Resumen Latinoamericano / TeleSur / 28 de julio de 2017
La sociedad capitalista tiene como uno de sus rasgos principales la
opacidad. Si en los viejos modos de producción precapitalistas la
opresión y la explotación de los pueblos saltaba a la vista y adquiría
inclusive una expresión formal e institucional en jerarquías y
potestades, en el capitalismo prevalece la oscuridad y, con ella, el
desconcierto y la confusión.
Fue Marx quien con el descubrimiento de la plusvalía descorrió el
velo que ocultaba la explotación a la que eran sometidos los
trabajadores “libres”, emancipados del yugo medieval . Y fue él también
quien denunció el fetichismo de la mercancía en una sociedad en donde
todo se convierte en mercancía y por lo tanto todo se presenta
fantasmagóricamente ante los ojos de la población.
Lo anterior viene a cuento de la negación sobre el papel de la CIA en
la vida política de los países latinoamericanos, aunque no sólo en
ellos. Su permanente activismo es insoslayable y no puede pasar
desapercibido para una mirada mínimamente atenta.
Peso a ello al hablarse de la crisis en Venezuela –para tomar el
ejemplo que ahora nos preocupa- y las amenazas que se ciernen sobre ese
país hermano a la “Agencia” nunca se la nombra, salvo pocas y aisladas
excepciones. La confusión que con su opacidad y su fetichismo genera la
sociedad capitalista se cobra nuevas víctimas en el campo de la
izquierda. No debería sorprender que la derecha alentara ese
encubrimiento de la CIA.
La prensa hegemónica –en realidad, la prensa corrupta y canalla-
jamás la menciona. Es un tema tabú para estos impostores seriales. Ni a
ella, la CIA, ni a ninguna de las otras quince agencias que constituyen
en conjunto lo que en Estados Unidos amablemente se denomina “comunidad
de inteligencia”.
Eufemismos aparte, es un temible conglomerado de dieciséis pandillas
criminales financiadas con fondos del Congreso de Estados Unidos y cuya
misión es doble: recoger y analizar información y, sobre todo,
intervenir activamente en los diversos escenarios nacionales con un
rango de acción que va desde el manejo y la manipulación de la
información y el control de los medios de comunicación hasta la
captación de líderes sociales, funcionarios y políticos, la creación de
organizaciones de pantalla disimuladas como inocentes e insospechadas
ONG dedicadas a inobjetables causas humanitarias hasta el asesinato de
líderes sociales y políticos molestos y la infiltración en – y
destrucción de- toda clase de organizaciones populares. Varios
arrepentidos y asqueados ex agentes de la CIA han descrito todo lo
anterior en sumo detalle, con nombres y fechas, lo que me excusa de
abundar sobre el tema.
Que la derecha sea cómplice del encubrimiento del protagonismo de los
aparatos de inteligencia de Estados Unidos es comprensible. Son parte
del mismo bando y protege con un muro de silencio a sus compinches y
sicarios. Lo que es absolutamente incomprensible es que representantes
de algunos sectores de la izquierda –notablemente el trotksismo-, el
progresismo y cierta intelectualidad atrapada en los embriagantes
vapores del posmodernismo se inscriban en este negacionismo donde no
sólo la CIA desaparece del horizonte de visibilidad sino también el
imperialismo.
Estas dos palabras, CIA e imperialismo, ni por asomo irrumpen en los
numerosos textos escritos por personeros de aquellas corrientes acerca
del drama que hoy se desenvuelve en Venezuela y que, ante sus ojos,
parece tener como único responsable al gobierno bolivariano.
Quienes se inscriben en esa errónea – insanablemente errónea-
perspectiva de interpretación se olvidan también de la lucha de clases,
que brilla por su ausencia sobre todo en los análisis de supuestos
marxistas que no son otra cosa que “marxólogos”, esto es, cultos
doctores embriagados por las palabras, como a veces decía Trotsky, pero
que no comprenden la teoría ni mucho menos la metodología del análisis
marxista y por eso ante los ataques que sufre la revolución bolivariana
exhiben una gélida indiferencia que, en los hechos, se convierte en
complacencia con los reaccionarios planes del imperio.
Toda esta horrible confusión, estimulada como decíamos al comienzo
por la naturaleza misma de la sociedad capitalista, se disipa en cuanto
se recuerda el sinfín de intervenciones criminales que la CIA llevó a
cabo en América Latina (y en donde fuera necesario) para desestabilizar
procesos reformistas o revolucionarios.
Una somera enumeración a vuelo de pájaro, inevitablemente incompleta,
subrayaría el siniestro papel desempeñado por “la Agencia” en
Guatemala, en 1954, derrocando al gobierno de Jacobo Arbenz organizando
una invasión dirigida por un coronel mercenario, Carlos Castillo Armas,
quien luego de hacer lo que le fuera ordenado sería asesinado tres años
después en el Palacio Presidencial.
Sigamos: Haití, en 1959, sosteniendo al por entonces amenazado
régimen de François Duvallier y garantizando la perpetuidad y el apoyo a
esa criminal dinastía hasta 1986. Ni hablemos del intenso
involucramiento de la “Agencia” en Cuba, desde los comienzos mismos de
la Revolución Cubana, actividad que continúa hasta el día de hoy y que
registra como uno de sus principales hitos la invasión de Playa Girón en
1961; o en Brasil, 1964, asumiendo un activísimo papel en el golpe
militar que derribó al gobierno de Joao Goulart y sumió a ese país
sudamericano en una brutal dictadura que perduró por dos décadas; en
Santo Domingo, República Dominicana, en 1965, apoyando la intervención
de los marines luchando contra los patriotas dirigidos por el Coronel
Francisco Caamaño Deño; en Bolivia, en 1967, organizando la cacería del
Che y ordenando su cobarde ejecución una vez que había caído herido y
capturado en combate.
La CIA permaneció en el terreno y ante la radicalización política que
tenía lugar en Bolivia conspiró para derribar el gobierno popular de
Juan J. Torres en 1971. En Uruguay, en 1969, cuando la CIA envió a Dan
Mitrione, un especialista en técnicas de tortura, para entrenar a los
militares y la policía para arrancar confesiones a los Tupamaros.
Mitrione fue ajusticiado por estos en 1970, pero la dictadura
instalada por “la embajada” desde 1969 perduró hasta 1985; en Chile,
desde comienzos de los años sesenta e intensificando su acción con la
complicidad del gobierno democristiano de Eduardo Frei. La misma noche
en que Salvador Allende ganara las elecciones presidenciales del 4 de
Septiembre de 1970 el presidente Richard Nixon convocó de urgencia al
Consejo Nacional de Seguridad y ordenó a la CIA que impidiera por todos
los medios la asunción del líder chileno y, en caso de tal cosa ser
imposible, no ahorrar esfuerzos ni dinero para derrocarlo.
“Ni un tornillo ni una tuerca para Chile” dijo ese patán que luego
sería desalojado de la Casa Blanca por un juicio político. En Argentina,
en 1976, la CIA y la embajada fueron activas colaboradores de la
dictadura genocida del general Jorge R. Videla, contando inclusive con
la desembozada ayuda y consejo del por entonces Secretario de Estado
Henry Kissinger; en Nicaragua, sosteniendo contra viento y marea a la
dictadura somocista y, a partir del triunfo del sandinismo, organizando a
la “contra” apelando inclusive al tráfico ilegal de armas y drogas
desde la misma Casa Blanca para lograr sus objetivos; en El Salvador,
desde 1980, para contener el avance de la guerrilla del Frente Farabundo
Martí de Liberación Nacional, involucrándose activamente durante los
doce años que duró la guerra civil que dejó un saldo de más de 75.000
muertos.
En Granada, liquidando al gobierno marxista de Maurice Bishop. En
Panamá, 1989, invasión orquestada por la CIA para derrocar a Manuel
Noriega, un ex agente que pensó que podía independizarse de sus jefes,
ocasionando al menos 3.000 muertos en la población. En Perú, a partir de
1990, la CIA colaboró con el presidente Alberto Fujimori y su Jefe del
Servicio de Inteligencia, Vladimiro Montesinos para organizar fuerzas
paramilitares para combatir a Sendero Luminoso y, de paso, cuando
izquierdista se les pusiera a tiro, dejando un saldo luctuoso que se
mide en miles de víctimas.
Dados estos antecedentes, ¿alguien podría pensar que la CIA ha
permanecido de brazos cruzados ante la presencia de las FARC-EP y el
ELN en Colombia, donde Estados Unidos cuenta con siete bases militares
para el despliegue de sus fuerzas? ¿O que no actúa sistemáticamente para
corroer las bases de sustentación de gobiernos como los de Evo Morales
y, en su momento, de Rafael Correa y hoy Lenin Moreno? ¿O que se ha
retirado a cuarteles de invierno y dejado de actuar en Argentina,
Brasil, y en toda esta inmensa región constituida por América Latina y
el Caribe, considerada con justa razón como la reserva estratégica del
imperio? Sólo por un alarde de ignorancia o ingenuidad podría pensarse
tal cosa.
¿Puede, por lo tanto, alguien sorprenderse del protagonismo que la
CIA está teniendo hoy en Venezuela, el “punto caliente”, del hemisferio
occidental? ¿Puede la dirigencia norteamericana –la real, el “deep
state” como dicen sus más lúcidos observadores, no los mascarones de
proa que despachan desde la Casa Blanca- ser tan pero tan inepta como
para desentenderse de la suerte que pueda correr la lucha planteada
contra la Revolución Bolivariana en el país que cuenta con las mayores
reservas probadas de petróleo del mundo?
Puede que para el trotskismo latinoamericano y otras corrientes
igualmente extraviadas en la estratósfera política la MUD y el chavismo
“sean lo mismo” y no provoque en esas corrientes otra cosa que una
suicida indiferencia. Pero para los administradores imperiales, que
saben lo que está en juego, son conscientes de que la única opción que
tienen para apoderarse del petróleo venezolano –objetivo no declarado
pero excluyente de Washington- es acabar con el gobierno de Nicolás
Maduro dejando de lado cualquier escrúpulo con tal de obtener ese
resultado, desde quemar vivas a personas a incendiar hospitales y
guarderías infantiles.1
Saben también que el “cambio de régimen” en Venezuela sería un
triunfo extraordinario del imperialismo norteamericano porque,
instalando en Caracas a sus peones y lacayos, mismos que se enorgullecen
de su condición de lamebotas del imperio, ese país se convertiría de
facto en un protectorado norteamericano, montando una farsa
pseudodemocrática –como la que ya hay en varios países de la región-
que sólo una nueva oleada revolucionaria podría llegar a desbaratar.
Y ante esa opción, imperio versus chavismo, no hay neutralidad que
valga. No nos da la mismo, ¡no puede darnos lo mismo una cosa o la otra!
Porque por más defectos, errores y deformaciones que haya sufrido el
proceso iniciado por Chávez en 1999; por más responsabilidad que tenga
el presidente Nicolás Maduro en evitar la desestabilización de su
gobierno, los aciertos históricos del chavismo superan ampliamente sus
desaciertos y ponerlo a salvo de la agresión norteamericana y sus
sirvientes es una obligación moral y política insoslayable para quienes
dicen defender al socialismo, la autodeterminación nacional y la
revolución anticapitalista.
Y esto, nada menos que esto, es lo que está en juego los próximos
días en la tierra de Bolívar y de Chávez, y en esta encrucijada nadie
puede apelar a la neutralidad o la indiferencia. Sería bueno recordar la
advertencia que Dante colocó a la entrada del Séptimo Círculo del
Infierno: “este lugar, el más horrendo y ardiente del Infierno, está
reservado para aquellos que en tiempos de crisis moral optaron por la
neutralidad”. Tomar nota.
1 Ver John Perkins, Confesiones de un gángster económico. La cara
oculta del imperialismo norteamericano (Barcelona: Ediciones Urano,
2005). Edición original: Título original: Confessions of an Economic Hit
Man First published by Berrett-Koehler Publishers, Inc., San Francisco,
CA, USA. Ver también el texto pionero de Philip Agee, de 1975, Inside
the company,y publicado en la Argentina bajo el título La CIA por
dentro. Diario de un espía (Buenos Aires: Editorial Sudamericana 1987)