Usted cree que España no es un país esclavista, ni la UE una comunidad esclavista.
Usted cree que hace años que se abolió la esclavitud, al menos en los países “occidentales desarrollados”.
A usted, cuando se habla de esclavitud, se
le ponen los pelos de punta y recuerda películas donde hombres y
mujeres generalmente negros son obligados a trabajar por nada, maltratados, y muchos enferman y mueren.
Usted sabe que, si nos enteráramos de que
en cualquier campo español un empresario tiene un grupo de esclavos
trabajando en sus tierras o en su fábrica, un grupo de trabajadores
encerrados, drogados, golpeados, tratados como animales, o sea, lo que
llamamos esclavos, el país entero se levantaría, el Ministerio del
Interior mandaría a los cuerpos de seguridad y muy posiblemente nos
agolparíamos a las puertas de esa hacienda o industria con pancartas.
Usted cree que la esclavitud es cosa de tiempos pasados, tiempos bárbaros. Y se equivoca.
En España, en esta España en la que usted
cree que no hay esclavitud, conviven con la población entre 30.000 y
40.000 esclavas. Sexuales. Hay más, hay esclavas que no vienen para
llenar prostíbulos, son las menos. Pero sucede que las mujeres importan
tan poco que ni como esclavas las consideramos. Las cifras son de los investigadores de la Universidad Pontificia de Comillas,
institución nada sospechosa de radical o feminista a ultranza. Más
exactamente, del año pasado. Y los mismos investigadores admitían ya
entonces que esas cifras se quedaban cortas, porque “la prostitución se
está trasladando a los pisos, especialmente cuando se trata de víctimas
de redes de trata y seguro cuando son menores de edad”. Las esclavas
sexuales son mujeres y también son niñas.
Pero a lo nuestro.
Lo nuestro es que creemos que España es
un país donde no existe la esclavitud, seguramente por esa bonita idea
de que no hay campos de algodón. O por otra más fea, porque esclavizar a
mujeres y niñas para que un hombre las use sexualmente, las violente y
las maltrate no está considerado exactamente “esclavitud”. Está
considerado club de carretera, club de alterne, club de copas, vámonos
de fiesta el sábado o vamos a pillar un par de gramos ahí donde las
putas para acabar la noche.
Donde usted vive, pongamos en Madrid, que
es desde donde escribo esto, hay cientos de prostíbulos. Si usted sale
de la ciudad, hacia Zaragoza, hacia Burgos, hacia Valencia, La Coruña o
Extremadura, hacia donde sea, usted ha visto los “clubes” a uno y otro
lado de la autovía. A usted nunca se le ha ocurrido pararse a
preguntar si allí tienen encerradas a esclavas sexuales, pese a que
usted sabe que están llenos de prostitutas, y que un enorme porcentaje de las prostitutas de España son esclavas, mujeres traídas por redes de trata.
Como esos “clubes” de carretera, que son
cientos, miles, que están también en La Castellana de Madrid y La
Diagonal de Barcelona, que están en su barrio y por delante de los que
pasa habitualmente, como esos “clubes” permanecen, como nadie los
cierra, como no vemos que el Ministerio del Interior intervenga, debemos
pensar que están llenos de mujeres que trabajan su jornada laboral, que
tienen sus papeles en regla. Como no vemos que el Ministerio de Trabajo
ni el Ministerio de Hacienda intervengan, deberíamos pensar también que
su contrato es legal y que están al corriente de sus pagos con Hacienda
y la Seguridad Social.
Y después de conocer las miles y miles de
esclavas que conviven con nosotras en nuestras ciudades, atadas,
violadas, drogadas, cosidas cuando las revientan, golpeadas, después de
que nos informen, deberíamos hacernos una pregunta honesta y urgente:
¿qué vamos a hacer con la esclavitud?
El Ministerio de Sanidad, Servicios
Sociales e Igualdad informó en 2016 que la trata mueve en España
alrededor de 3.000 millones de euros al año. No hace falta añadir signos
de admiración a esa cifra. Si acaso, lágrimas. O sea, más de 8 millones
de euros cada día. Quizás ahí está una de las razones.
Usted pasa a menudo por los lugares donde
están esclavizadas esas mujeres y esas niñas. A no ser que seamos
esclavistas, en fin, que queramos seguir siéndolo, a alguna de esas
puertas habría que llamar, ¿no?