En los años 60 la República Federal Alemana demostraba estar totalmente en la mano del imperialismo estadounidense, al negarse a ratificar el Tratado del Elíseo que prevería una alianza militar franco-alemana libre de la tutela de la OTAN. Las cosas no han cambiado mucho con el tiempo.

¿Por qué De Gaulle no sacó a Francia de la construcción europea?

Dicho lo anterior, algunos se podrán preguntar: ¿por qué Charles de Gaulle no sacó a Francia de la CEE? El motivo es que no tenía los medios políticos para hacerlo.
Cuando De Gaulle llegó a la presidencia en 1958, Francia, bajo la IVª República, ya había ratificado el Tratado de Roma de 1957. De Gaulle llegó a la presidencia tras la instauración la Vª República, con el objetivo principal de solucionar la crisis de Argelia. A esto último se dedicó prioritariamente entre los años 1958 y 1962. La crisis de Argelia se solucionó (más o menos bien) en abril de 1962, con la firma de los Acuerdos de Evian que sellaron el fin de la guerra y abrían la vía libre para la independencia de Argelia. Pues bien, obsérvese que tan sólo un mes después, De Gaulle hacía su conferencia de prensa sobre el “federador exterior”.
En aquel momento, el gobierno de Georges Pompidou se había formado mediante una coalición entre la gaullista Unión por una Nueva República (UNR) y el demócrata-cristiano Movimiento Republicano Popular (MRP), que era el partido del “padre fundador de Europa” Robert Schuman, y otros independientes. Apenas pocas horas después de la conferencia de prensa de De Gaulle, escandalizados, los cuatros ministros MRP que formaban parte del gobierno dimitieron.
De pronto, De Gaulle se vio sin mayoría en la Asamblea Nacional, en la cual los gaullistas representaban un tercio de los diputados. La izquierda socialista (SFIO), y en particular los comunistas, que hacían el mismo análisis que De Gaulle sobre la construcción europea, se negaban a formar gobierno con los gaullistas, cosa que en cierta medida se puede comprender, aunque creo que fue un grave error (de hecho, en 1954 los comunistas no tuvieron reparo en aliarse con los gaullistas para tumbar el proyecto de Comunidad Europea de Defensa). Por lo tanto, aunque De Gaulle había comprendido lo que era la construcción europea, no tenía los medios políticos para poder salir de ella. Era necesario que esto fuese aprobado por la Asamblea Nacional, así que De Gaulle tuvo que resignarse.
Por eso optó por un plan B, una “contra-estrategia” que podía llevar a cabo en el marco de lo que le permitían las competencias reservadas al presidente de la República, que fue la de intentar conducir la construcción europea hacia una Europa hegemonizada por Francia. En primer lugar, se aferró al objetivo de volver intocable el territorio francés gracias al arma nuclear (en 1960 Francia ya había conseguido hacer detonar la bomba A, y en 1966 se hizo con el arma termonuclear). Se opuso resueltamente a la entrada del Reino Unido en la construcción europea, condición imprescindible para asegurarse una hegemonía francesa en la CEE.
Después, intentó deshacer la alianza estratégica entre Estados Unidos y la RFA por medio del Tratado del Elíseo del 22 de enero de 1963. Nótese que en aquel tratado no se hacía mención en ningún lugar de los Estados Unidos, ni de la OTAN, ni de un “mercado común”, ni de una defensa común con los Estados Unidos.
Fue a partir de ese momento cuando se empezó a hablar del “eje París-Berlín” o el “dúo franco-alemán”, cosa que es –insisto– un mito que jamás se ha verificado (menos aún en la actualidad). ¿Por qué digo que es un mito? Porque seis meses después, el “federador exterior” del que hablaba De Gaulle intervino para bloquear sus planes.
El presidente Kennedy estaba furioso por la firma del Tratado del Elíseo. Tres días antes de la firma del tratado, Kennedy convocó al embajador de la RFA en Estados Unidos Karl Heinrich Knappstein. En un cable enviado al ministro alemán de asuntos extranjeros Gerhard Schröder (un homónimo del canciller alemán de entre 1998 y 2005) el 19 de enero 1963, Knappstein relataba lo siguiente:
“Visiblemente, el presidente Kennedy estaba de mal humor. De manera clara e insistente, se dedicó a hacer una crítica de la situación interna de la Alianza atlántica y subrayó la preocupación que suscitaba en él la conclusión del tratado franco-alemán del Elíseo.”
El embajador Knappstein contestó a Kennedy lo siguiente:
“Durante la entrevista intenté, de forma reiterada, aunque con éxito relativo, hacer cambiar la opinión del presidente sobre este tratado […] Le hice ver que esta estrecha colaboración franco-alemana podría beneficiar en definitiva a la Alianza entera, precisamente en lo que respectaba aquellos aspectos de la política de De Gaulle que tanto irritaban al presidente.”[1]
Sigamos. Una vez firmado un tratado entre varios Estados, para que tenga validez debe ser ratificado por los respectivos parlamentos nacionales. Pues bien, seis meses después, el 15 de junio de 1963, los diputados alemanes del Bundestag procedían a su ratificación. Pero en el momento de hacerlo, añadieron un “preámbulo interpretativo” del tratado en el que se hablaba de “una estrecha asociación entre Europa y los Estados Unidos de América”, de “una defensa común en el marco de la Alianza del Atlántico Norte”, de “la unificación de Europa según la vía trazada por la creación de las Comunidades europeas, incluyendo en la misma a Gran Bretaña”, y “la disminución de las tarifas arancelarias por medio de negociaciones entre la Comunidad económica europea, Gran Bretaña y los Estados Unidos de América” (esto ya anticipaba de alguna forma el TTIP que quiere implementar el imperialismo euro-atlántico). Es decir, hicieron pasar todo lo que no quería De Gaulle.
El gobierno de la RFA había traicionado a Francia, prefiriendo ponerse bajo el manto protector del “federador exterior”. He aquí toda la realidad de lo que se llama “dúo franco-alemán”. Y todos los demás países miembros de la CEE siendo muy próximos a Washington, el mecanismo auto-bloqueante de la construcción europea impedía todo intento de conformar una política de defensa europea libre de la tutela de Washington.
¿Ha desaparecido el papel de “federador exterior” de los Estados Unidos tras la desaparición del campo socialista? En absoluto. El 27 de febrero de 2004, el presidente estadounidense George W. Bush y el canciller alemán Gerhard Schröder firmaban el documento titulado “Alianza germano-americana para el siglo XXI”, en el que se precisaba:
“Reforzamos nuestro apego a la OTAN como punto de anclaje de nuestra defensa común y como foro ineludible de las consultaciones transatlánticas. Apoyamos el proceso en curso de integración europea y subrayamos que es importante que tanto Europa como América trabajen conjuntamente como socios en el seno de una comunidad de valores. Saludamos la ampliación histórica tanto de la OTAN como de la Unión Europea.”[2]
Creo que una vez leídas estas declaraciones, queda del todo despejada cualquier duda acerca de si la UE se creó para hacer de “contrapeso” a los Estados Unidos. El 13 de enero de 2006, apenas recién elegida canciller de Alemania, Angela Merkel confirmaba que seguía habiendo consenso en lo que respectaba a la Alianza germano-americana[3]. Claro que con la llegada de Nicolás Sarkozy, fue la propia Francia quien pasó a ser un vasallo de los Estados Unidos, pero eso es otra historia.
Volvamos a los años 60. Pese a la gran derrota que sufrió, De Gaulle no cesó en ese momento su combate contra la construcción europea. Ante los planes de Walter Hallstein, presidente de la Comisión europea (y antiguo jurista de Hitler y ex-oficial de la Wehrmacht, como expliqué en mi anterior artículo), que pretendía ir avanzando en la deriva supra-nacional, entregándole mayores competencias al Parlamento europeo en materia de presupuestos y mayores poderes a la Comisión europea, De Gaulle practicó la “política de la silla vacía”: entre el 30 de junio 1965 y el 30 de enero de 1966, Francia suspendió su participación en el Consejo de ministros de la CEE.
Dicho esto, una serie de observaciones suplementarias:
1) Se podrá pensar lo que se quiera sobre Charles De Gaulle, pero con sus declaraciones en su conferencia de prensa de 1963, había demostrado ser un jefe de Estado extremadamente lúcido, que fue capaz de percibir la trampa que encerraba la construcción europea, cuando apenas la componían seis Estados. Ni punto de comparación con la izquierda supuestamente “euro-crítica” que no ha sido capaz de darse cuenta de lo mismo con 28 Estados.
2) Partiendo de lo que él llamaba el “principio de realidad”, y reconociendo la divergencia de intereses nacionales entre países miembros de la CEE, y por lo tanto la imposibilidad de hacerlos fusionar en un ente supra-nacional, en última instancia De Gaulle resultaba ser mucho más de izquierdas que la izquierda alter-europeísta, que presume de defender no se sabe qué “unión de los pueblos” (en base a criterios compartidos con el hitlerismo), puesto que se había dado cuenta que, bajo el pretexto de fusionar Estados, se escondía en realidad una política de extrema derecha. Él consideraba que el papel de Francia ibo mucho más allá de los parámetros continentales de Europa. De hecho, él solía decir que la única “Europa” que existe abarca desde el Finisterre hasta los Urales (y ya sabemos que los europeístas consecuentes no comparten esta visión).
3) Y por eso, para tratar de escapar a la trampa tendida por los Estados Unidos, coherentemente con su visión del mundo y con la gran tradición diplomática francesa (que se remonta a la alianza en 1519 entre el rey Francisco I y el emperador otomano Suleimán el Magnífico), De Gaulle no dudó en reconocer a la República Popular China el 27 de enero 1964, ante la estupefacción del mundo enero. Por eso en 1964 hizo dos giras por casi toda Latinoamérica, siendo aclamado por miles de personas en México, Caracas, Quito, Brasilia, etc. Por eso en 1966 fue el promotor de la política de détente con la Unión Soviética y los países del Este, viajando a Moscú donde, subido en un coche y sobre una distancia de 20-30 kilómetros, fue aclamado por miles de soviéticos. Por eso en 1966 visitó la Camboya del príncipe Norodom Sihanouk, dando un discurso magnífico en el estadio de Phnom Penh, ante 100.000 camboyanos, en el que instaba a los estadounidenses a abandonar Vietnam si no querían evitar consecuencias peores. Por eso en 1967 visitó Québec, en cuya capital Montréal generó un escándalo mundial al gritar “¡Viva el Québec libre!” ante miles de canadienses francófonos que le aclamaron como un héroe. Por eso en 1967 visitó la República Popular de Polonia, donde lanzó su famosa fórmula sobre una “Europa desde el Finisterre hasta los Urales”. Él sabía que había un mundo fuera de la construcción europea, e hizo honor a aquello que se dice de que Francia es una nación abierta hacia lo universal. No sé si esto es cierto (si acaso el periodo en el que sin duda fue cierto fue el periodo revolucionario con Robespierre) pero me gustaría que lo fuera).
Portadas de la revista Paris-Match en 1966. A la izquierda, De Gaulle aclamado por el pueblo soviético. A la derecha, junto a altos dirigentes como Brézhnev, Kosygin o Podgórni. Para De Gaulle el conflicto comunismo-capitalismo sencillamente no existía a escala de los Estados. Para él solo existía Rusia. De hecho, siempre se negó a emplear la palabra “soviéticos”.

¿Pero solamente en interés de los Estados Unidos?

Obviamente, la respuesta es no. Como hemos visto anteriormente con el caso del tratado franco-alemán de 1963, el mecanismo auto-bloqueante de la UE facilita la dominación del “federador exterior”. Pero también sirve a intereses de clase, tanto en los Estados Unidos como en la propia Europa, al asegurar el mantenimiento de las políticas económicas del capitalismo neoliberal. Porque efectivamente, si el poder no está en ninguna parte, o si, parafraseando a Charles de Gaulle, “nos abstenemos de hacer política”, la consecuencia de ello es la dictadura del gran capital transnacional, de los lobbies y de los fondos de inversión. Y esto es lo que explica los tratados de Maastricht, Ámsterdam, Niza y Lisboa.
El gran hito que reflejaba el interés de las grandes patronales europeas en la construcción europea se remonta a la creación, en la década de los 80, de la European Round Table of Industrialists (ERT – Mesa Redonda de Empresarios Industriales), que copiaba el nombre un lobby de negocios muy influyente en los Estados Unidos, el Business Round Table.

El ERT se había creado por iniciativa de Pehr Gyllenhammer (presidente de Volvo), Umberto Agnelli (hermano del dueño de la Fiat Giovanni Agnelli) y Wisse Dekker, jefe ejecutivo de la holandesa Phillips, con la idea inicial de poder disponer de un mercado europeo plenamente integrado y, en palabras de Gyllenhammer, construir “una industria y una infraestructura en sentido propio” sobre el continente europeo.[4]
No tengo dudas acerca de la necesidad de un “mercado plenamente integrado”, en cambio con respecto a lo otro (“una industria y una infraestructura europea en sentido propio”) soy bastante más escéptico, porque creo que lo que se pretendía era configurar a la UE de tal manera que permitiera una desregulación total de la economía y declarar una guerra social contra los trabajadores, para que los grandes capitalistas pudiesen recuperar lo que habían perdido tras la Segunda Guerra Mundial.
Los tres magnates afirmaban también que los Estados europeos eran “demasiado débiles” frente a los Estados Unidos y Japón, y que por lo tanto haría falta una instancia política capaz de apoyar a las multinacionales europeas (al menos ésos eran los pretextos que se avanzaban). Esta instancia europea se crearía más tarde con la firma del Tratado de Maastricht. Esto obliga a las siguientes aclaraciones:
  1. El hecho de que el gran capital europeo (o al menos fracciones del mismo) hayan perseguido la creación de un Estado europeo para asegurar sus intereses, no invalida el análisis según el cual, en el origen, la construcción europea es un instrumento al servicio de Washington,
  2. El hecho de que esto se haya conseguido con éxito o no en el plano económico es irrelevante en lo que respecta al objeto principal de este artículo, puesto que yo me he querido centrar principalmente (aunque no únicamente) en cómo la construcción europea permite la subordinación de Europa en el aspecto geopolítico, y no tanto económico,
  3. De todas maneras, los hechos indican que la tendencia dominante es hacia la colusión de intereses entre los grandes capitalistas de un lado y otro del Atlántico (la historiadora marxista Annie Lacroix-Riz ha explicado que esta tendencia se había iniciado incluso desde mediados de los años 20, con grandes procesos de cartelización entre capitales europeos y estadounidenses[5]). El tratado de libre comercio con Canadá (CETA), que ya está en marcha, y el proyecto de tratado de libre comercio con los Estados Unidos (TTIP), que de momento está paralizado, lo demuestran. Sin ir más lejos, en 1983 Wisse Dekker había ofrecido al conglomerado estadounidense AT&T las unidades europeas de comunicación de Phillips, creando para este efecto una filial común llamada ATT-Phillips Telecommunications.[6]
  4. Y además, como veremos a continuación, el interés principal de la construcción europea a partir de Maastricht no va a ser la “creación de una industria y una infraestructura” europea, como decía Pehr Gyllenhammer, sino hacer posible que los grandes capitales europeos se beneficien de la globalización. Esto va a fomentar la fusión de capitales dentro de la UE pero también y (sobre todo) la desindustrialización de Europa, precisamente.
La creación del grupo se hizo definitiva en 1983 al reunirse los tres magnates con otros 17 dirigentes de empresas en una reunión inaugural en Bruselas. A la reunión acudieron dos comisarios europeos: Etienne Davignon, vice-presidente de la Comisión encargado de industria, y François-Xavier Ortoli, vice-presidente encargado de finanzas, y antiguo presidente de la Comisión entre 1973 y 1977.[7]
“Padres fundadores” del ERT. Arriba, de izquierda a derecha: Karl Beurle (Thyssen), Carlo De Benedetti (Olivetti), Curt Nicolin (ASEA), Harry Gray (United Technologies), John Harvey – Jones (ICI), Wolfgang Seelig (Siemens), Umberto Agnelli (Fiat), Peter Baxendell (Shell), Olivier Lecerf (Lafarge Coppée), José Bidegain (Cie de St Gobain), Wisse Dekker (Philips). Abajo, de izquierda a derecha: Antoine Riboud (BSN), Bernard Hanon (Renault), François-Xavier Ortoli (EC), Pehr G. Gyllenhammar (Volvo), Etienne Davignon (EC), Louis von Planta (Ciba-Geigy), Helmut Maucher (Nestlé).
El ERT empezó muy pronto a tener mucha influencia sobre las instituciones europeas. Más tarde, su ex-secretario general Keith Richardson llegará a decir: “Para el ERT, el objetivo esencial eran siempre los tomadores de decisiones al nivel más elevado. Y el mejor método era la discusión cara a cara. Los eventos más importantes eran los encuentros con el presidente de la Comisión europea, ya sea en persona o con algunos colegas, y con los jefes de gobierno, particularmente los que detenían la presidencia de la Unión Europea.”[8]
El luxemburgués Jacques Santer, presidente de la Comisión europea entre 1995 y 1999, confesará que el ERT “jugó sin duda un papel de primera importancia en el desarrollo de la Unión Europea […] Sus mensajes son importantes. El ERT tiene cosas que decir. Los hombres políticos europeos lo reconocen, y escuchan.”[9]
Es un hecho innegable que lobbies como el ERT tuvieron un peso decisivo en la constitución de la Europa de Maastricht. Sin embargo, creo que las declaraciones de intenciones relativas a la creación de un Estado europeo y de la creación de una infraestructura europea por parte de sus representantes eran en el mejor de los casos ingenuas, en el peor de los casos no eran sinceras, pues escondían otra cosa. Ya se sabe, como dice el refrán, “un tren puede esconder a otro”.
Según mi análisis, independientemente de que haya habido fracciones del gran capital europeo que hayan querido constituir un Estado europeo con su propio ejército[10], las declaraciones acerca de la necesidad de “competir con los Estados Unidos y Japón” representan solamente una propaganda para dorar la píldora y hacer que los pueblos de Europa asientan a la construcción europea. Por esto considero que la afirmación del economista del PTB Henri Houben acerca de que el tratado de Lisboa es “la declaración de guerra (económica) de Europa a los Estados Unidos”[11] es una equivocación total: indica que el PTB cae precisamente en la trampa de la propaganda europeísta (al servicio de los Estados Unidos, que no quieren aparecer como los que están tirando de los hilos). De hecho, esto jamás ha sido verificado en la práctica. Más bien ha ocurrido lo contrario.
Veamos un ejemplo. En septiembre de 1991 el ERT publicaba un informa sobre el futuro de la construcción europea titulado Remodelar Europa, en el que se decían las siguientes cosas:
“Los problemas que abordamos en el presente informe conciernen a todos los países de Europa en grados diversos, pero ningún Estado-nación es capaz de resolverlos por sí solo. Aisladamente, ningún país está en condiciones de gestionar con eficacia su industria aeroespacial ni poner en pie una infraestructura de transporte que responda a las necesidades modernas. Como tampoco puede llevar una política monetaria verdaderamente independiente o desarrollar un esfuerzo de investigación apropiado en las tecnologías punteras…”[12]
Como considero que esta gente no era estúpida (otra cosa son los ideólogos del europeísmo, pero aquí estamos hablando de grandes empresarios), creo que estas declaraciones no se pueden tomar en serio. La propaganda europeísta siempre insiste en que los países de Europa (Francia, Bélgica, Holanda, etc.) son “demasiado pequeños” para competir. ¿Pero entonces cómo hacen los suizos? Si Francia, Italia, y España son demasiado pequeñas, ¿entonces cómo hace un país de 697 km2 como Singapur para estar en el quinto puesto de la clasificación mundial según el IDH?
Se dice que, aislados, los países europeos no están “en condiciones de gestionar con eficacia su industria aeroespacial”. ¿Pero acaso es necesaria la construcción europea, la integración supra-nacional y la cesión de parcelas de soberanía para que existan cooperaciones multi-estatales? Por ejemplo, contrariamente a lo que afirman muchos, Airbus no tiene nada que ver que la construcción europea. Se trata de una cooperación internacional promovida por Charles de Gaulle en el mismo momento en el que practicaba la política de la “silla vacía”. En la fabricación del Airbus A380 participan empresas de Estados Unidos, Canadá, Rusia, Corea del Sur, Australia, Japón, etc. Una vez que está motorizado, la parte estadounidense en el Airbus A380 es el 35%. ¿Hace falta una integración supra-nacional y una moneda común para lograr esto?
El informe decía después:
“Japón tiene una moneda única. Los Estados Unidos tienen una moneda única. ¿Cómo podría la Comunidad europea vivir con doce monedas diferentes?”[13]
Estas afirmaciones son tan falaces que apenas merecen comentarios. Se trata de otro argumento bastante trillado de la propaganda europeísta que consiste en comparar la construcción europea con otros países como Japón o los Estados Unidos (¿lapsus revelador?), cuando se trata de países que son incomparables. Japón es una nación constituida en torno a un único idioma y una cultura común desde hace siglos. Lo mismo ocurre con los Estados Unidos, que desde la declaración del Mayflower de 1620 se han constituido como un cuerpo único hablando el mismo idioma y con la misma historia nacional.
Después, en un artículo reciente[14] había explicado que la idea de crear el euro era una locura desde el principio, y que sólo podía conducir a la catástrofe, hasta tal punto que hoy la zona euro es la linterna roja del crecimiento económico en todo el mundo. Con el retroceso, hoy podemos constatar que era, a todas luces, una locura. De hecho, ni siquiera el propio pueblo alemán lo quería, y en mi artículo había explicado que a largo plazo ni siquiera coincidía con los intereses de las élites financieras alemanas. En 2013 se reveló que el propio Helmut Kohl le había confesado lo siguiente a un periodista alemán en el año 2002 (año de la introducción del euro bajo forma fiduciaria):
“Sabía que nunca podría ganar un referéndum en Alemania. Si un referéndum hubiese sido organizado para la introducción del euro, lo habríamos perdido. Es bastante evidente. Lo había perdido, y por 7 contra 3 […] Para que un canciller implemente algo, debe ser un hombre de poder. Y si es inteligente, sabe cuándo es el buen momento. En un caso en particular – el euro – actué como un dictador.”[15]
Todo esto me permite pensar que aquellos que portaban el mensaje escrito en el informe Remodelar Europa eran en realidad personas del mundo de las empresas muy próximas a los intereses de Washington, o que al menos servían sus intereses, ya sea consciente o inconscientemente (la burguesía tampoco está libre de tener a sus tontos útiles). Pero me inclino a pensar que eran muy conscientes de ello, porque sencillamente no puedo creer que sean capaces de afirmar algo tan sumamente imbécil como que doce países europeos no puedan tener doce monedas diferentes.
El canciller Helmut Kohl reconoció haber actuado “como un dictador” al no haber sometido a referéndum la adopción del euro
Una vez más, tengo que citar a Henri Houben, que explicaba lo siguiente: “La moneda única es indispensable para elaborar una verdadero mercado integrado pero también para construir una institución política europea (¡esto último es cierto, y los euro-atlantistas lo saben muy bien!). Porque si se tiene una moneda común, hace falta una política de tasas de interés común, una política de inflación idéntica, una política fiscal y presupuestaria similar, una política de salarios parecidos, etc. En resumen, una política macro-económica propiamente europea.”[16]
Claro que haría falta una política común, si estuviésemos hablando de un único Estado-nación sólido, con regiones que tienen niveles de vida y de competitividad más o menos parecidos y con una sentimiento natural de solidaridad entre ellas. Pero no es el caso. Y con el paso del tiempo podemos darnos cuenta de que era bastante evidente que esto nunca iba a ocurrir. ¿Entonces cómo es posible que los representantes del ERT empujen tanto en la dirección de algo que es imposible? Creo que para comprenderlo, hay que incluir en la ecuación a los Estados Unidos de América, en un contexto histórico de dependencia de las burguesías europeas hacia los Estados Unidos.
Como ya expliqué en mi artículo sobre el euro, en realidad nadie quiere el euro, bien porque se trata de una moneda demasiado fuerte para muchas economías (en palabras del propio director del grupo EADS, como veremos después), bien porque supone un peligro serio para países como Alemania debido a los desequilibrios enormes entre saldos deudores y acreedores en el seno del sistema Target2. Entonces, si en realidad nadie sale ganando con el euro, ¿cómo es posible que tantos países adopten una moneda que no beneficia a nadie? De nuevo, hay que incluir en la ecuación a los Estados Unidos de América (volveré a abordar esta cuestión más adelante).
Mi análisis es que detrás de la insistencia por crear la moneda común se encontraba otra cosa. Con la firma del Tratado de Maastricht en 1992 se inscribían en mármol el principio de desregulación total del control de los movimientos de capitales, anticipando lo que después sería decidido por los países occidentales (pero no por otros países como China) en los Acuerdos de Marrakech del 15 de abril de 1994 que establecían la creación de la Organización Mundial del Comercio y el inicio de la globalización neoliberal.
Sabiendo que los tratados europeos son como muñecas rusas que recogen todo lo dicho por los acuerdos anteriores, en el Tratado de Lisboa este principio queda reflejado en el artículo 63 del Tratado sobre el Funcionamiento de la Unión Europea, y dice lo siguiente:
“1. En el marco de las disposiciones del presente capítulo, quedan prohibidas todas las restricciones a los movimientos de capitales entre Estados miembros y entre Estados miembros y terceros países.
2. En el marco de las disposiciones del presente capítulo, quedan prohibidas cualesquiera restricciones sobre los pagos entre Estados miembros y entre Estados miembros y terceros países.”
Con lo cual, mi interpretación del entusiasmo por parte del gran capital europeo con respecto a la UE es la siguiente:
a) Por una parte, está pura y sencillamente el hecho de que las burguesías europeas son dependientes de los Estados Unidos. Esto no significa que no quieran o no puedan defender sus intereses frente a los de los monopolios europeos (y para esto recurrirán a su propio Estado y no tanto a Bruselas), o que incluso existan planes para constituir un polo imperialista en la UE independiente de los Estados Unidos, pero es más fuerte la tendencia hacia la dominación de los Estados Unidos sobre Europa y hacia la constitución de un gran mercado euro-atlántico.
Entonces (al menos según cómo lo interpreto yo) no se trataba de constituir un gran polo económico que le haga frente a los monopolios estadounidenses, sino de formatear a Europa para hacerla institucionalmente compatible con la globalización neoliberal, que (seamos honestos) es y ha sido empujada desde los Estados Unidos. Globalización neoliberal con la que el gran capital europeo tiene mucho dinero que hacer. Pero no nos engañemos, el capital estadounidense también puede hacer jugosos negocios gracias a la UE: este pasado mes de septiembre, la empresa francesa Alstom, que había sido una de las joyas de la industria estatal francesa desde el gaullismo, vendía su división de energía a la empresa estadounidense General Electric.[17] El artículo 63 del TFUE garantiza que este tipo de operaciones no se puedan impedir.[18]
Es más, en el informe Remodelar Europa se hacía esta terrible confesión:
“Nuestra visión a largo plazo de Europa es la de un mercado único europeo que comience en el Atlántico y se extienda mucho más al este de Berlín. Esta concepción da fe de nuestro sentido de la cohesión cultural y política…”
b) Y después, para las empresas de muchos países europeos, el euro es una moneda demasiado fuerte… Bueno, ¿y dónde está el problema? ¡Precisamente la tasa de cambio del euro con respecto al dólar se podrá utilizar como pretexto para las deslocalizaciones! Con la Europa de Maastricht y Lisboa, ya no existe restricción alguna a la libre circulación de capitales. Por lo tanto, todas las empresas que lo deseen podrán deslocalizar hacia un país donde encuentren mano de obra baratísima, fabricar y vender desde allí mismo. Amancio Ortega lo sabe muy bien. Y por eso le gusta la UE.
A esto me refería cuando decía que, más que permitir una “industria y una infraestructura europea en sentido propio”, la UE favorece más bien la desindustrialización de Europa. Garantizando pingües beneficios para las empresas.