REBECCA GORDON / TOM DISPATCH / REBELION
Introducción de Tom Engelhardt
¡Vaya chanchullo! En una nota de portada del New York Times
,
Noam Scheiber y Patricia Cohen usaron estas palabras para describir la
forma en que un pequeño grupo de estadounidenses increíblemente ricos
financiaron su camino hacia otro universo tributario: “En buena parte
operando al margen de la mirada del público –en tribunales fiscales,
apelando a misteriosas disposiciones legales y en negociaciones privadas
con el Servicio de Rentas Internas (IRS, por sus siglas en inglés)– la
gente adinerada ha utilizado su influencia para reducir incesantemente
la posibilidad de que el gobierno pueda cobrarle impuestos. La
consecuencia ha sido la creación de una especie de sistema recaudatorio
privado, concebido para el uso exclusivo de algunos miles de
estadounidenses”.
Sí, ha leído correctamente: un pequeño número de estadounidenses
vive en un planeta tributario diferente del que vive el resto; nosotros.
Por supuesto, han tenido que pagar por ese privilegio; cada vez más
para la clase política que supervisa el funcionamiento de nuestro país.
En buena parte se han blindado en una zona libre de impuestos que
asegura su “igualdad” ante la ley (tal como es) y su cada vez más
profunda desigualdad ante la misma, y ante ellos. Sus acciones les han
proporcionado la última palabra en impunidad. En esta época de
elecciones en un país con más de 300 millones de habitantes, por
ejemplo, apenas unas 158 familias (y las empresas controladas por ellas)
están poniendo su dinero (en su mayor parte libre de impuestos) en lo
que había sido nuestra causa. Hacia octubre, habían puesto casi la mitad
del dinero recogido por los candidatos presidenciales en un movimiento
destinado a asegurar que la democracia de Estados Unidos llegue a ser su
sistema, su criatura (“Nunca desde antes del Watergate tan pocas
personas y negocios aportaron tanto dinero en una campaña, la mayor
parte de él a través de canales legalizados por la decisión del Tribunal
Supremo de hace cinco años”, comentó Citizens United
).
Mi diccionario define “impunidad” con bastante simplicidad:
“Exención de castigo, multa o daño”. Esta es una sorprendente
característica de quienes son nuestros señores. En el país con la más
alta tasa de encarcelamiento de la Tierra, con cerca de un 25 por ciento
de la población carcelaria del mundo parece que no hay rejas
suficientemente fuertes para encerrar a nuestras elites económicas o, en
realidad, sus hermanos de la seguridad nacional.
En estos años, el estado de la seguridad nacional de Estados
Unidos, como la clase multimillonaria, se ha hecho aún más rica y ha
conseguido afianzarse todavía más, al mismo tiempo que se ha apartado
del que una vez fue el sistema político y legal estadounidense. En estos
momentos, sus funcionarios viven en un mundo de misterio en el que, en
nombre de nuestra seguridad, cada vez menos de sus actos están abiertos a
nuestro escrutinio. Habitan una zona que solo puede ser pensada como
una zona de libre criminalidad. Evidentemente, ningún acto que cometan,
no importa lo extrajudicial o ilegal que pueda ser, nunca los llevará a
responder ante un tribunal de justicia. Fundamentalmente, tienen total
impunidad. Poco importa que usted esté hablando de una gran operación
extrajudicial de la CIA para secuestrar a “sospechosos de terrorismo”
(que con bastante frecuencia han resultado ser civiles inocentes) y
trasladarlos a las cámaras de tortura de algún brutal país aliado o al
sistema de “sedes clandestinas” fuera del ámbito de una justicia normal.
Hoy en día, la mentira en el Congreso, el hackeo de los ordenadores de
los congresistas y el asesinato de ciudadanos estadounidenses son
conductas permitidas. Nadie ha sido castigado por acciones como estas.
Cuando es necesario, los funcionarios del estado de la seguridad
nacional recorren los pasadizos secretos del poder para movilizar a
abogados que reinterpretan los textos legales para que encajen con sus
gustos.
En cuestión de impunidad, se ha tratado de igualar todo lo hecho
por la clase multimillonaria. En este sentido, nada más impresionante
que el procedimiento obviamente ilegal de la tortura, eufemísticamente
llamada “técnica de interrogación mejorada”, que ha sido utilizada
contra prisioneros indefensos en el sistema global de prisiones
secretas, tal como nos lo recuerda hoy Rebecca Gordon, colaboradora
regular de TomDispatch.
¿Desea usted crímenes de guerra? Después
del 11-S, Washington podría haber exhibido el logo “Nosotros somos los
crímenes de guerra”. Si usted quiere entender el significado de la
impunidad en el contexto político de 2016 en Estados Unidos, lea a
continuación.
* * *
Los candidatos compiten prometiendo más tortura y más asesinatos
¡Han regresado!
Desde el punto de vista de la campaña presidencial, los crímenes de
guerra están otra vez en la agenda de Estados Unidos. En realidad, no
deberíamos sorprendernos, ya que en los últimos tiempos los funcionarios
estadounidenses se han salido con la suya, y en el caso de la guerra
con drones hoy continúan saliéndose con la suya, Aun así, no hay nada
como la embriagadora combinación de la carrera por la presidencia de un
“populista” republicano y la histeria nacional producida por el
terrorismo para hacer que los estadounidenses quieran más de esas
“técnicas mejoradas de interrogación”. Esto es lo que normalmente
sucede, como vienen sosteniendo desde hace mucho tiempo los críticos, si
los crímenes de guerra no se llevan a los tribunales.
Cuando en agosto de 2014 el presidente Obama admitió al fin que
“hemos torturado a alguna gente”, agregó una advertencia. “Es necesario
que se entienda y acepte”, dijo, la historia reciente de la tortura en
Estados Unidos. “Como país, tenemos que hacernos responsables de ello
para tener la esperanza de que en el futuro no volveremos a hacerlo”.
Centrando la responsabilidad de la tortura en todos nosotros, “como
país”, Obama evitaba que los torturadores tuvieran que responder por sus
actos.
Desgraciadamente, la “esperanza” –así, sin más– no pone freno a una
guerra criminal; ni el propio presidente tuvo en cuenta su advertencia.
Durante siete años su administración no hizo otra cosa que ayudar a que
Estados Unidos se hiciera “responsable” de la tortura y de otros
crímenes de guerra. El país miró hacia otro lado cuando debió pedir
cuentas a quienes habían puesto en marcha y realizaban operaciones de
tortura a gran escala en las “sedes clandestinas” distribuidas por todo
el mundo. Nunca presentó cargos contra quienes ordenaron torturar en
Guantánamo. No enjuició a nadie, mucho menos a altos funcionarios de la
administración Bush.
Ahora, en el interminable periodo anterior a las elecciones
presidenciales de 2016, nos han ofrecido algunas extrañas humoradas
épicas y nos prometen más de lo mismo durante este año. En ese
espectáculo tan estadounidense, los candidatos republicanos se lanzan
unos contra otros en un frenético esfuerzo por ser vistos como el
aspirante con más posibilidades a la hora de ignorar la lánguida
esperanza del presidente y en lugar de ello “volver a hacerlo en el
futuro”. Como resultado de la puja, están prometiendo cometer todo tipo
de crímenes, desde la tortura hasta el asesinato de civiles, unas
promesas por las cuales el líder de cualquier otra nación sería llevado a
un tribunal internacional acusado de ser un criminal de guerra. Pero el
de “criminal de guerra” es un cargo reservado exclusivamente para la
gente de detestamos, no para nosotros. Parafraseando al ex presidente
Richar Nixon: si lo hace Estados Unidos, no es un crimen.
En la estela de los brutales atentados en París y San Bernardino, las
promesas abiertamente expresadas de cometer futuros crímenes no han
hecho más que hacer crecer la franqueza. Algunos ejemplos extraídos de
la campaña presidencial son suficientes para ilustrar lo que quiero
decir:
* Ted Cruz garantiza que “destruiremos totalmente el ISIS”. ¿Cómo lo
haremos? “Lo someteremos a bombardeo de saturación hasta que no quede
nada”, es decir, “saturaremos” de bombas una zona de modo que cualquier
cosa o ser viviente sea totalmente destruido. De esa campaña de
bombardeo contra el Estado Islámico habló Cruz a una multitud
entusiasmada en la Rising Tide Summit; “No sé si la arena puede
resplandecer en la oscuridad, pero encontraremos la manera de hacerlo”
(es muy difícil no tomar estas palabras como una referencia al uso de
armas nucleares, pese a que en la atmósfera de bravuconadas de la actual
campaña republicana indudablemente ninguna de las propuestas
presentadas sea fruto de un pensamiento minucioso).
* Es evidente que el bondadoso neurocirujano pediátrico Ben Carson
piensa de la misma manera. Cuando en el último debate de los candidatos
republicanos, Hugh Hewitt, comoderador de la CNN, insistió sobre si
acaso él era lo suficientemente “duro” para “dar el visto bueno a la
muerte de miles de niños y civiles”, Carson respondió “Entendió bien,
entendió bien”. Incluso expuso una futura campaña contra el Estado
Islámico en la que podrían morir “miles” de niños como ejemplo del
severo amor que algunas veces debe mostrar un cirujano cuando está
frente a un caso difícil. Es como decirle a un niño, le aseguró a
Hewitt, “vamos a abrirte la cabeza para sacar el tumor”. Ningún niño se
siente feliz en este momento. Tampoco les caigo bien cuando digo eso.
Pero después me aman”. Presumiblemente, lo mismo les pasará a “los
inocentes niños muertos en Siria”, una vez que superen el shock de haber
muerto.
* El enfoque de Jeb Bush trajo a colación lo que, en los círculos
republicanos, pasa por un matiz en la discusión de la futura política de
los crímenes de guerra. Lo que Washington necesita, argumentó él, es
“una estrategia”, y lo que caracteriza a la administración Obama es una
excesiva preocupación por las sutilezas de la ley internacional. Tal
como lo dijo él, “Necesitamos quitar los abogados [que se han
encaramado] de la espalda de los guerreros. Ahora mismo, bajo el
presidente Obama, hemos creado… un estándar tan exigente que es
imposible tener éxito en la lucha contra el ISIS”. Mientras tanto, Jeb
se ha rodeado de una camarilla de conocidos neocons que ofician de
“asesores” –personas como Paul Wolfowitz, ex subsecretario de Defensa en
tiempos de George W. Bush, o Stephen Hadley, ex asesor en Seguridad
Nacional de Wolfowitz, quienes planificaron y defendieron la guerra
ilegal de estados Unidos contra Iraq que desembocó en una guerra
regional con devastadoras consecuencias humanitarias.
* Y por fin está Donald Trump. ¿Por dónde empezar? En su la primera
bola de su comandancia en jefe, Trump declaró sin pestañear que él
volvería a utilizar la tortura. “¿Si aprobaría el subamrino
1?”,
preguntó a una multitud entregada en un mitin en Columbus, Ohio, el
pasado noviembre. “Podéis apostar el culo que lo haría. En cuanto sea
presidente.” Tratándose de Trump, esto no sería más que el comienzo.
Aseguró a sus seguidores, sin precisar pero enfáticamente, que él
“aprobaría más que eso”, dejando librado a su imaginación si acaso
pensaba otros atroces procedimientos, como exposición ininterrumpida a
sonidos a todo volumen, privación de sueño, sencillamente la muerte de
prisioneros, o lo que la CIA acostumbra llamar delicadamente
“rehidratación rectal”. Mientras, cada vez que surge la cuestión de la
tortura, él machaca: “No os engañéis. Funciona, ¿vale? Funciona. Solo un
estúpido diría que no funciona”.
Solo un estúpido… –como, quizás, uno de los integrantes de la
Comisión de Inteligencia del Senado de EEUU que durante años estudió
cuidadosamente los nefastos documentos sobre la tortura de la CIA, a
pesar de la falta de disposición, la oposición y la directa
interferencia (incluyendo el hackeo de ordenadores) de la Agencia– diría
eso. Pero, ¿por qué fastidia tanto discutir sobre la eficacia de la
tortura? La cuestión, ha dicho Trump, es que la mera existencia del
Estado Islámico indica que alguien necesita ser torturado. “Si no
funciona”, le dijo a la multitud de Ohio, “de cualquier modo se lo
merecen.”
Pocos días después, un triunfalista Trump avanzó aún más lejos en el
territorio de la guerra criminal. Se declaró preparado para golpear de
verdad al Estado Islámico donde más le duele. “Otra cosa que pasa con
los terroristas”, le dijo a Fox News, “es que hay que eliminar a sus
familiares; cuando coges a un terrorista, hay que eliminar a su familia.
Ellos se preocupan por la vida de su familia, no nos engañemos. Cuando
dicen que no se preocupan por sus familiares, tú debes matarlos.” Porque
es un hecho muy conocido –al menos en Trumplandia– que no hay nada que
haga que las personas sean menos violentas que matar a sus padres y a
sus hijos. Y eso, ciertamente, no importa; cuando Trump defiende esa
política, ese asesinato es un crimen.
El problema con la impunidad
Nada que no se sepa en este país, pero el denominador común de las
amenazas presentes en todas esas propuestas de respuesta al Estado
Islámico no es solo la típica línea dura del Partido Republicano. Cada
una de ellas representa una grave violación de las leyes
estadounidenses, de la ley internacional en caso de guerra y de las
convenciones que Estados Unidos ha firmado y ratificado tanto durante
gobiernos republicanos como demócratas. La mayor parte de los planes
debatidos en la campaña electoral –tanto los republicanos como los
demócratas– para derrotar al ISIS se han enfocado solo en las cuestiones
instrumentales: ¿Qué es lo que funcionará: el bombardeo de saturación,
la tortura o hacer que resplandezca la arena en la oscuridad?
Candidatos y periodistas por igual han ignorado lo más importante:
si, dada la situación, no estamos acaso viviendo en un país que se ha
concedido a sí mismo un permiso respecto de la cuestión de los crímenes
de guerra. El bombardeo de saturación en ciudades, la tortura de
prisioneros y la tierra arrasada están contra la ley. De hecho, se trata
de
crímenes graves. El hecho de que ni siquiera los críticos de
estos procedimientos sean incapaces de percibir estas acciones como
crímenes de guerra sin duda puede atribuirse, al menos en parte, a que
nadie –excepto algún personal militar de poca importancia o denunciante
de la CIA que haya hablado públicamente sobre la agenda de torturas de
la Agencia– ha sido procesado en Estados Unidos por la sorprendente
serie de delitos cometidos en la llamada Guerra Contra el Terror.
El presidente Obama dispuso el escenario para este fracaso en enero
de 2009, muy poco después de su primera investidura. Le dijo a George
Stephanopoulos, de ABC News, cuando se trata del posible procesamiento
de funcionarios de la CIA por la política estadounidense de torturas,
“Necesitamos mirar hacia delante y no tanto hacia atrás”. Le aseguró a
Stephanopoulos que él no quería las “personas extraordinariamente
talentosas” de la Agencia “que están trabajando muy arduamente para
mantener la seguridad de los estadounidenses… sientan de pronto que se
deben pasar todo el tiempo mirando por encima del hombro y buscarse un
abogado”. Tal como sucedió, lo de contratar un abogado nunca fue un
problema. Al final, el ministro de Justicia Eric Holder rechazó
presentar cargos contra cualquier funcionario de la CIA y cerró los dos
únicos procesos abiertos por el departamento de Justicia. Tampoco
necesitaron desperdiciar ni un centavo en abogados ninguno de los altos
funcionarios responsables del programa de “interrogatorios mejorados”,
entre ellos el presidente George W. Bush, el vicepresidente Dick Cheney,
el secretario de Defensa Donald Rumsfeld y el director de la CIA George
Tenet; cada uno de ellos está ahora publicando alegremente su
autobiografía. O, en el caso de Jay Bybee y John Yoo, autores de los más
infames “memorándums sobre tortura” del departamento de Justicia, están
prestando servicio como juez federal u ocupando un bien remunerado
puesto en la facultad de Derecho de Universidad de California, Berkeley,
respectivamente.
Posiblemente movido por la frustración por el último fracaso de la
administración Obama a la hora de actuar, Human Rights Watch (HRW)
publicó el 1 de diciembre de 2015 un informe de 153 páginas titulado
No más excusas.
En él, la organización hace una detallada relación de los delitos
específicos del programa de tortura de la CIA por los cuales una docena
de funcionarios de la administración Bush deberían haber sido llevados a
juicio y procesados. HRW señalaba que, de hecho, esos enjuiciamientos
no eran una cuestión discrecional. Debían responder ante la ley
internacional (aunque los supuestos criminales hayan gobernado la última
superpotencia del planeta). Por ejemplo, la Convención Contra la
Tortura de Naciones Unidas, un tratado clave firmado por Estados Unidos
en 1988 (durante la presidencia de Ronald Reagan) y ratificado
finalmente en 1994 (durante la presidencia de Bill Clinton), conmina
especialmente a nuestro país a tomar “medidas legislativas,
administrativas, judiciales u otras igualmente efectivas para prevenir
el ejercicio de la tortura en cualquier territorio bajo su
jurisdicción”.
No importa si se está librando una guerra o si hay descontento
interno. La Convención es explícita: “No podrá invocarse ninguna
circunstancia excepcional para justificar el empleo de la tortura, sea
un estado de guerra, una amenaza bélica, una inestabilidad política
interna o cualquier otra emergencia pública”.
Siempre que se utilice la tortura habrá una violación de ese tratado;
eso la convierte en un crimen. Cuando es ejercida contra prisioneros de
guerra, también se violan las Convenciones de Ginebra de 1949, por lo
tanto se comete un crimen de guerra. No hay excepciones.
Sin embargo, cuando Obama reconoció que “torturábamos a algunas
personas”, reclamaba una excepción para la tortura estadounidense. Nos
advirtió contra la posibilidad de reaccionar exageradamente. “Es
importante que no seamos mojigatos respecto del duro trabajo que esos
muchachos han hecho en el pasado”, dijo refiriéndose a los equipos de
torturadores de la CIA. Obama invocó el miedo de Estados Unidos –del
mismo tipo del que estamos viendo una vez más después de lo de San
Bernardino– como una circunstancia atenuante y nos recordó lo asustados
que estábamos todos –incluso los agentes de la CIA– en los días
posteriores al 11-S.
Da la casualidad, más allá de lo que puedan creer el ex profesor
constitucionalista de la Casa Blanca o el constructor de hoteles Donald
Trump, que la tortura continúa estando fuera de la ley. El hecho de que
la población esté asustada por los posibles terroristas no cambia las
cosas. Después de todo, es debido en parte a que la gente hace cosas
terribles cuando está asustada que aprobamos leyes, de modo que –cuando
el miedo nos nubla la mente– podamos recordar lo que decidimos que era
lo correcto cuando los tiempos eran menos aterradores. Es por eso que la
Convención Contra la Tortura dice “No podrá invocarse ninguna
circunstancia excepcional” para excusar semejantes actos.
Pero la Convención de Naciones Unidas es solo un tratado, ¿no es cierto? No es realmente una
ley.
De hecho, cuando Estados Unidos ratifica un tratado pasa a integrar el
cuerpo legal estadounidense, según dispone el Artículo VI de nuestra
Constitución, que declara que la Constitución en sí misma y “… todos los
tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de Estados
Unidos, serán la suprema ley del país; los jueces de cada Estado estarán
obligados a observarlos, a pesar de cualquier cosa en contrario que se
exprese en la propia Constitución o las leyes de cualquier Estado”.
Por lo tanto, aunque de verdad funcione la tortura, continuará siendo ilegal.
Los crímenes de guerra para el año que comienza
¿Qué hay de las otras propuestas que hemos escuchado de boca de los
candidatos republicanos? Algunas de ellas son ciertamente crímenes de
guerra. “Bombardeo de saturación” (
carpet bombing, en inglés) es
una metáfora que describe una auténtica pesadilla producida por el poder
aéreo (como muchos vietnamitas, laosianos y camboyanos la vivieron en
nuestras guerras en Indochina
2), implica la saturación de
toda una zona con la cantidad suficiente de bombas como para que no
quede nada en pie sin tener en cuenta la vida de quienes puedan estar
allí. Es ilegal en el contexto de las leyes de la guerra porque no
distingue entre civiles y combatientes.
Dado que el bombardeo aéreo no había sido inventado cuando en 1907 se
firmaron las Convenciones de La Haya, el bombardeo de saturación no se
menciona específicamente en la lista de “medios de hacer daño al
enemigo, asedios y bombardeos” prohibidos. No obstante, en el meollo de
las Convenciones de La Haya, como también en las leyes y costumbres de
la guerra, está presente la crucial distinción entre combatientes y
civiles. La destrucción total de una zona poblada con el fin de eliminar
a un puñado de militares viola el antiguo e internacionalmente
reconocido principio de proporcionalidad.
En otra vergonzosa excepción, Estados Unidos nunca ha ratificado el
párrafo agregado, en 1977, a las Convenciones de Ginebra que pone
específicamente fuera de la ley el bombardeo de saturación. El Protocolo
Adicional 1 se refiere concretamente a la protección de los civiles
durante las acciones bélicas. Excepto los aliados de Estados Unidos como
Turquía e Israel, 174 países han ratificado el Protocolo 1, que
convierte explícitamente el bombardeo de saturación en un crimen de
guerra.
Si Estados Unidos no ha ratificado el Protocolo 1, ¿significa eso que
tiene la libertad de violar sus disposiciones? No necesariamente.
Cuando la gran mayoría de los países asumen este acuerdo lo convierten
en una “ley internacional de usos”, es decir, un conjunto de principios
que tienen fuerza de ley, aunque no estén escritos ni ratificados. La
Comisión Internacional de la Cruz Roja lleva una lista de esas reglas de
uso. Una parte de ellas establece explícitamente que los “ataques
indiscriminados”, entre ellos el “bombardeo de zona”, son ciertamente
ilegales en el contexto del derecho consuetudinario.
La promesa del senador Cruz de averiguar si la arena resplandece en
la oscuridad, presumiblemente mediante el empleo de armas nucleares,
violaría las prohibiciones de la Convención de La Haya de 1907 sobre la
utilización de “armas venenosas o con venenos” y sobre el uso de “armas,
proyectiles diseñados para que produzcan sufrimiento innecesario”.
Importa tanto que Estados Unidos no haya ratificado esta convención de
hace más de un siglo como que la Constitución tiene más de 200 años de
edad. Ante la sugerencia de Jeb Bush de que quitaremos los abogados
“encaramados en la espalda de los guerreros”, ambas siguen siendo la ley
de la tierra.
El que parezca no tener fuerza de ley en Estados Unidos que la
descripción de un posible futuro de crímenes de guerra pueda enardecer a
multitudes frenéticas en esta temporada política representa un notable
fracaso de la voluntad política, particularmente de la disposición de la
administración Obama de llamar como tal al crimen y actuar en
consecuencia. En el ámbito mundial, es más un fracaso del poder que de
la ley. Obviamente, procesar por crímenes de guerra a un ex autócrata
africano o a un líder serbio es muy diferente y de una proporción
inmensamente menor que llevar a los tribunales a altos funcionarios de
la única superpotencia del planeta. Esto se ha hecho mucho más difícil
porque, durante el gobierno de George W. Bush, Estados Unidos informó al
mundo de que nunca ratificaría los acuerdos para crear el Tribunal
Penal Internacional.
A la luz de San Bernardino
Human Rights Watch publicó su informe el pasado 1 de diciembre. Al
día siguiente, el matrimonio formado por Syed Rizwan Farook y Tashfeen
Malik atacó una fiesta en el Departamento de Salud Pública de San
Bernardino (California) donde Farook trabajaba. Él y ella asesinaron a
14 personas antes de ser abatidos por la policía. Fue un crimen
horrible; aparentemente –al menos en parte–, ambos habían sido motivados
por el Estado Islámico presente en las redes sociales (aunque de
ninguna manera recibieran órdenes del EI). Como es lógico, el informe de
HRW desapareció de la vista del público como una piedra caída en un
estanque. El informe incluye recomendaciones clave: que se designe un
fiscal especial para investigar y llevar a juicio a los responsables de
las prácticas de tortura en la CIA y que las víctimas de las torturas
estadounidenses tengan garantías de resarcimiento judicial en tribunales
de Estados Unidos, algo que en ambos casos fue rechazado ferozmente
tanto por la administración Bush como por la de Obama, pese a que se
trata de una exigencia clave de la Convención Contra la Tortura de
Naciones Unidas.
Finalmente el año terminó y la maquinaria del miedo empezó a
funcionar otra vez. Y, por parte de quienes aspiran a guiarnos, los
estadounidenses recibieron el recordatorio de que ningún precio es
demasiado alto cuando se trata de pagar nuestra seguridad… en la medida
que sean otros quienes paguen. Para 2016 se espera más de lo mismo.
Sin embargo es precisamente ahora, cuando estamos más asustados, el
momento en que nuestros líderes –de hoy y del futuro– no deberían
alimentar nuestros miedos. En lugar de eso, deberían recordarnos que hay
algo más valioso –y más fácil de conseguir– que la seguridad perfecta.
Deberían alentarnos a no tratar de logra una cobarde exención de las
leyes de la guerra, sino a ser valientes y atenernos a ellas. Por lo
tanto, éste es el reto: ¿seremos esta vez capaces de tener el valor de
resistir a la maquinaria del miedo? ¿Tendremos la voluntad de llevar a
juicio los crímenes de guerra del pasado y prevenir aquellos que
nuestros candidatos proponen a viva voz? ¿O permitiremos que nuestro
país siga siendo eso en lo que se ha convertido: una terrible y
aterradora excepción en el cumplimiento de la ley internacional?
1. Método de tortura que consiste en meter la cabeza del prisionero
en un barreño lleno de agua (en el menos cruel de los casos) y
mantenerla ahí por la fuerza hasta que el torturado esté a punto de
ahogarse. Hay una variante llamada “submarino seco”, en la que se cubre
completamente la cabeza del prisionero con una bolsa de plástico
hermética y no se le quita hasta que esté a punto de asfixiarse. (
N. del T.)
2. Pero también otras poblaciones. Son tristemente célebres los
bombardeos de saturación sufridos por Rotterdam, en 1940, Dresde y
Tokio, en 1945. (
N. del T.)
Rebecca Gordon , colaboradora habitual de TomDispatch, es
profesora en el Departamento de Filosofía de la Universidad de San
Francisco. Es la autora de
Mainsteream Torture: Ethical Approaches in the Post-9/11 United States y del libro de próxima aparición
American Nuremberg: The U.S. Officials Who Should Stand Trial for Post-9/11 War Crimes.
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García