Argentina ¿Cómo conseguir 50 mil pesos en un mes? Petróleo y armas: autopsia de una ciudad liberada.
18/12/2015 1:36:30 p.m.
POR GUSTAVO FIGUEROA /Resumen Latinoamericano /Periferia/ diciembre 2015.-
“… ¿cómo me llegó un arma y no me llegó otra cosa? ¿Por qué hasta los 16 años
no apareció nada, ni nadie; ni ninguna actividad de ningún tipo…? (…)
Una actividad cultural, artística, deportiva, científica, médica,
psicológica; de radio, de televisión…Nada. Ni el fútbol…. ¡Y son 16
años! -que fue cuando caí preso-. En cambio me cayeron armas. ..”
Control remoto.
- El hijo de Daniel llegó a la “polle” con un auto nuevo. Se bajó, presiono un control remoto y el auto se estaciono solo…
- ¿Tiene un Bora? ¿Pero cuántos años tiene ese pibe?
- ¡Es más chico que yo! Debe tener 20.
- ¿20 años? ¿Y qué hace?
- Entró en una petrolera hace un par de meses. Gana 25 mil pesos por quincena.
La división: paredones imaginarios.
La
calle Inspector Daniel Gatica es una calle principal que divide y
atraviesa toda la ciudad de Neuquén. También es conocida por conducir,
en los meses de verano, a los jóvenes y a las familias de los barrios
populares de la ciudad, al
Río Limay. Este río como la
calle conforman una combinación binaria simbólica. Cuando alguien
menciona sus nombres, tácitamente está refiriéndose a lugares
marginales, a personas
“perdidas”; a prácticas culturales
“oscuras”:
“Nadie sabe lo que hacen ahí”. “Son todos vagos y delincuentes”. “Es un negrerío ese lugar”, arremeten los mayores
. “Entra si querés, salí si podés”. “Tenés que entrar con una puñalada de ventaja”, agregan jocosamente los más jóvenes.
Esta calle conduce a los
“cabezas” de la ciudad al río: pibes de
“gorrita”
que caminan con el torso desnudo, portando zapatillas Topper y moviendo
sus remeras de un lado a otro del cuerpo, como si intentarán espantar
la muerte de sus espaldas. Todos los días emprenden una lenta
peregrinación desde el oeste de la ciudad hacia el sur. Portan botellas
de plástico cortadas a la mitad, repletas de vino con jugo de naranja y
hielo. Y un sol abrazador de 40 grados que les impacta sobre el cuerpo
provocando que el paso sea torpe y lento. Uno puede ver desde lejos su
piel blancuzca, deshidratada y vulnerable. Oír sus risas desenfrenadas.
Palpitar su electricidad inquieta y desbordante.
Del otro lado, pero a la misma altura, y sobre el mismo río, como parte de un mismo brazo, nace el balneario
Río Grande. Sobre una avenida -la Avenida Argentina- de doble mano se pasean los
“chetos” en
autos importados. Dan vueltas por la arteria principal de la ciudad en
motos de alta cilindrada. Se retan picadas. Se muestran soberbios con
ropa Lacoste, Rusty, Levi y Merrell. Caminan despreocupados. Compran
cervezas artesanales. Trasladan reposeras, heladeras portátiles y
mascotas recién bañadas.
De ese lado de la ciudad reinan los club
privados, las casas con tejas y patios de césped; los chalet con
piscina y quinchos con asador.
En cambio, a ambos lados de la calle Gatica se emplazan los barrios Don Bosco II, III y los
“Polvorines” -un
reciente asentamiento de personas provenientes de diferentes puntos de
la ciudad y del país- con sus calles de tierra y sus casas grises, mal
revocadas; pasadas a humedad.
“Don Bosco” y
“Polvorines” conforman una dualidad bélica – católica simbólica con huellas de pistolas y ceremonias de venganza.
Dentro
de las calles linderas a Inspector Gatica existe un escenario virulento
de disputas, venganzas y traiciones. En su extensión, como en la de
otros barrios estratégicos de la ciudad, se ilustra una explícita y
magnífica obra residual -propia de las políticas económicas exclusivas
que, como una gotera incesante, han logrado erosionar el cuerpo de los
más jóvenes; de los pibes y adolescentes de la ciudad-.
Mientras
un sector social se autodestruye fundido en traiciones, sangre y pólvora
de armas cortas otro sector se sumerge en las dádivas del petróleo
exquisito y selecto. Nada más precipitado que los extremos más
incongruentes. En el valle neuquino, como en una gran olla se cuece la
desigualdad, la asimetría y el desequilibrio social con elementos
persuasivos tan invisibles y coercitivos para la percepción humana como
la misma contaminación que se camufla en las aguas de los brazos
hídricos de la región, que contiene enfrentados, como víctimas de un
mismo verdugo, a
“chetos” y
“cabezas”.
24 de diciembre 2014. 12: 50 hs. La intersección.
Los
meses de diciembre en Neuquén son calurosos y secos. El asfalto
comienza a brillar y luego de las dos de la tarde los paseantes
prefieren refugiarse cerca de ventiladores y aires acondicionados. Yo me
preparaba para cumplir con esa consigna. Caminaba a dos cuadras de mi
casa por calle Gatica. Desde el punto que transitaba, a dos cuadras, vi
dos camionetas de policías y un tumulto de personas. Cuando me acerque
un poco más reconocí la parte de adelante de una ambulancia. Peatones,
vecinos y ciclistas se detenía a ver qué era lo que ocurría entre las
camionetas, sobre el césped de una avenida de doble mano. Decidí
acercarme a la esquina más próxima. Se trataba de la intersección de las
calles Gatica y Avenida Houssay. Sólo me separaba de los protagonistas
una calle. Ahí, entre el movimiento de los policías y los enfermeros
yacía un cuerpo derrumbado convaleciente. Los enfermeros movían los
brazos de un lado para otro. La persona parecía no inmutarse. No vi
sangre, ni signos de violencia aparentes en las piernas o los brazos de
la persona. Sabía que era un joven. Supuse que había sido víctima del
alcohol y el exceso. Y que los festejos de nochebuena habían comenzado
impacientes unas cuantas horas antes. Una deducción apresurada, claro.
Al otro día los medios locales informaron con certeza y frialdad el
verdadero parte médico.
“Otro homicidio, ahora en el barrio Don Bosco”.
La disputa y la “justicia económica”.
Según
las pericias médicas a Matías Beltrán le ingresó una bala en el
abdomen, proveniente de un revólver 9 milímetros. Beltrán no tenía otros
signos de violencia. Una bala en el estómago había bastado para
quitarle la vida en un par de horas.
Cuando yo lo vi aún estaba
con vida, inconsciente, pero con vida. 12: 30 Beltrán fue sorprendido
con una balacera. Según el parte médico murió al llegar al hospital
Castro Rendón -ubicado a unas cuarenta cuadras de donde fue hallado- a
causa de un shock hipovolémico.
Las especulaciones sobre el caso,
por parte de los periodistas ilustrados de la región, no se hicieron
esperar. A las pocas horas de su muerte los medios más leídos de la
ciudad habían inventado a una mujer como la responsable del desenlace. Y
sumaron un ingrediente, siempre efectivo para estos casos:
“muerte en una disputa entre bandas por una mujer”. Un título imbatible y alentador para el público atento:
“¡Viste, siempre está metida una pendeja!” “¡Pendejas putas!” “Drama de polleras”. “¡Que se maten todos! ¡Negros de mierda!”. Los
receptores de los mensajes de los periodistas terminaron de cerrar el
círculo sensacionalista: la razón de por qué Beltrán terminó muerto se
aloja directamente en las prácticas sexuales de una chica y en la
condición morena de sus protagonistas. Para esta clase de medios -con
sus respectivos lectores- sexo y negros es comparable con una guerra
insufrible. Nunca cabe, dentro de los análisis de estos periodistas y
líderes de opinión, la pregunta de César González: ¿por qué llegó
primero un arma y no un libro? ¿Por qué era esperable que Beltrán, como
otros jóvenes de la misma edad y en la misma
“franja” de
peligro, terminará en una escena trágica? ¿Tiene qué ver realmente con
su color de piel? ¿Con su forma de hablar? ¿U opera un extraña
“justicia económica” cerca de su voluntad?
Los millones de Cristian.
Cristian sueña ser millonario. Le gusta tomar fernet y pasear a su chica en auto por la calle
“cheta”
de la ciudad. No fuma porro, ni se droga. Está siempre vestido de
manera prolija. Usa pantalones ajustados y buzos con capucha de colores.
“Hay que vivir bacan amigo”, lo confirma. Cristian es generoso y servicial. Siempre está atento a acompañar a cualquier amigo.
“No te deja tirado nunca, el Cristian”,
avisan orgullosos amigos y familiares. Pero a veces liga. Le caen de
arriba golpes que nunca pidió. Un día lo encararon un par. El más alto
le pegó un culatazo en el ojo. Casi lo pierde. El loco le rompió la tela
ocular.
“Casi no veo de ese ojo”, se queja resignado Cristian. El médico le diagnóstico una visión de 0,7 para su ojo izquierdo.
“Menos diez de ojo”, le contestó él.
“La bronca era con otros, pero ligue yo”, culmina irónico.
Cristian conocía a Matías Beltrán.
“Con el ‘chirola’ nos criamos juntos”, relata mientras se prende un cigarrillo cerca de mí, abajo de un rancho de chapas. “
Yo me enteré al otro día que lo habían matado. La noche anterior que le dispararon lo había visto por el barrio”, recuerda con precisión y asombro.
“El pibe la hizo mal. Le disparó al estómago con una bala con punta hueca. Le entró por el estómago y le dio vueltas dentro”, me ilustra con la mano, haciendo girar el dedo índice en el aire, como si fuera un médico forense.
“Lo rompió todo”.
Nadie
en el barrio Don Bosco parece conocer al pibe que mató a Beltrán. Nadie
sabe si había o no una chica en medio de la disputa. Si el pibe era o
no del barrio. Y si realmente existía un hermano igual a él. Pero lo
que sí es certero es la bala con punta hueca que ingresó al estómago de
Beltrán. Lo que sí es seguro es que el
“chirola” no pertenecía a
ninguna banda, como algunos redactores locales con poco profesionalismo
periodismo se apuraron a sentenciar desde sus asientos roñosos.
Ni en los códigos del barrio existe una razón justificable para hacer callar a pibes como el
“chirola”; de esa forma, tan expeditivamente, sin mediar palabra.
“El chirola tenía problemas. No hablaba bien. Yo lo conocía de chico”, me confirma Cristian.
“Era atrevido, pero andaba más solo que acompañado.”
Sin
duda Guillermo Morales se equivocó. ¡Y lo va a pagar caro! Con 27 años
ya se cargó a otro pibe como él y le espera una condena ejemplar de diez
años con ocho meses; en primer lugar por ser pobre y en segunda
instancia por venir del barrio pobre.
No alcanza con ser pobre en
el presente. También existe la pesada herencia, que inmoviliza, detiene
y acongoja en una especie de vómito social en el cual cualquier fulano
tiene permitido escupir.
El hermano de Beltrán.
El hermano de Beltrán vende, durante los meses de verano, churros y bolas de fraile en el
Río Grande. ¡Le vende manteca a los
“chetos”!
Mantiene un cierto parecido con su hermano. En realidad, son casi
iguales. Flacos, altos, de piel blanca. Y cachetes colorados. Quién ve
sus fotos nota el pronunciado estrabismo de ambos. Alguien los podría
haber confundido. Pero él, el vendedor de churros, siempre anda vestido
como un vendedor de churros: con un guardapolvo blanco con manchas de
dulce de leche en las mangas y unas bolsas de plásticos transparentes
saliendo de la cintura. Es inconfundible. Quizás ese traje improvisado
lo haya salvado alguna vez de una posible confusión, trágica e
incorregible. Lo cierto es que ahí está. Incluso en los meses de otoño e
invierno encuentra un lugar para apoyar su mesa de madera portátil,
junto a sus dulces aceitosos.
“El churrero se las banca todas”, claman
los cercanos, como si se estuviera refiriendo a un mártir bíblico. Es
que el invierno patagónico es duro. Si bien el centro de Neuquén está
concentrado dentro de un valle, el fresco de las mañanas invernales
congela las manos y la cara. Llega a acariciar los huesos. Irrita el
sistema nervioso. Pero el churrero está ahí siempre. De temprano. Se
detiene en esquinas estratégicas del centro de la ciudad. No se va hasta
que no haya vaciado las bandejas negras que pasea por toda la ciudad.
No se va hasta que sólo quede sobre las bandejas los restos de azúcar de
sus panes dulces. “
Chupar frío y resistir”, ese es su lema.
Casi no habla. Menciona precios y cantidades. Es constante y severo. La
muerte de su hermano pareciera haberle pasado por un costado. Pero
claro, su trabajo y contexto le ha enseñado a no sentir, a no quejarse. A
no mostrar sus emociones. “
Vos cállate y vende” pareciera decirle todos los días una extraña justicia. El churrero trabaja para otro, claro. Él tan sólo tiene 25 años.
El factótum de Andrés.
Andrés
como Henry Chinasky -el alter ego de Charles Bucowsky en factótum-
transita la brutalidad de los trabajos torpes y sin sentido: picador de
hielo, apilador de maderas, ayudante de albañil -de esos que sólo
alcanzan herramientas-. Vive la incómoda miseria de la
irrepresentabilidad; de eso que no puede ser actuado. De aquello que no
existe. Lo que no tiene nombre. Andrés vive el anonimato más marginal y
funesto. Transita lacónico el tiempo.
Andrés era amigo también del
“chirola”. Aparecen juntos en varias fotos de facebook.
“Ranchaban”,
por las tardes, en esquinas y plazas. Veían el tiempo morir sobre sus
caras, mientras conducían motos 150. Intercambiaban, saludos y frases,
en la misma plazoleta donde apareció Beltrán con un disparo en el
abdomen.
“Al chirola le gustaba andar en la calle. Pasaba siempre por acá”. Los
ojos de Andrés se llenan de lágrimas, por su amigo, pero también porque
sabe que le podría haber pasado a él. Siempre hay un arma ardiendo por
ser usada en el barrio. Porque en definitiva la muerte está tan cerca
que desenfoca. Se torna, de tan cerca, imposible reconocerla. Pero uno
sale afuera y está ahí. Siguiéndole los pasos, como se los seguía al
“chirola”; de cerca, casi inaudibles.
Andrés
intenta abrirse paso, en una moto scooter de 100 cilindradas, por la
ínfima y miserable rendija de realidad que la sociedad ha dejado para
él. Lleva siempre unos anteojos de colores y una gorra gastada de tanto
uso. Su cuerpo diminuto resiste el peso pesado que le impone el desgaste
del tiempo, la rutina avara de las jornadas de trabajo infeliz, la
osadía de la voluntad juvenil. Los escasos alimentos intelectuales que
recorren su infancia cautiva. El sofocante clima de claustro que limita
hasta concluir en una pereza depresiva.
“Andresito”, como le
dicen en el barrio, resiste. El pibe de oro, el de la sonrisa eterna.
Ese pibe querido por el barrio, se pasea todos los días sobre una
cuerda, haciendo equilibrio sobre la fatalidad y la
“erosión” social. La inminente caída social le mete presión, lo empuja cada vez que se descuida. ¡Dale, cáete! ¿Quién lo salvará a
“Andresito”?
¿Saldrá ileso? ¿O algo o alguien le acercarán un revolver viejo y
cargado con balas huecas para que su mundo, finalmente se convierta en
una ruleta rusa? Matar o dejar que te maten.
“Andresito” nunca
haría algo así. Todos en el barrio lo sabemos. Pero a veces tanto tirar
de la cuerda; tanto meter presión. Tanto anonimato y exclusión…que hasta
el más duro se ablanda; hasta el más sincero se corrompe.
La extraña justicia que gana terreno sigilosamente eliminando jóvenes y adolescentes.
Un
día Milton no aguanto más y se pegó un tiro. Jugaba al básquet conmigo.
Crecimos juntos o más bien cerca. No éramos tan amigos. Pero cada tanto
nos cruzábamos. Milton era como Andrés. Tenía la misma sonrisa. Aunque
tímida, y como escondida. Milton no hablaba mucho. Y no le gustaba que
lo molesten. No se metían con nadie. Quería mucho a su madre, que hacía
de todo para ayudarlo a él y a sus cinco hermanos. Un día Milton se fue y
no lo pudimos creer. Era un pibe bueno hasta el cansancio. Pero alguien
o algo le acercó un arma -como asegura César González que se la
acercaron a el-.
Quizás sea más fácil así: dejar a los pibes
abandonados, postergados, inválidos socialmente hasta cuando ya no
aguanten más y ahí si el arma, la bala, la cárcel. El encierro, la
muerte. La renuncia. El claustro. La represión. La condena. El dolor. El
homicidio. La sangre. Y las penas de las madres que lloran muertas en
vida.
Por esos días también se fue un amigo de Milton: Gastón.
Apareció ahorcado en la ribera del Limay. Y, más reciente, los pibes
esos que terminaron con la vida de Galar porque tenía cara de
“pancho”
(inocente). También están los amigos que se desconocieron y se
terminaron apuñalando dos días después que Morales le disparara a
Beltrán: 23 puñaladas le esparció a su amigo. Ahí nomas a una diez
cuadras de donde encontraron al
“chirola”. Y Daniel Chandía que
acuchilló a su hermano en una reunión familiar -a solo dos cuadras,
también, de donde recibió el disparo Beltrán-.
¡Se hace tan carne
que los pibes que uno vio crecer -con los que uno creció- se esfumen en
el aire tempranamente! ¡Se hace tan carne verlos representar escenas de
riesgo! Pateando la miseria, esquivando el abandono y la ausencia. Se
hace tan carne ver como los pibes se entrenan para servir a su muerte
temprana que uno no se da ni cuenta que, finalmente, la muerte siempre
estuvo respirando cerca, escupiendo sus resinas de pólvora casi sobre
las zapatillas. Uno se va moviendo sobre perdigones y miseria. Trata de
alzar la vista y concentrarse. Pero cerca caen cuerpos. Cuerpos jóvenes.
De pibes conocidos. Y no estoy hablando de una guerra o una dictadura.
Estoy hablando de procesos lentos, casi imperceptibles. De una extraña
“justicia económica”
que se encarga de eliminar las vidas que transitan las fronteras, las
periferias más recluidas de la sociedad; una extraña, aunque aceitada
justicia que como el agua del río Limay va, cada año, comiendo más
ribera. Así se llevan a los pibes de mi barrio, y de otros aún más
recluidos, casi como ganando terreno.
La ciudad del progreso y
del oro negro se mueve vertiginosamente. Es una balanza asimétrica e
insostenible. Mientras jóvenes de todas las clases sociales acceden a
autos importados, terrenos y propiedades lujosas algo o alguien se
encarga de acercarles a los otros pibes -a los que no se esforzaron, a
los que no rinden; a los que no entran dentro de los cupos del progreso-
armas,
“puntas”,
“revoleos”, “cometas”, “agites”. “Secuencias”, “viajes”, “brillos”. “Movidas”.
¿Neoliberalismo?
¿Políticas de exclusión? ¿Neoconservadurismo? ¿Políticas represivas y
reaccionarias? Conceptos y palabras que se diluyen en el agua turbia
como la misma sangre que corre sobre el Río Limay; como todos los
tóxicos que arroja la producción extractivista de la provincia
progresista y que circulan furtivos y rasantes por los órganos vitales
de
“chetos” y
“cabezas”; de aliados y víctimas.
La ciudad binaria: petróleo y armas o como conseguir 30 mil pesos en un mes.
Siempre
me he movilizado caminando. La misma ciudad te lo permite. Neuquén no
es muy grande. Hay de todo. Pero no es muy grande. El centro abarca de
ancho unas quince cuadras. Desde Intendente Mango a Entre Ríos. Y otras
quince de largo, desde la orilla del
Río Grande hasta la Plaza de las Banderas -el mirador de la ciudad-.
Deambulo
con mi cámara y observó el lento movimiento de los edificios. Son
pocos. Pero hay más que hace cinco años. Los nuevos son lujosos. Son
como barrios privados extendidos de forma vertical. Dentro viven
personas mayores, profesionales y burgueses. En sí, casi toda la ciudad
tiene una vista de casas bajas. De uno o dos pisos. No más. También
transito barrios humildes, de calles de tierra. Y lo que encuentro no es
nada original: por un lado, barrios periféricos -densos, aislados y
empobrecidos- y por otro, un sector -minoritario- modernos, ostentosos y
centrales.
Mientras las edificaciones suntuosas aumentan, las
fuerzas de seguridad desaparecen y los índices de delito -protagonizado
por adolescentes y jóvenes- se precipitan dramáticamente.
Según los diarios locales
“La Mañana del Sur” y
“Diario Río Negro”
hubo 52 y 49 homicidios (respectivamente) en toda la provincia durante
2013. El Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación informó
que la provincia de Neuquén sufrió un considerable y abrupto aumento de
su población penal desde el año 2006 -con 13 ingresos- hasta el 2014
-año en el cual ingresaron 83 nuevos reclusos- alcanzando un total de
340 pesos para fin de ese año -el mismo año en que asesinaron a
Beltrán-. El Ministerio también informó que de los 340 reclusos, 145
habían cometidos homicidios dolosos, mientras que 63 había sido
condenados por robo/ o tentativa de robo, representando, de esta manera,
más del 60 por ciento de la población total de la provincia.
¿Cuál
es el deseo -y eje central- en común del ciudadano neuquino? ¿Armas?
¿Comercio ilegal? ¿Juego? ¿Drogas? ¿Prostitución? ¿Cuáles es el punto
donde se conectan todas estas actividades? ¿Por qué?
El petróleo
es la actividad por excelencia de la región. Perece, en la actualidad,
la producción de pera y manzana al lado de este gigante negro. Agoniza
sobre la ruta 22. Deja caer sus frutos sobre el asfalto, para pudrirse
intactos.
Como en la droga, los líderes mayores intentan acaparar
el mercado eliminando la competencia. Y con ello se elimina el
trabajador humilde -aunque denigrado- para sustituirlo por empleados
ostentosos, demandantes y consumistas.
¿Y qué consumen estos
empleados? ¿O qué es lo que el mercado coloca a su disposición? Armas,
comercio ilegal, juegos, drogas y prostitución. ¿Qué pueden comprar
estos empleados? El propio mercado. Ellos lo retroalimentan. Lo imponen
por demanda y financiación. Hace de la ilegalidad un producto cultural.
Ellos, como el resto de los jóvenes, pueden encontrar con facilidad
grandes dosis de cocaína, un creciente mercado automotor. Innumerables
casinos y recintos prostibularios. Pueden encontrar una ciudad,
dispuesta a servir y asistirlos como príncipes. ¿Pero qué ocurre cuando
un joven de un barrio popular no alcanza el nivel de vida que exige este
tipo de entretenimientos y consumos?
¿De qué manera un joven de un barrio popular puede acceder a una vida de 50 mil pesos mensuales?
El dolor del doliente.
Don
Bosco III es un barrio con calles de tierra, grandes patios enrejados y
pocos profesionales entre sus vecinos, pero con autos de alta gama
estacionados en las veredas. Este contraste escénico es consecuencia
directa de la
“meritocracia” y el esfuerzo individual reinante
dentro de la ciudad sureña. Se trata de una ecuación económica que se
encarga de reforzar el logro y progreso personal en detrimento -y por
encima- de la presencia y la interacción de la propia comunidad. ¿Pero
qué es lo que le puede llegar a ocurrir a un pibe de un barrio popular
cuando ve que muchos de los amigos con los que se ha criado descienden
de camionetas Hilux, Dodge Ram o F100 Duty -las preferidas de los
petroleros-? ¿Qué ocurre con su moral cuando ven a sus amigos o
conocidos pasear por la ciudad en un auto Volkswagen Sirocco, BMW o
Vento?
A Beltrán lo encontraron en una de las únicas calles
asfaltadas del barrio. Cuando lo vi estaba tirado boca arriba con dos
enfermeros que lo asistían y la ambulancia dispuesta a llevarlo a un
hospital. Había varios vecinos observando la escena. Pero
“chirola” no
mostró signos de vida, en ningún momento. ¿Convaleciente? ¿Desmayado?
Nunca me imaginé que estuviera muerto. No había sangre. No había
movimientos precipitados en las personas que lo asistían. Los testigos
no mostraban gesto de pánico, ni de horror – considerando que era un
joven de 27 años-. Había un gesto de naturalización en los espectadores.
Como si fuera un caso más. ¡Claro que era un caso! Pero un caso más de
pibes que mueren inmolados por la presión del aislamiento, la
postergación, la exclusión y el abandono.
Hacía calor.
“Chirola”
vestía zapatillas deportivas, un short y una camisa a rayas. Guillermo
Isaac Morales de 27 años lo siguió mientras caminaba por avenida
Houssay. Y sin mediar palabra le efectuó varios disparos al cuerpo. Una
de las balas ingresó en el estómago, ultimando a Beltrán. ¿Una deuda
pendiente? ¿Una traición amorosa? ¿Celos? ¿Orgullo? ¿El impulso oscuro y
austero de alguien que desprecia la vida; de alguien que ha mamado
desprecio?
El dolor del doliente es el de que está continuamente
infringiendo dolor, autolacerandose o produciendo dolor a partir del
dolor que le ha causado otro. El doliente ha recibido dolor como
caricia. Su ternura radica en poder izar la laceración como doctrina.
“Yo te voy a arruinar a vos”, replican
“gallitos” y altivos. No se callan, ni bajan la guardia.
“De arriba no te la vas a llevar”, responden furiosos. Y se
“dan” sin miramiento, ni contemplación.
“No te vas a poder ni parar guacho”,
advierten eufóricos. Y continúan en la contienda verbal. No se cansan.
No aflojan. Van convencidos de que tienen que lastimar. Ahí radica la
adrenalina. No hay paracaídas, ni parapente. No hay Sky, ni tablas de
surf. La adrenalina se esconde en un vino en caja, arriba de una moto
250. En levantarse ocho llantas de autos en una noche. No hay plata para
otra cosa. Ni
“pinta”. Ni
“filo”. Ni
“cancha”. Tampoco financiación.
“Es la que hay, guacho”.
Son
pocos los ciudadanos que conocen el significado de la palabra Neuquén.
Desconocen que es una palabra en lengua mapuche (mapudungun). Y qué
significa correntoso. Lo desconocen un poco por pereza, pero en gran
medida porque el ciudadano promedio no quiere al ser mapuche, o le han
enseñado a no quererlo, o más precisamente se lo han negado. ¿Cómo
querer algo que no existe?
“Hay que despreciar al que aparenta no tener”. Y la misma lógica se podría aplicar sobre los inmigrantes; sobre los extranjeros
“que nos vienen a robar el trabajo”.
En definitiva, se podría aplicar sobre cualquier grupo o sector pobre
de la sociedad. Ahora bien, ¿qué sucede si a hace desprecio cotidiano e
infundado lo financiamos con un nivel de vida inalcanzable? ¿Qué tal si a
hace desprecio cotidiano le ofrecemos 50 mil pesos al mes? ¿Quién puede
despreciar semejante oferta? Poder y exclusividad. ¿Y qué sucede con
los que no pueden ocupar un puesto dentro de las dádivas
“legales” del progreso petrolero? ¿Pasarán a ocupar la franja oscura, marginal y violenta? ¿Se convertirán en los
“pasivos sociales” de una extraña
“justicia económica”? ¿Habrá que crear más y mejores cárceles?
Texto y fotografías: Gustavo Figueroa.
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