseña el
siguiente gráfico:
Aquí
podemos ver cómo la preocupación por el sistema político crece
progresivamente desde el inicio de la crisis, para empezar a recuperarse
al mismo tiempo que vimos que la movilización se redujo. El crecimiento
de la preocupación por la corrupción es más que notable, coincidiendo
temporalmente con la aparición de los papeles de Bárcenas. Y obsérvese,
sin embargo, cómo el crecimiento de la preocupación por la sanidad y la
educación no han mostrado ningún decrecimiento sino todo lo contrario.
Parece todo ello abundar en la hipótesis de que el ciclo político
continúa.
Conclusiones
Desde mi punto de vista seguimos
asistiendo en España a una crisis de régimen –crisis orgánica en
terminología gramsciana- que ha trastocado los cimientos del modelo
económico y político. Ello es, a su vez, consecuencia del estadio en el
que se encuentra la economía capitalista a nivel mundial, que está
comprimiendo las capacidades de los estados para proteger a la clase
trabajadora y, por lo tanto, eleva la frustración social. Efectos de
todo ello los estamos viendo a lo largo de toda Europa. No obstante,
esta frustración social no se convierte automáticamente en una posición
emancipatoria o de izquierdas sino que media un combate político en el
que los principios y valores de izquierdas entran en disputa directa con
los de la derecha.
En España la construcción, lenta y
contradictoria, del espacio político de Unidos Podemos es una buena
noticia para enfrentar dicha batalla. Aún hay tareas pendientes de
importancia crucial, como es definir nítidamente el proyecto político
defendido y articularlo en torno a la movilización social. Para ello el
espacio político debe consolidarse también orgánicamente en formas
compatibles y coherentes con una estrategia política consecuente. Nada
de eso está aún definido en el marco del espacio político y, de hecho,
se puede observar tensión al respecto en el seno de la fuerza más
numerosa. Al mismo tiempo tenemos que afrontar los retos que nos impone
el conflicto territorial y otros que no se han analizado aquí.
De
estos planteamientos se deducen muchas cosas que, a mi juicio, son
relevantes. En primer lugar, la estrategia a seguir no debe renunciar en
ningún caso a una adecuada estrategia discursiva, todo lo cual sería un
suicidio. La movilización social debe articularse en torno a los
problemas vitales y más urgentes de la clase trabajadora, como la
sanidad, la educación o la precariedad, pero debe defenderse a través de
discursos que comprenda nuestra clase. Cualquier intento de transitar
por el camino de las manifestaciones autorreferenciales y litúrgicas
será un billete directo al fracaso. En segundo lugar, la radicalidad es
condición necesaria del éxito a corto y largo plazo porque atiende a la
raíz de los problemas y proporciona soluciones que son efectivas. Esta
radicalidad no se encuentra en la estética sino en el contenido
político, y tiene que ver con la predominancia de la estrategia sobre la
táctica. En tercer lugar, cabe reconocer el carácter limitante de las
instituciones, de lo que obtenemos que cabe renunciar a considerar este
aspecto el elemento central de la estrategia. En cuarto lugar, el
espacio de unidad se construye mediante la superación de innumerables
contradicciones y obstáculos, pues el adversario también participa, de
lo que se deduce la necesidad de mucha pedagogía para consolidar el
espacio. Y, en quinto lugar, cabe definir correctamente al enemigo. Para
ello conviene saber distinguir los matices que separan la estructura de
clase de las organizaciones que representan a las clases. Esto es
evidente en tanto vemos que la crisis de régimen se traduce también en
crisis de gobernabilidad y en crisis del bipartidismo. Acentuar las
contradicciones en esas relaciones es tarea del espacio de UP, que
siempre tiene que poner el foco en las víctimas de la crisis y del
capitalismo.
En suma, creo que el camino es bueno y los retos
apasionantes si estamos bien armados. Y eso significa, en la
terminología marxista, conciencia de clase, formación de clase y lucha
de clase. O, en terminología más coloquial y aproximada: pedagogía,
organización y proyecto político.
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