El
gran literato ruso Alexander Pushkin escribió en La hija del capitán:
“El gobierno había creído con demasiada facilidad en el falso
arrepentimiento de los astutos rebeldes, los cuales, llenos de rencor,
esperaban una ocasión propicia para reanudar la insurrección.” Si a la
expresión “astutos rebeldes” le añadimos “campesinos” tendremos una
mejor aproximación a la […]
El
gran literato ruso Alexander Pushkin escribió en La hija del capitán:
“El gobierno había creído con demasiada facilidad en el falso
arrepentimiento de los astutos rebeldes, los cuales, llenos de rencor,
esperaban una ocasión propicia para reanudar la insurrección.” Si a la
expresión “astutos rebeldes” le añadimos “campesinos” tendremos una
mejor aproximación a la historia rusa y a sus innumerables
levantamientos campesinos. Según Friedrich Heer en su libro Europa,
madre de revoluciones, de 1826 a 1861 están registradas 1.184
sublevaciones campesinas; de 1861 a 1917, 1.200. ¡26 por año durante
casi un siglo! No es de extrañar que una de las cuestiones centrales de
la revolución fuera el problema agrario.
El atraso ruso y el
mantenimiento del régimen zarista estaban muy ligados al régimen de
propiedad de la tierra y al sometimiento de los campesinos. Hasta 1861
existió en Rusia el régimen de servidumbre. Los campesinos fueron
liberados de ese yugo feudal (tenían que ofrecer tres días de trabajo a
la semana al propietario) pero quienes más se aprovecharon fueron los
nobles y burgueses que compraron las mejores tierras comunales. Cuarenta
años después las tierras en manos del campesinado se habían reducido en
un 36%. Además, la distribución de tierras a los campesinos no se hizo
gratis, tuvieron que pagar el rescate de su liberación y el Estado les
gravó con derechos de arrendamiento. A principios del siglo XX, los
campesinos tenían que pagar como impuesto directo al Estado 1,56 rublos
por cada deciatina (medida rusa que equivale a 1,09 hectáreas) mientras
que los grandes propietarios sólo pagaban 0,23 rublos. Lo que podía
haber permitido un cierto desarrollo capitalista del campo, con la
creación de una burguesía y una pequeña burguesía ligada a la producción
agrícola, con la mejora de las condiciones de producción y la elevación
del nivel de vida de los campesinos, etc., se convirtió en una nueva
losa sobre las familias campesinas.
En la primera década del siglo
XX había en la Rusia europea unos 305 millones de hectáreas de tierra
cultivable, seis veces la extensión de España. El zar era el mayor
latifundista, poseía más de 5 millones de Ha., una extensión como la
suma de Catalunya y la Comunidad Valenciana. Casi 3 millones de Ha. eran
propiedad de la Iglesia, como toda Galicia. Más de 76 millones de Ha.
estaban en manos de 30.000 grandes hacendados. La misma extensión que
poseían unos 10 millones de campesinos. Los grandes propietarios podían
disponer como media de unas 2.500 Ha. Para las familias campesinas esa
media era de 7,6. Parecen suficientes razones para una revolución en el
campo.
El problema agrario siempre estuvo en el centro de la lucha
política y social. A mediados del siglo XIX los fundadores del
marxismo, Marx y Engels, se ocuparon del problema: “Está claro que la
propiedad comunal en Rusia se halla ya muy lejos de la época de su
prosperidad y, por cuanto vemos, marcha hacia la descomposición. Sin
embargo, no se puede negar la posibilidad de elevar esta forma social a
otra superior, si se conserva hasta que las condiciones maduren para
ello y si es capaz de desarrollarse de modo que los campesinos no
laboren la tierra por separado, sino colectivamente. Entonces, este paso
a una forma superior se realizaría sin que los campesinos rusos pasasen
por la fase intermedia de propiedad burguesa sobre sus parcelas. Pero
ello únicamente podría ocurrir si en la Europa Occidental estallase,
antes de que esta propiedad comunal se descompusiera por entero, una
revolución proletaria victoriosa que ofreciese al campesino ruso las
condiciones necesarias para este paso y, concretamente, los medios
materiales que necesitaría para realizar en todo su sistema de
agricultura la revolución necesariamente a ello vinculada” (Acerca de la
cuestión social en Rusia. F. Engels. Abril de 1875). Muchos años
después la historia acercaría la predicción a la realidad.
Tras la
derrota de la revolución de 1905, el zarismo aprobó la llamada reforma
Stolypin, un intento de crear una clase social de propietarios agrícolas
que diera una base social y política al zarismo, repartiendo terrenos
comunales, o sea, volviendo a “expropiar” a los campesinos y sus bienes
comunales. La posición política de los nobles era contraria a cualquier
apertura que implicara la más mínima pérdida de sus privilegios. En
palabras del conde Saltikov, representante en 1906 en la I Duma
(Parlamento): “¡Ni una pulgada de nuestras tierras, ni un grano de arena
de nuestros campos, ni una brizna de hierba de nuestros prados, ni una
rama de nuestros bosques!”.
El resultado de la reforma Stolypin
fue más bien modesto. Efectivamente, surgió una débil clase social
burguesa, los kulaks, pero al mismo tiempo produjo una mayor
proletarización de los campesinos, expulsados de sus pocas tierras,
arrebatados los derechos de la propiedad comunal, unos tuvieron que
emigrar a las ciudades y la mayoría malvivieron y subsistieron. La
guerra vino a cambiarlo todo. Diez millones de campesinos fueron
movilizados. Dos millones de caballos fueron dedicados a tareas
militares. La revolución de febrero hizo saltar todo por los aires,
también en el campo.
La tierra para el que la trabaja
Aunque
en España había zonas con minifundios y pequeños propietarios, la
situación de la gran propiedad era comparable a la de Rusia. La mitad de
la provincia de Sevilla (unas 738.000 hectáreas) pertenecía a 900
propietarios, algunos de ellos con extensiones de entre 25.000 y 30.000
Ha. En un estudio en 17 municipios de la misma provincia se
contabilizaron 118.000 Ha. sin cultivar. En el término municipal de
Jerez, 23 individuos poseían 47.730 Ha. En la provincia de Córdoba, 664
propietarios poseían un promedio de 992 Ha. cada uno y 176 un promedio
de 2.246. Parecidas cifras podían decirse de provincias como Ciudad
Real, Toledo, Cádiz o Zaragoza. Refiriéndose a la Salamanca de esa época
se puede leer en el diario La Publicidad: “La propiedad rústica se
encuentra en poder, casi toda ella, de absentistas, que viven en la
Corte y pertenecen a las casas más linajudas y viejas de la nobleza
española”. Se refería a los duques de Alba, Sotomayor, Medinaceli,
marqués de Cerralbo, etc., señores feudales de la época, algunos de los
cuales todavía perviven.
En el año 1917 el campo español no estuvo
agitado, pero desde 1918 hasta 1921 fueron los años de mayor
movilización social (el historiador Juan Díaz del Moral lo llamó el
trienio bolchevista) con huelgas generales en el campo, ocupaciones de
fincas y ayuntamientos y un enorme crecimiento de la influencia sindical
entre los campesinos pobres. En 1919, la Regional andaluza de la CNT
contaba con más de 100.000 afiliados. Entre mediados de 1918 y 1919, se
afiliaron más de 20.000 trabajadores agrícolas. La exigencia de “la
tierra para el que la trabaja” representó el deseo que la revolución
rusa puso en práctica: la abolición de la gran propiedad latifundista y
el reparto de la tierra. Las movilizaciones lograron aumentos
salariales, la eliminación del destajo y el reconocimiento de los
sindicatos, pero no lograron confluir con la clase trabajadora de las
ciudades, y la represión y el estado de sitio que impuso el gobierno
acabaron con ellas. Fue con la Segunda República cuando el movimiento
campesino volvió a renacer.
Después de Lenin, llega Trotsky
El 4 de mayo, León
Trotsky, que había presidido el soviet en la revolución de 1905, llegó a
Petrogrado. El “democrático” gobierno de su Majestad del Imperio
Británico lo había tenido prisionero durante un mes en la ciudad
canadiense de Halifax. Como era habitual una muchedumbre lo recibió con
banderas y cánticos. Al día siguiente se presentó ante el soviet que le
incorporó como miembro sin derecho a voto. Ese mismo día el soviet
votaba sobre la formación de un gobierno de coalición entre mencheviques
y socialrevolucionarios y los partidos burgueses.
Trotsky tomó la
palabra: “No puedo ocultar que disiento mucho de lo que está sucediendo
aquí. Considero que esta participación en el gobierno es peligrosa. […]
Debemos recordar tres mandamientos: desconfiar de la burguesía,
supervisar a nuestros propios dirigentes y depender de nuestra propia
fuerza revolucionaria […] Creo que nuestro próximo paso será poner todo
el poder en manos de los soviets.”. Desde ese momento, Trotsky se
convirtió en uno de los portavoces de las propuestas bolcheviques. En la
votación, éstos no lograron reunir contra la coalición más que cien
votos de los más de 500 presentes. Había que seguir trabajando
pacientemente. El gobierno de coalición nombró a diez ministros
representantes de los partidos burgueses y a seis de los socialistas
moderados. Nicolás Sujánov, que vivió los acontecimientos y no era nada
partidario de los bolcheviques, escribió: “La alianza formal de la
mayoría pequeño-burguesa del soviet con la alta burguesía quedaba
sellada”.
Ya desde el inicio de la guerra la posición de Trotsky
fue coincidiendo con la de Lenin. El proceso revolucionario les acercó
aún más, y en las siguientes semanas Trotsky y sus partidarios se
integraron en el partido bolchevique, dejando atrás antiguas
divergencias y duros debates políticos. La incorporación de probados
dirigentes políticos, organizadores y propagandistas, y de lo mejor y
más avanzado de la clase trabajadora reforzó enormemente al partido que
ganaría la confianza de la mayoría de la clase trabajadora, los soldados
y los campesinos para que en octubre los soviets tomaran el poder.
Congreso campesino
Ya hemos analizado que la insurrección
de febrero fue básicamente una acción de la clase trabajadora y los
soldados. Los campesinos tardaron en reaccionar. Tras la derrota de la
revolución de 1905, tuvieron que soportar una represión muy
generalizada, además, una parte importante de los jóvenes estaban en el
ejército. La prudencia campesina apostó por esperar acontecimientos. Sin
embargo, a finales de marzo la agitación empezó a recorrer el campo,
las ocupaciones de fincas y las medidas contra los nobles y
terratenientes se extendieron y, con altos y bajos, ya no pararían hasta
el triunfo de la revolución en octubre. Estadísticas oficiales
reconocieron que en el mes de mayo en 152 casos se apoderaron a la
fuerza de fincas; 112 en junio, 387 en julio, 440 en agosto, 958 en
septiembre. El número de propiedades en las que se extendieron los
conflictos agrarios se elevó en septiembre un treinta por ciento en
relación a agosto; en octubre, en un cuarenta y tres por ciento en
relación a septiembre. A septiembre y las tres primeras semanas de
octubre corresponde más de un tercio de todos los conflictos agrarios
registrados desde marzo. Hacia el otoño, el territorio de los
levantamientos campesinos se extiende por casi todo el país. De los 624
distritos que componían la antigua Rusia, el movimiento se produjo en
482, o sea el 77 por ciento; y, si se hace la excepción de regiones que
tenían condiciones agrarias especiales: la región del norte, la
Transcaucasia, la región de las estepas y Siberia, la insurrección
campesina alcanzó a 439, o sea el 91 por ciento.
El 4 de mayo se
reunió en Petrogrado el Primer Congreso Campesino de toda Rusia. La
formación de soviets en el campo estaba en sus inicios. Las delegaciones
eran una mezcla variada de los diferentes sectores que conviven en la
sociedad agrícola, desde el mediano y pequeño propietario hasta el
obrero agrícola, pero, de una u otra forma, al Congreso llegaron las
exigencias campesinas. El Congreso tomó una posición unánime y radical
frente a la gran propiedad agrícola: “Todas las tierras pasarán a ser de
dominio público, sin indemnización, para ser explotadas y trabajadas de
un modo igualitario”.
Aunque no todo el mundo la interpretó de la
misma manera, fue el reconocimiento de lo que la mayoría campesina
demandaba. Las decisiones de las asambleas campesinas eran tomadas como
leyes. “Los campesinos locales -se quejaba el comisario de Nizhny
Novgorod- tienen como una idea fija que todas las leyes civiles han
perdido su fuerza y que todas las relaciones legales deben ahora ser
reguladas por las organizaciones campesinas”. Así empezaron a
generalizarse las ocupaciones de tierras. La asamblea provincial de
Kazán resolvió el 13 de mayo transferir toda la tierra al control de los
comités campesinos. Días después, la asamblea campesina de Samara hizo
lo mismo. En la provincia de Kaluga, uno de los comités agrarios quitó a
un convento la mitad de la siega de un prado; cuando el prior del
convento expuso sus quejas al comité del distrito, éste tomó el acuerdo
siguiente: apoderarse del prado entero.
La indignación en el campo
iba creciendo. En muchos lugares, los grandes propietarios parcelaban
y/o vendían sus propiedades, casi siempre de manera ficticia o a través
de testaferros, para evitar ser expropiados. Los medianos propietarios
compraban propiedades con la convicción de que las nuevas leyes no les
afectarían. Los campesinos exigieron la prohibición de las transacciones
de tierras. Desde el gobierno, y desde el partido de los
socialrevolucionarios, muy mayoritario en el campo, se les decía que
debían tener paciencia. Según el historiador E.H. Carr: “El gobierno
provisional defendía un “acuerdo voluntario con los propietarios” y
retrasarlo todo a la asamblea constituyente y amenazaba con castigos “si
tomaban la ley en sus propias manos”. (La revolución bolchevique. Tomo
II).
Pero los hechos eran testarudos. Una resolución del soviet de
Akkerman es un ejemplo de lo que ocurrió por todo el país: “Ante la
existencia en el distrito de una enorme área de tierra sin cultivar, que
no ha sido arrendada debido al elevado arriendo, ha recomendado a todos
los comités de aldea y de distrito requisar para su cultivo, por medio
de comisarios, todas las tierras no cultivadas de propiedad privada, si
es imposible llegar a un acuerdo voluntario”.
En el Congreso
Campesino tomó la palabra Lenin: “Votamos -dijo- por la entrega
inmediata de la tierra a los campesinos, con un grado máximo de
organización. Somos adversarios irreconciliables de las expropiaciones
anárquicas. ¿Por qué no estamos conformes con esperar hasta la Asamblea
constituyente? Para nosotros, lo importante es la iniciativa
revolucionaria, de que la ley debe ser el resultado. Si esperáis a que
se escriba la ley y os cruzáis de brazos, sin desplegar la menor energía
revolucionaria, no tendréis ni ley ni tierra”.
Alianza obrero-campesina
Para
los revolucionarios rusos resolver el problema agrario era una de las
tareas básicas de la revolución democrática-burguesa. Se trataba de
acabar con todos los vestigios de la servidumbre y del poder de los
nobles y terratenientes, que significaba, en primera instancia, la
posibilidad de un desarrollo de las relaciones capitalistas en el campo.
Sin embargo, la débil burguesía rusa llegó tarde y se encontró con un
potente movimiento obrero que podía ofrecer a los campesinos una salida
diferente.
Por eso, los bolcheviques propusieron la confiscación
de las tierras de los terratenientes y su entrega a los campesinos, de
manera organizada, sin que haya daño a los bienes y tomando medidas para
incrementar la producción; alertando que la reforma agraria sólo sería
exitosa si se democratizaba completamente el Estado y se caminaba hacia
el poder de los soviets de obreros, soldados y campesinos. En una Carta
Abierta al Congreso Campesino se explicaba: “para que toda la tierra
pase a manos de los trabajadores, es esencial establecer una estrecha
alianza entre los obreros de la ciudad y los campesinos pobres. Sin esta
alianza no se puede vencer a los capitalistas. […] La tierra no se
come, y sin dinero, sin capital, no pueden comprarse instrumentos de
labranza, ni ganado, ni semillas. Los campesinos no deben confiar en los
capitalistas… sino solo en los obreros de las ciudades”. Los
bolcheviques no tenían mucha presencia entre los campesinos, pero, a
diferencia de otras tendencias políticas, no había divorcio entre lo que
decían y lo que hacían (probablemente, ahora les llamarían
“populistas”) y por eso su influencia creció rápidamente en las zonas
agrícolas y en las aldeas.
[Algunos de los debates sobre el problema del campo los aborda Antoni Domenech en su artículo:
http://www.sinpermiso.info/textos/el-experimento-bolchevique-la-democracia-y-los-criticos-marxistas-de-su-tiempo-0 especialmente, a partir de la nota 48]
En
la práctica, esa alianza se fue forjando de maneras bien diversas. En
ciertas fábricas, ya controladas por los trabajadores, se recogían los
desperdicios metálicos para fabricar útiles y herramientas que se
ofrecían a los campesinos. Los soldados que volvían a las aldeas,
heridos o con permiso, explicaban lo que pasaba en las trincheras y en
las ciudades, y como los obreros y obreras intervenían en el proceso
revolucionario. Los campesinos acudían a Petrogrado o Moscú a plantear
sus reivindicaciones y del gobierno sólo recibían largas o buenas
palabras, mientras que los soviets de obreros y soldados les escuchaban y
ofrecían ayuda práctica. Con el paso de los meses, y de los
acontecimientos políticos, esos lazos se fueron estrechando y generaron
la confianza política necesaria para el triunfo de la revolución.
En
su Historia de la Revolución Rusa, León Trotsky lo expresa así: “Si la
cuestión agraria, herencia de barbarie de la vieja historia rusa,
hubiera sido o hubiera podido ser resuelta por la burguesía, el
proletariado ruso no habría podido subir al poder, en modo alguno, en el
año 1917. Para que naciera el Estado soviético, fue necesario que
coincidiesen, se coordinasen y compenetrasen recíprocamente dos factores
de naturaleza histórica completamente distinta: la guerra campesina,
movimiento característico de los albores del desarrollo burgués, y el
alzamiento proletario, el movimiento que señala el ocaso de la sociedad
burguesa. Fruto de esta unión fue el año 1917”. Por primera vez en la
historia, el campesino iba a encontrar su director y guía en el obrero.
En esto es en lo que la revolución rusa se distingue fundamentalmente de
cuantas la precedieron.
La revolución cumplió su palabra. Uno de
los primeros decretos aprobados cuando los soviets conquistaron el poder
en octubre fue el Decreto sobre la tierra:
1.- Queda abolida en el acto sin ninguna indemnización la gran propiedad agraria.
2.-
Las fincas de los terratenientes, así como todas las tierras
de la Corona, de los monasterios y de la Iglesia, con todo su ganado de
labor y aperos de labranza, edificios y todas las dependencias, pasan a
disposición de los comités agrarios comarcales y de los Soviets de
distrito de diputados campesinos hasta que se reúna la Asamblea
Constituyente.
3.- Cualquier deterioro de los bienes
confiscados, que desde este momento pertenecen a todo el pueblo, será
considerado un grave delito, punible por el tribunal revolucionario. Los
Soviets distritales de diputados campesinos adoptarán todas las medidas
necesarias para asegurar el orden más riguroso en la confiscación de
las fincas de los terratenientes, para determinar exactamente los
terreno confiscables y su extensión, para inventariar con detalle todos
los bienes confiscados y para proteger con el mayor rigor revolucionario
todas las explotaciones agrícolas edificios, aperos, ganado, reservas
de víveres, etc., que pasan al pueblo.
En el siglo XXI
La
situación en el campo ha cambiado mucho en estos cien años y, sin
pretender profundizar en un tema tan importante como éste, podemos
plantear algunos elementos. La transformación de la producción agrícola,
la mecanización, los grandes avances técnicos y químicos, la
explotación intensiva y la mejora de los cultivos han modificado las
relaciones sociales en el campo. En su conjunto, el capitalismo ha
evolucionado concentrando cada vez más la propiedad, convirtiéndose en
más monopolista y extendiéndose por todo el globo, lo que llamamos
globalización. El campo también se ha visto afectado por esas tendencias
generales, la propiedad se ha ido concentrando, por un lado la de los
grandes terratenientes y por el otro la de grandes empresas capitalistas
que han invertido en la compra de tierras para explotarlas con los más
avanzados métodos capitalistas. Eso ha significado la expulsión de
millones de campesinos de sus tierras y la proletarización de quienes se
han quedado.
Eso no ha resuelto el hambre de tierra. La lucha de
los campesinos en muchas zonas del globo sigue siendo por el reparto de
la tierra, por disponer de sus medios para gestionar su vida. Recordemos
el levantamiento zapatista de principios del siglo XX, o las luchas del
MST en Brasil, o en diversos países asiáticos, India, Indonesia, o las
exigencias del Sindicato de Obreros del Campo de Andalucía.
La
modernización del campo y el gran aumento de productividad no significa
que el hambre siga presente en muchas zonas del globo. El beneficio
capitalista siempre se pone por delante de las necesidades de la
humanidad. En la organización capitalista de la producción agrícola se
imponen precios de miseria a los agricultores a cambio de comprarles
toda la producción, cosa que traslada toda la presión económica a los
obreros agrícolas con unos sueldos ridículos y unas jornadas de trabajo
inacabables. Y ni siquiera eso se traslada a un descenso generalizado de
los precios agrícolas para el consumo.
La concentración
capitalista no sólo se expresa en la propiedad de la tierra, también lo
hace en la propiedad de las semillas y en la limitación de la
diversidad; de este modo las variedades más rústicas y mejor adaptadas a
las condiciones climáticas de cada zona, aunque a veces represente una
menor producción, acaban de facto relegadas al olvido (¡cuando no
desaparecen!) en beneficio de otras más productivas y con patente
privada que no están adaptadas, lo que implica a su vez un mayor consumo
de fertilizantes y pesticidas, cerrándose así el círculo para algunas
de estas empresas del sector agroquímico, como Monsanto, que controla e
impone determinadas variedades a nivel mundial.
Además, el sistema
capitalista agrícola tiende cada vez más a producir cultivos
industriales, sustituyendo cultivos que durante siglos se han cultivado
en cada área, limitando la biodiversidad, por la tendencia a producir
unos pocos cultivos.
La soberanía alimentaria está cuestionada por
la gran producción capitalista. Solo puede haber una verdadera
soberanía alimentaria si la investigación y los medios de producción y
distribución agrarios, empezando por la producción de semillas y
acabando por el consumo de proximidad, están en manos de la mayoría y
obedecen a sus intereses.
De hecho, a pesar de los cambios en el
campo, siguen sin resolverse las contradicciones entre la gran propiedad
capitalista de la tierra, las exigencias de tierra para los campesinos y
la necesidad de producir la cantidad de alimentos suficientes, en
condiciones ecológicas adecuadas y a precios asequibles. Resolver tales
contradicciones tiene que ver con la ruptura con el sistema capitalista.
Teniendo en cuenta los cambios producidos y las diferentes
circunstancias históricas es lo que empezaron a realizar las masas
obreras y campesinas en la Rusia de 1917, y que, de alguna u otra
manera, habrá que continuar.
Miguel Salas es Sindicalista. Es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso.
Fuente: www.sinpermiso.info, 19 de mayo 2017