Cómo llegó a su fin la era de la conformidad
Introducción de Tom Engelhardt
Algún día, esa era quizá sea vista como las décadas en las que Estados
Unidos empezó a vaciarse. Primero, desaparecieron los buenos empleos
para la clase trabajadora; mientras la ‘herrumbre’ se extendía en los
cinturones de producción industrial, los pueblos perdían habitantes y
los buenos tiempos se marchaban quién sabe adónde. Después, la
infraestructura –desde los puentes y las carreteras hasta el metro y las
presas– empezaron a deteriorarse. Más recientemente, algo más empezó
también a vaciarse: la política estadounidense. En una temporada en la
que el proceso político que lleva a las próximas elecciones se ha
convertido en una obsesión mediática que no cesa un instante, esto
parecería que no es así. Pero pensémoslo otra vez. Uno de los dos
partidos de este país se las ha arreglado para aupar a 17 de los
candidatos más insólitos vistos alguna vez en un escenario, poniendo en
evidencia a una organización que está trastabillando al borde del
precipicio, incluso mientras sus votantes otorgan estatus presidencial
al personaje más estrafalario del siglo XXI. El otro partido estaba tan
en las últimas que solo fue capaz de aupar como su principal candidato a
la presidencia a una ex primera dama y ex secretaria de Estado que ya
había perdido ignominiosamente su anterior carrera por la presidencia y
estaba arrastrando tras de sí un carromato lleno de un corrompido
bagaje... ah, sí... y a un olvidable gobernador y a un senador que se
declara “demócrata socialista”, pero no con la ‘D’ mayúscula de
Demócrata (al menos hasta tarde la otra noche). Si eso no es la
definición de una organización política que parece está corroyéndose
desde dentro, ¿qué es?
Cuando la cuestión es el vacío, no
olvidemos las noticias de las elecciones, que han sido infladas en
proporciones monstruosas aunque están vacías de contenido. Donald Trump,
el hombre que inventó el ciclo interminable de noticias a partir de una
maraña de insultos y pensamientos primarios, ha sido el vehículo
perfecto para un proceso de este tipo, que es una mina de oro para el
equivalente mediático del 1 por ciento. Tomad el gran debate que no fue
pero copó los titulares durante el ciclo noticioso de un solo día, aquel
que el presentador del programa de entrevistas Jimmy Kimmel propuso a
Donald Trump. Él aceptó inmediatamente y su eventual oponente, Bernie
Sanders, le siguió con presteza; la posibilidad murió después de otra
explosión de titulares, noticias, informes y comentarios apenas un día
después o algo así. Al hacerlo, Trump utilizó la palabra “inapropiado”
para declarar que la propuesta no era razonable. El hombre para quien no
hay nada inapropiado hizo pública una elocuente declaración vocacional
que podría haber sido dicha en cualquier aula de sexto grado. Empezaba:
“A partir del hecho de que el proceso de nominación del Partido
Demócrata está totalmente amañado, que Hillary Clinton y Deborah
Wasserman Schultz no permitirán que gane Bernie Sanders y que en este
momento soy el más probable nominado republicano, parece inapropiado que
debata con quien terminará segundo”.
Y... ah, sí...
entre las indudables víctimas del proceso de vaciamiento está la versión
que el Partido Demócrata tiene del liberalismo, que en los últimos años
se ha convertido en el credo del otro partido, el del 1 por ciento.
Hoy, Steve Fraser, colaborador habitual de TomDispatch
, que ha
cubierto el auge de la nueva Era Dorada de Estados Unidos (y la caída de
casi todo lo demás) desde Wall Street a la calle, reflexiona sobre el
destino del liberalismo en una posible nueva era de populismos, de
derecha y de izquierda. Piense el lector de esta nota como si fuese
también una plataforma de lanzamiento de su nuevo libro, The Limousine Liberal: How an Incendiary Image United the Right and Fractured America
(la
limusina liberal, cómo una imagen incendiaria unió a la derecha y
fracturó a Estados Unidos), una sorprendente historia del 1 por ciento y
nosotros, los demás, todo extractado en una única imagen política.
* * *
La versión estadounidense de la lucha de clases
Apareciendo desde las sombras del Estados Unidos reprimido, Bernie
Sanders y Donal Trump han estado enviando escalofríos por los corredores
del poder establecido. ¿Quién los recibiría? Dos hombres, ambos –pese a
ser de muy distinta forma– ajenos al sistema, parecen estar a la cabeza
de sendas rebeliones contra los amos de nuestro destino en ambos
partidos; esto, después de décadas en las que solo imaginar esa
posibilidad habría sido visto, en el mejor de los casos, como una
ingenuidad y, en el peor, como un engaño. Su prolongada presencia en el
escenario nacional puede ser el desarrollo político más inalcanzable de
los últimos 50 años de Estados Unidos. Y sugiere que estaríamos entrando
en una nueva etapa de nuestra vida pública.
Hace un año, en mi libro
The Age of Acquiescence
(La era de la conformidad), intenté resolver un misterio insinuado en
su subtítulo: “Ascenso y caída de la resistencia estadounidense a la
riqueza y el poder organizados”. Formulado llanamente, este misterio
era: ¿Por qué la gente se rebela algunas veces y se conforma en otras?
Resistir a todos los dolores, los insultos, las amenazas al bienestar
material, la exclusión, la degradación, la desigualdad sistemática, el
culto exagerado a los personajes del poder, la indignidad y la
impotencia que están en la esencia de la vida cotidiana de millones de
personas perecería algo bastante natural, incluso ineludible, si no
inevitable. ¿Por qué soportar todo eso?
Sin embargo, si miramos
la historia, la tentación de ceder, de rendirse, parece ser no menos
natural. Después de todo, frecuentemente, resistir es arriesgar el
pellejo, los medios de vida, la manera de vivir. ¿Cómo acallar esas
intimidantes voces interiores que nos advierten de que las autoridades
tienen el derecho de gobernar en virtud de su sabiduría, riqueza y todo
aquello que las costumbres inmemoriales prescriben? El miedo,
naturalmente, se cierne sobre nosotros.
En nuestro contexto,
entonces, ¿en qué momentos históricos los estadounidenses han mostrado
una sorprendente capacidad para alzarse y en qué otros han agachado la
cabeza?
Para responder a esta pregunta, examiné aquellos años de
la primara edad dorada –en el siglo XIX–, cuando millones de
estadounidenses se lanzaron a la calle para manifestarse, enfrentándose a
menudo al brazo armado del Estado, y el periodo de la última parte del
siglo XX y los primeros años del XXI, cuando el rótulo de “la era de la
conformidad” parecía sumamente razonable; hasta que, de pronto, en 2016,
dejó de serlo.
Por lo tanto, considere el lector este escrito
como un epílogo de aquel trabajo, mi tal vez tardía comprensión de que,
ciertamente, la era de la conformidad había llegado a su fin. En estos
momentos, por supuesto, hay millones de personas que se emocionan con
Bernie o que ovacionan a Donald. Es posible que cuando estaba terminando
de escribir mi libro debería haber prestado más atención a las primeras
señales de lo que estaba por venir: el Tea Party, en la derecha, y
‘Ocupa Wall Street’, en la izquierda; las huelgas por aumento de los
salarios, los movimientos por un salario mínimo decente, las victorias
electorales de los progresistas urbanos, el surgimiento del activismo
medioambiental y la irrupción del movimiento ‘La vida de los negros
importa’ justo unos días antes de su publicación.
Pero cuando has
vivido tanto tiempo a la sombra de la conformidad, en la que la
esperanza está cerca de morir, o al menos cada día más enfermiza, echas
de menos esas cosas. Después de todo, si la historia tiene una lógica,
quizás esté tan escondida en lo más hondo que puede llegar a ser
indescifrable... hasta que te muerde. Así, por ejemplo, si se hubiese
hecho una radiografía de la sociedad estadounidense de 1932, en el peor
momento de la Gran Depresión, la placa habría revelado un cuerpo
político invadido por la desesperación, el cinismo, el fatalismo y el
miedo. En resumen: resignación, una actitud que había ensombrecido el
territorio desde ‘el martes negro’ y el derrumbe del mercado de valores
en 1929.
Aun así, la misma radiografía vuelta a hacer en 1934,
solo dos años más tarde, habría mostrado una profunda agitación social:
grandes paros, huelgas generales, huelgas de brazos caídos, huelgas de
inquilinos, tomas de minas de carbón y empresas de servicio cerradas por
parte de tenían frío y no tenían luz, marchas de desempleados y un
impulso generalizado por desmontar el
ancient régime; en una
palabra, rebelión. De este modo, el equilibrio de una sociedad puede
quemar etapas en un abrir y cerrar de ojos y sin que sea posible
advertirlo (a pesar de que, años después, los historiadores y otros
colegas analizarán las razones que todo el mundo debería haber visto
mientras llegaban).
Liberalismo versus liberalismo
Esperada o no, ha empezado una nueva era de rebelión, una era que
amenaza al statu quo desde la izquierda y desde la derecha. Tal vez su
aspecto más impactante sea que la gente está alzándose contra el
liberalismo.
Eso es insensato, ¿no es cierto? ¿Como puede ser
que, cuando llegue noviembre, la reina del liberalismo se enfrente con
el multimillonario portador del estandarte del republicanismo? Al final,
lo viejo y lo viejo, ¿no es así? Un liberal contra un conservador.
Bueno, no es tan así. Si usted ve a Hillary como la “limusina liberal”
de esta temporada electoral y a Donald como al “populista mejor vestido”
de la derecha, y piensa en cómo se ha movido cada uno en su camino a lo
más alto y a quién han tenido que dejar a un lado para conseguirlo,
aparece una imagen diferente. Clinton hereda la responsabilidad de un
liberalismo que ha vaciado la economía estadounidense y ha metastatizado
el estado de la seguridad nacional. Ha puesto en el ático del Partido
Demócrata lo que quedaba de cualquier igualitarismo para proteger los
intereses creados de la oligarquía que administra las cosas. Esa elite
no tiene problemas con la igualdad racial y de género en tanto no haga
daño a lo esencial que, después de todo, es lo que define los rasgos de
la limusina liberal que Hillary defiende. Trump canaliza la hostilidad
creada por la indiferencia neoliberal respecto del bienestar de los
trabajadores y su escasamente disimulado desprecio cultural por la gente
del interior de Estados Unidos mediante un movimiento
anti-establishment con sesgo racista. Mientras tanto, desde la otra
costa, Bernie Sanders le apunta al liberalismo de Clinton. En otras
palabras, el liberalismo está asediado.
Los sesenta adoptan el liberalismo
¡Qué extraño! Los ‘progresistas’ han descubierto que durante décadas
han estado defendiendo los logros de la reforma liberal desde el
despiadado asalto de un conservadurismo en ascenso. Es difícil recordar
que la ecuación ‘progresistas vs. conservadores’ no siempre es aplicable
(y lo mismo podría estar pasando ahora).
Sin embargo, si
retrocedemos 50 años hasta los sesenta del siglo XX, vemos que el campo
de batalla no era tan diferente al de hoy en día. Aquel era un tiempo en
el que el movimiento contra la guerra de Vietnam condenaba al
liberalismo por su actitud imperial en nombre de la democracia, mientras
los movimientos por los derechos civiles y el poder negro les
reprochaban su alianza política con los segregacionistas del Sur.
En aquellos años, la Nueva Izquierda se hacía presente en las zonas
urbanas más deprimidas, donde el liberalismo se jactaba de que Estados
Unidos era una ‘sociedad de la abundancia’; lo cual parecía un cruel
sarcasmo. Los estudiantes ocupaban los campus universitarios para
rechazar la burocratización de la educación superior y la servidumbre
universitaria al otro retoño liberal: el complejo industrial-militar.
Las mujeres cortaron el nudo gordiano que ataba el ideal liberal de la
familia nuclear a la jerarquía de género, es decir, el patriarcado. La
contracultura mostró de mil maneras distintas su desprecio por el
principio de propiedad inherente al liberalismo. No a las convenciones
en el peinado, al contrato matrimonial, a las inhibiciones sexuales, a
las carreras profesionales, a las ortodoxias religiosas, a los
protocolos en la vestimenta, a los tabúes raciales o a las prohibiciones
químicas; nada quedó indemne.
Sin embargo, el liberalismo se
adaptó. Desde entonces, se ha hecho presente en la mayor parte de las
reformas asociadas con ese tiempo. Las leyes de derechos civiles, la
guerra contra la pobreza (incluyendo Medicare y Medicaid*), los derechos
de las mujeres, la discriminación positiva y la eliminación de la
separación cultural forman parte ahora del
currículum vitae de
los presidentes demócratas y de los principales políticos del partido,
de quienes administran los medios de la corriente dominante, de los
presidentes de las principales fundaciones liberales, de los presidentes
de las universidades Ivy League**, de los más importantes teólogos y
clérigos protestantes y tantos otros que alzan con orgullo el pendón del
liberalismo. Sin duda, merecen parte de ese crédito. Ellos pueden
haberse sentido de verdad junto al ‘Bern’ del año pasado, el que gritaba
a viva voz por la igualdad de derechos ante la ley.
Aun más
importante, las elites liberales fueron lo bastante sensatas o lo
bastante maleables –o ambas cosas a la vez– como para montarse sobre la
ola de la rebelión de ese tiempo. Sabiduría y flexibilidad, sin embargo,
son apenas una parte de la respuesta de este misterio: ¿cómo se las
arregló el liberalismo de la mitad del siglo XX para reformarse en lugar
de resquebrajarse bajo la presión de los sesenta? La explicación más
profunda podría ser que los levantamientos de aquellos años atacaron al
liberalismo, pero en buena medida en beneficio del liberalismo. A veces
explícitamente, como en la Declaración de Port Huron, aquel documento
fundacional del grupo estudiantil de la Nueva Izquierda llamado
‘Estudiantes por una Sociedad Democrática’; otras veces implícitamente:
las rebeliones de ese momento exigían que el orden liberal viviera según
su propio credo de libertad, igualdad y búsqueda de la felicidad.
La exigencia de abrir el sistema se convirtió en el corazón y el alma
de la etapa siguiente del liberalismo, del impulso por dotar de poder al
individuo libre. Hoy día, podríamos reconocer esto en el típico deseo
de los seguidores de Clinton de permitir que todos se unan en la
“carrera a lo más alto”.
Mirando hacia atrás, es habitual
considerar los años sesenta como una época de rebelión juvenil. Hay más
que eso; ciertamente, en parte pueden ser entendidos como una versión
estadounidense de padres e hijos (ni hablar de madres e hijas). Un
generación mayor había creado el orden del New Deal***, en sí mismo un
histórico acto de rebelión. Tal como sucedió, esa creación no casaba
bien con un Partido Demócrata cuya ala sureña, incrustada en la antigua
Confederación segregacionista, descansaba sobre las leyes y creencias de
Jim Crow. Tampoco casaban las reformas del bienestar social del New
Deal, que presuponían que el hombre era el responsable del sustento en
una casa, al mismo tiempo que excluía de su protección a las clases
inferiores, especialmente (pero no solo) las de tez equivocada, en
contradicción con un anhelo de igualdad.
Por otra parte, el New
Deal rescató a una economía capitalista postrada durante la Gran
Depresión mediante la instalación de una nueva política económica de
consumo masivo. Mientras aseguraba maravillosos logros materiales –que
al mismo tiempo impedían el desarrollo social– se alentaba una cultura
de individualismo y búsqueda de estatus, debilitando así la noción de
solidaridad social que había hecho posible el New Deal. Finalmente, en
los años de la Guerra Fría quedó en claro que la prosperidad y la
democracia en casa dependían de una relación imperial con el resto del
mundo y de la instalación de soldados estadounidenses en todos los
rincones del planeta. Había comenzado el ‘Siglo estadounidense’, según
el la famoso rótulo acuñado por Henry Luce, editor de la revista
Life.
Los levantamientos contra la versión anquilosada del liberalismo New
Deal convirtieron los años sesenta en un icono. La emotividad política
subió tanto que los rebeldes se enfrentaron con el establishment
liberal. Los asuntos se recalentaron tanto que amenazaron con derretir
la vida pública. Aun así, aquí apareció una pregunta que, con tanta
temperatura, era muy difícil plantearse en ese momento: ¿Y si el
problema no fuera el liberalismo? Admitámoslo, ese pensamiento ya estaba
en el aire entonces, planteado no solo por las nuevas y las viejas
izquierdas, sino también por Martin Luther King, quien repensó el
capitalismo, la pobreza, el racismo y la guerra en famosos discursos
como el “Más allá de Vietnam: es hora de romper el silencio”.
Sin
embargo, la mayoría de los rebeldes de ese momento, se aferraron a la
fe ancestral. Al fin, estaban convencidos de que una vez que se
restableciera el equilibrio, un liberalismo más moderno –despojado de
sus imperfecciones– podría convertirse en un refugio seguro en el que
nadie estaría excluido. Acusado en esos años de hipócrita y de actuar
con mala fe, sería limpiado.
Gracias a aquellas rebeliones
populares y a las persistentes –si bien menos exaltadas– acciones que se
prolongaron durante décadas, la hipocresía de la exclusión, ya fuera de
los negros, las mujeres, los homosexuales u otros, en buena medida
acabaría. O así parecía. El liberalismo heredado del New Deal había sido
limpiado, no por completo y tampoco sin una feroz resistencia...
aunque, una vez más, nada es perfecto, ¿no es así? Fin de la hipocresía.
Fin de la historia.
El eslabón perdido
Aunque una
nueva paradoja empezó a emerger en el alba del nuevo milenio. La
sociedad liberal había demostrado que era compatible con la justicia
para todos y la igualdad de oportunidades. Sin embargo, por extraño que
parezca, en el glorioso nuevo mundo que siguió –aquel presidido por Bill
Clinton–, la libertad, la justicia y la igualdad parecían estar muy
racionadas.
Si no era el orden liberal, entonces había algo que
estaba fastidiando las cosas. Después de todo, la vida cotidiana de
tantos estadounidenses de a pie estaba cada vez más constreñida por la
angustia económica y una vertiginosa sensación de caída libre en lo
social. Esa gente sentía que estaba excluida y era menospreciada, sufría
algo difícil de definir que tenía que ver con no verse políticamente
representada, sentirse vigilada en su trabajo (si lo tenía) o si no en
cualquier otro sitio, y cierto temor al futuro en lugar de esperanza por
lo que podía venir.
Valientes y audaces como eran, los
legendarios movimientos de rebeldía o aquellos que les siguieron
raramente desafiaron explícitamente la distribución de la propiedad y el
poder sobre la que estaba basada la sociedad estadounidense. Y si bien
el liberalismo ha demostrado que es bastante compatible con la libertad,
la igualdad y la democracia, el capitalismo era otra cuestión muy
distinta.
La elite liberal que se hizo cargo de comenzar la
carrera hacia lo más alto a veces también fue responsable del
capitalismo neoliberal que, durante décadas, hizo tanto daño en la vida
de los trabajadores de todos lo colores (ciertamente, hoy en día,
Hillary hace un gran esfuerzo para distanciarse del legado de
encarcelaciones masivas que le dejó su marido). Pero los republicanos no
solo han cumplido su cuota parte en esto; de hecho, frecuentemente han
tomado el mando para implantar un sistema económico manejado por los
mercados y las finanzas, un sistema que ha producido unos pocos
‘ganadores’ y legiones de perdedores. Ambos partidos han sido los
precursores de un mercado desregulado, del libre comercio global, de la
subcontratación en la industria manufacturera y otras, de la
privatización de los servicios públicos y del achicamiento de las redes
de seguridad social. La suma de todo esto ha destruido desde dentro
pueblos y ciudades, lo mismo que regiones enteras y estilos de vida.
En el proceso, la tradición del Partido Demócrata del New Deal, que era
de resistencia a la explotación económica y la desigualdad, se evaporó.
Mientras tanto, los ‘nuevos demócratas’ de la era Clinton y después,
así como muchas de las salas de juntas nombradas en las listas Fortune
500 y de las empresas de inversiones de riesgo estadounidenses
continuaron abogando por la igualdad de derechos para todos.
Vilipendiaron los intentos conservadores de reducir la protección contra
la discriminación racial, de género y sexual, pero lo único que no
hicieron –ni unos ni otros– fue perturbar la tranquilidad del 1 por
ciento.
Y, frente a esto, ¿qué han significado la libertad y la
igualdad? Para quienes pudieron –gracias a los avances– participar en
‘la carrera para llegar a lo más alto’, han significado mucho. Para
muchos otros millones, sin embargo, que o bien estaban en la escalera
mecánica descendente o bien ya estaban en lo más bajo de la sociedad,
fue una burla, una promesa sin contenido, algo a lo que todavía llamamos
el Sueño Estadounidense, porque –como observó George Carlin una vez–
“debes estar dormido para creer en él”.
Dada la ayuda brindada
para inducir este doloroso dilema, los nuevos demócratas parecían
encajar perfectamente en un sobrenombre ya existente de “limusina
liberal” –una especie de maldición inventada por la derecha populista–.
Emblema de hipocresía, fue pensado y utilizado por primera vez en 1969,
no por la izquierda sino por algunas figuras del por entonces naciente
movimiento de derecha. Desde entonces y para siempre, la imagen de una
gente aristocrática nacida, criada y formada para gobernar,
interconectada en los centros de poder y riqueza, que manifiesta una
preocupación por los oprimidos pero de ninguna manera está dispuesta a
renunciar a ninguno de sus privilegios para aliviar esa difícil
situación (aun así siempre está alerta para exigir que todos los demás
paguen lo que deben) se ha grabado en lo más profundo de la política de
Estados Unidos. En los tiempos que corren, ha sido el Norte magnético
del populismo de izquierda.
Lucha de clases al estilo estadounidense
En 1969, el presidente Richard Nixon conjuró a la “mayoría silenciosa”
para que se batiera con quienes pronto serían conocidos como los
‘liberales de la limusina’. Él esperaba movilizar a un amplio sector de
la clase trabajadora blanca y la clase media alta para que se uniera al
Partido Republicano. Este grupo estaba formado por los partidarios del
New Deal del Partido Demócrata, que después se habían sentido cada vez
más abandonados por él y perturbados por la rebeldía de esa época.
En las décadas siguientes, la limusina liberal se mostraría como una
perfecta piñata**** a la que irían a parar todo el resentimiento
suscitado por los levantamientos raciales, el deterioro industrial y la
decadencia, y también la congoja producida por la desaparición de la
‘familia tradicional’ y sus supuestas certezas morales. De este modo, el
Partido Republicano consiguió un importante caudal de votos proveniente
de los trabajadores blancos. Retrospectivamente, está suficientemente
claro que esta confrontación entre la mayoría silenciosa y el
liberalismo de la limusina ha sido siempre una forma de la lucha de
clases en Estados Unidos.
Richard Nixon mostró su genio político;
su gambito funcionó pasmosamente bien... hasta que, por supuesto en
este momento ya no funciona. A partir de su liderazgo, el comando
supremo de los republicanos entendió pronto que agitar la bandera roja
del ‘liberalismo de la limusina” despertaba pasiones y sumaba votos. Sin
embargo, nunca tuvo la menor intención de hacer nada que pudiese
resolver de verdad las deterioradas circunstancias de esa mayoría
silenciosa. Las figuras que lideraban el partido estaban demasiado
comprometidas en la defensa de los intereses del Estados Unidos
corporativo y las clases dominantes.
Sus gestos, la agresividad
que estos provocaban en sus seguidores en las ‘guerras culturales’, solo
aumentaron las pasiones de la época hasta que, en el periodo que siguió
al descalabro económico-financiero de 2007 y la Gran Recesión,
estallaron en una forma que la elite republicana no pudo manejar. Lo que
empezó siendo su criatura, educada en el cinismo y alimentada por la
enconada envidia y los oscuros sentimientos del propio Nixon, que su
tránsito por el establishment liberal habían sostenido su desprecio,
acabó volviéndose contra quienes la habían inventado.
La ‘mayoría
silenciosa’ ya no se mantendría en su conveniente silencio. El Tea
Party bramó contra cualquier tipo de establishment político, y lo
hicieron junto con Wall Street, los compinches capitalistas, los
desviados culturales y sexuales, los partidarios del libre comercio que
rara vez se habían preocupado por los empleos que destruían, los
evasores de impuestos que amaban cualquier refugio para su dinero y los
que condenaban a los gobiernos hiperdesarrollados pero vivían de los
subsidios del Estado. En un código postal muy, muy, lejano un
privilegiado sector de estadounidenses había manipulado el sistema
dentro del sistema, mirando por encima del hombro a una masa que antes
había sido crédula pero, ultrajada ahora, ya no lo era.
En ese
proceso, el Partido Republicano se partió y, mágicamente, ha sido Donald
quien se ha montado en la escalera mecánica que va a la planta baja de
la Torre Trump para recoger los pedazos. Su irreverencia por la
autoridad establecida ha funcionado. Sus fobias racistas y misóginas han
funcionado. Sus miles de millones de dólares han funcionado con los
millones de personas que han crecido deslumbrados por los conquistadores
de la segunda Era Dorada celebrados por Wall Street. Su manera de andar
cuidadosamente de puntillas alrededor de la Seguridad Social funcionó
con aquellos cuyos desamparo y lógica emocional fueron aprehendidos por
la persona que le dijo a un congresista republicano: “Guárdese su
gobierno de poner sus manos en mi Medicare”. Sobre todo, su musculosa
ampulosidad funcionó con millones de personas hartas de desmoralización,
parálisis e impotencia. Sienten a Donald.
Hoy en día, en la
confrontación entre populismo de derecha y neoliberalismo, legiones de
simpatizantes del Tea Party y de trumpistas encuentran que los CEO de
Fortune 500 son moralmente detestables y una amenaza económica, se
sienten cada vez más furiosos con los rescates de la Reserva Federal y
se entusiasman por las numerosas crisis globales que se suceden gracias
al libre comercio mundial y los tratados que les acompañan. Y debajo de
esas posiciones está la fantasía de un capitalismo antiguo, uno más
cercano a lo que ellos piensan que fue alguna vez Estados Unidos. Se les
podría llamar anti-capitalistas pro-capitalismo.
Otros –muy a
menudo sus vecinos en comunidades vaciadas de buenos empleos y
virtualmente agredidas– se sienten identificados con Bern. Esto viene a
ser un ataque más al neoliberalismo de la variedad limusina.
Prudentemente, Bernie Sanders se presenta como un socialista, aunque sus
ideas programáticas se acercan a una versión ligeramente a la izquierda
del New Deal. Aun así, incluso decir en público la palabra prohibida
‘socialismo’ y excitar con ella el ferviente compromiso de millones de
personas es algo asombroso; de hecho, más allá de lo imaginable en
cualquier Estados Unidos de los últimos años.
La campaña de
Sanders ha hecho que se enfrente con el liberalismo de la elite de
Clinton. Ha resonado tan profundamente debido a que el candidato, con
todo su carisma e integridad de hombre mayor, insiste una y otra vez que
los estadounidenses deberían mirar bajo la superficie de un capitalismo
liberal que –tanto económica como éticamente– está en quiebra y es un
fraude político, aunque trate con condescendencia al “hombre olvidado”.
Entonces, hasta cierto punto, Trump y Sanders están compitiendo por los
mismos votantes; esto no debería sorprender a nadie si se tiene en
cuenta hasta dónde se han extendido los daños colaterales producidos por
el capitalismo neoliberal. No debemos olvidar que en la época de la
Gran Depresión, mientras los nazis se hacían cada vez más fuertes, su
partido –el Nacional Socialista– no solo incorporó la palabra
–socialismo– sino que compitió con los partidos Socialista y Comunista
entre los desesperados trabajadores alemanes para conseguir afiliados y
votantes. Incluso hubo momentos (cuando no estaban matándose unos a
otros en la calle) en que se manifestaron juntos.
Por supuesto,
Trump es un demagogo sin conciencia alguna, un mentiroso compulsivo y un
nihilista que no cree en nada aparte de él mismo. En el otro lado,
Sanders cree en lo que dice. En el tema de la justicia económica, él ha
roto records durante más de un cuarto de siglo, aunque nadie más allá de
los límites de Vermont le prestara mucha atención hasta hace poco
tiempo. En este momento goza de mucho crédito y es aplaudido por sus
puntos de vista.
Hillary Clinton despierta una enorme
desconfianza. Sanders le ha ganado una y otra vez en las encuestas
contra potenciales oponentes republicanos porque ciertamente ella es una
liberal de limusina cuya carrera ha acabado a un ritmo sorprendente con
la confianza que en ella se tenía. Y, más importante que eso, la
rebelión que Sanders ha puesto en marcha no tiene miedo de cuestionar al
capitalismo. Difícilmente Trump pueda hacer algo parecido, pero el
estado de enfermedad en que se encuentra el estatus neoliberal ha hecho
de él –también– una fuerza que debe ser reconocida. No obstante, desde
donde se la mire, la era de la conformidad ha quedado atrás.
*
Medicare y Medicaid; dos instituciones publicas –financiadas por el
Tesoro de Estados Unidos– destinadas a la atención sanitaria de los más
necesitados. (
N. del T.)
** Ivy League se refiere a ocho universidades privadas del noreste de Estados Unidos. (
N. del T.)
*** New Deal (Nuevo trato), nombre que recibió la política económica y
social aplicada en Estados Unidos por el presidente Franklin Delano
Roosevelt a partir de 1933. (
N. del T.)
**** Piñata, en castellano en el original. (
N. del T.)
Steve Fraser , colabotrador habitual de
TomDispatch, es autor de, entre otras obras,
The Age of Acquiescence. Su nuevo libro se llama
The Limousine Liberal: How an Incendiary Image United the Right and Fractured America (Basic Books). Es cofundador y coeditor de
American Empire Project.
Fuente:
http://www.tomdispatch.com/post/176148/tomgram%3A_steve_fraser%2C_how_the_age_of_acquiescence_came_to_an_end/#more
Traducción:
https://www.rebelion.org/noticia.ph...