Cuando
estuve en el país antes conocido como Birmania, hoy preferentemente
Myanmar, todavía coleaba la junta militar que había mantenido a los
birmanos, pese a una lluvia de sanciones internacionales, aislados de
las bondades (y muchos de los vicios) del mundo moderno durante los
últimos 50 años. La propia idea de encaminarse hacia Myanmar era un
dilema moral de cierto peso. La activista por la democracia y Premio
Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi había llamado a un boicot al turismo
años atrás, argumentando que los militares y sus compinches se las
arreglaban para que el grueso del dinero gastado cayera en sus manos,
propiciando una de las cuotas de desigualdad de ingresos más exageradas
del planeta y el empobrecimiento de un país que antes de su
independencia (1948) se contaba entre los más desarrollados de Asia. Más
tarde atenuó su opinión, sopesando que aislar aún más a los birmanos no
iba a conducir a nada positivo. Los extranjeros en Myanmar sólo estaban
autorizados, por lo general, a pernoctar en establecimientos con la
debida licencia, o directamente construidos y gestionados por la red
mafiosa que se repartía una parte sustanciosa de la economía nacional.
Tanto la red de transportes como los pases para las atracciones
turísticas contribuían adicionalmente al enriquecimiento de unos
gerifaltes que mantenían al país en la miseria, el miedo, la ignorancia y
periódicas agresiones militares contra la plétora de grupos étnicos que
han tratado, de forma más o menos organizada, de independizarse del
régimen. Con un nivel de vida en el que comer costaba escasos céntimos y
días enteros de (terrorífico) tren unos pocos euros, que una noche de
albergue o una tasa para visitar un monumento se elevasen fácilmente a
los veintitantos dólares parecía, además de caro incluso para los
estándares europeos, sospechoso por principio…
Aparte estaban los
problemas técnicos, pues, aunque ya se han abierto al público cuatro
fronteras terrestres tailandesas, durante décadas la única opción segura
para entrar en el país era aterrizar en un aeropuerto internacional
frente al que el más provinciano de los españoles parecería Heathrow.
Pero detrás de todas estas dificultades se intuía una perla escondida de
la civilización moderna, con un rostro más dulce que el que mostraban
los medios occidentales, obsesionados con sus guerras civiles,
violencias étnicas, persecuciones políticas y presuntos trabajos
forzados temporales impuestos por el Gobierno (doy fe, yo los vi).
Resuelto a hacer lo posible por no sufragar las tramas de corrupción que
controlaban la industria turística, sustituyendo hoteles “oficiales”
por templos o estaciones y las omnipresentes tasas adicionales al
turismo por llegar a horas intempestivas, se me abrió un país de
insospechada diversidad, hondura metafísica y la gente más afable y
generosa que he tenido el gusto de tratar.
Pero esas cosas nunca
son noticia… Desde este verano Myanmar vuelve a estar en los medios
debido a la cada vez más acuciante situación de la etnia rohinyá del
estado Rakhine (cerrado casi por completo a los extranjeros), quizás la
minoría más perseguida del mundo en estos días. El origen de los
rohinyá, de religión musulmana, es incierto, pues se pierde en algún
punto de los fluidos intercambios con la vecina Bengala que se dan desde
tiempos precoloniales. El Gobierno birmano los considera en su mayoría
inmigrantes ilegales de un Bangladesh que tampoco los reconoce, que
habrían llegado durante la Independencia birmana de 1948 o la guerra
bangladesí de 1971, y les niega el derecho a la ciudadanía. Muchos
birmanos viven preocupados por que el excesivo peso demográfico de
Bangladesh favorezca un éxodo en masa si se arregla su situación legal, y
entienden la expansión del Islam en Myanmar como una amenaza al budismo
mayoritario, pese a que según el propio Gobierno, con su táctica de
genocidar estadísticamente los problemas, los musulmanes no suman más
del 4% de la población (en realidad pueden llegar al 12%). El caso es
que son ya muchas generaciones las que llevan sufriendo el estigma de
ser considerados extranjeros en su tierra.
Todo ello entronca con
una ideología de popularidad creciente que sostiene que el budismo ha de
defenderse contra las agresiones del Islam que en su día lo exterminó
de la India, su tierra natal, y Asia Central, después de siglos y siglos
de inerte pasividad. Esta visión, simplista e históricamente
cuestionable, está presente en la vecina Tailandia, cuyo extremo sur
lleva décadas combatiendo a insurgentes malayos, y en menor grado en Sri
Lanka, donde la víctima histórica de la ira budista ha sido el
independentismo tamil. De este modo, un fundamentalismo budista,
asociado al ultranacionalismo, va cobrando forma en los últimos años en
las tierras del sudeste asiático, que tradicionalmente han optado por la
tolerancia y un saludable sincretismo. Cómo se combina la xenofobia con
el ideal de la compasión por todos los seres, la pregunta de muchos
observadores extranjeros, queda fuera de lugar, porque es evidente que
el budismo se toma no tanto como una ética sino como una institución a
salvaguardar a todo precio, identificada estrechamente con el espíritu
de un pueblo, y porque el menor repaso a la historia de cualquier
religión demuestra que los ideales, precisamente por su sublime
condición, están todo menos garantizados. (Pese a lo cual, los budistas
ultranacionalistas se aprestan a invocar estos ideales, con ingenuidad o
mala fe, para negar las atrocidades de las que se les acusa.) Uno no
puede evitar sorprenderse al ver el budismo convertido en una suerte de
nacionalismo racista contra los rohinyá, de mano de organizaciones como
el llamado “Comité para la protección de la raza y la religión” birmano
(fundado en 2014), ya que “racialmente” el propio Buda estaría
infinitamente más próximo a éstos que a las otras etnias del país, de
ojos rasgados y lenguas no indoeuropeas. Pero los designios del
patriotismo son siempre misteriosos…
El caso de los rohinyás es el
episodio más triste y significativo de la creciente ola de islamofobia
entre los pueblos budistas, que, según algunos analistas, dará mucho de
qué hablar en el escenario geopolítico de la región en los años por
venir. En los últimos meses se ha llevado a cabo una criminal operación
militar en territorio rohinyá, algunos de cuyos abusos fueron difundidos
en vídeo a principios de enero, provocando el arresto de algunos
miembros de las fuerzas armadas, cosa inaudita hasta ahora. En 2015 el
éxodo marítimo masivo de refugiados con dirección a países como Malasia e
Indonesia generó una grave crisis humanitaria, con escenas tremebundas
que estremecieron la sensibilidad del mundo y nos recordaron que la
verdadera condición de apátrida no es tan agradable como a veces
proclamamos con una cervecita en la mano.
Detrás de estos
acontecimientos se encuentra la violencia comunal entre los rohinyá y
sus vecinos rakhine que estalló en 2012 y extendió la animosidad
interreligiosa a varios lugares del país. Los principales promotores de
estos altercados estaban asociados al movimiento extremista “969”. Dicho
número representa los atributos del Buda, su Enseñanza y su Orden
monástica, y pretende contrarrestar el 786 con el que los musulmanes de
todo el sur de Asia representan la frase “En el nombre de Dios, el
clemente, el misericordioso”, pero que, según la lógica numerológica
birmana, esencial para entender la historia política reciente del país,
indica su plan ¿secreto? de conquistar Myanmar en el presente siglo
porque sus cifras suman 21. Es una lástima que el monje más conocido
internacionalmente de una tierra que ha dado grandes meditadores y
eruditos sea el cabeza espiritual de este movimiento, Ashin Wirathu, que
decoraba su monasterio con fotos de enemigos desmembrados, parece
haberse referido a sí mismo como “el Bin Laden budista” y se ha
fotografiado rodeado de ametralladoras. Él y sus compinches propulsaron
un proyecto de ley, con resabios a las infames Leyes de Núremberg, para
prohibir los matrimonios mixtos y así frenar la conversión de las
mujeres rakhine al casarse “por dinero” con hombres musulmanes.
Esta
oleada de islamofobia no se reduce a unos cuantos monjes dementes y su
audiencia de extremistas; teóricamente, en cuanto un monje budista
incita a alguien a morir o prepara su muerte por medio de terceros deja
de serlo a todos los efectos salvo el de llevar una túnica y ser
venerado irracionalmente por ello. Un novicio de menos de diez años de
Hpa-An me contaba cómo les instruían en el monasterio acerca de los
Budas de Bamiyan, destruidos por los talibanes, y la amenaza del
yihadismo; espero (aunque tengo mis dudas) que lo compensaran con
algunas de las enseñanzas universalistas de una religión especialmente
dada, desde mucho antes del fenómeno new age, a ser recortada al gusto
del consumidor. Y las mismas ideas, bajo formas algo más temperadas, se
infiltran incluso entre las sensibilidades más progresistas.
A
finales de 2015 la larga lucha por la democracia culminó con éxito al
formarse un gobierno reformista bajo la tutela de facto de Aung San Suu
Kyi, sin acceso directo a la presidencia porque la Constitución,
redactada por los militares, no admite un presidente con familiares
extranjeros. La activista que conmovió al mundo por haber pasado un
total de quince años bajo arresto domiciliario se ha demostrado
refractaria a la cuestión rohinyá, y no son pocos los que piensan que
ella y buena parte de su equipo (que carece, al parecer calculadamente,
de representación musulmana) se encuentran, tras su silencio, del lado
de los ultranacionalistas. Aunque “la Dama” haya preferido no
pronunciarse abiertamente, sí ha criticado que las ONGs y medios
occidentales se obcequen en victimizar a la comunidad cuando las
intervenciones militares respondían a presuntos ataques terroristas
contra la seguridad del país, se ha aprestado a subrayar las pérdidas de
los budistas y negar los cargos más graves contra el ejército y ha
sugerido que no se les refiera con el nombre étnico de rohinyá, lo que
enlazaría con el discurso nacionalista que los excluye los 135 grupos
étnicos oficiales de Myanmar. Mientras tanto, aumentan los procesos por
difamación del gobierno y del Ejército contra voces críticas entre la
población, incluyendo estudiantes de secundaria. Desde las elecciones,
de las que hace más de un año, la líder no ha concedido ruedas de prensa
ni entrevistas a medios nacionales, aunque sí ha mantenido un tono
demasiado familiar en la propaganda de los gubernamentales.
A
finales de 2016 apareció una carta abierta firmada por 23 líderes
globales y Premios Nobel de la Paz, entre ellos el arzobispo Desmond
Tutu, donde se advierte que la situación de los rohinyá, a la luz de la
ofensiva militar de los dos últimos meses, podría adquirir las
proporciones de un genocidio, comparándolo con el ruandés, y se solicita
que se permita el acceso a observadores internacionales y a la ayuda
humanitaria. El Dalai Lama, por su parte, ha hecho varios llamamientos a
lo largo de los años para una solución constructiva al conflicto que
empaña el nombre de la fe cuya expresión tibetana representa. Y a mí me
fastidia que, pese al definitivo cambio de régimen, Myanmar siga siendo,
como fue durante décadas, un país al que dé escrúpulos morales
acercarse. Donde no ya una panda de militares paranoicos y
supersticiosos, capaces de cambiar la moneda, el nombre o la capital de
un país por consejo astrológico, sino un gobierno liderado por una
Premio Nobel de la Paz pueda estar tapando el mayor genocidio de nuestro
tiempo. Esperemos que la complicada transición abandone esa vieja
táctica de las dictaduras que es el silencio, y de paso limpie el
polvoriento cristal a través del que el mundo se asoma a un país más
colorido de lo que parece.
Fuente:
http://www.lavozdelsur.es/myanmar-aun-sin-tregua