martes, 30 de octubre de 2018

El asesinato de Manuel Buendía


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El asesinato de Manuel Buendía

 

 


De la Madrid a Sergio Aguayo: “Bartlett siempre protegía a Zorrilla”. “Retírate de lo que estás haciendo, vete, sal del país, estoy enterado de muchas cosas, vete…”, le dijo Manuel Buendía por teléfono a José Antonio Zorrilla quince días antes de su asesinato, de acuerdo con el testimonio de la viuda del periodista…
Ésta es la versión íntegra del capítulo publicado en El libro rojo. Continuación, vol. IV (Gerardo Villadelángel, coord., México: Fondo de Cultura Económica, 2016). Se publica con la autorización del editor.

José Antonio Zorrilla Pérez, preso.
José Antonio Zorrilla Pérez nació en Zimapán, Hidalgo, el 15 de mayo de 1942. Tuvo la vida acomodada que le permitían los ingresos de su padre médico. Su lugar natal vivía en esa época una prosperidad resultado de la bonanza minera y de un atractivo turístico, sus aguas termales, favorecidas por el pasaje que viajaba entre el centro del país y la frontera, pues por allí pasaba la primera gran carretera de nuestro país: la México–Nuevo Laredo.
Al concluir la enseñanza secundaria se fue de Zimapán en busca de horizontes más dilatados. Su índole pragmática quizá nunca lo empujó a plantearse el dilema angustioso que según Alfonso Reyes asalta a los jóvenes de Tamazunchale, el poblado potosino situado a la vera del mismo camino. Si se detenían al borde de la carretera para observarlos, los jóvenes huastecos veían a los automóviles pasar unos a la derecha y otros a la izquierda. Pero si cruzaban la vía, la referencia se invertía. Por eso la juventud de Tamazunchale vivía atónita ante esa dualidad.
Práctico sobre todas las cosas, como demostró ser, Zorrilla Pérez cursó el bachillerato en el plantel número 1 de la Escuela Nacional Preparatoria y se inscribió en los grupos de animación deportiva de la porra universitaria sobre la cual reinaba Luis Rodríguez, apodado Palillo. Aunque era de baja estatura, el Güerito era fortachón y ágil al mismo tiempo. En ese ambiente, rayano entre el entusiasmo y la violencia abusiva hizo sus primeros amigos.
Cursó la carrera respectiva en la Escuela Nacional de Economía, una disciplina que no profesaría nunca. Se inclinaba ya por la política, y con ese ánimo escribió una tesis sobre su entidad natal: Diagnóstico económico del estado de Hidalgo. Acaso querría utilizarla como carta de presentación en los ambientes políticos de la entidad. Ya hacía sus primeras incursiones en el comité ejecutivo de la Confederación Nacional Campesina (CNC). Era su secretario general Javier Rojo Gómez, un emblema de la política hidalguense que sobrevivió a su intento de ser presidente de la República. Cuando tuvo esa aspiración era jefe del Departamento Central, luego de haber sido gobernador de Hidalgo. Cuando Alemán lo derrotó en la oscura contienda por la candidatura presidencial vivió unos años de destierro interior del que lo rescató Ruiz Cortines, que lo nombró embajador en Japón. A su regreso, el presidente López Mateos lo condujo al liderazgo cenecista. A su sombra se acogió el joven zimapanense. Hubiera podido hacerlo también a la de Alfonso Corona del Rosal, el otro hidalguense que brillaba en la escena nacional. López Mateos obligó a éste a dejar la gubernatura del estado para designarlo presidente del PRI. Y cuando Díaz Ordaz asumió en 1964 la presidencia lo incorporó a su gabinete como secretario del Patrimonio Nacional y luego como jefe del Departamento del Distrito Federal.
Es posible conjeturar que Zorrilla eligió el sector agrario como campo de sus inicios porque su formación académica le daba una ventaja comparativa frente a sus compañeros que carecían de ella. Sea por eso o por otras causas, sus dotes de liderazgo, por ejemplo, llegó a ser secretario de acción juvenil de la CNC y, como derivación de ese cargo, subdirector nacional juvenil del PRI. Eligió también la carrera académica aunque fuera sólo marginalmente. Fue profesor de asignatura, de matemáticas específicamente, en un ambiente en que la enseñanza doctrinal, incluso dogmática, empezaba a perder terreno en beneficio de la econometría, para cuyo aprendizaje y ejercicio hacían falta los números, más allá de la enseñanza de la estadística.
En diciembre de 1970 ingresó al territorio de la seguridad nacional. No logré establecer el canal que lo condujo al capitán Fernando Gutiérrez Barrios, que lo nombró secretario particular. Una designación de esa índole, y sobre todo en el ámbito tan delicado del que se trataba, suponía una gran confianza. Imagino, por eso, y me quedo sólo en el nivel de la conjetura, que acaso Zorrilla hacía, ocasional o permanentemente, labores de información.

Retrato de Miguel Ángel Granados Chapa.
Gutiérrez Barrios había sido ascendido por Echeverría al nivel de subsecretario, un cargo inexistente hasta entonces. El flamante funcionario había formado parte de la Dirección Federal de Seguridad (DFS), desde que fue creada por el presidente Alemán en 1947. Su primer titular, el general Marcelino Inurreta, confió a jóvenes miembros del ejército, recién graduados del H. Colegio Militar, la misión de configurar la planta fundadora de la institución. Nacida en el ambiente de la Guerra Fría, su propósito era el de luchar contra la subversión comunista, y por ello cobró el carácter de policía política, vigilante del orden interno, más que de institución encargada de conocer y anticiparse a amagos provenientes del exterior.
Entre ese pie fundador de la DFS sobresalió todo el tiempo Gutiérrez Barrios, que pronto dejó de hacer labores de agente raso y ascendió a jefe de departamento y a la subdirección. Díaz Ordaz y Echeverría, que lo conocieron bien mientras fueron sucesivos secretarios de Gobernación, lo elevaron al rango mayor. Así, de 1965 a 1970 fue director federal de Seguridad, dependiente directo del titular de Bucareli. No es éste el lugar para describir las tareas de la DFS en los años de la movilización popular, pero es necesario decir que Díaz Ordaz prefirió distribuir las labores de inteligencia entre esa oficina, dependiente de un funcionario con intereses en la sucesión presidencial, y grupos de trabajo con tareas semejantes lo mismo en la Secretaría de la Defensa Nacional que en su propio Estado Mayor.
Con rango de subsecretario, ya bajo Echeverría, embarneció la talla de Gutiérrez Barrios y por ende la de su secretario particular. Tanto creció al mismo tiempo la confianza del jefe en su subalterno que le permitió manejar a su propio personal. Por ello, Zorrilla escogió a uno de sus alumnos universitarios, un joven sonorense llamado Manlio Fabio Beltrones, para que lo apoyara como secretario auxiliar de “don Fernando”, como su leyenda obligaba a llamar al subsecretario. Y acogió su consejo de elevarlo de rango, al del propio Zorrilla, cuando en consulta con su jefe decidió entrar en las contiendas políticas de su entidad.
Se marchó de la secretaría particular al principio de 1976, meses antes de que concluyera la encomienda de su jefe. Logró ser candidato a una de las cinco diputaciones federales que se disputaron en julio de ese año. Al obtenerla sin dificultad alguna, pues eran los tiempos plenos de la hegemonía priista, se colocó entre la decena de políticos sobresalientes. Era gobernador Jorge Rojo Lugo, hijo de Rojo Gómez, y fueron elegidos senadores su primo Humberto Lugo Gil y un arquitecto notorio en el ámbito nacional pero desconocido en la entidad que reclamaba como suya. A la Cámara ingresaron, a la par que Zorrilla, pero bajo su conducción, que Rojo Lugo le había encomendado, políticos de media talla como Ladislao Castillo Feregrino, Efraín Mera Arias y Vicente Trejo. El único con presencia nacional, como líder que era de la Federación de Sindicatos de Trabajadores al Servicio del Estado, era Luis José Dorantes Segovia.

José Antonio Zorrilla en el goce de todo el poder…
Si Zorrilla supuso que por su pertenencia a la diputación agraria, dirigida por Augusto Gómez Villanueva, que al mismo tiempo encabezaba a la mayoría priista entera, desempeñaría una función relevante en la Cámara, se equivocó. No tardaría en descubrir que sus compañeros, y él mismo, eran piezas de un juego más amplio. El antiguo secretario general de la CNC fue pronto desbancado del liderazgo parlamentario. Lo dispuso así el secretario de Gobernación, que necesitaba evitar la creencia, que se divulgaba con amplitud, de que Echeverría procuraba prolongar su poder más allá del fin de su sexenio, colocando a los suyos en posiciones estratégicas. Por lo tanto, Gómez Villanueva fue enviado a Roma a representar al nuevo gobierno y en la Cámara fue sustituido por Rodolfo González Guevara. El relevo era mucho más que la sustitución de un hombre. González Guevara representaba, con todas las ambigüedades que el sistema imponía, el ala progresista del partido y del gobierno. Esa corriente quedaba en lugar de las inercias del autoritarismo que se resistía a morir y aun a retirarse únicamente.
Zorrilla tuvo un paso tenue por la Cámara. No hay huella suya de ninguna manera. No presidió comisión alguna, no presentó iniciativas, no participó en debates, y eso que los hubo trascendentales. Estaba lejos de la burbuja que rodeaba a González Guevara, de modo que el futuro director de Seguridad Nacional se limitó a flotar, en espera de que se hiciera realidad el apotegma al mismo tiempo esperanzador y conformista repetido por el senador Lugo Gil: en política, lo que viene conviene. De modo que su trienio en la Cámara concluyó simultáneamente con el comienzo de una nueva etapa en la política local. Rojo Lugo, desde la Secretaría de la Reforma Agraria a que lo había elevado López Portillo, y el subsecretario Gutiérrez Barrios coincidieron en que Zorrilla podría dirigir la campaña del secretario de Turismo, Guillermo Rosell de la Lama, que apenas había sido promovido a esa función el 1 de diciembre de 1976. Al frente del PRI estatal Zorrilla cumplió con eficacia su encomienda, y Rosell tomó posesión de su cargo el 1 de abril de 1981. En compensación al buen servicio cumplido por Zorrilla, lo nombró secretario de Gobierno, el número dos de la jerarquía oficial. La Constitución local mandaba, como en casi todos los estados desde la época en que gobernadores zafios requerían un funcionario que diera forma a sus decisiones, que el ocupante de esa suerte de vicegubernatura fuera licenciado en derecho. Zorrilla lo era en economía pero eso no fue óbice para su designación: simplemente desapareció de la Constitución tal exigencia. Desde Pachuca, pues, Zorrilla vivió las tribulaciones del país y quedó encuadrado en el nuevo esquema de gobierno, el que apenas en julio de 1982 iba a ser elegido en la persona de Miguel de la Madrid.
Durante su campaña, hizo crisis la pésima relación de López Portillo y Javier García Paniagua. Éste fue, de acuerdo con lo confesado por el propio López Portillo, finalista en el proceso de sucesión presidencial, junto a De la Madrid. López Portillo explicó que si la crisis era económica, nombraría candidato al secretario de Programación y Presupuesto, y si política, a García Paniagua, secretario de la Reforma Agraria. Cuando se dio el primer supuesto, el hijo del general Marcelino García Barragán tomó a mal la designación. Aunque acató el fallo presidencial y aceptó la encomienda de encabezar el PRI durante la campaña, lo pensó mejor y pocos días después renunció a la presidencia del partido. Fue designado secretario del Trabajo, pero estaba muy enojado como para desempeñarse allí con normalidad. De modo que al comienzo de enero se retiró para siempre del gobierno, en muy malos términos con López Portillo, a quien acusó en privado de haberlo engañado haciéndole creer que sería el candidato. La decisión de García Paniagua tuvo repercusiones en el ámbito de la seguridad nacional. López Portillo destituyó de la DFS a Miguel Nazar Haro, pues había sido nombrado por el renunciante. El 13 de enero de 1982 lo reemplazó Zorrilla. En su diario, López Portillo anotó dos días después:
Removí al director federal de Seguridad, secuencia de la renuncia de J. García Paniagua, lo sucede el licenciado Zorrilla, gente de Fernando Gutiérrez Barrios, con lo que quedo en sus manos. Pensé en dárselo a gente del general Godínez, pero hubiera habido una rivalidad con la Secretaría de la Defensa Nacional. Preferí una persona inocua e institucional que era el secretario de Gobierno de Guillermo Rossell.
Éste se lo recomendó, según dijo López Portillo a Jorge Castañeda en su entrevista para La herencia. Es probable que, sin embargo, desde la subsecretaría de Gobernación, Gutiérrez Barrios influyera en que el designado fuera su antiguo secretario particular, a fin de conservar a través de él su presencia en el órgano de seguridad, intuyendo o sabiendo que al finalizar ese año, cuando De la Madrid tomara posesión, su carrera en ese campo terminaría.
Durante los meses que faltaban para el relevo Zorrilla actuó de una manera cauta. Simplemente administró sus tiempos y concentró su atención en proporcionar información sobre los candidatos y partidos de oposición a la campaña electoral. Pero fue confirmado en su cargo por De la Madrid, quien explicó su decisión a Sergio Aguayo, para su libro La charola, ante la pregunta sobre el estado de la DFS al iniciarse su gobierno. A su juicio, ya no servía,
y desde un principio dije: “Hay que cambiar esto, hay que hacer un nuevo cuerpo de inteligencia política, hay que quitarle responsabilidades policiacas”. Le pregunté a Bartlett: “¿A quién nombramos en la Federal de Seguridad?; no tengo la intención de tener a la dirección bajo mi dependencia lineal, quiero que sea una responsabilidad del secretario de Gobernación”. Entonces Bartlett me recomendó a José Antonio Zorrilla, a quien conocía por haber sido compañeros de trabajo en la Secretaría de Gobernación. Durante la campaña Zorrilla nos dio buen servicio de información política y, cuando me lo propuso Bartlett, acepté. Después nos empezamos a dar cuenta de que Zorrilla estaba implicado en juegos sucios.[1]
De la Madrid había metido una cuña en Gobernación. Puede conjeturarse que mantenía con Bartlett una relación ambigua. Eran muy amigos y sin embargo desconfiaba de él. Le colocó por eso un vigilante, el coronel Jorge Carrillo Olea. Habían trabado amistad durante 1976, cuando, siendo ambos subsecretarios de Hacienda, se quedaron en sus oficinas durante la campaña electoral, pues todo el mundo en ese ministerio buscaba acomodarse con López Portillo para el siguiente sexenio. Carrillo Olea era miembro del Estado Mayor Presidencial, y su eficaz resguardo del presidente Echeverría en su visita a la Ciudad Universitaria, el año anterior, le hizo ganar la confianza presidencial, en virtud de la cual fue nombrado subsecretario de Investigación y Ejecución Fiscal, encargado de evitar y perseguir el contrabando.

Portada de Proceso: “Bartlett y García Ramírez lo saben todo”, dice Carrillo Olea.
De la Madrid opinó en su favor para que López Portillo lo designara director de Astilleros Unidos de México, mientras que él era secretario de Programación y Presupuesto. Siguieron su costumbre de reunirse y conversar sobre varios temas, entre ellos la seguridad nacional. De modo que al llegar De la Madrid a la presidencia le confió la subsecretaría encargada de ese ramo, que habían ocupado Gutiérrez Barrios y García Paniagua. La índole de su nombramiento no escapó a Bartlett, quien en la noche misma del 1 de diciembre lo hizo ir a su oficina. Éste es el relato de ese encuentro, escrito por el subsecretario en su libro México en riesgo:
—Mira, en la Dirección Federal de Seguridad mando yo, ¿eh? Ahí mando yo —me dice con brusquedad.
—No, señor secretario, manda usted en toda la Secretaría.
—Pero las funciones y la dependencia van a ser mías —repuso.
—Señor secretario: el reglamento interior de la Secretaría de Gobernación dice que el secretario tiene la atribución de dar a cada subsecretario las funciones que crea pertinentes. Entonces está usted absolutamente en lo correcto. Sólo faltaría conocer la opinión del Presidente, que tiene otras ideas.
De ese modo, desde que tomó posesión como secretario de Gobernación, Bartlett asumió la defensa de la DFS y de su titular, Antonio Zorrilla Pérez. Hay que recordar que ambos habían trabajado juntos en Gobernación durante el sexenio de Echeverría, cuando Mario Moya era secretario, Bartlett era el director de Gobierno y Zorrilla se desempeñaba como secretario particular de Gutiérrez Barrios. Para defender a la DFS, Bartlett argumentaba frente a De la Madrid que la corporación había sido de gran utilidad durante la campaña electoral, ya que emitía informes acerca de la situación en general y de las localidades que se visitaban.
Fuera de eso, la peligrosidad de la DFS radicaba en la calaña de sus integrantes. La gran mayoría estaba vinculada de una u otra manera con actividades criminales: brindaban protección y extorsionaban a pequeñas bandas de ladrones así como a narcotraficantes.[2]
De ese modo, desde que tomó posesión como secretario de Gobernación, Bartlett asumió la defensa de la DFS y de su titular, Antonio Zorrilla Pérez. Hay que recordar que ambos habían trabajado juntos en Gobernación durante el sexenio de Echeverría, cuando Mario Moya era secretario, Bartlett era el director de Gobierno y Zorrilla se desempeñaba como secretario particular de Gutiérrez Barrios.
La conversión abierta al crimen, del director y de la institución, contaba en esa situación con el mejor caldo de cultivo. Aunque los estragos económicos amenazaban de nuevo a los mexicanos, o actuaban ya sobre ellos, la seguridad nacional no enfrentaba los sacudimientos de la década anterior, cuando a la DFS le correspondió un papel central en la contención de la violencia armada. De modo que Zorrilla, sin perjuicio de continuar, como jefe de la policía política, su vigilancia sobre los grupos y personas a los que se consideraba opositores o disidentes, y aun enemigos del régimen, orientó su desempeño hacia la seguridad pública. La reforma política y la ley de amnistía habían contribuido al apaciguamiento del país, y la disminución del riesgo político propiciaba que el aparato de seguridad se dedicara a combatir al narcotráfico, que surgía en el horizonte como una amenaza creciente.
La Policía Judicial Federal tenía esa encomienda por disposición de la ley, y la DFS entró a hacerle competencia. Pronto la naturaleza de la narcodelincuencia, que había infectado ya al brazo armado de la Procuraduría General de la República, tocó también a la Federal de Seguridad, y a Zorrilla. A partir de 1983 las dos corporaciones federales disputaban por ofrecer protección a las bandas y por cobrar esos servicios.
Pese a que la DFS dependía (en el papel) de Carrillo Olea, éste fue dejado de lado [escribió Sergio Aguayo en su muy documentado libro La charola]. Manuel Bartlett […] no parece haber vigilado mucho a José Antonio Zorrilla, o tal vez seguía la inercia de tolerarle todo mientras éste le prestaba servicios asociados a sus ambiciones presidenciales. Un comentario atribuido a Zorrilla ilustra la perspectiva desde la cual operaba el dúo: “Yo me encargo de hacer presidente a Bartlett; yo seré secretario de Gobernación y luego presidente”.[3]
El comentario es verosímil, a juzgar por mi propia experiencia con el director federal de Seguridad. Era un individuo “muy echador”, siempre tenía algo de que ufanarse para impresionar a sus interlocutores. También blandía, sin demasiada sutileza, información privada que atañera a sus oyentes, para dejarles saber que sabía qué terreno pisaba. Un día propuso que desayunáramos en cierto restaurante, “para que te quede cerca de la casa de tus hijos”, domicilio que no tenía por qué conocer por medios formales.
Sin controles [dice también Aguayo], Zorrilla se dedicó a manejar la DFS para su provecho y enriquecimiento. Utilizó un esquema sencillo, ingenioso y que otros habían practicado antes que él. Con sus incondicionales creó una estructura paralela que le respondía directamente. Así, nombró coordinadores generales a un grupo de comandantes de la Policía Judicial Federal (entre ellos Rafael Chao López, Daniel Acuña y Abisael Gracia), y le dio a Miguel Aldana el cargo de coordinador general, y los impuso sobre los delegados de la DFS en los estados. Estos coordinadores se dedicaron a organizar la corrupción y la complicidad con el narcotráfico. La charola se transformó en símbolo de delincuencia. En la lista de quienes la recibían se incluyeron los capos de la droga y sus guardaespaldas.
La corrupción iniciada en la cúpula cubrió por entero a la institución (con algunas excepciones, por supuesto). Quienes vivieron esa etapa coinciden en que los cuellos, muñecas y manos de los agentes se llenaron de gruesos anillos y pulseras, y que sus armas se cubrieron de oro y piedras preciosas. Las plazas en esa institución se vendían en cifras acordes con el potencial de lucro que proporcionaban (Tijuana valía más que Morelia). Era la época en que los comandantes llevaban finos portafolios repletos de dólares que iban repartiendo a su paso. En las entrevistas que realicé sobre los años de José Antonio Zorrilla como director de la DFS (1982–1985) siempre mencionaron que los agentes en la capital esperaban ansiosos a los comandantes que llegaban repartiendo dinero. Eran admirados por sus éxitos y generosidad y porque algunos hasta corridos tenían. Los jefes los toleraban y se aprovechaban de ellos.

Bartlett, retrato de Marco Antonio Cruz.
Los comandantes guardaban, siempre, la cantidad mayor para “Pepetoño” (así llamaban en confianza a José Antonio). La arrogancia de Zorrilla crecía con los meses y años. En una ocasión, cuando se discutían las asignaciones presupuestales para el siguiente año, Zorrilla dijo: “A mí pónganme lo que quieran; la DFS no necesita dinero para operar”. Para entonces Zorrilla era temido por el control tan fuerte que tenía sobre la DFS. El Estado había dejado que el monstruo adquiriera una enorme dimensión, a la sombra de la cual crecía el narcotráfico.[4]
No todos los comandantes pagaban gustosos su tributo al director: según consigna Rogelio Hernández en su libro Zorrilla, el imperio del crimen, en febrero de 1985, en una fiesta para celebrar el retorno de Zorrilla a la política electoral, el
comandante Rafael Chao López —delegado de la DFS en la zona noreste— se retiraba del sitio visiblemente irritado. Ante dos agentes, viejos conocidos suyos, exclamó:
—Este hijo de la chingada no se llena nunca. Todo lo que ya le dimos y ahora nos obliga, a cada delegado, a traerle veinticinco melones (millones) para que empiece su campaña; además quiere dos melones mensuales para garantizar que gane.
Tras las últimas palabras, el influyente comandante federal de seguridad aventó el portafolio que cargaba. El objeto de piel de caguama color vino, con broches de combinación, ya no portaba nada.
Durante esos años un personaje acumulaba información sobre esa conducta de Zorrilla, y ocasionalmente se la reprochaba. Era José Luis Esqueda, su mejor amigo desde que, como jóvenes organizadores políticos, trabajaron en la campaña del doctor Armando León Bejarano en la contienda por la gubernatura de Morelos —de donde Esqueda era oriundo—, al comienzo de 1976. Soñaban ambos en un futuro político luminoso, cada uno en su estado natal. Generaron una suerte de pacto de ayuda mutua, que se cumplió sólo parcialmente porque pronto resultó desequilibrado, pues Zorrilla se desarrolló más rápidamente que Esqueda. Al llegar a la policía de seguridad, el Güerito invitó a su amigo morelense a trabajar con él, pero Esqueda rehusó abandonar la política, de la que aún esperaba gratificaciones. Aceptó, en cambio, un sueldo de asesor y una placa de pertenencia a la corporación.
De tanto en tanto Zorrilla lo recibía, sólo para desestimar las advertencias de su amigo sobre el comportamiento de los comandantes y agentes, que no se recataban para narrar sus andanzas. Pronto se convenció de que el director era no sólo parte sino instigador del mecanismo de corrupción, y discurrió el mejor método para hacerlo conocer. No se planteó ni por asomo acudir a los superiores del director, temeroso de que estuvieran encubriéndolo. Entonces buscó a Manuel Buendía, el influyente periodista, sin que lo estorbara el saber de la amistad de que se ufanaba Zorrilla. Más de una vez su amigo le había mostrado dos piezas que denotaban la intensidad de su relación amistosa y aprecio recíproco. Una era un ejemplar del libro La CIA en México, con una afectuosa dedicatoria: “Para José Antonio Zorrilla, por la probada amistad, el respeto mutuo y la identidad en el servicio al país. Cordialmente, Manuel Buendía, 23 de noviembre de 1982”. Ésa fue la fecha de presentación del libro, a la que seguramente acudió Zorrilla.
La otra señal de la amistad proclamada por el director federal de Seguridad era una carta, con la que Buendía le envió un regalo:
Mi muy querido amigo. Este modesto juego de plumas me fue obsequiado por la familia Jiménez Ruiz como muestra de agradecimiento después del hallazgo de la niña Gabriela. No lo pude rechazar porque había una evidente carga emocional en el gesto, expresión de la felicidad de esa familia.
Espero que tengas a bien aceptar lo que aquí te propongo: sortear este juego de plumas entre los agentes que participaron en la investigación, que todos sepan cómo se aprecia el interés que pusieron en el caso.
Me faltan palabras, sin embargo, para encomiar tu actitud personal. En ese y otros asuntos has puesto en relieve tus cualidades humanas, comprensión y sabiduría que acompañan tus acciones de funcionario. Así has sido capaz de restituir la dicha o el bienestar de muchas personas.
Me siento orgulloso de ser tu amigo y nada deseo más que continuar esta amistad fincada en el respeto recíproco, que ya ha sido probada muchas veces y está revestida por sentimientos superiores.
Te abraza,
Manuel Buendía
Al leer esa carta uno piensa si Zorrilla la habría falsificado, pues si bien el periodista era dado a la prosopopeya en la comunicación personal, aquí no parecen suyos los ditirambos que expresó a Zorrilla. Y si lo hizo realmente, el pensamiento que asalta es, obviamente, cuán equivocado estaba al apreciar virtudes de que el director federal de Seguridad carecía.

Buendía, el primer asesinato de la narcopolítica en México.
El hecho es que Esqueda ofreció su información a Buendía, quien la conservó discretamente hasta corroborarla con otras fuentes. El periodista iba acumulando información sobre el narcotráfico, una actividad que no le era desconocida desde sus tiempos de reportero de policía. Pero se iba perfilando ahora como un fenómeno más allá de la página roja. Era de tal magnitud ese fenómeno que el periodista prefirió andar despacio en la exploración a que lo invitaba la nueva materia que iba configurándose en su mente y en su archivo, sobre todo porque implicaba la intervención de agentes de policía convertidos en protectores de aquellos a quienes debían perseguir.
Tal vez lanzó preguntas capciosas a Zorrilla que hicieron comprender a éste el peligro que para él significaba el súbito interés de Buendía en el tema, y decidió no correr el riesgo de ser desenmascarado. Por lo tanto, preparó el escenario para desembalarse de su amigo, pues, de haberla, en su escala de valores su propia supervivencia estaba por encima de la amistad más entrañable, si también la hubiera. Comenzó por el intento de atemorizar a Buendía respecto de la concreción posible de amenazas en su contra, y le impuso por ello una escolta. No la hay tan discreta que no sea molesta. Lo fue para doña Dolores, la esposa del periodista, y por lo tanto fue suspendida a mediados de mayo. Quienes presuntamente resguardaban la integridad de Buendía habían probablemente consumado su misión, que era la de conocer sus pasos y sus informantes. Y entonces llegó el momento de actuar. Zorrilla preparó su coartada cuidadosamente. Vio al periodista en las vísperas del asesinato que ya tenía programado y formalizó para el día siguiente otra cita, con el capitán Martín Urrutia, de suerte que pareciera que el trato con Buendía era normal.
Consumado el crimen e interpretado su papel de doliente principal, Zorrilla dedicó a su gente, los mismos que habían cometido el homicidio, a estorbar la investigación que formalmente corría a cargo de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal. No únicamente lastraron la indagación, sino que intimidaron de tal suerte a los investigadores formales que les hicieron sentir, y con ellos a sus jefes, que más valía no intentar siquiera una pesquisa orientada realmente a buscar a quienes mataron a Buendía porque corrían el riesgo de encontrarlos, y el hallazgo no les iba a gustar.
Por lo tanto, a la simulación principal organizada por Zorrilla se añadieron, sin tocarse, otras simulaciones. La procuradora Victoria Adato Green de Ibarra contrató los servicios, como particular que era ya entonces, del antecesor de Zorrilla en la DFS, Miguel Nazar Haro, porque no la convencía la simulación que practicaba el jefe de su policía judicial, José Trinidad Gutiérrez. Éste llegó a extremos grotescos. Como una de las líneas de investigación consistía en enlistar a quienes presuntamente mantenían agravios con el periodista por haber sido señalados para su mal en sus columnas, dieron en detener a no pocas personas en esa situación, para interrogarlas.
Uno de esos afectados era Jorge Díaz Serrano. Pero como estaba preso desde meses atrás, los judiciales capitalinos fueron tras su hijo y tocayo, Jorge Díaz Moreno. Lo sucedido fue narrado por el exdirector de Pemex en su autobiografía. Un día recibió la imprevista visita de su primogénito:
Me apresuré para llegar a la visita familiar en el restaurante donde siempre me reservaban la misma mesa. Al entrar a la espaciosa sala vi que mi hijo Jorge, hombre joven y atlético, porque es karateca con grado de cinta negra, penosamente se levantaba de su silla y caminaba hacia mí como si fuera un anciano, encorvado y vacilante. Me alarmé y apresuré el paso para llegar a él y abrazarlo porque temí que fuera a caer.
—¿Qué te pasa, por Dios? Dime qué te pasa —lo ayudé a sentarse y se quedó silencioso, con los dientes apretados y los ojos llorosos, muy pálido. Por fin, con voz ronca, sólo me dijo:
—Me torturaron —se quedó un momento en silencio mientras las lágrimas le escurrían por las mejillas.
—Por favor, hijo, cálmate y dime qué pasó —me contó su historia poco a poco, a medida que se calmaba. Como la escena estaba llamando la atención, le dije que saliéramos a caminar, lo cual aceptó y con dificultad nos dirigimos al dormitorio. Le expliqué al custodio que mi hijo no se sentía bien y que le permitiera pasar a descansar en mi celda, a lo que afortunadamente accedió. Saqué una grabadora y le dije: “Por favor repíteme lo que acabamos de hablar en el restaurante”.
—No, papá, por favor no vayas a intervenir. No quiero que me vuelvan a torturar. Por favor, ¡no lo permitas! —estaba aterrado. No lo reconocía, nunca en la vida lo había visto así.
—Por favor, Jorge, ¿cómo crees que te voy a exponer? Sólo quiero que no olvidemos esto y que de alguna forma elevemos una protesta.
—Lo que quiero —me dijo— es salir del país. ¡Ya no quiero vivir aquí! —por fin accedió a grabar y su relato es el siguiente:
Salía de su departamento de la colonia Polanco y al momento de subirse a su automóvil para llevar a su perro al veterinario se le acercaron varios individuos armados. Se subieron al coche con él, le quitaron las llaves y lo pasaron al asiento de atrás. Le amarraron las manos detrás de la espalda, le pusieron una capucha y lo tiraron al piso, tras despojarlo de su dinero, su reloj y otras pertenencias. Después de viajar un tiempo corto entraron en algún lugar que parecía tener una puerta que alguien tuvo que abrir. El vehículo redujo su velocidad y luego se detuvo. Bajaron a mi hijo a empellones y lo metieron en una habitación donde le ordenaron que se desnudara. Comenzó un primer interrogatorio que se prolongaría por tres días:
—¿Por qué asesinaste a Manuel Buendía? ¿Cómo lo hiciste? ¿Por qué llevas el cabello tan largo?
—Yo no he matado a nadie y siempre llevo el cabello así. (Por la descripción de un testigo del crimen de Buendía, el asesino tenía corte de pelo militar.)
—¡No mientas!
Las preguntas se alternaban con las bofetadas y los golpes en los riñones y las costillas. Por horas se repitió el procedimiento.
—Dinos qué negocios tiene tu padre, dónde tiene su dinero, qué amigos tiene —como no lograron ninguna respuesta a su satisfacción, lo voltearon para arriba y le metieron agua de Tehuacán gaseosa por las fosas nasales. Como se desmayó, lo dejaron descansar un poco y continuaron con las preguntas con el mismo resultado negativo. Metódicamente alternaban un poco de buen trato para decirle:
—No seas tonto. Dinos qué sabes y te dejamos descansar —al no lograr nada, comenzaron a aplicarle descargas eléctricas en los testículos […]
Terminó esa horrenda sesión y amarrado, con la capucha otra vez sobre la cabeza, lo empujaron a un cuarto con fuerte olor a orines, ahí pasó la noche. No recuerdo si me dijo si le dieron algo que comer. En la mañana los torturadores regresaron con las mismas preguntas y el mismo brutal tratamiento. Mi hijo les suplicaba que lo dejaran en paz, que le dijeran qué tenía que confesar y que lo haría. Pero ellos insistían en que declarara ser el asesino de Buendía y que diera los detalles del crimen. Aceptó ser lo que decían, pero no pudo dar detalles por ignorar cómo fue el asesinato.
Después de otras tres horas de tormento lo llevaron a la maloliente habitación y, finalmente, al día siguiente lo sacaron, lo metieron en un coche y lo llevaron por algún tiempo dando vueltas hasta que lo dejaron cerca de la casa. Le devolvieron el reloj y otras pertenencias, pero no el dinero. Se fue directamente a casa de un compañero donde, exhausto, se quedó dormido hasta el día siguiente. Cuando despertó, apenas podía moverse, pero vino a verme.[6]
Ese relato ilustra el género de investigación que llevaba a cabo la Procuraduría del Distrito Federal. No sólo era desaprensiva, agraviante de los derechos humanos, sino que iba dirigida a ninguna parte. Díaz Serrano hizo publicar una carta abierta en que protestaba por el maltrato a su hijo. Además de muchas reacciones de solidaridad, el mensaje suscitó reacciones oficiales. Un alto funcionario telefoneó al abogado principal del exdirector de Petróleos, Enrique Mendoza,
para explicarle que todo había sido una lamentable equivocación y un exceso de celo […] Por otra parte, el licenciado Paz Horta, subprocurador de Justicia del Distrito Federal, declaró que no había habido tal detención y que todo eran artimañas de Díaz Serrano para hacerse publicidad. Al día siguiente se publicó la noticia de que se seguía activamente la investigación del asesinato de Manuel Buendía y que se había detenido a varios sospechosos, entre ellos a Jorge Díaz Moreno, mi hijo. Este celoso funcionario, en lugar de ser castigado por su cobarde acción, o por lo menos despedido, fue promovido a juez de distrito, al ascender la procuradora Victoria Adato, su jefa directa, a la Suprema Corte de Justicia […] Algún tiempo después, un ex policía declaró que él intervino en el caso Buendía y que recibió instrucciones de pedir al dibujante de los retratos hablados que hiciera uno que se pareciera al hijo de Díaz Serrano.[7]
De manera semejante se diluyeron otras líneas de investigación. Cada nuevo fracaso del ministerio público consolidaba la tranquilidad con que Zorrilla siguió viviendo sus días. A salvo de cualquier posibilidad de que se le vinculara al homicidio de Buendía, afianzó sus relaciones con el narcotráfico, especialmente con Rafael Caro Quintero y Ernesto Fonseca Carrillo, Don Neto, prominentes productores y vendedores de mariguana, con sede en Guadalajara. Ese vínculo contó centralmente para la prosperidad del negocio de las drogas, cuyas exportaciones a los Estados Unidos conocieron en ese año y el siguiente un auge nunca antes logrado.

Manuel Buendía, periodista.
Con sigilo, sin embargo, desde Guadalajara los observaba Enrique Camarena Salazar, un agente encubierto de la Drug Enforcement Agency, la agencia estadounidense para la droga, la DEA. Nacido en Mexicali, cruzó la frontera y en Caléxico logró ser ciudadano norteamericano e ingresar en aquella policía. Dada su oriundez, en 1981 se le destinó a México y poco más tarde se radicó en la capital de Jalisco. Después de obtener en muchos casos información sobre las bandas que realizaban desde allí el comercio de drogas, en noviembre de 1984 dio un golpe maestro. Dotado con amplitud de recursos, alquiló un avión y contrató al piloto Alfredo Zavala. Una vez que sus trabajos de inteligencia le permitían ubicar plantíos de mariguana, y verificarlo desde el aire, trasladaba su información a las autoridades mexicanas. En aquella fecha ubicó un gigantesco plantío de mariguana en el municipio de Jiménez, en Chihuahua. Era un rancho llamado El Búfalo, propiedad de Caro Quintero. Llegó a tener una planta de diez mil trabajadores y una custodia militar. Aunque no ignoraran el hecho, la información de Camarena obligó a las autoridades mexicanas a “descubrir” el descomunal plantío y a destruirlo.
Caro Quintero acusó el golpe y se propuso castigar a quien lo había asestado. Perder el cultivo del rancho no sólo significaba una merma importante en sus ingresos, sino que lo dejaba desguarnecido. Durante los siguientes dos meses le siguió la pista, y al comenzar febrero de 1985 hizo que sus hombres secuestraran a Camarena y a Zavala. Durante dos días fueron sometidos a un intenso interrogatorio para conocer sus fuentes y resguardar la seguridad de sus operaciones. Un médico, el doctor Humberto Álvarez Machain, se encargaba de devolverlos a la vida cuando la tortura llegaba al extremo de privarlos de ella. Finalmente, el 9 de febrero los asesinaron con extrema crueldad y ocultaron sus cadáveres lejos de Guadalajara.
La sola desaparición de Camarena indignó a la DEA y al gobierno estadounidense. En general, la relación entre Washington y México estaba sometida a fuertes tensiones, causadas especialmente por sus diferencias en torno a la conflictiva situación de Centroamérica. El gobierno de Ronald Reagan se afanaba en sostener, política y materialmente, a los gobiernos militares de Guatemala y El Salvador, y en alentar la contrarrevolución en Nicaragua. México, en cambio, favorecía el cambio pacífico, mediante la diplomacia, a cuyo efecto creó el Grupo Contadora con Colombia y Venezuela.
La desaparición de Camarena generó un nuevo y delicado punto de fricción. El gobierno de Estados Unidos inició el 16 de febrero la Operación Intercepción, que consistía en una revisión lenta y minuciosa de vehículos y personas en los cruces fronterizos, para exasperación del público que pasaba de un país a otro en viajes de negocios o de turismo.
Su objetivo supuesto [escribió Miguel de la Madrid en sus memorias] consistía en prevenir la introducción de estupefacientes a los Estados Unidos. Sin embargo, las autoridades aduanales norteamericanas reconocieron, sin ningún empacho, que estaba orientada a presionar a las autoridades mexicanas, pues sentían que nuestro gobierno no había puesto “el interés adecuado” en la búsqueda [de Camarena].
El secuestro […] ya había desatado una reacción severa de parte del embajador norteamericano John Gavin. El martes 12 de febrero, cinco días después del secuestro, Gavin y el director de la DEA, Francis Mullen, según ellos desesperados porque el gobierno mexicano no se movilizaba con agilidad en la búsqueda del desaparecido, dieron una conferencia de prensa en la que afirmaron que, en el último trimestre, treinta por ciento del total de la heroína que entró a Estados Unidos provenía de México. Añadieron que en México hay setenta y cinco grandes narcotraficantes y dieciocho bandas importantes, y que Guadalajara es el centro nacional del tráfico ilícito de drogas.
Por su parte, el jueves 14, el procurador general de Justicia de Estados Unidos, William French Smith, envió un cable a su colega mexicano, Sergio García Ramírez, en el que enfatizaba la atención con que el gobierno norteamericano seguía las acciones policiales destinadas a localizar a Camarena, y urgía a que éstas se realizaran con mayor eficiencia.[8]
La presión llegó al punto de que Reagan y De la Madrid hablaron por teléfono sobre el tema, el 22 de febrero. Ese mismo día llegó a Guadalajara un comando de la Policía Judicial Federal para detener a Caro Quintero por el secuestro de Camarena, que seguía desaparecido. El jefe de la banda se disponía a salir de la ciudad, fuertemente escoltado. Los dos grupos se encontraron en el aeropuerto. Los judiciales alegaron después que les fue imposible detener al capo y su gente porque se identificaron con credenciales, charolas de la DFS, firmadas por Zorrilla. La banda huiría de ese modo del país. El 25 de febrero, escribió años después De la Madrid, “la Policía Judicial Federal tuvo que reconocer que Rafael Caro Quintero, presunto narcotraficante y sospechoso del secuestro de Enrique Camarena, había huido en avión amparado por credenciales de la Dirección Federal de Seguridad y de la Policía Judicial de Jalisco”.[9]
La situación de Zorrilla se hizo insostenible, pues las agencias estadounidenses tenían noticia de sus ligas con Caro Quintero. De la Madrid “empezó” (ése es el verbo que emplea)
a recibir noticias de que la DFS andaba mal. Bartlett siempre defendía a Zorrilla. Cuando se da el secuestro de Camarena […] Bartlett estuvo de acuerdo en que había que quitar a Zorrilla. Sin embargo, me dijo que ya que era un elemento tan informado, que le abriéramos una oportunidad política. Y así fue como llega de candidato a diputado por el estado de Hidalgo.[10]
Zorrilla tuvo que marcharse de la DFS el 28 de febrero. Conocedor del entorno, pero también de la coraza que lo protegía, pretendió presentarse no como un fracasado al que se echa de su puesto, sino como un triunfador al que se le abren las puertas grandes de la política de su estado. Cuando fue destapado se hallaba casualmente en Pachuca, donde comió con su amigo Marco Antonio González Pineda, un versátil político local que también ejerció el periodismo. Zorrilla se mostraba radiante, recordaba después quien iba a ser su suplente. Estaban juntos cuando Zorrilla localizó en Huejutla al gobernador Rosell de la Lama, su antiguo jefe, para comunicarle la distinción que su partido le hacía. Quedaron en festejarlo tan pronto como pudieran, aunque veremos enseguida el modo en que Zorrilla lo hizo. La convención distrital lo eligió y comenzó el 4 de marzo su segunda campaña hacia una curul federal. Y hacia el fuero, que lo protegería de eventuales dificultades que él conocía muy bien.
Envalentonado por esa certidumbre, en uno de sus primeros mítines, al que invitó al gobernador, Zorrilla
atacó en su discurso al gobierno estatal y al propio arquitecto, haciendo insinuaciones sobre su personalidad. Rossell estaba no enojado, sino asustadísimo. Cuando terminó el acto, tomó su auto y se enfiló a la Secretaría de Gobernación, me cayó de improviso [es Carrillo Olea quien reproduce lo sucedido en su libro México en riesgo] y casi llorando me contó todo. Advirtió que no podía ver a Bartlett porque sabía que protegía a Zorrilla. Lo tranquilicé y le recomendé que viera al presidente, le dije que yo hablaría con Emilio Gamboa para que lo recibiera aun sin cita. Lo conminé a que le contara todo. Telefónicamente le comuniqué los pormenores al presidente. No hizo ningún comentario.[11]
Durante un viaje a Oaxaca, el 21 de marzo, De la Madrid pidió a Carrillo Olea hablar del tema, y en general de Zorrilla y la DFS. El subsecretario le relató
los últimos acontecimientos, que se referían más que nada a la creciente presencia e influencia del comandante Rafael Chao López, del que nunca supe cuáles eran sus límites entre su calidad de servidor público y narcotraficante. Narré cómo repartía dólares cada vez que venía a la capital y tenía acuerdo con Zorrilla. Su puesto era el de delegado estatal en Michoacán pero él, sacado de la manga, había inventado ser delegado regional y así dominaba varios estados, lo que le era tolerado. En Morelia tenía una gran residencia y su propio avión. Todo esto era del dominio público y por supuesto de Bartlett, al que por lo menos de mi parte mantenía informado, obteniendo siempre la misma respuesta: “Son mentiras, te engañan, eres muy crédulo”.
Carrillo Olea concluyó su relato con una sugerencia:
Me preocupa que si Zorrilla llega a ser diputado y adquiere inmunidad, estando loco como está, pudiera convertirse en un riesgo inimaginable para Manuel, al grado de que te veas obligado a separarlo del cargo. Eso sería indispensable, pero haría un daño terrible a tu gobierno; te sería imposible ubicarlo en otro sitio, una embajada, por ejemplo, ya que todo el mundo, y particularmente la prensa, están al tanto de la situación.[12]
De la Madrid tomó nota de lo dicho por Carrillo Olea. Pero el secretario de Gobernación también. Dijo el presidente: “al mes regresa Bartlett para decirme que había descubierto una gran cantidad de irregularidades y que no se le podía tener confianza a Zorrilla”.[13]
Antes de retirarse de la DFS, consciente ya de que tendría que hacerlo, Zorrilla despachó un problema pendiente. Mandó matar a José Luis Esqueda, su amigo de juventud, el mismo que había aproximado a Buendía a los nexos que el Güerito mantenía con narcotraficantes. De acuerdo con Rogelio Hernández, Esqueda
murió ametrallado desde un vehículo en movimiento cuando se trasladaba de Cuautla al Distrito Federal por la carretera de Cuernavaca. El arma fue una metralleta AK–47, [de las] conocidas como “cuerno de chivo”, muy usada por el personal del área operativa de la Dirección Federal de Seguridad. Oficialmente se reportó encontrado en la calle de Palenque de la colonia Narvarte un día después, hasta que funcionarios de la Secretaría de Gobernación pudieron lograr la dispensa del acta del Ministerio Público, de las investigaciones y de la autopsia que correspondían a la zona donde fue ultimado.[14]
Esqueda trabajaba en ese tiempo en la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales de Gobernación, que había surgido ante la incapacidad de la DFS para realizar análisis político y no concentrarse en el uso de la fuerza. Desde allí, Esqueda aportaba información a Bartlett sobre la DFS. Esa circunstancia y su certidumbre de que su amigo morelense había revelado información a Buendía hicieron que el director federal de Seguridad decidiera no retirarse sin resolver ese problema pendiente.
Zorrilla inició su campaña pero casi al mismo tiempo, el 7 de marzo, fueron descubiertos los cadáveres del agente Camarena y el piloto Zavala. Sus homicidas llevaron lejos los cuerpos, hasta un rancho michoacano, El Mareño, poco más allá del límite con Jalisco. El hallazgo hizo crecer la tensión entre México y Estados Unidos, y permitió aumentar la certidumbre oficial sobre los nexos de Caro Quintero con Zorrilla.
Entonces, en un acto insólito, se le retiró la candidatura. Cuando ya sólo faltaban cinco semanas para la elección se interrumpió su campaña y se le ordenó presentarse en el Comité Nacional del PRI, presidido por su paisano Adolfo Lugo Verduzco. El partido expidió un boletín en que explicaba sin explicar:
En virtud de que diversos hechos posteriores a la postulación del licenciado José Antonio Zorrilla Pérez como candidato a diputado federal han venido siendo discutidos por la opinión pública, en torno de la función que desarrollaba antes de su nominación, el PRI, sin prejuzgar sobre la citada actuación, ha tomado la decisión de aceptar la renuncia del candidato.
Sin prejuzgar, el partido juzgaba, pero de su juicio no surgieron consecuencias, pese a que Lugo Verduzco, en improvisación posterior a la lectura del boletín, lo implicó en el programa de renovación moral que era una de las divisas del presidente De la Madrid. Tan obviamente se despedía y exoneraba a Zorrilla al mismo tiempo, que en esa misma fecha voló a Madrid. El diario La Jornada publicó después que viajó en el vuelo 972 de Iberia. Pero el diario monárquico español ABC reportó su llegada, el 29 de mayo, en el vuelo 467. Lo hizo, por cierto, con un lenguaje anacrónico y pudibundo, como correspondía y corresponde a ese periódico: tras referir que se trataba de una figura “tan distinguida como discutida”, añadió: “Es muy ingrato para cuantos ejercemos esta profesión transmitir informes que tal vez atenten contra la honorabilidad o la buena imagen de terceros (y acaso sin ningún motivo justo que lo respalde)”.[15] De haber tenido cerca al redactor del diario de la familia Luca de Tena le habríamos dado una palmada en la espalda pidiéndole que no se preocupara, que no era el caso.
Al despedir a Zorrilla el gobierno quedó preso de una contradicción. Por un lado sugería un mal desempeño en la DFS, para decir lo menos, y por otra parte quedaba obligado a desmentir las afirmaciones y aun las insinuaciones de que el candidato frustrado tenía deudas de las cuales responder.
El 3 de junio el semanario Proceso publicó una entrevista con Edward Heath, director de la DEA en México. Sus dichos llevaron al reportero Fernando Ortega Pizarro a concluir que “Zorrilla es clave para descifrar el narcotráfico en México”.[16] Y si bien al día siguiente la embajada estadounidense desmintió haber ofrecido esa información, y acusó a la revista de “deformar la realidad”, Heath se mantuvo en sus dichos.
Germán Corona del Rosal fue designado candidato de última hora, en reemplazo de Zorrilla. Era hijo de Alfonso Corona del Rosal, que para ese momento ya se hallaba en retiro, después de una carrera militar que llegó hasta el generalato, en la administración pública hasta una secretaría de Estado, y en la política a dirigir el PRI, ser gobernador y estar considerado entre los presidenciables. Su hijo ya había sido senador, y además de la diputación a que tuvo acceso tras la defenestración de Zorrilla llegó de nuevo a la Cámara en 1991. En 2000 se fue del partido que dirigió su padre y fue candidato a senador por el Partido de la Revolución Democrática.
En la Dirección Federal de Seguridad la salida de Zorrilla sirvió para reestructurarla. Eliminada esa presencia antagónica, Carrillo Olea tomó a su cargo la dependencia y designó a Pablo González Ruelas, un agente fundador, es decir, con cerca de treinta años en el servicio. Su misión consistiría en desmantelar la dirección y preparar el advenimiento de otra, la Dirección de Seguridad Nacional. Al derruimiento de la DFS contribuyó el sismo de septiembre de 1985, que dejó inservible su edificio en Plaza de la República. El proceso de demolición institucional había comenzado de una manera simbólica mediante el retiro de las credenciales, las charolas tan apetecidas. Se acopiaron inicialmente las distribuidas a personas ajenas a la institución. Luego, los comandantes fueron llamados a entregar las charolas y sus pistolas de cargo, y se les instó a que el personal a sus órdenes hiciera lo mismo. Un servicio de inteligencia, se les explicó por si habían olvidado que lo fueran, no necesita ni identificaciones ni armas para realizar sus tareas. Formalmente, la DFS se extinguió el 29 de noviembre de 1985, nueve meses después de que Zorrilla dejara de ser su titular. En 1989 fue creado el Centro de Investigación y Seguridad Nacional, Cisen, secuela de la tristemente célebre policía política.
Zorrilla se mantuvo fuera de México intermitentemente. Radicó sobre todo en España, pero a partir de noviembre de 1987 se restableció en sus domicilios capitalinos, aunque siguió viajando sin cortapisa alguna. El paso del tiempo y la información de que seguramente disponía le inspiraron tranquilidad. De cualquier modo, se dejó crecer la barba para no ser identificado inmediatamente. Sabía que su nombre era manejado como sospechoso por el asesinato de Buendía, pero estaba cierto de que no había peligro de que se le detuviera por eso. Se había asegurado de que su antiguo personal, incluidos algunos de los agentes que participaron en el asesinato del periodista, introdujera elementos de confusión que causaron un enredijo. Más todavía, en la Policía Judicial del Distrito Federal parecía imperar la convicción de que Zorrilla era el autor intelectual, y por miedo o conveniencias políticas se alejó de su persona cuanta averiguación pudiera incriminarlo. La procuradora Victoria Adato, al percibir el pasmo de sus investigadores, al margen de la ley encargó una investigación particular al ex director federal de Seguridad, Miguel Nazar Haro, inmediato antecesor de Zorrilla en ese cargo. Todo fue inútil.
Dizque se recorrieron varias pistas. A cuál más estéril. Ya mencioné el caso de Jorge Díaz Moreno, detenido por unos días, y torturado, para imputarle la muerte de Buendía, a causa de la multitud de textos que sobre su padre, Jorge Díaz Serrano, director de Pemex, escribió el columnista; también se pretendió imputar a los Tecos de la Universidad Autónoma de Guadalajara, uno de los centros de atención que con mayor persistencia exploró el periodista.
Algo estaba fuera de control, sin embargo, y eso provocaba desazón en Zorrilla. Era el activismo de un grupo de periodistas renuentes a dejar que el olvido empolvara el homicidio de Buendía, que fue, en mayor o menor medida, amigo de todos ellos. Rogelio Hernández y Jorge Meléndez, además de periodistas profesionales y dirigentes de una agrupación gremial, dedicaron buena parte de su desempeño como reporteros de Excélsior a realizar su propia investigación. Rogelio Hernández publicaría en noviembre de 1989 el libro Zorrilla, el imperio del crimen, poco después de iniciados los procesos contra el exdirector federal de Seguridad.
Antes, sus indagaciones y sospechas, sus contactos con policías que le aseguraban tener el encargo de indagar el crimen de Buendía, su relación con las autoridades, no resultaron suficientes para, ya no digamos impulsar un procedimiento contra Zorrilla, sino ni siquiera para hacerlo declarar. Procurador de Justicia del Distrito Federal a partir de 1986, Renato Sales Gasque llegó a decir que la investigación seguiría pendiente mientras Zorrilla no brindara declaración. Pero lo decía en privado, sin dar pasos formales que lo condujeran a él. Era, en efecto, absurdo que el primer responsable de levantar indicios sobre el homicidio, que además encabezaba a la policía política y cuyos efectivos habían secuestrado durante meses a los testigos, no hubiera testimoniado en las averiguaciones previas correspondientes. Nadie se atrevía a llamarlo.

Buendía.
El grupo de seguimiento de esas averiguaciones estaba en contacto con Ángel Buendía, el hermano menor del periodista asesinado. Todos estaban embargados por la impaciencia, pero en mayor medida el único varón superviviente de esa familia. Al ver que comenzaba 1987 sin ningún resultado resolvió apelar al presidente de la República mismo. Un reportero de la televisión tapatía lo entrevistó y don Ángel espetó una enfática sentencia contra De la Madrid, en el caso de que el crimen de su hermano quedara en la oscuridad. La entrevista no tuvo curso, pero sí la que le hizo Felipe Cobián, por entonces corresponsal en Guadalajara del diario capitalino La Jornada. Con tono menos tremolante (en vez de tildarlo de asesino sólo se recordaba a De la Madrid su palabra empeñada en resolver el caso), la posición de Buendía apareció el domingo 4 de enero de 1987. El aldabonazo fue eficaz. Días después el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, lo recibió y le prometió acelerar la investigación, como un modo de comprobar que ni el presidente ni él mismo estaban involucrados en el asesinato. Todo lo más que ocurrió entonces, sin embargo, fue una cita arreglada por Bartlett con Sales Gasque, que la derivó enseguida al subprocurador Miguel Ángel García Domínguez.
Nada, sin embargo, ocurrió en los siguientes meses. El 25 de agosto, en vísperas del destapamiento del candidato presidencial del PRI, Bartlett contuvo la inexorable impaciencia de Ángel Buendía ofreciéndole que al día siguiente de esa decisión, ya fuera como candidato o como secretario, le mostraría el camino para resolver el enigma de la muerte de su hermano. Lo recibió, en efecto, el 5 de octubre en Bucareli —el día anterior el dedo presidencial había escogido a Carlos Salinas de Gortari— y lo remitió con su amigo cercano y director de Asuntos Jurídicos de Gobernación, Salvador Rocha Díaz. El 5 de octubre este versátil abogado (fallecido en los días en que se ultimaba la redacción de este libro) propuso a Buendía la creación de una fiscalía especial para averiguar el homicidio del autor de la columna “Red privada”. Habían transcurrido cuarenta meses desde el homicidio y todavía tendrían que transcurrir tres más para el comienzo de sus operaciones.
El ofrecimiento de Rocha Díaz incluía que el grupo de seguimiento encabezado por Ángel Buendía reclutara al fiscal especial, que estaría dotado de plenos poderes y amplios recursos. El autor de este texto recibió el encargo de explorar entre penalistas sobresalientes si aceptarían ocuparse de esta delicada misión. Ninguno quiso hacerlo. Pero uno de ellos, el doctor Luis de la Barreda Solórzano, por aquel entonces académico de la UAM–Azcapotzalco, muy reputado profesor de derecho penal, al sustentar su negativa explicó la conveniencia de que el titular de la fiscalía perteneciera al ministerio público. De lo contrario, un recién llegado a esa área podría ser víctima desde falta de cooperación hasta añagazas internas que no únicamente lo dejaran en ridículo, sino que frustraran el cometido de la oficina en mente.
Tenía razón. Así lo consideró el grupo y concluyó proponiendo no sólo a alguien de adentro, sino de arriba: el subprocurador Miguel Ángel García Domínguez. El funcionario aceptó con reticencias que sólo fueron vencidas en la entrevista que le acordó el presidente De la Madrid, quien le ofreció toda suerte de garantías para el desempeño de su trabajo. Así, el 4 de febrero de 1988 comenzó sus tareas este órgano especial del ministerio público. El hecho mereció de Ángel Buendía esta lapidaria afirmación: “A partir de este día se inicia una verdadera investigación en el caso Manuel Buendía, después de casi cuatro años de mentiras y burlas de parte de todos los que habían tenido la responsabilidad de esclarecer el asesinato de mi hermano”.
Ya para entonces García Domínguez se había fraguado una personalidad que se acrisolaría tras la conclusión de la formidable encomienda de resolver el primer caso de narcopolítica homicida en nuestro país. Nacido en San Miguel de Allende en 1920, se formó como abogado en la Universidad de Guanajuato. Se especializó en derecho penal y fiscal. Encabezó el colegio de abogados de la entidad y fue procurador de justicia del estado. Fue primer subprocurador de Justicia Fiscal, y cuando Sales Gasque, al final de 1985, suplió a Victoria Adato en la Procuraduría General de Justicia del Distrito Federal (PGJDF), García Domínguez fue nombrado subprocurador, contra la opinión de su superior.
No mantenían, por lo tanto, buena relación. Sales Gasque era amigo personal de De la Madrid, cuyo compañero en la UNAM había sido, y se inclinaba más a la política que a la administración. Si bien ya había encabezado el Tribunal Superior de Justicia de su natal Campeche y había sido senador, su ánimo lo inclinaba a buscar la gubernatura, ambición que nunca pudo colmar. Más jurista que político, García Domínguez presidiría después de la fiscalía especial el tribunal superior de Guanajuato, cuando Vicente Fox fue gobernador. Luego fue ministro de la Suprema Corte, y aun diputado federal por el PRD.
Contemporizaron durante dos años; sin embargo, en 1988 la designación del guanajuatense como fiscal especial irritó a Sales Gasque, que se empeñó en hacer suponer que eso no significaba el reconocimiento de su fracaso como responsable del ministerio público de la Ciudad de México, por lo menos en cuanto a la indagación del caso más importante yacente en sus archivos. El campechano estorbó cuanto pudo la instalación de la fiscalía, le regateó recursos, filtraba informaciones que le eran útiles (aunque no fuera ésa la intención) a Zorrilla. Con todo y todo, la oficina especial comenzó sus labores.
La fiscalía se instaló fuera de la PGJDF como señal inequívoca de que no se dejaría afectar por las truculencias de la burocracia. Alquiló una residencia en la calle de Aguascalientes, en la colonia Condesa del Distrito Federal, y a gran costo montó un aparato que permitiera una indagación puntual del asesinato de Buendía. A partir de una dotación inicial de doscientos millones de pesos y equipo técnico y humano de primera calidad, desarrolló las líneas de investigación que habían sido abiertas pero no exploradas desde poco después del asesinato.
Fueron contratados treinta criminólogos recién egresados de la Universidad de Nuevo León e instaló un sistema informático capaz de escudriñar la escritura de Buendía a lo largo de los años, pues se partía de la base de que había sido muerto por lo que había dicho y no por lo que estaba a punto de revelar. De modo que la fiscalía no se creó para incriminar a Zorrilla, pero tampoco lo excluyó debido a la relación que guardaba con la víctima y al hecho, del que nunca había rendido cuentas, de que él mismo y un vasto grupo a sus órdenes se apersonaron en la investigación del caso.
Fueron contratados treinta criminólogos recién egresados de la Universidad de Nuevo León e instaló un sistema informático capaz de escudriñar la escritura de Buendía a lo largo de los años, pues se partía de la base de que había sido muerto por lo que había dicho y no por lo que estaba a punto de revelar.
El fiscal especial ofreció una conferencia de prensa el 24 de febrero de 1988 para dar cuenta del estado en que había recibido la investigación y los avances conseguidos con sus seis equipos, encabezados cada uno por un agente del ministerio público. A pregunta expresa a propósito de Zorrilla dijo que era “urgente que el ministerio público pueda contar con la declaración de José Antonio Zorrilla Pérez y que éste aporte información, ya que él fue el primer investigador en llegar al lugar de los hechos […] Si no comparece, de alguna manera podría inducir a la línea de su responsabilidad y se puede incriminar a sí mismo”. Y ante la posibilidad de que Zorrilla siguiera ausente, García Domínguez dijo sin vacilaciones: “Dispongo de trabajo avanzado para pedir a las autoridades de los países donde pudiera estar, que lo extraditen a México y lo presenten ante las autoridades judiciales si él se niega a hacerlo. Si no tiene culpa, debe hacerlo voluntariamente”.
La disyuntiva era clara, pero Zorrilla pretendió eludirla presentándose sin presentarse. El 30 de marzo firmó un desplegado en diarios de la Ciudad de México. Era un mensaje dirigido “a la opinión pública” y al fiscal especial. Naturalmente, hacía en esas líneas una declaración de inocencia, con la pretensión de que de esa manera su nombre fuera eliminado de las averiguaciones previas y él pudiera permanecer tranquilo. Pero su añagaza resultó contraproducente. El mensaje periodístico permitió a García Domínguez determinar formalmente su paradero y allí fue notificado para que se presentara a declarar lo que sabía, no como implicado en el crimen.
Tuvo que acudir a la fiscalía especial el 5 de abril siguiente. Permaneció allí veintidós horas continuas, sometido a interrogatorio por el propio García Domínguez y los agentes del ministerio público que lo auxiliaban. Todavía fue requerido un par de veces más, para que aportara elementos de información que el fiscal especial consideraba necesarios. Contra él había una presunción seria de que poseía las claves para determinar las responsabilidades sobre el asesinato de Buendía, pero no el prejuicio de imputarlo antes de concluir las averiguaciones.
En torno a la fiscalía empezaba a transcurrir el intenso verano de 1988. El 6 de julio se realizaron elecciones presidenciales y legislativas, con un cuadro de participaciones absolutamente inédito. Es verdad que en 1940 y con mayor fuerza aún en 1952 se habían producido escisiones en el partido gubernamental que propiciaron comicios muy competitivos. Pero ahora era distinto. Desde fines de 1987, y aun antes de conocerse la designación de Salinas de Gortari como candidato del PRI, este partido se agitó hasta llegar a la ruptura. Un grupo disidente, la Corriente Democrática, demandó del gobierno de Miguel de la Madrid una elección auténtica del candidato y un programa de gobierno que remediara los estragos de la política económica y social implantada por De la Madrid, que en verdad había practicado un “cambio de rumbo” respecto del nacionalismo revolucionario, como confesó al denominar así el libro de sus memorias.
Erigido como candidato de la nueva oposición, a Cuauhtémoc Cárdenas se sumaron los tres partidos hasta ese momento comparsas del PRI, que fingían ser opositores. El Auténtico de la Revolución Mexicana, el Popular Socialista y el Frente Cardenista de Reconstrucción Nacional crearon, con la Corriente Democrática y agrupaciones sociales hasta entonces alejadas de la política electoral, el Frente Democrático Nacional (FDN), que encuadró la gran movilización nacional en torno a Cárdenas y lo hizo un candidato temible para el sistema, basado en controles infalibles. El antiguo Partido Comunista, a la sazón Partido Mexicano Socialista, se sumó al FDN, y, en medio de tensiones que incluyeron asesinatos de opositores, el vasto movimiento cardenista puso en jaque al gobierno. Quizá ganó las elecciones. Por lo menos obligó a maniobras extremas para asegurar la victoria, o la apariencia de ella, del candidato priista.
En los meses previos a la elección y en los posteriores a la calificación de la elección presidencial, hecha por una Cámara de Diputados excepcionalmente poblada de opositores (que sin embargo no habían alcanzado la mayoría), el país vivió una calma chicha mezclada con zozobra. Por semanas enteras todo parecía congelado, atenta la sociedad participante a los resultados de la lucha política. Es posible que el trabajo en la fiscalía especial se contaminara de la desazón, o encontrara dificultades para el desarrollo de sus investigaciones. Lo cierto es que llegó noviembre sin que se emitiera orden de aprehensión ninguna y se avecinara, en cambio, o la desaparición de la oficina especial, o el relevo de su titular.
Todo el esfuerzo pesquisidor de García Domínguez hubiera culminado en un fracaso de no ser por el activismo de Ángel Buendía, que durante los meses de aparente letargo permaneció en constante comunicación con el fiscal especial. Cuando su titular se preparaba para entregar sus activos al nuevo gobierno, el menor de los Buendía se abrió paso hasta el presidente electo, de quien obtuvo el ofrecimiento de que continuaría el trabajo de la fiscalía con García Domínguez al frente. La oferta se concretó con el respectivo nombramiento oficial, expedido el 3 de diciembre de 1988, apenas dos días después de la rumbosa toma de posesión de Salinas.
Claramente cuestionado por la forma en que ganó la presidencia, Salinas emprendió un programa de legitimación que recorrió varias vías. Convino con el PAN una reforma electoral que incluyó nuevos órganos en esa materia, y actuó contra centros neurálgicos de poder político que se habían creado como parte del sistema priista pero concentraban la crítica de amplios sectores de la sociedad.
Tan pronto como llegó a Los Pinos puso en práctica el plan que ya había condenado a la desaparición al cacicazgo petrolero tradicional. En enero de 1989 un aparatoso dispositivo militar y policiaco arrestó en su casa de Ciudad Madero a Joaquín Hernández Galicia, la Quina. Se le imputaron diversos delitos, por lo que tuvo que purgar pena de prisión. La dirección sindical, sometida al viejo dirigente tamaulipeco, fue doblegada y se convirtió de subordinada en partícipe de la destrucción del poder personal de la Quina. De ese modo, asegurando el control del sindicato que contrata con Pemex, Salinas dio cuenta de sus intenciones respecto de poderes sociales ajenos al gobierno.
Una operación semejante desbancó del liderazgo magisterial al profesor Carlos Jonguitud Barrios. A diferencia de la Quina, al dirigente de los maestros no se le imputaron delitos, no fue juzgado ni entró en la cárcel. Pero se le privó del poder que mediante un golpe de mano había adquirido en 1972 y ejercido con mano dura. El mecanismo fue análogo al establecido para defenestrar a la Quina. Una dirigente seccional, que con el auspicio del propio Jonguitud llegó al Comité Nacional, fue la encargada de reemplazarlo. Elba Esther Gordillo, que había establecido nexos propios con el equipo de Salinas, se instaló en la dirección de un gremio al que domina mediante una gran variedad de instrumentos y que le ha permitido construir un poder inmenso.
Ese clima de real o aparente combate a impunidades ofensivas para la sociedad fue propicio para que los grupos de periodistas que durante años habían pugnado por hallar y castigar al asesino de Manuel Buendía emprendiera un nuevo esfuerzo en esa dirección. Cuando se aproximaba el quinto aniversario de la caída del periodista el semanario Proceso dedicó reportajes en dos números sucesivos —del 15 y el 22 de mayo— a información que se resumía en la expresión “Todo implica a Zorrilla”. En la víspera misma del aniversario, el 29 de mayo, Rogelio Hernández logró un producto semejante en Excélsior.

Apéndice
El crimen de Estado

Tomás Tenorio Galindo
A petición de Miguel Ángel Granados Chapa en 2010 solicité al Tribunal Superior de Justicia del Distrito Federal el expediente judicial del asesinato de Manuel Buendía, que en 27,105 páginas distribuidas en 57 tomos contiene las causas penales 104/89 y 107/89 contra José Antonio Zorrilla Pérez y los cuatro agentes de la Dirección Federal de Seguridad que también fueron acusados de participar en el homicidio del periodista: Juan Rafael Moro Ávila, Juventino Prado Hurtado, Raúl Pérez Carmona y Sofía Marysia Naya Suárez. Por lo voluminoso del expediente y lo sinuoso del trámite, después de algunos tropiezos burocráticos optamos por reducir la solicitud a una muestra de tres mil páginas, centradas en los contenidos generados durante 1989 y las conclusiones ministeriales. El material nos fue entregado en junio y agosto de 2011. Este apéndice fue preparado principalmente a partir de la revisión de esas tres mil páginas.

“Operación Noticia”

Después de cinco años de impunidad, la presión pública arrancó a Carlos Salinas de Gortari el compromiso de actuar contra los homicidas de Manuel Buendía y el 7 de junio de 1989, en la ceremonia del Día de la Libertad de Prensa, el presidente hizo un pronunciamiento que habría de convertirse en el preámbulo de la detención de José Antonio Zorrilla Pérez, acusado de ordenar el crimen.

Ilustración de César Martínez para “El Libro Rojo”, vol. IV.
Terminó así una etapa dominada por el encubrimiento y la protección que el gobierno de Miguel de la Madrid dio a Zorrilla, y empezó otra, que aún no acaba, dominada por la incertidumbre sobre el origen, los responsables y los móviles reales del asesinato. Las sospechas
de que en la conspiración para matar a Buendía pudieron haber estado involucrados también los superiores de Zorrilla —el ex secretario de Gobernación Manuel Bartlett Díaz y el ex presidente De la Madrid— se profundizaron con la captura del ex jefe de la Dirección Federal de Seguridad.
El origen de la desconfianza se halla en el comportamiento falaz adoptado por el gobierno y particularmente por el exsecretario de Gobernación, que por cuanto a él se refiere se prolonga hasta la fecha. El hecho de que oficialmente fuera obstruida la posibilidad de ampliar la investigación lesionó el crédito que la justicia había obtenido con la detención del grupo criminal y exhibió la intención de dirigir la ley exclusivamente contra Zorrilla y los responsables materiales del homicidio.[17]
Las acusaciones que ya para esas fechas se incubaban en Estados Unidos por la presunta protección que el gobierno de Miguel de la Madrid brindó a capos del narcotráfico —en las que se involucraba a Bartlett y al ex secretario de la Defensa Nacional, el general Juan Arévalo Gardoqui— no hicieron sino avivar la percepción pública de que el homicidio de Buendía pudo haberse originado en una decisión del gobierno y no en la mente de un funcionario desquiciado por la corrupción. En ese contexto dijo Salinas de Gortari ante los periodistas:
Otorgaremos la máxima seguridad a aquellos que expresan su pensamiento y el pensamiento de los demás y se castigará con toda la fuerza de la ley a quienes atenten contra ellos. No cerraremos investigación alguna en proceso, particularmente en el caso del asesinato del distinguido periodista Manuel Buendía ocurrido ya hace cinco años. Redoblaremos la investigación. Y esta semana, el procurador general del Distrito Federal y el procurador especial designado para este caso presentarán públicamente un balance de la investigación.
Expresado el compromiso presidencial, como por arte de magia sólo bastaron seis días para que el exdirector federal de Seguridad fuera arrestado el 13 de aquel mismo mes en uno de sus domicilios de las Lomas de Chapultepec. Brotaron entonces los detalles de la “Operación Noticia”, el plan urdido por Zorrilla para ultimar al columnista y manipular la investigación. Los testimonios y las pruebas contra el director y los agentes de la DFS que consumaron el crimen resultaron abrumadores.
Detenido días después que su exjefe, el comandante Juventino Prado Hurtado confirmó que la orden del asesinato de Buendía la dio Zorrilla. Se la dio a él, quien reclutó a los ejecutores y puso en marcha el mecanismo criminal. También ofreció abundantes datos sobre el pantano de corrupción y la penetración del narcotráfico en la DFS, fenómenos que conocía muy bien porque Prado había sido el encargado de la Brigada Especial, el cuerpo heredero de la Brigada Blanca y responsable de las operaciones de mayor importancia o de interés para Zorrilla.
Prado rindió su declaración el 24 de junio de 1989, y aunque ya lo había hecho oficialmente en diciembre de 1987 y enero de 1988, no reveló la “verdad” sino hasta que Zorrilla estuvo preso.[18] Dijo que a las tres de la tarde del 30 de mayo de 1984 recibió en su oficina un telefonazo de Zorrilla por la red interna, “quien le dijo textualmente ‘no retires a tu personal, estate pendiente’ […] por lo que informó de ello a su gente que eran entre unos cuarenta a cuarenta y cinco elementos, entre los que estaba Juan Rafael Moro Ávila que tenía el cargo de agente y a quien le tenía mucha confianza”.

Manuel Buendía, cuando fue director de La Prensa.
Moro Ávila dirigía a su vez a un pequeño grupo de agentes de la DFS, que se distinguían porque se desplazaban en motocicletas. Relató Prado que a las tres y media de la tarde recibió otra llamada de Zorrilla, quien le ordenó subir a su oficina. Allí, Zorrilla dijo a Prado: “Mira, necesito una persona de mucha confianza, ¿tienes a alguien?” El comandante contestó que sí, y Zorrilla continuó: “Se trata de darle en la madre al periodista Manuel Buendía, ¿te acuerdas de él?” “Sí”, respondió Prado, quien había visto al periodista en visitas que éste había hecho a la sede de la DFS, y le propuso encargar el crimen a Moro Ávila, pues era “ágil” y “podía muy bien moverse en su motocicleta”.
La narración de Prado asegura que Moro —perteneciente al círculo de Zorrilla, a quien incluso enseñaba a conducir motocicleta— fue llamado también a la oficina de Zorrilla, quien le dijo: “Mira, se trata de un asunto muy delicado, se necesita mucha discreción”. “Sí, señor, lo que usted ordene”, contestó Moro. Y Zorrilla repitió la orden: “Se trata de darle en la madre al periodista Manuel Buendía”. Moro se habría sorprendido por la orden, pero no se negó a ella. Zorrilla le explicó cómo habría de realizar su misión: “Tú con la moto y la otra persona de confianza que conozcas y sepas que sabe disparar, vas a su oficina y esperas a que salga, que es como a las dieciocho horas, y entonces lo matan”. Incluso le habría dicho: “Tengan mucho cuidado”.
A la pregunta de Zorrilla sobre a quién llevaría para disparar contra el periodista, Moro respondió que al Negro o al Chocorrol, José Luis Ochoa Alonso, quien sin pertenecer a la DFS ejercía como ayudante de Moro en calidad de “madrina”. A las cuatro y media de la tarde Prado y Moro salieron de la oficina de Zorrilla. El primero regresó a su propia oficina y Moro se fue a “checar el lugar”. Prado salió luego a “comer unos tacos” y regresó en el momento en que Zorrilla y Alberto Estrella, subdirector de la DFS, subían con urgencia al automóvil del primero para trasladarse al lugar del asesinato de Buendía, donde pondrían en escena la falsa investigación.
En realidad los preparativos del asesinato relatados por Prado pudieron no haber ocurrido el 30 de mayo, o no en las horas que él dijo ni de la manera improvisada que contó, pues de acuerdo con la versión del chofer de Zorrilla, aquel día alrededor de las tres de la tarde llevó al funcionario a comer al restaurante Champs Élysées, no muy lejos de las oficinas de la DFS, que estaban en la Plaza de la República. Zorrilla fingiría después no recordar el dato, pero admitió que era muy probable que, en lugar de estar en su oficina en las horas en que según Prado habló con él y con Moro, estuviera en el restaurante. Ya sea que el responsable de la DFS haya impartido desde el Champs Élysées o desde su oficina sus instrucciones para la ejecución, es obvio que aquel día solamente repasó con sus allegados los últimos detalles del plan, pues desde semanas atrás Zorrilla mantenía vigilancia sobre Buendía con el señuelo de brindarle protección. Con esa intención incluso consiguió un departamento muy cerca de las oficinas del periodista, situadas en Insurgentes 58. Desde allí observaban los movimientos de Buendía. Como haya sido, este hecho confirma que en todo momento Zorrilla y sus cómplices tuvieron la intención de engañar y confundir.
Formalmente, Zorrilla se enteró del crimen alrededor de las siete de la tarde por una llamada telefónica de Luis Soto Ortiz, hecha momentos después del atentado, perpetrado a las 18:45. Se ignora cuál habría sido la conducta de Zorrilla de no haber recibido esa llamada, pero el hecho es que le proporcionó una coartada para explicar su rápida presencia en la escena del crimen, aunque a la larga también parece haber sido la soga en la que quedó enredado. Soto, entonces secretario particular de Buendía y más tarde prominente columnista político, había sido alertado como a las 18:50 por Juan Manuel Bautista, el joven ayudante del periodista que presenció su muerte.
“Luis, le dispararon al señor Buendía”, le dijo Bautista. A continuación Soto avisó a Zorrilla, confiado en la amistad que supuestamente existía entre el periodista y el jefe de la policía política mexicana. “Lo único que se me ocurrió fue llamar al que era su mejor amigo en la policía: Zorrilla”, explicaría. Le dijo que habían disparado contra el periodista. El titular de la DFS se comunicó con el secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, para ponerlo al tanto del acontecimiento y solicitarle instrucciones. “¿Mando gente o voy?”, le preguntó Zorrilla. “Ve y me avisas”, le habría dicho Bartlett, según la primera declaración ministerial hecha por Zorrilla el 4 de marzo de 1988 ante la fiscalía especial del caso, aquella en la que el ex funcionario fue interrogado desde las 12:20 horas hasta las 3:45 del día siguiente.
Tirado el cuerpo de Buendía en la banqueta —recordó Prado—, Zorrilla le dijo: “Trata de aparentar que el curso de las investigaciones llevara un curso normal, como si de veras estuvieran investigando”. Para aparentar que iban en auxilio de la víctima, Zorrilla ordenó también que una ambulancia y un médico de la DFS se trasladaran con él a la avenida Insurgentes. Fue ese médico el que le confirmó que Buendía estaba muerto.
Zorrilla habló desde el teléfono de su automóvil a la casa del periodista. La esposa de Buendía, Dolores Ábalos Lebrija, no estaba, por lo cual fue uno de sus hijos, Juan Manuel, quien recibió el mensaje del “percance” sufrido por su padre. Poco más tarde la señora Ábalos llegó con su hijo al lugar en que todavía reposaba el cuerpo de su esposo y fue recibida por Zorrilla, a quien la señora no conocía ni había visto nunca. Ya estaban allí numerosos amigos de Buendía. Zorrilla se llevó a la esposa y al hijo de Buendía a sus oficinas en la DFS, donde la señora recibió asistencia médica, y tomó las disposiciones para el velorio y el entierro. Más tarde, en el velatorio, recibiría Zorrilla la orden del presidente De la Madrid de hacerse cargo de la investigación.
La “Operación Noticia” fue supervisada por el comandante Raúl Pérez Carmona, segundo de Prado en el mando de la Brigada Especial, quien realizó esa tarea desde “un lugar cercano al despacho de Manuel Buendía”, que era el departamento u oficina del edificio ubicado en Havre 41 que había sido habilitado para ese fin. A ese edificio habría de regresar Zorrilla la noche misma del 30 de mayo, entre las 22:45 y las 23:00 horas, quizá con el propósito de revisar los detalles para la desaparición de evidencias. Pese al testimonio de Prado, Pérez Carmona habría de declarar después que él no participó de ningún modo en el homicidio porque la mañana de ese día se había lastimado la rodilla izquierda durante la persecución de un delincuente y había preferido permanecer en su casa. Pero, de acuerdo con Prado, en esa tarea Pérez Carmona estuvo acompañado por la agente Sofía Naya Suárez. Los tres, con Moro y Zorrilla, serían aprehendidos cinco años después y condenados por el crimen.
Dos días después del asesinato, Prado fue también el encargado de revisar los archivos de Buendía, con la misión de “checar en esos documentos que encuentres que no haya nada relacionado con la Dirección Federal, conmigo y con el narcotráfico, y en caso de que encuentres algo lo escondes a ver cómo, y te lo traes”, según la precisa instrucción dictada por Zorrilla.
Para simular que investigaba, Prado localizó las carpetas que contenían información sobre los tecos de la Universidad de Guadalajara y simuló concederles calidad de pistas. También se llevó la agenda del periodista. Otros agentes se llevaron más documentos del archivo de Buendía, unas cincuenta carpetas que fueron metidas en tres cajas y trasladadas a un domicilio particular de Zorrilla situado en la calle Cerro de la Miel, en la colonia Romero de Terreros. Entre las carpetas sustraídas iba la que correspondía a la DFS, que contenía al menos una carta en la que se denunciaban hechos comprometedores para Zorrilla.
Prado informó que tres días después del homicidio, cerca de la DFS se topó con Moro, “quien le dijo que todo estaba bien, que no hubo problema y que el Negro se iba a desaparecer por un rato”. En realidad el Negro Ochoa Alonso no se “desapareció”, sino que semanas después del 30 de mayo fue asesinado por otros agentes de la DFS, con objeto de silenciarlo por órdenes de Zorrilla. Para matarlo fue aprovechado, o fue montado ex profeso, un episodio en el que Ochoa Alonso figuró como secuestrador de un ingeniero presuntamente amigo de Miguel Nazar Haro, quien habría pedido a Zorrilla resolver el plagio. La ejecución tuvo lugar cuando Ochoa Alonso supuestamente se disponía a cobrar veinte millones de pesos a la familia del secuestrado. Fue descubierto por los agentes de la DFS y muerto a balazos en el sur de la Ciudad de México, el 11 de julio de 1984. Según lo que se dijo, le fue encontrada una credencial de la DFS que tenía su fotografía sobrepuesta.
Pero no fue Ochoa Alonso quien disparó y mató a Buendía. El homicida fue Moro, aunque éste inculpó a su “madrina”. Según la declaración ministerial de Moro, rendida el 20 de junio de 1989, recibió órdenes del comandante Pérez Carmona y su participación en los hechos se limitó a llevar en su motocicleta al Negro una vez consumado el asesinato. En una versión distinta de la de Juventino Prado, Moro dijo que la mañana del 30 de mayo Pérez Carmona lo puso al tanto de la “Operación Noticia” y le pidió que “estuviera muy pendiente en la tarde y que estuviera cerca de las oficinas”, porque iban a “callar a un cabrón”. Dijo que como a las cuatro de la tarde comía en un restaurante cercano a la sede de la DFS cuando recibió órdenes del comandante Prado para que él y los agentes Federico Grediara y Rubén Isaías se trasladaran en sus motocicletas a la avenida Insurgentes a la altura de la calle Hamburgo, donde recibirían más órdenes. Al llegar ya estaba Pérez Carmona en ese lugar, quien le ordenó trasladarse a la calle de Havre, a la altura de Liverpool, con la indicación de que “pase lo que pase ahí espere a una persona circulando sobre Insurgentes”. Dijo que al avanzar unos cuantos metros sobre Havre escuchó varias detonaciones de arma de fuego y que en ese momento atravesó Londres y a la mitad de esta calle y Liverpool detuvo la motocicleta y dio indicaciones a sus dos acompañantes de esperar. En ese instante, de “forma repentina una persona sube a su motocicleta atrás de él”, y con voz muy agitada le dijo: “¡Ya estuvo, vámonos!” Era Ochoa Alonso, dijo Moro. Y huyeron. A cuatro cuadras, frente “a un hotel de mala muerte”, Ochoa Alonso le dijo a Moro: “Déjame quedar aquí, al fin ya estuvo”, y se bajó. Según Moro, de inmediato regresó al sitio del asesinato.
La versión que Moro ofreció a las autoridades sobre su participación en el homicidio fue desmentida por los testigos que lo vieron disparar a Buendía. Juan Manuel Bautista lo identificó plenamente, pues lo vio directamente a la cara. Bautista también vio a Moro poco tiempo después del crimen, en el lapso de tres meses en que permaneció custodiado por agentes de la DFS en el hotel Palace, mientras el agente entraba como si nada a las oficinas de la Federal de Seguridad.
También fue reconocido por otra testigo, quien lo identificó y aportó el dato de que, cuando Moro disparó a Buendía, pudo darse cuenta de que iba maquillado con un tono oscuro, seguramente para confundirse con el Chocorrol.
En realidad fue Ochoa Alonso quien condujo la motocicleta de Moro. Y, según los diversos relatos, Moro en efecto tuvo la desfachatez de regresar momentáneamente a la escena del crimen, donde su presencia pasó inadvertida entre los numerosos agentes de la DFS y entre las motocicletas que varios de ellos conducían.

Antecedentes: un mayo turbio

“Retírate de lo que estás haciendo, vete, sal del país, estoy enterado de muchas cosas, vete…”, le dijo Manuel Buendía por teléfono a José Antonio Zorrilla quince días antes de su asesinato, de acuerdo con el testimonio que la viuda del periodista, Dolores Ábalos, rindió ante el juez el 7 de febrero de 1990.
Zorrilla llamó a la casa de Buendía a una hora insólita: las cuatro de la madrugada, probablemente del 14 de mayo. Ese día el periodista publicó la segunda columna que aquel mes dedicaría al tema del narcotráfico, en la que advertía acerca del involucramiento de funcionarios públicos en el negocio de los estupefacientes y caracterizaba el problema como un asunto de “seguridad nacional”. Dado que disponía de un aparato para recolectar información, no resulta sorprendente que Zorrilla hubiera sido informado a esa temprana hora del contenido de la columna “Red privada”, y tampoco que despertara al autor, si recordamos la supuesta cercanía entre ambos.
La conversación entre el columnista y el titular de la Dirección Federal de Seguridad fue ruda, pues Buendía estaba “muy molesto”, dijo palabras “altisonantes” y le colgó al funcionario. Su esposa le preguntó qué había sucedido, y Buendía contestó que Zorrilla estaba en “bastantes dificultades” por sus nexos con el narcotráfico. El conflicto que se puso de manifiesto en esa llamada no se explica sino por las dos columnas de Buendía sobre el narcotráfico. Una apareció el 4 y la otra el 14 de mayo.
La conversación entre el columnista y el titular de la Dirección Federal de Seguridad fue ruda, pues Buendía estaba “muy molesto”, dijo palabras “altisonantes” y le colgó al funcionario. Su esposa le preguntó qué había sucedido, y Buendía contestó que Zorrilla estaba en “bastantes dificultades” por sus nexos con el narcotráfico.
En la del día 4 el periodista reprodujo la carta pública firmada por los nueve obispos del Pacífico Sur, en la que advertían al gobierno federal sobre la expansión del narcotráfico en aquella región y contradecían los “tranquilizantes informes del procurador general de la República respecto al éxito de sus campañas contra los estupefacientes”, como escribió Buendía. Por lo menos un párrafo de los transcritos planteaba explícitamente el tema de la corrupción y la complicidad de funcionarios públicos en la producción y tráfico de drogas. Es el siguiente: “Pero tampoco se puede explicar el poder tan grande que tienen las mafias en nuestra región, y la impunidad y descaro con que actúan despreciando las leyes nacionales, si no se supone que existe en este negocio complicidad, directa o indirecta, de altos funcionarios públicos a nivel estatal y federal…”. En la segunda Buendía hizo énfasis en la complicidad de “altos funcionarios” con el tráfico de drogas e invocó la intervención del procurador general de la República y del secretario de la Defensa ante la gravedad de la denuncia de los obispos, pues sostuvo que “este asunto involucra la seguridad nacional”.[19]
Sin embargo, el choque con Zorrilla no es el único antecedente a tomar en cuenta para comprender el contexto en que se produjo la muerte de Buendía. Luis Soto relataría que “a raíz de la carta pastoral de los obispos del Pacífico, sobre la situación del narcotráfico en varios estados, don Manuel fue a ver a su amigo Juan Arévalo Gardoqui [secretario de la Defensa], a quien llamaba Gordo. Eso fue unas dos semanas antes del asesinato. Luego, a los pocos días, le hizo una segunda visita”.[20]
De acuerdo con Soto, Arévalo Gardoqui era amigo de Buendía, como lo era Zorrilla y como lo había sido el expresidente José López Portillo —con quien llegó a practicar tiro en el Campo Militar núm. 1, pero esas relaciones eran cuidadosamente acotadas por el periodista y a ninguno le confiaba lo que se disponía a publicar. De manera que las visitas que Buendía hizo al secretario de la Defensa debieron tener el propósito de confirmar u obtener más información acerca de los temas que investigaba en ese momento. Y el nombre de Arévalo Gardoqui pudo haber sido también motivo de interés para el columnista, porque un hijo del general había sido involucrado con el narcotráfico y detenido recientemente en Sonora.
Buendía se proponía continuar con el tema del narcotráfico. Lo confirmó el periodista Carlos Ferreira Carrasco, llamado por las autoridades a proporcionar su testimonio. Ferreira dijo que días antes del asesinato —el 17 de mayo— se había reunido con el columnista acompañado de otros tres periodistas, todos amigos suyos, y que Buendía les dijo que “él tenía alguna información que iba a corroborar con el entonces director federal de Seguridad, licenciado José Antonio Zorrilla Pérez”. No les dio detalles pero sí les aseguró que se trataba de información “en relación con el tema de funcionarios públicos relacionados con narcotraficantes”. Seguramente nada de lo anterior pasó inadvertido para el director de la Federal de Seguridad, que seguía de cerca los pasos del periodista.
Era sabido que Buendía y Zorrilla mantenían una relación frecuente, de “amigos”, pero igual que Luis Soto, la señora Ábalos explicó que eso no significaba que entre ellos existiera confianza o intimidad. Zorrilla nunca había visitado a Buendía en su casa, ni éste había ido a la suya. En vida, el propio Buendía había definido su relación con Zorrilla como de “intercambios convenientes y de respeto recíproco”.[21] A pesar del incidente de la madrugada, o justamente por ello, el 31 de mayo Buendía iba a comer con Zorrilla.
Buendía grababa algunas de sus conversaciones telefónicas, incluidas las que tenía con Zorrilla, y es posible que la plática de la madrugada haya sido grabada. Y si no fue así, otras sí fueron grabadas, pues dos semanas más tarde, ya muerto Buendía, Zorrilla se esmeraría en localizar en las oficinas del periodista grabaciones de esa naturaleza. Luis Soto confirmó ese hecho y relató que presenció cómo Zorrilla escuchó una grabación en la que el director de la Federal de Seguridad le manifiesta a Buendía su preocupación “por la denuncia que anónimamente habían realizado algunos miembros de esta corporación”. Esa grabación fue parte de los documentos del archivo de Buendía que desaparecieron en manos del director y agentes de la DFS. Zorrilla personalmente se encargó de esa operación. Extraía del escritorio de Buendía las cintas, las escuchaba y se guardaba en los bolsillos las que le importaban, mientras los agentes de la DFS revisaban y guardaban documentos.
Entre otras fuentes, información sobre los nexos de Zorrilla con el narcotráfico había sido proporcionada a Buendía por José Luis Esqueda Gutiérrez, el antiguo amigo de Zorrilla que en 1984 trabajaba en la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales de la Secretaría de Gobernación. Está documentado que Esqueda le hizo llegar al columnista por lo menos tres sobres con información sobre los vínculos de Zorrilla y la DFS con el narcotráfico, información contenida en las carpetas que Zorrilla mandó sustraer del archivo de Buendía.[22]

Rancho fantástico, corrupción desaforada

Es probable que la información de que disponía Buendía fuera más allá del nombre de Zorrilla y de la DFS. Quizá poseía indicios sobre la existencia del rancho El Búfalo, propiedad de Rafael Caro Quintero, y la protección que agentes de la DFS y efectivos del ejército le brindaban para producir allí mariguana en una escala de miles de toneladas. El Búfalo estaba situado en Chihuahua y tenía una extensión de más de tres mil hectáreas, todas dedicadas a la siembra de mariguana con tecnología de avanzada. Su operación ordinaria requería de unos diez mil trabajadores, pero en época de cosecha era necesaria la participación de hasta treinta y siete mil. Con su gigantismo, sólo podía estar en producción gracias a la protección que recibía, la cual se terminó en noviembre de 1984. Su descubrimiento y desmantelamiento darían lugar el año siguiente al asesinato de un agente de la DEA, Enrique Camarena Salazar, y del piloto Alfredo Zavala Avelar, lo que a su vez desencadenaría una crisis en las relaciones entre los gobiernos de los Estados Unidos y México.
Washington responsabilizó del crimen a los tres jefes del narcotráfico y acusó de contubernio a la Dirección Federal de Seguridad. Posteriormente, en el curso de las investigaciones, Estados Unidos elevó la mira en sus señalamientos e involucró en el hecho a Manuel Bartlett, entonces secretario de Gobernación; al general Juan Arévalo Gardoqui, secretario de la Defensa Nacional…
Camarena Salazar localizó el rancho y la DEA presionó al gobierno mexicano para destruir el enorme sembradío de mariguana. No tardó mucho tiempo Caro Quintero en averiguar el origen de esa pérdida, y en complicidad con Ernesto Fonseca Carrillo y Miguel Ángel Félix Gallardo ordenó el secuestro del agente de la DEA, que se realizó el 7 de febrero de 1985 en Guadalajara. Su cadáver fue encontrado un mes después en el rancho El Mareño, de Michoacán. Washington responsabilizó del crimen a los tres jefes del narcotráfico y acusó de contubernio a la Dirección Federal de Seguridad. Posteriormente, en el curso de las investigaciones, Estados Unidos elevó la mira en sus señalamientos e involucró en el hecho a Manuel Bartlett, entonces secretario de Gobernación; al general Juan Arévalo Gardoqui, secretario de la Defensa Nacional, y a Enrique Álvarez del Castillo, quien era gobernador de Jalisco en el momento de los acontecimientos y después fue procurador general de la República en el gobierno de Carlos Salinas de Gortari.
Nada de lo anterior se sabía cuando Buendía fue acribillado y sería pretencioso dar por hecho que él llegaría a revelarlo. Pero no hay duda de que había empezado a jalar las hebras de esa información, lo cual provocó el susto de Zorrilla, o de Zorrilla y sus representados.
Para dar una idea de las dimensiones que alcanzó la corrupción y las relaciones de la DFS con el narcotráfico, debemos citar otra vez al comandante Juventino Prado, quien dijo que él personalmente solía entregar a Zorrilla “unos tres o cuatro millones de pesos mensuales” provenientes “de los asuntos que se veían en la brigada”. Esos “asuntos” eran casos de secuestro y tráfico de drogas, precisó el comandante, quien obedecía órdenes de manejarlos “de la mejor manera”. Prado se quedaba con otros tres o cuatro millones de pesos, y otra tajada era repartida entre los agentes que integraban la Brigada Especial. También dijo que los demás comandantes de la DFS entregaban igualmente a Zorrilla portafolios con dinero, entre ellos Rafael Aguilar Guajardo, Rafael Chao López, Daniel Acuña Figueroa y José Abisael Gracia, “quienes lo visitaban cada quince [o] cada mes llevándole dinero”, el cual trasladaban desde sus plazas, los tres primeros en la frontera norte, donde estaban a cargo de perseguir el tráfico de drogas, y el cuarto desde Veracruz.
Otros testimonios incluyen en esa lista a Tomás Morlett Bórquez y a Federico Castell del Oro, este último comandante de la DFS en Guadalajara y señalado para ese efecto como el más asiduo de todos a la oficina de Zorrilla. Detenido en Manzanillo el 3 de julio de 1989, Rafael Chao López fue igualmente preciso al declarar que él entregaba a Zorrilla entre ocho y diez millones de pesos cada mes, y que en el lapso en que éste estuvo al frente de la DFS lo hizo en doce ocasiones. Con esa suma se podían comprar en aquellos tiempos hasta diez automóviles de lujo. Por proteger El Búfalo, Zorrilla recibió cinco millones de dólares, según Chao López, quien tenía motivos para saberlo porque él fue el vigilante de aquel increíble rancho.
Javier Ortiz García, también agente de la DFS y comisionado para prestar servicios en la casa de Zorrilla en el Pedregal de San Ángel, no fue menos categórico al rendir declaración sobre las relaciones de su ex jefe con los capos de las drogas. Su testimonio contribuyó a hundirlo. En palabras de Ortiz García,
el capitán Ezequiel Vera, subdirector operativo de la corporación, relacionó al licenciado Zorrilla con los narcotraficantes del norte del país, entre éstos el señor Rafael Caro Quintero, quien en algunas ocasiones montó a caballo con el licenciado José Antonio Zorrilla Pérez en el Lienzo Charro del Pedregal, y esta persona al igual que los comandantes también le entregaba un portafolios conteniendo al parecer dinero en efectivo porque se le había proporcionado una credencial como miembro efectivo de la corporación y también por otros servicios de apoyo a sus actividades en el narcotráfico del norte de la República,
es decir, la vigilancia prestada por agentes de la DFS en el rancho El Búfalo.
Según lo que Ortiz García vio, “Rafael Caro Quintero le regaló [a Zorrilla] un Grand Marquis de color gris, blindado, y un caballo retinto, el cual se lo llevó el licenciado Zorrilla al Campo Militar núm. 1 donde acudía en algunas ocasiones a montar a caballo”. Dijo además que, aproximadamente quince días después del asesinato de Buendía, “se percató de que en el despacho del licenciado Zorrilla, en su domicilio, se encontraban sobre el escritorio dos carpetas de piel color rojo, lisas, una de ellas al parecer tamaño carta y otra del doble de tamaño, enterándose de que al parecer habían pertenecido a Manuel Buendía”. Esas carpetas permanecieron en el escritorio de Zorrilla durante un mes y después desaparecieron.
Por otra parte, los legajos del proceso contra Zorrilla contienen un testimonio que surgió dentro de la DFS y que desde diciembre de 1987 señaló a Zorrilla como protector de narcotraficantes y autor intelectual del homicidio de Buendía. Se trata de la declaración que rindió Roberto Velázquez Genis, fotógrafo de la corporación, quien narró que a mediados de 1984 el director de la DFS lo mandó llamar a su oficina y lo acusó de ser el homicida de Buendía, por el parecido que le atribuyó con el retrato hablado que se había elaborado del ejecutor del crimen. En su papel de incriminar a otros y localizar un chivo expiatorio, Zorrilla le dijo: “Tú fuiste el que mataste a Buendía, estás en casa, háblame derecho, yo te puedo ayudar, mira, allá afuera te van a chingar, mejor dime la verdad”. Velázquez Genis negó la imputación, y la maniobra de Zorrilla fracasó. Pero provocó la indignación del empleado de la DFS, que por su cuenta empezó a preguntar entre los agentes quién pudo haber mandado matar a Buendía. Su indagación personal tuvo tal resultado, que el 21 de diciembre de 1987 pudo declarar ministerialmente
que el autor intelectual del homicidio del periodista Manuel Buendía lo fue el licenciado José Antonio Zorrilla Pérez, debido a que esta persona estaba muy mezclada en el narcotráfico y percibía fuertes cantidades de dinero por este concepto, e incluso algunos agentes de la Brigada Especial, de la absoluta confianza del licenciado Zorrilla Pérez, trabajaban como narcotraficantes y Manuel Buendía tenía ya bastante información al respecto y el licenciado Zorrilla Pérez temía que la publicara.
Velázquez Genis concluyó su declaración con el dato de que él le tomó a Caro Quintero, en las instalaciones de la DFS, la fotografía que fue empleada en la credencial que Zorrilla le extendió al narcotraficante y que éste emplearía para escapar de un cerco policial en el aeropuerto de Guadalajara en marzo de 1985.

Zorrilla, Bartlett y De la Madrid

Encarcelado Zorrilla, la fiscalía especial declaró el 1 de julio de 1989 prácticamente cerrado el caso y exculpó de todo vínculo con el crimen a cualquier otro funcionario del gobierno del presidente Miguel de la Madrid, incluido él mismo y su secretario de Gobernación, Manuel Bartlett, quien para esas fechas despachaba como secretario de Educación en el gobierno de Salinas de Gortari. En realidad el fiscal Miguel Ángel García Domínguez no investigó más allá de Zorrilla y la DFS.
Con el paso del tiempo, mientras en el proceso abierto en Estados Unidos por el caso Camarena se formulaban cargos contra Bartlett, Arévalo Gardoqui y Álvarez del Castillo por sus presuntos vínculos con ese asesinato y por supuestamente haber recibido dinero del cártel de Guadalajara, el gobierno de México obraba en sentido contrario. En un par de ocasiones, ya concluida su gestión al frente de la Sedena, el general Arévalo Gardoqui negó las versiones que lo vinculaban al homicidio de Camarena. “Son mentiras todo lo que se ha dicho de mí”, dijo exasperado el 12 de junio de 1990. Dos años después, al arreciar las imputaciones en Los Ángeles, consideró necesario subrayar su rechazo a las acusaciones mediante una carta al Ejército en la que sostuvo que “resulta absurdo que acreditados criminales puestos a sueldo por algo que se autollama justicia quieran intentar destruir a través de ataques a mi persona, a la tradición de apego al deber de las instituciones militares y socavar los cimientos morales y el prestigio de la nación”.[23]

Los viejos tiempos… Bartlett y De la Madrid.
El mismo día en que se hizo pública la carta de Arévalo Gardoqui por los señalamientos provenientes de Estados Unidos, la Procuraduría General de la República emitió un comunicado para dejar establecida la inocencia de todos los exfuncionarios involucrados por la justicia estadounidense en el asesinato de Camarena: “La Procuraduría General de la República no exculpa a nadie del caso Camarena, mucho menos a los ex servidores públicos, ya que ellos no tienen culpa alguna. Hasta este momento no sólo existe la presunción de inocencia, sino que son ajenos a los hechos y nadie los ha acusado o involucrado”, dijo la PGR. Sostuvo que, “con motivo del juicio aludido, se efectuó una profunda investigación para el debido esclarecimiento de lo acontecido, sin que de ello derivaran responsabilidades para personas distintas de las consignadas”, por lo que, “en esa virtud, se estimó que, conforme a nuestra legislación, no existe base alguna para formular nuevas consignaciones por el homicidio mencionado y los hechos que lo rodearon”.
A continuación recordó que estaban en la cárcel por ese asesinato trece personas, doce de las cuales estaban ya condenadas a cuarenta años de prisión, y el otro, Miguel Ángel Félix Gallardo, estaba por recibir sentencia. Hacía dos años que en la Corte de Los Ángeles estaban sometidos a juicio Rubén Zuno Arce, cuñado del expresidente Luis Echeverría, y el médico mexicano Humberto Álvarez Machain por su presunta participación en la muerte de Camarena. Álvarez Machain había sido raptado en México por agentes estadounidenses y llevado a la fuerza a Los Ángeles, lo que suscitó otro escándalo y provocó una nueva crisis en las relaciones bilaterales. Eso permitió a la PGR descalificar el juicio por sus vicios de origen:
Vicio jurídico, porque se funda en un procedimiento ilegal; vicio político, porque la Corte Suprema de los Estados Unidos ha tomado en cuenta factores políticos para admitir como legal la actuación extraterritorial de las autoridades norteamericanas, y vicio moral, porque se da credibilidad al dicho de testigos pagados y con antecedentes penales.[24]
Además del anterior beneficio, Bartlett recibiría poco después la exoneración y el respaldo público del presidente Salinas de Gortari. Cuando el exsecretario de Gobernación asumió la gubernatura de Puebla, después de haber ejercido la titularidad de la Secretaría de Educación, Salinas de Gortari acudió a la toma de posesión y dio fe allí, en medio de la ofensiva estadounidense, de la honestidad del nuevo gobernador. Para mayor significado, en la ceremonia estuvo presente el embajador estadounidense John Dimitri Negroponte, ante quien Salinas dijo: “Tengan ustedes la seguridad de que Puebla cuenta con el firme apoyo del gobierno de la República”.[25]

Bartlett, con Salinas de Gortari.
Para Bartlett, su involucramiento en el asesinato de Enrique Camarena y las acusaciones interpuestas en Estados Unidos por sus presuntos nexos con el narcotráfico de los años ochenta no son sino calumnias y una maniobra sucia contra México.[26] Pero a pesar de la pasividad con que fueron tratados los señalamientos contra el gobierno de De la Madrid en Estados Unidos, de la exoneración de la PGR y del respaldo que el presidente Salinas de Gortari dio a Bartlett, lo cierto es que las acusaciones lanzadas en Los Ángeles fueron más serias de lo que las autoridades mexicanas querían hacer creer. A Arévalo Gardoqui se le acusaba de haber recibido en 1984 de Caro Quintero diez millones de dólares por brindar protección al rancho El Búfalo. Por otra parte, el secretario de la Defensa habría recibido también “un soborno de diez millones de dólares de narcotraficantes asentados en Veracruz”.[27]
Bartlett recibiría poco después la exoneración y el respaldo público del presidente Salinas de Gortari. Cuando el exsecretario de Gobernación asumió la gubernatura de Puebla, después de haber ejercido la titularidad de la Secretaría de Educación, Salinas de Gortari acudió a la toma de posesión y dio fe allí, en medio de la ofensiva estadounidense, de la honestidad del nuevo gobernador.
Jeffrey Davidow, embajador de Estados Unidos en México de 1998 a 2002, ofreció en 2004 un resumen de la visión estadounidense acerca de la presunta participación de Bartlett en la ejecución de Camarena. Davidow escribió que el entonces gobernador Manuel Bartlett estaba virtualmente proscrito de la “lista de invitados frecuentes en la residencia de la embajada” de Estados Unidos, pero no por sus “opiniones políticas antediluvianas”, sino por “la suposición de algunos en Washington de que estaba involucrado con el incidente más famoso relacionado con el narcotráfico en la historia de las relaciones entre México y los Estados Unidos: el secuestro y asesinato del agente de la DEA Enrique Camarena, en 1985”.
Continúa Davidow:
La DEA tenía la plena seguridad de que el cártel no se habría atrevido a secuestrarlo sin la aprobación de algún funcionario de alto nivel. Y aun cuando Bartlett mantuvo buenas relaciones con diversos embajadores de Estados Unidos, la DEA sospechaba de él, sobre todo por las afirmaciones de dos delincuentes de bajo nivel interrogados en Los Ángeles cinco años después de la muerte de Camarena, quienes aseguraban que lo habían visto entrar, al igual que otros funcionarios mexicanos de alto nivel, en el domicilio donde torturaron a Camarena, en Guadalajara. Durante años, la DEA había buscado la conexión de alto nivel, y ahora la tenía […] Pero al margen de los crímenes que hubiera cometido —políticos o de otra índole—, nadie podía acusarlo de ser un imbécil. Y el que un secretario de Estado viajara a Guadalajara al domicilio donde torturaban a un agente del gobierno estadunidense me parecía poco probable.
El ex embajador estadunidense afirma que
un gran jurado de Los Ángeles lo citó a comparecer para que respondiera a las acusaciones. Durante varios años, Bartlett mantuvo negociaciones subrepticias con el Departamento de Justicia de Estados Unidos. Por último, se le ofreció la oportunidad de ir a Los Ángeles y dar su testimonio, con la garantía de que, sin importar lo que se revelara en la comparecencia, se le permitiría regresar a México. Bartlett se rehusó; quizás el despacho de abogados estadunidense que él contrató, con honorarios altísimos, le aconsejó mantenerse lejos. Hasta donde sé, nunca volvió a Estados Unidos.
Davidow sugiere que las acusaciones que pesaban en Estados Unidos contra Bartlett obstaculizaron sus aspiraciones presidenciales en el año 2000. Y apostilló: “Aclaro que no tenía elementos para determinar su culpabilidad o inocencia”.[28]
La DEA también había mostrado interés por el caso Buendía y había llegado a sus propias conclusiones. En 1986 había hecho contacto con los periodistas que daban seguimiento a las investigaciones y les había propuesto un intercambio de información. Un representante de la agencia estadounidense llegó incluso a revelarles el resultado de sus investigaciones: “Aquí se comprueba que Zorrilla planeó la ejecución del periodista Manuel Buendía, por órdenes del secretario de Gobernación, para impedir que denunciara todo lo relativo al narcotráfico”.[29]

Cinco años de impunidad y silencio

La temprana exculpación de Bartlett y De la Madrid decretada el 1 de julio de 1989 por el fiscal del caso Buendía, Miguel Ángel García Domínguez, chocaría con la información que fluiría posteriormente, con mayor contundencia una vez concluido el sexenio delamadridista. Años más tarde, en 2004, el expresidente De la Madrid diría en sus memorias que si bien las investigaciones del caso
no fueron conclusivas durante mi gobierno […] sirvieron de base para que seis meses después se localizara al autor intelectual del crimen. Éste resultó ser el licenciado José Antonio Pérez Zorrilla, quien fungía, en el momento del crimen, como titular de la Dirección Federal de Seguridad. Al parecer, Zorrilla había observado que las investigaciones que realizaba Buendía sobre el narcotráfico lo estaban alcanzando. Pérez Zorrilla [sic] fue objeto de juicio y a la fecha de la publicación de este libro permanece en la cárcel.[30]
Abstraído de la expansión del narcotráfico durante su gobierno, la conclusión de De la Madrid es la misma que la de Bartlett y que la establecida en el expediente del caso Buendía: Zorrilla actuó solo. Lo que sigue sin ser explicado es por qué si Zorrilla era un asesino solitario, Bartlett y De la Madrid no procedieron judicialmente contra él. Tuvieron muchas oportunidades para encarcelar a Zorrilla: cuando a principios de 1985, alarmados y presionados por el gobierno estadounidense tras la muerte de Camarena, lo cesaron en la DFS y lo convirtieron en candidato del PRI a diputado federal; luego, cuando le quitaron la candidatura. Pero en lugar de actuar, De la Madrid y Bartlett le permitieron huir a España, donde permaneció el resto del gobierno. Bartlett fue el operador de esas decisiones desde la Secretaría de Gobernación, y en ese papel incluso llegó a exonerar oficialmente a Zorrilla de toda responsabilidad penal.
Abstraído de la expansión del narcotráfico durante su gobierno, la conclusión de De la Madrid es la misma que la de Bartlett y que la establecida en el expediente del caso Buendía: Zorrilla actuó solo. Lo que sigue sin ser explicado es por qué si Zorrilla era un asesino solitario, Bartlett y De la Madrid no procedieron judicialmente contra él.
Si bien la estrategia de Zorrilla ha sido el silencio, se trata de un silencio a medias, pues ha hecho declaraciones públicas que parecen encerrar recados cifrados. En su comparecencia ante el juez una vez que fue detenido, el exdirector de la Federal de Seguridad se negó a responder las preguntas de la fiscalía y optó por leer un mensaje dirigido a los medios de comunicación, en el que pretendió exponer “la verdad de este caso”, que desde su perspectiva estaba construido con “puros chismes y especulaciones”. Su objetivo era llamar la atención del gobierno federal hacia los servicios que había prestado al sistema político, pues exaltó la labor de la DFS y sostuvo que “gracias a ella México ha gozado de paz y seguridad”.
Zorrilla se declaró inocente y alegó que “se formó una historieta para difamarme como presunto responsable de estos ilícitos. Es una pifia de la Procuraduría de Justicia del Distrito Federal”. Dijo que, “cuando tuve conocimiento de que se me imputaba como el presunto homicida de Manuel Buendía y que libraron orden de aprehensión en mi contra, me comuniqué telefónicamente con el licenciado Ignacio Morales Lechuga [procurador del Distrito Federal] y me entregué voluntariamente para buscar el esclarecimiento de estos hechos”. No fue así, pues recibió a la policía pistola en mano y se produjo un tiroteo; pretendió negociar con los jefes policiacos y llegó a amagar al mismo procurador del Distrito Federal, ante quien por fin accedió a ser conducido a sus oficinas después de hablar por teléfono con el entonces regente de la capital, Manuel Camacho Solís. Enfatizó ante el juez que el día del asesinato de Buendía “solicité instrucciones superiores para informar en forma expedita de los hechos sucedidos”, es decir, a Bartlett. Y justificó así el hecho de que la DFS se apoderara de la escena del crimen, de las evidencias y de los testigos:
Nosotros —la DFS— protegimos y guardamos celosamente a los principales testigos para que coadyuvaran a la investigación y siempre estuvieran a disposición de la Policía Judicial del Distrito Federal y de la Procuraduría General del DF. Lo hicimos porque teníamos conocimiento de la historia del caso Kennedy, que habían matado a los principales autores y testigos del caso en una cadena interminable para evitar que se descubriera la verdad.
Y, contra todas las pruebas, aseguró que “tampoco entorpecimos las investigaciones”. Continuó, sin asomo de vergüenza:
Nosotros, y yo en lo personal, soy el principal interesado en que se aclaren los hechos, además deseo declarar que considero importantes las declaraciones del señor procurador del Distrito Federal, Ignacio Morales Lechuga, cuando afirmó que ya tienen ubicado al responsable material del asesinato de Manuel, para que se defina con toda claridad quién le dio la orden, porque yo no fui.
Naturalmente, negó haber montado a caballo alguna vez con Caro Quintero: “Yo jamás he conocido ni visto físicamente a Caro Quintero y mucho menos me ha regalado nada”. Y aprovechó las exoneraciones que le habían extendido tanto la Procuraduría General de la República como la Secretaría de Gobernación:
Cuando en 1985 se dijo en la prensa que algunas personas que se dedicaban al narcotráfico portaban credenciales de la DFS, esto es falso, absolutamente. Tan falso que jamás la opinión pública a través de la prensa vio tales credenciales. Si hubieran aparecido en su momento, la Procuraduría General de la República hubiera obrado en consecuencia. Pero la propia Secretaría de Gobernación emitió un amplio boletín de cuatro hojas en los principales diarios en las que me exonera públicamente de la existencia de tales credenciales.
Días más tarde dijo en el juzgado que no consideraba necesario que Manuel Bartlett fuera citado a declarar sobre el caso, y con cierta resignación añadió: “Si tengo que pagar los platos rotos de otro, pues ni modo”.[31] Sin embargo, para responder al cargo de delitos contra la administración de la justicia, Zorrilla se interesó por dejar establecido que como jefe de la DFS estaba sujeto a la autoridad de Bartlett: “Yo dependía de Bartlett, nunca fui autónomo”. Explicó: “Yo no era un funcionario autónomo del gobierno, cómo es posible que nunca protestaran mientras yo participé en las investigaciones. Y ahora, después de cinco años, pretenden culparme de los errores aun posteriores de cuando yo dejé la Dirección Federal de Seguridad”.[32]
Años después, y ya sentenciado, hizo una segunda apelación al “sistema político” cuando Salinas de Gortari dejó el poder: “Creo en la justicia del nuevo presidente”, dijo en referencia a Ernesto Zedillo, y “en el momento oportuno presentaré un amparo contra la sentencia de treinta y cinco años de prisión que me dieron por el homicidio de mi amigo Buendía. Soy inocente”. Dijo que
en el momento que yo salí detuvieron las investigaciones, se quedaron atoradas como tres años. Yo me presenté a declarar como cinco veces y García Domínguez me amenazó y me dijo: “Tú sabes quién lo mató. Si no me dices quién lo hizo te voy a echar a ti la culpa porque quiero ser ministro de la Suprema Corte y tú no me lo vas a quitar”.[33]
La participación de Zorrilla Pérez en el asesinato de Buendía está fuera de discusión, pues los testimonios y pruebas que lo incriminaron son irrebatibles. Pero a continuación debe precisarse que el expediente del caso refleja el celo que la fiscalía encabezada por García Domínguez puso en subrayar la responsabilidad de Zorrilla y su grupo.

Bartlett y el acoso del pasado

Sostenido por el silencio de Zorrilla, Manuel Bartlett ha vivido todos estos años bajo la sospecha de haber tenido intervención en los asesinatos de Manuel Buendía y de Enrique Camarena. Ello no le impidió ser precandidato presidencial del PRI en dos ocasiones, en 1987 y en 1999; haberse mantenido como secretario de Gobernación hasta el final del sexenio de Miguel de la Madrid; ser secretario de Educación y gobernador de Puebla, y también senador de la República.
Cuando tomó posesión del gobierno de Puebla, el 1 de febrero de 1993, eran tan fuertes las acusaciones de las autoridades estadounidenses contra él, que se llegó a especular si realmente asumiría el gobierno del estado. Lo hizo con el apoyo del presidente Salinas de Gortari.
Hasta ahora no se ha demostrado que Bartlett haya dado a Zorrilla la orden de ejecutar a Buendía, o su consentimiento, pero sí ha quedado expuesta la relación estrecha que el titular de la Dirección Federal de Seguridad sostenía con el secretario de Gobernación, lo que pone en duda que en un arrebato haya obrado por sí solo. De esa relación, que excedía los límites de la institucionalidad, existen pruebas. En primer lugar la hizo notar el propio Zorrilla al enfatizar que no se mandaba solo.
El investigador Sergio Aguayo Quezada recuerda en su libro La charola que, cuando tomó posesión, De la Madrid informó a Bartlett que no quería controlar la DFS, por lo que le cedió el nombramiento del director. Bartlett pudo entonces elegir a un funcionario de su confianza para encabezar la policía política, pero decidió ratificar a Zorrilla, que llevaba en el puesto poco menos de un año designado por López Portillo. De la Madrid dijo además a Aguayo que, andando el tiempo,
empecé a recibir noticias, información y chismes de que la DFS andaba mal. Bartlett siempre defendía a Zorrilla. Cuando se da el asesinato de Camarena y la fuga de Rafael Caro Quintero, Bartlett estuvo de acuerdo en que había que quitar a Zorrilla. Sin embargo, me dijo que ya que era un elemento tan informado que le abriéramos una oportunidad política. Y así fue como llegó de candidato a diputado por el estado de Hidalgo. Al mes regresa Bartlett para decirme que había descubierto una gran cantidad de irregularidades y que no se le podía tener confianza a Zorrilla. Que había que quitarlo de candidato.
Con un aire de impotencia que lo muestra inarticulado, añade De la Madrid: “Pero lo que más pesó en la desaparición de la DFS fue la fuga de Caro Quintero. No sé cuándo empezó el proceso de degeneración, pero nadie se podía meter a la DFS”.[34]
Samuel del Villar, asesor de De la Madrid en materia de corrupción en los dos primeros años de su administración, ofreció algunos datos sobre la tolerancia del presidente hacia la corrupción a pesar de su discurso de renovación moral. Entre 1982 y 1985 Del Villar investigó la corrupción enquistada en la Dirección Federal de Seguridad bajo el mando de Zorrilla, y constató que los seis comandantes que fungían como coordinadores regionales “se habían convertido, para efectos reales, en los directores de sucursales del narcotráfico en México”. Del Villar entregó al presidente De la Madrid informes sobre esos hechos, y éste “lo instó a proseguir con sus investigaciones, pero no emprendió acción alguna”. Es de suponer que Bartlett, como secretario de Gobernación, estaba al tanto de esos informes.[35] Asimismo, Del Villar le ofrece una ayuda de memoria al expresidente en un artículo periodístico publicado en marzo de 2004, recién salido Cambio de rumbo, en el que relata cómo De la Madrid traicionó su compromiso contra la corrupción y sostiene que las acusaciones “no eran chismes sino realidades” de las que simplemente se desentendió.[36]
Jorge Carrillo Olea, subsecretario de Gobernación con De la Madrid y Bartlett, es también rotundo en su testimonio sobre Bartlett:
La misma tarde de la toma de posesión, Bartlett me dijo que él ejercería la dirección de DFS y que ratificaría a Zorrilla. Tenía por supuesto la facultad reglamentaria para hacerlo. Informé al presidente, quien guardó silencio. A partir de ese momento busqué mantener una comunicación con Zorrilla para mantenerme enterado de lo que pasaba pero, en realidad, yo no podía influir en nada. Tampoco controlaba lo que pasaba en la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales porque Oscar de Lassé era gente de Bartlett…
Continúa Carrillo Olea:
En un viaje a Oaxaca el 21 de marzo de 1985, le informé al presidente De la Madrid del estado de la DFS y le advertí sobre los riesgos de que Zorrilla llegara a la Cámara [de Diputados] con fuero. Le comenté que si la DFS no se sometía a una cirugía mayor iba a perder a su secretario de Gobernación y nos iba a salpicar a todos. El paciente se nos iba. Fue entonces que el presidente decidió quitarle la candidatura a Zorrilla y desaparecer a la Federal de Seguridad.[37]
Finalmente, un incidente que el periodista Julio Scherer García describe en su libro Los presidentes recuerda también el estilo autoritario que Bartlett impuso en Gobernación y pone de relieve la relación cercana, de subordinación y complicidad, que existía entre Zorrilla y Bartlett. La noche de un viernes Zorrilla obligó al director de Proceso a recibirlo en las oficinas de la revista. En el despacho del periodista, escribió Scherer, “fue al asunto, sin trámites”. Sabía que la revista se disponía a publicar “un reportaje que involucraba al licenciado Manuel Bartlett, así como ciertos problemas de familia que sólo a él competían”. En algún momento de la conversación entre el director de la Federal de Seguridad y el director de la revista, Zorrilla le dijo a Scherer:
—Es que no vas a publicar el reportaje.
—Aquí decido yo, José Antonio. Lo vamos a publicar.
—Te digo que no.
—Te aseguro que sí.
Agrega Scherer: “[…] Pasaba Zorrilla de la negociación a la amenaza: ‘Te puedes arrepentir, arrieros somos y en el camino andamos. Hoy por mí, mañana por ti. Por tu bien te lo digo’ […] A juzgar por la ansiedad que lo dominaba, era absoluta su dependencia del licenciado Bartlett”. Rogaba y suplicaba hasta la humillación, dice el periodista. El reportaje no se publicó. Era sobre la deportación de dos sobrinos de Bartlett que se hallaban por su voluntad en Venezuela, embarcados a la fuerza de regreso a México por las autoridades de aquel país a petición de Bartlett. La historia le había sido confiada al periodista Enrique Maza por los propios jóvenes, hijos de una hermana del secretario de Gobernación, que querían denunciar a su poderoso tío. En el resumen que preparó para el libro de Scherer, el autor del reportaje explica por qué consideraba de interés público el asunto: “Si Bartlett movió recursos de dos gobiernos, las policías de dos Estados, a las autoridades migratorias de dos países, una embajada y una línea aérea y los hizo actuar fuera de la ley y de la razón para resolver un asunto familiar, ¿qué no haría cuando se tratara de asuntos graves?”[38]
Qué no haría Bartlett en un asunto grave es una pregunta que remite al asesinato de Manuel Buendía. El crimen fue organizado por un funcionario de todas las confianzas de Bartlett, pero éste resultó indemne, ha negado todo vínculo con el hecho y ha contado siempre con la protección del sistema político.
Para este libro,[39] Miguel Ángel Granados Chapa solicitó a Bartlett responder por escrito un cuestionario. En su nueva faceta de priista disidente, el exsecretario de Gobernación le hizo llegar sus respuestas unos días antes de que el periodista falleciera, el 16 de octubre de 2011. Granados Chapa conoció las respuestas, pero no alcanzó a analizarlas. La argumentación de Bartlett no aclara ni despeja las dudas que lo han perseguido desde 1984.
Hacia finales de 1987 Bartlett dijo al hermano de Buendía, Ángel, que él era el más interesado en que el asesinato se resolviera, y le aseguró no tener temores “porque no estoy implicado en lo más mínimo”.[40] Y si bien es cierto que como secretario de Gobernación apoyó la creación de la fiscalía especial, también lo es que durante el resto del sexenio de De la Madrid no se produjo ningún avance en las investigaciones y que el principal señalado pudo viajar y permanecer en la impunidad y tranquilo en el extranjero.
En sus respuestas a Granados Chapa, Bartlett busca desvincularse de Zorrilla, pero se tropieza él solo, con el archivo y con la historia. Reconoce que fue él quien propuso al presidente De la Madrid la confirmación de Zorrilla al frente de la DFS al llegar a Gobernación, consciente de la relación que Zorrilla sostenía con Fernando Gutiérrez Barrios. “Yo propuse la confirmación de Zorrilla en el primer acuerdo con el presidente De la Madrid en el que sometí a su consideración todos los nombramientos de la Secretaría de Gobernación”, dice, y acentúa a continuación la cercanía de Zorrilla con Gutiérrez Barrios, que dejaba entonces una subsecretaría:
El presidente me preguntó si no necesitaba yo que [Gutiérrez Barrios] permaneciera en Gobernación, mi respuesta fue negativa, le aduje que consideraba conveniente que dejara Gobernación, precisamente por esa larga presencia en el área de seguridad con el control personal de la DFS que seguía dirigiendo desde la subsecretaría. En esos años había creado redes de informantes de todo tipo, y los más variados intereses, que le correspondían en lo personal, un cambio era necesario. Para cubrir esa subsecretaría le propuse, sin ningún comentario previo del presidente sobre esta persona, que nombrara a Jorge Carrillo Olea, a quien conocía por haber coincidido como subsecretarios en Hacienda. Yo no lo conocía, lo vi en una reunión social en casa del presidente electo. Subrayé al presidente su carácter de militar, útil para manejar una dirección asimilable. Le propuse en correlación confirmar a Zorrilla por su experiencia, llevaba un año como director y otros tantos como auxiliar de Gutiérrez Barrios, lo que le serviría de apoyo a Carrillo Olea, que llegaba a la dependencia sin conocerla. Además era una práctica el mantener a los funcionarios de seguridad en sus áreas, más allá de los cambios de gobierno, un claro ejemplo de ello era el de Gutiérrez Barrios, quien se mantuvo desde el gobierno de Miguel Alemán recorriendo el escalafón. El presidente aceptó el planteamiento, nombró a Carrillo y ratificó a Zorrilla. Comento ahora que para mí era importante acercar al presidente, que provenía del sector financiero, a la Secretaría de Gobernación, particularmente en un área sensible, mediante el nombramiento de una persona de su conocimiento y confianza.
Bartlett busca dar la impresión de que su pretensión era dejar el control de la DFS a Carrillo Olea, pero por lo menos desde 2001 éste declaró que el entonces secretario de Gobernación lo primero que hizo fue advertirle que él asumiría el manejo de la oficina de seguridad nacional. La versión de Carrillo Olea concuerda con la decisión de Bartlett de alejar a Gutiérrez Barrios de Gobernación y de la DFS, donde había “intereses que le correspondían en lo personal”. La DFS, en consecuencia, debía responderle a él.
Acerca de la defensa que solía hacer de Zorrilla, conocida por las versiones de De la Madrid y de Carrillo Olea, Bartlett asegura no conocer ninguna afirmación del expresidente en ese sentido. Dice:
Respecto al presidente, no conozco ninguna afirmación como la que se menciona. Pero en todo caso conviene aquilatarla. Si el presidente le señala al secretario informaciones u objeciones, sobre el trabajo de un funcionario bajo su responsabilidad, sobre todo si se trata del director de la DFS y estos comentarios fueran de carácter grave y el secretario se convirtiera en defensor del funcionario cuestionado, la consecuencia lógica sería que el presidente ordenara el cese del funcionario en cuestión o incluso el del propio secretario. Es inverosímil que el presidente de la República y el subsecretario coincidieran en que el secretario no hacía caso, a ninguno de los dos.
Esta supuesta defensa de Zorrilla que se me atribuye, afirmada años después de haber sido condenado por el asesinato de Buendía, además de conveniente lavado de manos, tiene el efecto de señalarme como protector de un torvo personaje que terminaría en asesino, lo que ya Carrillo presentía. Este tipo de acusaciones se manejaron por el grupo de Salinas de Gortari cuando competimos por la Presidencia de la República. Casualmente nunca se mencionó en los numerosos comentarios de prensa, sobre el caso Zorrilla, responsabilidad alguna de su inmediato superior, Carrillo, ni siquiera la paternidad de Gutiérrez Barrios y su DFS, secretario de Gobernación de Carlos Salinas.
Tan inconsistente es esta atribución de defensor de Zorrilla ante informaciones, objeciones, datos que hubieren sido graves, que no se explicaría por qué, en el velatorio de Buendía, el presidente De la Madrid le encargó públicamente a Zorrilla esclareciera el crimen. No lo hubiera hecho si esas informaciones sobre fallas en su trabajo, de las que yo lo defendía supuestamente, hubieran sido ciertas, graves, porque hubieran sido rotundas descalificaciones para la misión que le encomendó a Zorrilla el propio presidente, con el silencio de Carrillo Olea, tan preocupado por Zorrilla.
La argumentación de Bartlett queda completamente rebatida, sin embargo, por el propio De la Madrid, quien dijo a Sergio Aguayo: “Bartlett siempre defendía a Zorrilla”. Bartlett parece no haber leído el libro de Aguayo. Por otra parte, la orden que el presidente dio a Zorrilla para que se encargara de investigar el asesinato de Buendía muy bien podía obedecer precisamente a la defensa que el entonces secretario de Gobernación hacía del director de la Federal de Seguridad. Y la derivación que hace hacia la sucesión presidencial para contextualizar las acusaciones en su contra, así como su recordatorio de que Zorrilla se formó con Gutiérrez Barrios, no significa que los señalamientos carezcan de base. Los hechos y testimonios apuntan a que, en efecto, brindó protección a un “torvo personaje” y ahora no halla cómo desprenderse de esa parte de su biografía.
Posiblemente para no admitir que internamente recibía reportes sobre la descomposición en la DFS, Bartlett finge desconocer la ubicación laboral de José Luis Esqueda, el amigo de Zorrilla a quien éste también mandó asesinar. Dice que “no tenía ninguna relación con Esqueda, ni era mi informador. Trabajaba con Zorrilla en la DFS”. No es cierto. Aunque tenía una credencial de la DFS, Esqueda no trabajaba allí sino en Gobernación, en la Dirección de Investigaciones Políticas y Sociales como director de Coordinación Política con Estados y Municipios.
Bartlett asegura haber sido él quien planteó al presidente De la Madrid destituir a Zorrilla de la DFS en febrero de 1985, pero evade reconocer que también le propuso darle una candidatura a diputado por el PRI, lo cual en los códigos del sistema político significaba concederle fuero, protección.
Bartlett asegura haber sido él quien planteó al presidente De la Madrid destituir a Zorrilla de la DFS en febrero de 1985, pero evade reconocer que también le propuso darle una candidatura a diputado por el PRI, lo cual en los códigos del sistema político significaba concederle fuero, protección. Es preciso recordar que esa decisión fue tomada al calor del escándalo suscitado por el hallazgo del cadáver del agente de la DEA Enrique Camarena. Dice Bartlett que la determinación de separar a Zorrilla se debió a que “se fueron acumulando sospechas sobre su comportamiento”, pero “aun entonces sin pruebas claras”. Y atribuye a Guillermo Rossell de la Lama y Adolfo Lugo Verduzco la propuesta de que fuera designado candidato a diputado federal por el distrito de Pachuca. De la Madrid dijo otra cosa, que resulta más creíble: que quien le pidió darle una “oportunidad política” a Zorrilla fue Bartlett.
Reparte culpas y sostiene que a Zorrilla
no se le ofreció “cobertura política” porque no existían compromisos o acciones que cubrir, era la oportunidad para sacarlo de la DFS, como frecuentemente ocurre en la burocracia cuando se da la conveniencia de retirar a un funcionario ya no considerado adecuado y se le ubica en otro lugar. Su candidatura a diputado federal fue aceptada en la sala de juntas del presidente en Los Pinos, en la que se discutía y seleccionaba con el propio jefe del Ejecutivo, el presidente del PRI y el secretario particular del presidente, Emilio Gamboa. Nadie objetó esa candidatura, en sesiones establecidas ex profeso para discutir abiertamente los pros y contras de cada propuesta, su comparación con las demás propuestas para cada distrito. Preguntar si se le daba “cobertura política” o sea, cubrir algo, hubiese significado la complicidad de quienes participaron en la decisión. Carrillo tampoco dijo nada al respecto.
Y explica así la remoción de Zorrilla como candidato:
Yo le propuse al presidente retirarle a Zorrilla la candidatura. En la crisis planteada por el asesinato del agente norteamericano Camarena, surgieron denuncias de agentes de la DFS involucrados, de credenciales de la DFS en manos de delincuentes, atribuciones mutuas de responsabilidades entre la Policía Judicial y la DFS, pero especialmente, porque al haberse ya intervenido la DFS con la salida de Zorrilla, se encontró que pese a habérsele dado órdenes precisas de cesar a varios comandantes bajo severas sospechas, no lo había hecho, éstos seguían actuando, grave violación acusatoria. En el proceso para la desaparición de la DFS, posteriormente, inicié una demanda de enriquecimiento inexplicable de esos comandantes, a través del entonces secretario de la Contraloría, Francisco Rojas. Informé al presidente de esta situación y propuse retirarle la candidatura. Zorrilla quedaba sin funciones ni fuero, colocado en situación de ser investigado sin ninguna limitación.
Efectivamente, como dice Bartlett, Zorrilla quedó en condiciones de ser investigado sin ninguna limitación. Pero no fue investigado. Ni por el asesinato de Buendía, ni por sus nexos con el narcotráfico, ni por corrupción, ni por su sorprendente enriquecimiento, bastante más aparatoso que el de los comandantes que preocuparon a Bartlett. En cambio, la Secretaría de Gobernación a cargo de Bartlett emitió un comunicado oficial liberándolo de cualquier responsabilidad penal y le permitió huir a España.
El comunicado que Bartlett no quisiera recordar fue emitido el 3 de junio de 1985 por la Secretaría de Gobernación que él encabezaba, e informaba que sobre Zorrilla
la Procuraduría General de la República ha declarado que a la fecha no existe denuncia alguna en contra de esta persona. Naturalmente, si de las investigaciones que se realizan surgieran elementos que hicieran presumir alguna responsabilidad, se actuará conforme a derecho. En todo caso, aun sin existir pruebas o elementos fundados para presumir la responsabilidad penal del exdirector, los hechos arriba referidos acreditan que le es imputable ineficiencia administrativa, habida cuenta de que ejerció un deficiente control sobre la acción de los comandantes y los agentes a que se ha hecho referencia y que permitió el ingreso de agentes que no reunían los requisitos básicos para hacerse cargo del servicio de las funciones que les corresponden.[41]
Ese comunicado le extendió a Zorrilla un salvoconducto que habría de tener vigencia el resto del sexenio de De la Madrid. El gobierno informaba que no existía ninguna denuncia contra Zorrilla, cuando era ese mismo gobierno el que debía emprender una investigación contra el exfuncionario. Y a pesar de que promete actuar “conforme a derecho” si apareciera alguna evidencia de la conducta ilícita de Zorrilla, lo cierto es que tales evidencias no surgieron porque nunca fue investigado. Suena irrisorio que al hecho de que la DFS haya sido invadida por el narcotráfico, la Secretaría de Gobernación de Bartlett le haya llamado “ineficiencia administrativa”. Esa “ineficiencia administrativa” provocó la infiltración del crimen en el organismo de seguridad nacional del Estado mexicano, una crisis en las relaciones bilaterales con Estados Unidos y la exhibición del gobierno en la televisión estadunidense como protector de narcotraficantes. Pero la responsabilidad de Zorrilla en todo ello sólo mereció un benévolo regaño público por “ineficiente”, mientras subrepticiamente se le permitía abandonar el país. Para cuando Bartlett hizo emitir el boletín oficial que implicaba la exoneración de Zorrilla, hacía una semana que éste radicaba en Madrid, adonde partió en un vuelo de Iberia el 25 de mayo, con el boleto 3277:909–903, según informó entonces el diario La Jornada.[42]
Tras su escape a España, Zorrilla no sólo recibió protección de parte de la Secretaría de Gobernación, sino también de la Procuraduría General de la República, encabezada por Sergio García Ramírez, que igualmente decretó que no existían “elementos fehacientes para demostrar la autenticidad de las credenciales de la DFS que se encontraron en poder de Rafael Caro Quintero y sus cómplices cuando burlaron el cerco policiaco en Guadalajara, el pasado 9 de marzo”.
Con toda la cercanía que obviamente mantuvo en el despido de Zorrilla de la DFS, así como en su designación y cese como candidato, Bartlett se permite todavía ahora declarar: “Desconozco cuándo salió del país Zorrilla y en qué condiciones”. Esa declaración es el espejo de la respuesta que Zorrilla dio en 1988 a la fiscalía especial, cuando en su segunda declaración ministerial se le preguntó por los motivos de su salida del país: “Con el legítimo derecho que tiene cualquier ciudadano de poder viajar libremente”.
Pese a todo, Bartlett parece reclamar crédito por el hecho de que su director Federal de Seguridad fuera investigado y encarcelado en el sexenio siguiente:
La investigación posterior sobre el asesinato de Buendía y el proceso que llevó a la sentencia de Zorrilla como autor intelectual se llevó a cabo ya en el gobierno de Salinas de Gortari, en el que participaron nuevos funcionarios: procurador, secretario de Gobernación, incluso con presencia de representantes del gobierno de los Estados Unidos. Ninguno de estos personajes podría haber tenido interés en alguna “cobertura” o proteger a cualquier cómplice del gobierno anterior, sin embargo las conclusiones fueron la total ausencia de interés político o responsabilidades que no fueran las de las personas sentenciadas y reducidas en la cárcel.
Al contrario de lo que afirma Bartlett, los aludidos tenían muchos motivos para encubrir al sexenio anterior, pues todos ellos fueron parte de él. Pero, además, en esa consideración Bartlett escamotea la realidad del sistema en el que nació y se formó políticamente, en el cual eran virtudes la complicidad y el silencio, y la confusión del bienestar de sus integrantes con el interés de la nación era pan de todos los días. Tampoco puede omitirse el hecho trascendental de que Salinas de Gortari debía a Bartlett tanto como a De la Madrid su victoria electoral obtenida en medio del escándalo y las acusaciones de fraude.
La desmemoria de Bartlett es asombrosa pues, por los días en que Zorrilla se refugió en España, el representante de la DEA en México, Edward Heath, declaró que el gobierno de Estados Unidos mantenía informado al de México acerca de los funcionarios públicos que estaban involucrados con el narcotráfico, lo que “la Secretaría de Gobernación sabía”. Aun así, Bartlett asegura que no había pruebas “claras” para formular cargos a Zorrilla.[43]
La mejor réplica al documento enviado por Bartlett a Granados Chapa es lo que el mismo Granados Chapa escribió en su columna cuando el exsecretario de Gobernación aspiraba por segunda vez a la candidatura presidencial del PRI:
Bartlett fue el último de los secretarios de Gobernación que se quedaron todo un sexenio en su cargo. No lo hizo sin tropiezos. Uno principalísimo, del que inútilmente busca desembarazarse alegando que el tema no era de su incumbencia, es el crecimiento del narcotráfico en México. Pretende que se olvide que, por ejemplo, Rafael Caro Quintero escapó de Guadalajara en 1985, cuando era el jefe mafioso más perseguido, escudándose en credenciales de la Dirección Federal de Seguridad. Y no desea recordar que miembros de esa oficina no fueron ajenos al secuestro, tortura y homicidio del agente norteamericano Enrique Camarena Salazar. En la misma vertiente, Bartlett parece abrigar la ilusión pueril de que cerrando los ojos la realidad desaparece. Apela a la desmemoria general para ostentarse como el valiente secretario que suprimió la DFS. Es cierto que lo hizo, pero tardíamente y forzado por las circunstancias. Pretende igualmente desprenderse de la responsabilidad de haber nombrado a José Antonio Zorrilla Pérez director de esa policía política que se corrompió hasta convertirse en salvaguarda del narcotráfico. Atribuye la designación a López Portillo, como si el mandato de un presidente pudiera extenderse automáticamente al siguiente. Al ser ratificado por De la Madrid y por Bartlett, Zorrilla se convirtió, según la usanza y el léxico priistas, en una de “sus gentes”. En marzo de 1985, casi un año después del asesinato de Manuel Buendía, el gran periodista por cuya muerte Zorrilla Pérez purga una larga sentencia, y un mes más tarde del sacrificio de Camarena Salazar, el director de la DFS abandonó su cargo. Pero no lo hizo rumbo a una cárcel o un tribunal, sino a la Cámara de Diputados, pues el PRI lo hizo candidato en Pachuca. Sólo en mayo siguiente, cuando la presión norteamericana por el esclarecimiento de la muerte del agente de la DEA caído en Guadalajara se hizo insoportable, Zorrilla Pérez fue desposeído de su candidatura, aunque se le permitió huir y permanecer impune el resto del sexenio. Y sólo entonces, a fines de 1985, Bartlett emprendió la conversión de la DFS en una nueva oficina de seguridad nacional. No fueron su visión histórica ni su ética de servicio los factores que condujeron a esa decisión. Fue la obsesión de De la Madrid de mantener una relación óptima con el gobierno de Reagan lo que obligó a hacerlo.[44]
Aun con el apabullante peso de los testigos y de que ése fue formalmente el móvil del homicidio de Buendía, Zorrilla fue inexplicablemente absuelto de los delitos relacionados con el narcotráfico. De esa manera se desvanecieron también sus presuntos vínculos con la ejecución del agente de la DEA, y quedó eliminada la posibilidad de que fuera entregado en extradición al gobierno estadunidense. Tampoco fue procesado por el delito de enriquecimiento ilícito y no le fue confiscado un solo peso, a pesar de que le fueron halladas incontables posesiones y cuentas bancarias por unos cuarenta millones de dólares (cien mil millones de pesos de 1989), lo que le habría sido imposible adquirir y acumular con su salario. En el momento de su detención “era socio de cuatro grupos empresariales, tenía treinta terrenos en el país y varias propiedades en los Estados Unidos, ocho casas, doce cuentas bancarias en el extranjero y decenas más en instituciones nacionales, así como treinta y cuatro vehículos”. Tan sólo en la Ciudad de México tenía una residencia en el Pedregal de San Ángel, otra en Lomas de Chapultepec y un condominio en Polanco, las tres zonas más caras de la capital, y dos terrenos con caballerizas en el Ajusco con una extensión de treinta y seis mil metros cuadrados. También poseía casas y condominios en Cuernavaca, Morelos; Avándaro, Estado de México; Ixtapa, Guerrero; Cancún, Quintana Roo, y una ex hacienda en Atotonilco, Hidalgo.[45]

En la nueva era, camino a la cuarta transformación.
Dadas las incoherencias del gobierno de De la Madrid con respecto al homicidio de Buendía, y la benevolencia con que fue juzgado durante el mandato de Salinas de Gortari, es evidente que el Estado mantuvo invariable su protección a Zorrilla e hizo suyo el crimen.
De las condenas que le fueron impuestas al exdirector de la Federal de Seguridad, la mayor corresponde al homicidio de Buendía, originalmente de treinta y cinco años de cárcel. Fue dictada el 15 de febrero de 1993 por el juez trigésimo cuarto de lo penal, pero luego reducida a veintinueve años, cuatro meses y quince días. En la práctica, esa sentencia se convirtió en la única, aunque también fue juzgado y sancionado con penas menores por el homicidio de José Luis Esqueda, por ejercicio indebido del servicio público y contra la administración de la justicia, por portación de arma de fuego sin licencia y por portación de arma de fuego reservada para uso exclusivo del Ejército. Todos los demás acusados de intervenir en el homicidio están en libertad. Zorrilla ha estado preso en el Reclusorio Norte, en la prisión de máxima seguridad de Almoloya y por último en el penal de Santa Martha Acatitla. A este reclusorio fue enviado después de que en junio de 2009 fuera recapturado tras la excarcelación que le fue concedida por el gobierno de la Ciudad de México, que, en una maniobra jurídica que luego no pudo ser sostenida, el 18 de febrero de ese año dictó su liberación anticipada en el supuesto de que ya se había redimido. ®
Notas1 Cf. Sergio Aguayo Quesada, La charola. Una historia de los servicios de inteligencia en México, México: Grijalbo, 2001.
2 Jorge Carrillo Olea, México en riesgo. Una visión personal sobre un Estado a la defensiva, México: Grijalbo, 2011, p. 121.
3 Cf. Sergio Aguayo, La charola, op. cit., p. 111.
4 Cf. Id.
5 Rogelio Hernández, Zorrilla, el imperio del crimen, México:Planeta, 1989 (México Vivo), p. 50.
6 Cf. Jorge Díaz Serrano, Yo, Jorge Díaz Serrano, México: Planeta, 1989.
7 Cf. Id.
8 Miguel de la Madrid H., Cambio de rumbo. Testimonio de una Presidencia, 1982–1988 (con la. colaboración de Alejandra Lajous), México: FCE, 2004 (Vida y Pensamiento de México), p. 393.
9 Ibid., p. 401.
10 Cf. Id.
11 Jorge Carrillo Olea, México en riesgo, op. cit., pp. 122–123.
12 Ibid., p. 123.
13 Cf. Miguel de la Madrid H., Cambio de rumbo, op. cit.
14 Rogelio Hernández, Zorrilla…, op. cit., pp. 58–59.
15 “Controversia en torno al ex director de Seguridad”, ABC, Madrid, 29 de mayo de 1985, p. 38. Consultada el 10 de junio de 2012 en http://hemeroteca.abc.es/results.stm; la nota está firmada en México por “T. L. de T.”
16 Citado en Rogelio Hernández, Zorrilla…, op. cit., p. 71.
17 Es conocido que las autoridades concibieron hasta 276 hipótesis sobre la autoría intelectual del crimen. Por otra parte, en distintos foros se ha manifestado la conjetura de que la CIA pudo haber tenido intervención en la muerte del periodista, vertiente que no mereció mayor atención oficial. Russell H. Bartley, “El caso Buendía: ¿cerrado sin resolver?”, en Revista Mexicana de Comunicación, núm. 32, México, noviembre–diciembre de 1993.
18 Conclusiones ministeriales presentadas al juez trigésimo cuarto de lo penal el 12 de noviembre de 1992.
19 Manuel Buendía, “Red privada”, Excélsior, 4 y 14 de mayo de 1984.
20 “Buendía sabía su riesgo, pero no calculó el asesinato, dice su secretario”, Proceso, núm. 448, 3 de junio de 1985.
21 Rogelio Hernández, Zorrilla, el imperio del crimen, México, Planeta, 1989, p. 18.
22 Esqueda, cercano a Zorrilla desde la época en que ambos hacían política en el PRI, nunca rompió con su amigo a pesar de que sufría constantes atropellos, humillaciones y amenazas de él. Esqueda había trabajado en la DFS y tenía una credencial de la corporación, pero hacia 1984 ya no laboraba ahí. Con el tiempo perdió la confianza en Zorrilla y su relación se deterioró tanto que empezó a indagar sus actividades subrepticias, hasta acumular el expediente que envió a Buendía. Murió asesinado por órdenes de Zorrilla el 16 de febrero de 1985, a manos de agentes de la DFS dirigidos por el subdirector Alberto Estrella.
23 “Niega acusación ex secretario”, El Norte, 13 de junio de 1990; “Niega acusación Arévalo Gardoqui”, El Norte, 12 de diciembre de 1992.
24 “Sostiene la PGR la inocencia de Bartlett y ex funcionarios”, El Norte, 13 de diciembre de 1992.
25 “Avala Salinas a Bartlett”, El Norte, 2 de febrero de 1993.
26 “La infamia es contra México”, Reforma, 4 de noviembre de 1997.
27 Julia Preston y Samuel Dillon, El despertar de México, México: Océano, 2004, pp. 364 y 365.
28 Jeffrey Davidow, El oso y el puercoespín, México: Grijalbo, 2003.
29 Rogelio Hernández, Zorrilla…, op. cit., p. 83.
30 Cf. Miguel de la Madrid H., Cambio de rumbo. Testimonio de una Presidencia, 1982-1988 (con la colaboración de Alejandra Lajous), México: FCE 2004 (Vida y Pensamiento de México).
31 “Defiende Zorrilla a Manuel Bartlett”, El Norte, 17 de junio de 1989.
32 “Dependía de Bartlett, nunca fui autónomo”, El Norte, 21 de junio de 1989.
33 “Soy inocente; no sé quién mató a Buendía”, Reforma, 1O de noviembre de 1995.
34 Sergio Aguayo Quezada, La charola. Una historia de los servicios de inteligencia en México, México: Grijalbo, 2011, p. 242.
35 Julia Preston y Samuel Dillon, El despertar de México…, op. cit., p. 210.
36 Samuel del Villar, “De la Madrid, deshonesto… y desmemoriado”, La Jornada, 25 de marzo de 2004.
37 Sergio Aguayo Quezada, La charola, op. cit., pp. 243 y 244.
38 Julio Scherer García, Los presidentes, México: Grijalbo, 1986, pp. 181–192.
39 El autor se refiere a Miguel Ángel Granados Chapa, Buendía. El primer asesinato de la narcopolítica en México (Grijalbo: México, 2012), del que se publican aquí dos fragmentos. Las preguntas y respuestas entre Granados Chapa y Bartlett aparecen como otro apéndice en la obra citada. [E.]
40 Rogelio Hernández, Zorrilla, op. cit., p. 109.
41 “Zorrilla pretende prolongar la protección que le dio el gobierno anterior”, Proceso, núm. 659, 19 de junio de 1989.
42 Citado por Rogelio Hernández, Zorrilla, op. cit., p. 71.
43 “Para la DEA, Zorrilla es clave para descifrar el narcotráfico en México”, Proceso, núm. 448, 3 de junio de 1985.
44 Miguel Ángel Granados Chapa, “Plaza Pública”, Reforma, 5 de febrero de 1999.
45 “Hallan fortuna a Zorrilla”, El Norte, 19 de junio de 1989
Publicado en: Apuntes y crónicas