Hace poco más de un mes, el 23 de enero de este año, murió en Normandía
Anthony de Jasay.
Si el lector no le conoce, no es por motivos que tengan que ver con el
valor de su trabajo. Es autor de media docena de libros de una gran
importancia. El primero es
The State (1985), único libro publicado en español (El Estado. La lógica del poder político. Alianza Editorial, Madrid, 1993). En
Social Contract, Free Ride. A Study of Public Goods Problem (1989)
hace una de las críticas más demoledoras de la idea de los bienes públicos, que es una de las ideas más importantes de la teoría económica. Su última contribución es
Justice and its surroundings, (que podríamos traducir como La justicia y sus circunstancias).
Si
el valor de su obra no explica que no sea un autor conocido fuera del
ámbito académico (y, con frecuencia, dentro), quizás lo sea que su
curriculum no es muy habitual. Nació en Hungría en 1925. En 1948 huyó a
Austria, y dos años más tarde emigró a Australia. Allí estudió economía,
y logró una beca en Oxford, donde impartió clases hasta 1962.
Posteriormente se instaló en París, e inició una carrera en el mundo
financiero. Combinaba su carrera profesional, ya alejado del mundo
académico, con sus investigaciones. Cabe pensar que precisamente esa
independencia del ámbito universitario, y el hecho de contar con medios
propios para investigar, le otorgaron por un lado la independencia
intelectual, y por otro facilitaron que llegase a conclusiones que no
acaban de gustar a muchos de sus colegas. En este sentido, me recuerda a
Edgar Morin, aunque el francés no llegase a un prado fuera del redil
mayoritario.
En su última gran obra, comienza por señalar algo que
para muchos resulta chocante, y es que el Estado es innecesario.
Realmente lo es, si entendemos que el Estado es esa organización que
aspira a ejercer el
monopolio de la coacción. Para
otorgar, aunque sea en principio, ese enorme poder a una organización,
debemos de estar muy seguros de que su contribución al desarrollo de la
sociedad es fundamental; una condición
sine qua non que nos obligue a aceptar algo tan grandioso, y tan poderoso, como un mal menor.
La
sociedad avanza por medio de acuerdos, o convencionalismos, en un
proceso descrito ya por David Hume pero más recientemente por John
Powellson, entre otros. Y es ese orden el que hace posible el Estado, y
no al revés
Aquí, De Jasay recoge sus críticas a los
bienes públicos, sobre la base de la insuficiencia del teorema del
prisionero. La vida real, dice De Jasay, se parece más a un proceso de
prueba y error, en el que la información sobre lo que hacemos acaba por
transmitirse, lo cual favorece la creación de acuerdos que permitan una
colaboración que es mejor para el conjunto. Además, la realidad es
también más compleja que lo que sugiere ese dilema; más parecida a un
encuentro entre halcones y palomas, en el que los primeros asumen que
los segundos pasarán por el aro de contribuir a crear el bien común, y
se benefician de ser
free riders, y las palomas crean, efectivamente, ese bien.
Por
otro lado, se plantea el problema como una cuestión según la cual no
puede haber discriminación entre consumidores; una vez producido, no hay
forma de ofrecérselo sólo a quienes han contribuído a crearlo: tiene
que ser ofrecido a todos. Pero que sea así o no es una cuestión
tecnológica, y los beneficios asociados a producir esa tecnología
discriminatoria son suficientes para que aparezca. Y muestra, como han
hecho otros economistas antes (Ronald Coase, por ejemplo), que
los bienes públicos se pueden proveer de forma voluntaria,
sin necesidad de que una organización se imponga sobre la voluntad de
otros. La cooperación social no tiene esos cuello de botella
insuperables, a la espera de que el Estado los resuelva, y por tanto no
lo necesita.
No
menos demoledora es su crítica a la teoría del “pacto social”, un
acuerdo ahistórico, basado en la lógica inmanente de la vida en
sociedad, que lleva a todos a aceptar la presencia del Estado.
Esta idea adolece de contradicciones internas insuperables,
que el filósofo húngaro expone con una claridad asombrosa. La claridad
es, por cierto, una de sus características más notables como autor,
aunque eso no asegura que aprehender su pensamiento sea fácil.Luego
llega al asunto que promete en el título, el de la justicia. Descarta
que la justicia sea otros conceptos cercanos (las circunstancias que
menciona en el título), como la redistribución o la equidad. Y asienta
que hay dos conceptos de justicia, necesarios para que funcione un
sistema de justicia, pero incompatibles entre sí. Uno de ellos es el de
suum cuique,
“a cada uno lo suyo”, que es como Ulpiano definió la justicia. El otro
es “a cada uno según…”, en el que los puntos suspensivos se resuelven
con el criterio político (es decir, de intervención estatal) que cada
uno elija.
Es interesante que para De Jasay, según el primer criterio,
la justicia se divide entre actos admisibles y no admisibles,
y es necesario distinguir entre qué acto cae de un lado y de otro. “Si
encontrar y apropiarse de algo que no tiene un dueño anterior es una
libertad, abstenerse de consumir es una libertad y el intercambio
voluntario es una libertad, entonces la propiead es libertad”. Y así, la
propiedad es suya en justicia porque accedió a su posesión por medio de
su libertad.
Quien se sienta cohibido por la extensión y, sobre todo, la complejidad de su libro
The State (publicado, como digo, en español por Alianza), puede comenzar por leer su obra posterior
Political Philosophy Clearly. Entre otras cosas, en este libro, como en
Justice and its Surroundings, explica que la sociedad avanza por medio de acuerdos, o convencionalismos, en un proceso descrito ya por
David Hume pero más modernamente por
John Powellson,
entre otros. Y es ese orden el que hace posible el Estado, y no al
revés. Es más, el Estado (y esa es una de las contradicciones del poder
que, por ejemplo, describió Bernard de Jouvenel) sí necesita que el
orden social continúe,
y no puede ir tan lejos como para destruir ese orden social sin perjudicarse.
Pero su gran obra es
El Estado, y es obligado decir unas palabras sobre ella. De Jasay parte de una premisa muy razonable, y es que
el Estado tiene voluntad propia,
y que es contradictorio asumir que actuará en contra de sus propios
intereses. Es razonable, porque aunque no es una persona, está formada
por personas, que quedan sometidas a una voluntad común. Y hay un
beneficio de las que forman parte del Estado asociado al ejercicio de su
poder. De modo que actúa como si tuviese un propósito.
El
economista y filósofo se plantea cuáles son las condiciones en las que
se desenvolvería un Estado capitalista, es decir, uno que respetase el
orden social liberal, que reconociese la propiedad y el resto de
derechos de la persona. Sería necesario, dice, que el Estado viese como
propio el objetivo del mantenimiento de ese tipo de sociedad. Pero hay
poderosas fuerzas que le conducen a asumir un papel más protagonista, y
convertirse en lo que llama “Estado adversario”, un Estado que se
asienta en un difícil equilibrio entre la represión y el consentimiento
de los gobernados. La búsqueda de ese consentimiento le va a conducir a
aceptar lo que, no sin algo de cinismo, llama “
valores democráticos”, y éstos a la redistribución.
En
ese camino, que Anthony de Jasay transita por apenas 300 páginas, se
pierden, quizás para siempre, algunas de las ideas más queridas del
liberalismo, como la pretensión de que se puede limitar el crecimiento
del poder por medio de la separación de poderes, lo que De Jasay llama
“el santo grial” del pensamiento político. No lo dice, pero se desprende
de su lectura que si hay una voluntad detrás del Estado, la división de
poderes es como la que hay entre los brazos de un pulpo:
todos remiten a un único propósito.
La
idea de que el poder, y mucho menos este poder tan enrome, es
innecesario, es liberadora. Porque permite mirar a los políticos y a
quienes quieren beneficiarse de nosotros por medio del aparato del
Estado, como lo que son: unos parásitos que no terminan de devorarnos
por completo porque su vida depende de la nuestra.