La gente tiende a pensar en el capitalismo en
términos económicos. Karl Marx discutió que el capitalismo es un sistema
político y económico que transforma la productividad del trabajo humano
en grandes beneficios y rendimientos para aquellos quienes poseen los
medios de producción. Sus partidarios sostienen que el capitalismo es un
sistema económico que promueve […]
La gente tiende a pensar en el capitalismo en términos económicos.
Karl Marx discutió que el capitalismo es un sistema político y económico
que transforma la productividad del trabajo humano en grandes
beneficios y rendimientos para aquellos quienes poseen los medios de
producción.
Sus partidarios sostienen que el capitalismo es un sistema económico
que promueve mercados libres y la libertad individual. Y tanto
detractores como defensores casi siempre miden el impacto del
capitalismo en términos de riqueza, renta, salarios y precios, y oferta y
demanda. Sin embargo, las economías humanas son complejos sistemas
biofísicos que interactúan con un mundo natural más amplio, y ninguna
puede ser completamente examinada sin tener en cuenta sus condiciones
materiales subyacentes. Mediante la exploración de algunos de los
conceptos fundamentales de la física, podemos desarrollar una mejor
comprensión de cómo funcionan todos los sistemas económicos, incluyendo
las formas en las que actividades capitalistas de alto consumo
energético están cambiando la humanidad y el planeta.
Este artículo explicará cómo las características fundamentales de
nuestra existencia natural y económica dependen de los principios de la
termodinámica, la cual estudia las relaciones entre magnitudes como
energía, trabajo y calor. Una firme aprehensión de cómo funciona el
capitalismo a nivel físico nos puede ayudar a entender por qué nuestro
próximo sistema económico debería ser más ecológico, priorizando la
estabilidad a largo plazo y la compatibilidad con la ecosfera global que
sostiene a la humanidad.
Tal comprensión requiere un vistazo a algunas nociones centrales de
la física. Estas incluyen: energía, entropía, disipación y las diversas
leyes de la naturaleza que las unen. Los rasgos centrales de nuestra
existencia natural, como organismos vivos y seres humanos, emergen de
las interacciones colectivas descritas por estas realidades físicas
esenciales. Aunque estos conceptos pueden ser difíciles de definir sin
referencia a modelos y teorías específicos, sus atributos generales
pueden ser esbozados y analizados para mostrar la poderosa interacción
entre la física y la economía.
El intercambio de energía entre diferentes sistemas tiene una
influencia decisiva en el orden, la fase y la estabilidad de la materia
física. La energía puede ser definida como cualquier propiedad física
conservada que pueda producir movimiento, como trabajo o calor, al ser
intercambiada entre diferentes sistemas. La energía cinética y la
energía potencial son las dos formas más importantes de almacenamiento
de energía. La suma de estas dos magnitudes se conoce como energía
mecánica. Un camión acelerando cuesta abajo en una autovía acumula una
buena cantidad de energía cinética –esto es, energía asociada con el
movimiento–. Un pedrusco tambaleándose al borde de un risco tiene mucha
energía potencial, o energía asociada con la posición. Si se le da un
leve empujón, su energía potencial se transformará en energía cinética
por influencia de la gravedad y caerá. Cuando los sistemas físicos
interactúan, la energía es transformada en muchas formas diferentes,
pero su cantidad total siempre permanece constante. La conservación de
la energía implica que el resultado total de todos los flujos
energéticos y transformaciones debe ser equivalente a la cantidad de
entrada.
Los flujos de energía entre diversos sistemas representan el motor
del cosmos, y aparecen en todos los lugares, tan a menudo que
difícilmente los detectamos. El calor fluye naturalmente de las regiones
más cálidas a las más frías, de ahí que nuestro café se nos quede frío
por la mañana. Las partículas se mueven de zonas de altas presiones a
zonas de bajas presiones, y así es como el viento empieza a aullar. El
agua viaja de regiones de alta energía potencial a regiones de baja
energía potencial, haciendo que los ríos fluyan. Las cargas eléctricas
viajan desde regiones de alto voltaje a regiones de escaso voltaje, y es
así que las corrientes son desatadas a través de los conductores. El
flujo de energía que atraviesa los sistemas físicos es uno de los rasgos
más comunes de la naturaleza y, como estos ejemplos enseñan, los flujos
de energía requieren de gradientes –diferencias de temperatura,
presión, densidad u otros factores–. Sin estos gradientes, la naturaleza
nunca daría flujos netos, todos los sistemas físicos permanecerían en
equilibrio y el mundo sería inerte –y muy aburrido–. Los flujos de
energía también son importantes en tanto que generan trabajo mecánico,
que es cualquier desplazamiento macroscópico en respuesta a una fuerza.
Levantar una pesa y chutar un balón son sendos ejemplos de llevar a cabo
trabajo mecánico en otro sistema. Un resultado importante de la física
clásica iguala la cantidad de trabajo con la variación en la energía
mecánica de un sistema físico, revelando una útil relación entre estas
dos variables.
Aunque los flujos de energía puedan producir trabajo, raramente lo
hacen de manera eficiente. Sistemas macroscópicos grandes, como camiones
o planetas, pierden o ganan energía mecánica habitualmente mediante sus
interacciones con el mundo exterior. El protagonista en este gran drama
es la disipación, definida como cualquier proceso que reduzca
parcialmente o elimine completamente la energía mecánica disponible de
un sistema físico, convirtiéndola en calor u otros productos. Al
interactuar con el ambiente exterior, los sistemas físicos suelen perder
energía mecánica con el paso del tiempo, por fricción, difusión,
turbulencia, vibraciones, colisiones y otros efectos disipativos,
impidiendo cada uno de ellos que cualquier fuente de energía se
convierta completamente en trabajo mecánico. Un ejemplo sencillo de
disipación es el calor producido cuando nos frotamos las manos
rápidamente. En el mundo natural, los flujos de energía macroscópicos
están acompañados frecuentemente por pérdidas disipativas de un tipo u
otro. Los sistemas físicos capaces de disipar energía son proclives a
ricas y complejas interacciones, haciendo de la disipación una
característica central del orden natural. Es difícil de imaginar un
mundo sin disipación y sin las interacciones que la hacen posible. Si la
fricción desapareciera repentinamente del mundo, la gente se resbalaría
y se deslizaría por todos lados. Nuestros coches serían inútiles, como
la idea misma de transportarse, porque las ruedas y otros aparatos
mecánicos no tendrían ninguna adherencia al suelo u a otras superficies.
Nunca seríamos capaces de darnos la mano o mecer a nuestros bebes.
Nuestros cuerpos se deteriorarían rápidamente y perderían su estructura
interna. El mundo sería extraño e irreconocible.
La disipación está estrechamente relacionada con la entropía, uno de
los conceptos más importantes en termodinámica. Mientras que la energía
mide el movimiento producido por sistemas físicos, la entropía rastrea
el modo en que la energía es distribuida por el mundo natural. La
entropía tiene varias definiciones estándar en física, todas ellas
básicamente equivalentes. Una definición popular en termodinámica
clásica afirma que la entropía es la cantidad de energía térmica por
unidad de temperatura que se vuelve no disponible para trabajo mecánico
durante un proceso termodinámico. Otra notable definición proviene de la
física estadística, que observa cómo las partes microscópicas de la
naturaleza se pueden unir para producir resultados grandes,
macroscópicos. En esta versión estadística, la entropía es una medida de
las diversas formas en que los estados microscópicos dentro de un
sistema más grande pueden ser reorganizados sin cambiar ese sistema.
Para un ejemplo concreto, piensa en un gas típico y un sólido típico en
equilibrio. La energía se distribuye de manera muy distinta en estas dos
fases de la materia. El gas tiene mayor entropía que el sólido porque
las partículas del primero tienen bastantes más configuraciones de
energía posibles que los lugares atómicos fijos en sólidos y cristales,
los cuales tienen solo un pequeño rango de configuraciones de energía
que preserven su orden fundamental. Debemos enfatizar que el concepto de
entropía no se aplica a ninguna configuración específica de materia
macroscópica, sino que se aplica como limitación al número posible de
configuraciones que un sistema macroscópico puede tener en equilibrio.
La entropía tiene una profunda conexión con la disipación a través de
una de las leyes más importantes de la termodinámica, la cual reza que
los flujos térmicos nunca pueden ser completamente convertidos en
trabajo. Las interacciones disipativas aseguran que los sistemas físicos
siempre pierdan algo de energía en forma de calor en cualquier proceso
termodinámico natural en el que la fricción y otros efectos similares
estén presentes. Ejemplos reales de estas pérdidas termodinámicas
incluyen las emisiones de los motores de coche, corrientes eléctricas
que se encuentran con resistencia y capas de fluidos que interactúan
experimentando viscosidad. En termodinámica, estos fenómenos son
frecuentemente considerados como irreversibles. La continua producción
de energía térmica por fenómenos irreversibles merma gradualmente las
existencias de energía mecánica que los sistemas físicos pueden
explotar. De acuerdo a la definición de entropía, el agotamiento de
energía mecánica útil implica generalmente que la entropía aumente.
Dicho formalmente, la consecuencia más importante de cualquier proceso
irreversible es el aumento de la entropía combinada de un sistema físico
y sus alrededores. En un sistema aislado, la entropía continúa
creciendo hasta que alcanza algún valor máximo, momento en el que el
sistema se queda en equilibrio. Para aclarar este último concepto,
imagina un gas rojo y un gas azul separados por una pared en un
contenedor sellado. Retirar la pared permite que los dos gases se
mezclen. El resultado sería un gas de color morado y esa configuración
equilibrada representaría el estado máximo de entropía. También podemos
relacionar la disipación con la noción de entropía en física
estadística. La proliferación de energía térmica a través de sistemas
físicos cambia el movimiento de sus moléculas en algo más aleatorio y
disperso, incrementando el número de microestados que pueden representar
las propiedades macroscópicas del sistema. En sentido amplio, la
entropía puede ser vista como la tendencia de la naturaleza a
reconfigurar estados de energía en distribuciones que disipan energía
mecánica.
La descripción tradicional de entropía que se ha dado más arriba se
aplica en el marco de la termodinámica del equilibrio. Pero en el mundo
real, los sistemas físicos raramente existen a temperaturas fijas, en
perfectos estados de equilibrio o en aislamiento total del resto del
universo. El campo de la termodinámica del no equilibrio examina las
propiedades de sistemas termodinámicos que operan lo suficientemente
alejados del equilibrio, como organismos vivos o bombas explosivas. Los
sistemas no equilibrados son la savia del universo; hacen al mundo
dinámico e impredecible. La termodinámica moderna sigue siendo una obra
inconclusa, pero ha sido usada para estudiar con éxito un amplio
espectro de fenómenos, incluyendo flujos térmicos, la interacción entre
gases cuánticos, estructuras disipativas e incluso el clima global. No
hay definición universalmente aceptada de entropía en condiciones de
desequilibrio, aunque los físicos han ofrecido varias propuestas. Todos
ellos incluyen el tiempo al analizar interacciones termodinámicas,
permitiéndonos determinar, no solo si la entropía aumenta o disminuye,
sino también cuán rápido o lento cambian los sistemas físicos en su
camino hacia el equilibrio. Los principios de la termodinámica moderna
son, por tanto, esenciales para ayudarnos a entender el comportamiento
de los sistemas del mundo real, la vida misma incluída.
El objetivo físico central de toda forma de vida es evitar el
equilibrio termodinámico con el resto de su entorno mediante la
disipación continua de energía, como sugirió el físico Erwin Schrödinger
en la década de los 40, cuando usó la termodinámica del no equilibrio
para estudiar los rasgos clave de la biología. Podemos denominar a este
objetivo vital como el imperativo entrópico. Todos los organismos vivos
consumen energía de un ambiente externo, la usan para avivar procesos e
interacciones bioquímicos vitales y entonces disipar la mayor parte de
la energía consumida de nuevo al ambiente. La disipación de energía a un
ambiente externo permite a los organismos conservar el orden y la
estabilidad de sus propios sistemas bioquímicos. Las funciones
esenciales de la vida dependen de esta estabilidad entrópica de manera
crítica, incluyendo funciones como la digestión, la respiración, la
división celular y la síntesis de proteínas. Lo que hace única a la vida
en tanto que sistema físico es la auténtica variedad de métodos de
disipación que ha desarrollado, como la producción de calor, la emisión
de gases y la expulsión de residuos. Esta capacidad generalizada para
disipar energía es lo que ayuda a la vida a sostener el imperativo
entrópico. De hecho, el físico Jeremy England ha discutido que los
sistemas físicos en baño caliente inundado con grandes cantidades de
energía pueden tender a disipar más energía. Esta “adaptación motivada
por la disipación” [
dissipation-driven adaptation] puede llevar
al surgimiento espontáneo de orden, reproducción y autoensamblaje entre
unidades microscópicas de materia, aportando una pista potencial hacia
la dinámica misma del origen de la vida. Los organismos también usan la
energía que consumen para llevar a cabo trabajo mecánico como, por
ejemplo, caminar, correr, escalar o escribir en un teclado. Aquellos
organismos con acceso a muchas fuentes de energía pueden realizar más
trabajo y disipar más energía, satisfaciendo las condiciones centrales
de la vida.
Del mismo modo, las relaciones termodinámicas entre energía, entropía
y disipación imponen poderosas constricciones en el comportamiento y la
evolución de los sistemas económicos. Las economías son sistemas
dinámicos y emergentes forzados a funcionar de ciertas maneras debido a
las condiciones sociales y ecológicas que les subyacen. En este
contexto, las economías son sistemas de no equilibrio, capaces de
disipar rápidamente energía a algún ambiente externo. Todos los sistemas
dinámicos ganan fuerza de alguna reserva energética, alcanzan picos de
intensidad mediante la absorción de un suministro regular de energía, y
entonces se deshacen de los cambios internos y externos que o bien
perturban flujos vitales de energía o bien hacen imposible continuar
disipando más energía. Pueden incluso llegar a experimentar ondulaciones
a largo plazo, creciendo por un tiempo y luego encogiéndose, volviendo
entonces a crecer de nuevo antes de colapsar finalmente. Las
interacciones entre sistemas dinámicos pueden producir resultados
altamente caóticos, pero las expansiones y contracciones de energía son
los rasgos esenciales de todos los sistemas dinámicos. La energía
consumida por todos los sistemas económicos o es convertida en trabajo
mecánico y los productos físicos de ese trabajo, o es simplemente
desaprovechada y disipada al medio ambiente. Podemos definir la
eficiencia colectiva de un sistema económico como la fracción de toda la
energía consumida dirigida a crear trabajo mecánico y energía
eléctrica. Las economías que incrementan la cantidad de trabajo mecánico
que generan son capaces de producir más bienes y servicios. Pero por
muy importante que pueda ser, el trabajo mecánico representa una
fracción relativamente pequeña del uso total de energía en cualquier
economía; la gran mayoría de energía consumida por todas las economías
es despilfarrada rutinariamente en el medio ambiente a través de
residuos, disipación y otros tipos de pérdida energética.
Históricamente, el crecimiento económico ha estado en gran medida
supeditado a que la gente consumiera más energía de sus entornos
naturales. Cuando los humanos eran cazadores y recolectores, el
principal recurso que realizaba trabajo mecánico era el músculo humano.
Nuestro estilo de vida nómada se mantuvo durante unos 200.000 años,
aunque padeció significativas interrupciones tras la Edad de Hielo. A lo
largo de milenios, las condiciones ecológicas cambiantes por todo el
mundo forzaron a numerosos grupos a adoptar estrategias agrícolas y
pastoriles. Las economías agrarias dependían considerablemente de
plantas cultivadas y animales domesticados para facilitar la generación
de excedentes de alimentos y de otros bienes y recursos. Estos modos de
consumo y producción agrarios dominaron en las sociedades humanas
durante casi diez mil años, pero con el tiempo fueron reemplazados por
un nuevo sistema económico. El capitalismo surgió y se extendió gracias a
la expansión colonial, las olas industrializadoras, la proliferación de
enfermedades epidémicas, las campañas genocidas contra poblaciones
indígenas y el descubrimiento de nuevas fuentes de energía.
La economía global se ha vuelto desde entonces un sistema
interconectado de finanzas, ordenadores, fábricas, vehículos, máquinas y
mucho más. Crear y mantener este sistema requirió de una gran
transición que aumentó la tasa de producción energética a partir de
nuestros entornos naturales. En nuestros días nómadas, el índice diario
de consumo energético per cápita rondaba las 5.000 kilocalorías. En
1850, el consumo per cápita había aumentado hasta prácticamente 80.000
kilocalorías cada día y desde entonces se ha hinchado hasta alcanzar,
hoy, alrededor de unas 250.000 kilocalorías. Desde la perspectiva de la
física, el rasgo fundamental de todas las economías capitalistas es una
tasa excesiva de consumo de energía centrada en estimular el crecimiento
económico y los excedentes materiales. El despliegue colectivo de
bienes capitales puede generar niveles increíbles de trabajo mecánico,
permitiendo a la gente producir más, viajar grandes distancias y
levantar objetos pesados, entre otras actividades. El capitalismo es de
lejos más intensivo en energía que cualquier otro sistema económico
previo, y ha provocado consecuencias ecológicas sin precedentes que
pueden amenazar su misma existencia. Todavía queda sin saber durante
cuánto tiempo puede la humanidad sostener las actividades del
capitalismo intensivas en energía, pero no hay duda de que la fantasía
del crecimiento ilimitado y beneficios fáciles no puede continuar. Todos
los sistemas dinámicos deben llegar a un final en algún momento.
Durante los últimos dos siglos, ineficientes economías capitalistas
han descargado grandes cantidades de pérdidas energéticas a sus entornos
naturales en forma de residuos, químicos, sustancias contaminantes y
gases de efecto invernadero. El efecto agregado de todos estos residuos y
disipación ha sido, fundamentalmente, alterar flujos de energía
críticos por toda la ecosfera, desencadenando una gran crisis social y
ecológica en el mundo natural. Esta crisis socioecológica está aún en
sus primeras fases, pero ya ha engendrado desastres como la
deforestación, el calentamiento global, la acidificación de los océanos y
sustanciales pérdidas de biodiversidad.
Salvo que haya cambios revolucionarios en nuestro sistema económico,
esta crisis solo continuará y se intensificará. Mientras esto ocurre, la
acumulación de problemas en el mundo natural amenaza la viabilidad a
largo plazo de la civilización global. Los productos que disipamos al
medio ambiente pueden ser inútiles para nosotros, pero frecuentemente
sirven como reservas de energía para otros sistemas dinámicos. Las
pérdidas de energía suelen tener un efecto amplificado sobre la
civilización humana, es decir, que sus verdaderos costos son mucho
mayores de lo que se puede ver o entender superficialmente. Considérense
las condiciones insalubres en ciudades a lo largo de la historia. Las
ciudades de las economías premodernas eran típicamente sucias, con
basura y deshechos llenando muchos espacios públicos. Esas pérdidas
energéticas, empero, fueron una fuente crítica de alimento y nutrientes
para una gran variedad de otros organismos vivientes, especialmente
insectos y demás animales pequeños que podían sobrevivir en medio de la
civilización humana. Cuando estas criaturas se convirtieron en huéspedes
de enfermedades letales, la basura humana ayudó a concentrar sus
números precisamente en los peores lugares: zonas de alta densidad como
las ciudades. En consecuencia, las epidemias normalmente generaron
muchas más muertes de las que habrían provocado de otro modo, con la
carnicería inconcebible de la peste negra como ejemplo primordial. Hoy
día nos enfrentamos a nuestras propias versiones de este antiguo
problema, pero a una escala mucho mayor. Hay varios tipos de gases en la
atmósfera, conocidos como gases de efecto invernadero, capaces de
absorber la radiación calórica que se dirige hacia afuera. Cuando estos
gases en la atmósfera atrapan y emiten la radiación de vuelta a la
superficie del planeta, grandes cantidades de fotones excitan a los
electrones, átomos y moléculas en la superficie hacia mayores niveles
energéticos en un proceso llamado efecto invernadero. Estas excitaciones
y fluctuaciones adicionales a nivel microscópico representan
colectivamente el calor que experimentamos a nivel macroscópico. El
efecto invernadero es crítico en el sentido de que hace a la tierra lo
suficientemente cálida como para ser habitable. Durante las dos últimas
centurias, sin embargo, los países ricos e industrializados han
reforzado este proceso natural mediante la inyección en la atmósfera de
grandes cantidades de nuevos gases de efecto invernadero, causando, en
consecuencia, mayor calentamiento global. Este reforzamiento artificial
del efecto invernadero suele actuar como una poderosa reserva energética
para otros sistemas dinámicos y fenómenos naturales, incluyendo
tormentas, inundaciones, sequías, ciclones, incendios, insectos, virus,
bacterias y proliferación de algas.
Un planeta en calentamiento también podría reforzar mecanismos
positivos de retroalimentación en el clima, capaces de inducir incluso
más calentamiento, más allá del que es ya causado por nuestras emisiones
de efecto invernadero. Estos mecanismos, como el derretimiento de hielo
marino y la descongelación del permafrost, permitirían al planeta
absorber mucha más energía solar mientras naturalmente emite vastas
cantidades de gases de efecto invernadero. El caos resultante haría que
cualquier intento humano por mitigar el calentamiento global fuera en
vano. Justo esto es lo que debería preocuparnos: el caos que estamos
desatando en el planeta mediante el sistema capitalista encontrará una
manera de producir un nuevo orden, uno que amenace a la civilización
misma. Mientras el capitalismo se extienda, la crisis ecológica se
agravará. Los cada vez más intensos sistemas dinámicos de la naturaleza
interactuarán más con nuestras civilizaciones y podrían interrumpir
severamente los flujos de energía vitales que sostienen la reproducción
social y las actividades económicas. Las regiones con alta densidad
poblacional que están a merced de desastres naturales recurrentes son
especialmente vulnerables. El ciclón Bhola mató alrededor de 500.000
personas cuando golpeó Pakistán del Este en 1970, provocando una serie
de protestas y disturbios masivos que culminaron en una guerra civil y
contribuyeron a la creación de un nuevo país, Bangladesh. Numerosos
estudios han concluido que la peor sequía que Siria ha sufrido en casi
mil años ha sido parcialmente culpable de las tensiones políticas y
sociales que culminaron en la actual guerra civil. El clima es un
sistema dinámico resiliente, capaz de asimilar muchos cambios físicos
distintos, pero esta resiliencia tiene sus límites, y la humanidad se
encontrará en graves problemas si sigue intentando transgredirlos.
Estos argumentos destacan una de las grandes fallas de la teoría
económica moderna: carece de fundamento científico. Las filosofías
económicas ortodoxas, desde el monetarismo hasta la síntesis neoclásica,
se centran en describir los efímeros rasgos financieros del
capitalismo, confundiéndolos por leyes de la naturaleza inmutables y
universales. La teoría económica capitalista ha sido en su mayor parte
transformada en una filosofía metafísica cuyo objetivo no es proveer de
fundamentos científicos a la economía, sino producir propaganda
sofisticada, diseñada para proteger la riqueza y el poder de una élite
global. Cualquier explicación científica de la economía debe comenzar
por darse cuenta de que los flujos energéticos y las condiciones
ecológicas ––no la “mano invisible” del mercado–– dictan los parámetros
macroscópicos a largo plazo de todas las economías. Importantes
contribuciones en esta línea han venido del campo de la economía
ecológica, especialmente de los trabajos seminales de los economistas
Nicholas Georgescu-Roegen y Herman Daly, aunque también del ecologista
de sistemas Howard Odum. El propio Marx incorporó preocupaciones
ecológicas en su pensamiento político y económico. Las aportaciones de
estos y otros pensadores revelaron que los rasgos económicos del mundo
son propiedades emergentes moldeadas por realidades físicas y
condiciones ecológicas subyacentes; entenderlas resulta crítico para
cualquier comprensión de la economía.
El pensamiento ecológico difiere de las escuelas ortodoxas de
economía de varias maneras fundamentales. La más importante es que la
teoría ecológica sostiene que no podemos concebir los residuos y las
pérdidas disipativas como “externalidades” y “el costo de hacer
negocios” dado cuán importantes estas pérdidas energéticas pueden ser a
la hora de moldear la evolución de los sistemas económicos. Lo que los
economistas
mainstream denominan “externalidades” incluye los
productos físicos que tiramos al medio ambiente –cualquier cosa desde
contaminantes y basura de plástico hasta químicos tóxicos y gases de
efecto invernadero–. Las consecuencias de pérdidas extremas de energía
pueden tener un efecto profundo en la futura evolución de los sistemas
dinámicos. Como continuamente señalan los científicos, las pérdidas de
energía de nuestras economías modernas son tan grandes e intensas que
están empezando a alterar de manera fundamental los flujos energéticos
de toda la ecosfera, desde el robustecimiento del efecto invernadero
hasta el cambio de la química de los océanos. Algunas de estas nuevas
concentraciones de energía actúan entonces como reservas que impulsan la
formación y funcionamiento de otros sistemas dinámicos, los cuales a
menudo perturban las actividades normales de la civilización. He ahí la
razón fundamental de que nuestras acciones económicas no puedan ser
escindidas del mundo natural: si los efectos asociados con nuestras
pérdidas energéticas se tornan lo suficientemente poderosos como para
destruir las funciones normales de nuestras civilizaciones, entonces
ninguna clase de políticas económicas ingeniosas nos salvará de la ira
de la naturaleza.
La mayoría de gente hoy en el poder cree que puede administrar
cuidadosamente el capitalismo y prevenir los peores efectos de la crisis
ecológica. Una corriente popular de optimismo tecnológico sostiene que
la innovación puede resolver los problemas ecológicos fundamentales que
enfrenta la humanidad. Han sido propuestas diversas soluciones para
arreglar nuestras calamidades ecológicas, desde la adopción de fuentes
de energía renovables hasta programas más estrafalarios, como la captura
y almacenamiento de carbono. Todas estas ideas comparten la presunción
de que el capitalismo por sí mismo no tiene que cambiar, porque las
soluciones tecnológicas estarán siempre disponibles para cumplir con más
crecimiento económico y un medio ambiente más sano. Desde Beijing a
Silicon Valley, los tecnocapitalistas disfrutan discutiendo que el
capitalismo puede seguir marchando mediante ganancias en eficiencia
energética. La última razón por la que esta estrategia fallará en el
largo plazo es que la naturaleza impone límites físicos absolutos a la
eficiencia que ningún grado de progreso tecnológico puede superar. El
colapso reciente de la Ley de Moore debido a efectos cuánticos es un
ejemplo destacado. Otro es la barrera en la eficiencia que el ciclo de
Carnot supone para todos los motores de calor prácticos.
Pero nuestras preocupaciones más acuciantes tienen que ver con las
relaciones subyacentes entre innovación tecnológica y crecimiento
económico. La fe en las soluciones tecnológicas nos ayuda a alcanzar
mayor innovación tecnológica y crecimiento económico, aumentando las
demandas totales sobre el mundo biofísico y la disipación asociada con
el sistema capitalista. Podemos examinar estas relaciones mirando, en
primer lugar, cómo la gente y los sistemas económicos responden a
aumentos de eficiencia. Para tener una idea de si el capitalismo puede
aportar grandes mejoras en eficiencia tenemos que desarrollar una teoría
general que explique cómo la eficiencia colectiva de nuestros sistemas
económicos cambia a lo largo del tiempo.
Cuando mejora la eficiencia del combustible, a menudo conducimos
mayores distancias. Cuando la electricidad se vuelve más barata,
encendemos más electrodomésticos. Incluso aquellos que, orgullosos,
ahorran energía en casa a través del reciclaje, del compostaje y otras
actividades, están más que felices de subirse a un avión y volar por
medio mundo en sus vacaciones. La gente suele ahorrar en un área y lo
intercambia por gastos en otra. Lo que acabamos haciendo con las
ganancias en eficiencia puede ser a veces igual de importante que las
ganancias mismas. En estudios ecológicos, este fenómeno es generalmente
conocido como la paradoja de Jevons, la cual revela que los pretendidos
efectos de las mejoras en eficiencia no siempre se materializan.
Formulada por primera vez a mediados del siglo XIX por el economista
británico William Stanley Jevons, la paradoja afirma que los aumentos en
eficiencia energética son generalmente usados para la acumulación y la
producción, llevando a un consumo mayor de los mismos recursos que las
mejoras en eficiencia pretendían conservar. Promover la eficiencia lleva
a bienes y servicios más baratos, lo cual estimula aún más la demanda y
el gasto, implicando el consumo de más energía. Jevons describió por
primera vez este efecto en el contexto del carbón y la máquina de vapor.
Observó que los avances en eficiencia de las máquinas de vapor habían
incentivado más el consumo de carbón en Inglaterra, implicándose de ello
que, en realidad, un aumento de eficiencia energética no producía
ahorros de energía.
Variantes de esta paradoja son conocidas en economía como el efecto
rebote. La mayoría de economistas aceptan que algunas versiones del
efecto son reales, pero no están de acuerdo sobre el tamaño y alcance
del problema. Algunos creen que los efectos rebote son irrelevantes,
arguyendo que las mejoras en eficiencia estimulan menores niveles de
consumo energético en el largo plazo. En una exhaustiva revisión de la
literatura en la materia, el UK Energy Research Center determinó que las
versiones más extremas del efecto rebote probablemente no se apliquen a
las economías desarrolladas. Sin embargo, también discutieron que aún
podían ocurrir grandes efectos rebote que atravesaran nuestras
economías. Llegaron a la siguiente conclusión: “sería un error asumir
que (…) los efectos rebote son tan pequeños que pueden ser ignorados.
Bajo ciertas circunstancias (por ejemplo, tecnologías energéticamente
eficientes que mejoren significativamente la productividad de industrias
intensivas en energía), los efectos rebote que alcancen toda la
economía pueden exceder el 50%, y podrían incrementar potencialmente el
consumo de energía a largo plazo”. El hecho de que efectos rebote
significativos que alcancen toda la economía sean posibles nos debería
hacer reflexionar sobre la utilidad de estrategias alrededor de la
eficiencia en el combate contra la crisis ecológica y el cambio
climático. De hecho, todo este argumento oscurece una incertidumbre más
importante: el problema de si las mejoras en eficiencia puede llegar lo
suficientemente rápido como para aliviar las peores consecuencias de la
crisis ecológica, las cuales todavía van por delante de nosotros. Dadas
las mecánicas e incentivos del capitalismo, deberíamos tener cuidado con
el actual encaprichamiento respecto al optimismo de la eficiencia.
Es común que los sistemas económicos usen nuevas fuentes de energía
para expandir la producción, el consumo y la acumulación, no para
mejorar fundamentalmente la eficiencia. Desde el cultivo de plantas y la
domesticación de animales a la quema de combustibles fósiles y la
invención de la electricidad, el manejo y descubrimiento de nuevas
fuentes de energía ha producido generalmente más sociedades intensivas
en energía. Aunque cualquier sistema económico puede ganar en
eficiencia, esto es incidental y secundario respecto al objetivo más
amplio de la acumulación. La eficiencia total de un sistema económico es
altamente inercial, cambiando con gran lentitud. Vemos este exacto
proceso desarrollándose ahora con las emisiones de gases de efecto
invernadero, a pesar de que la crisis ecológica se extiende bastante más
allá de esta problemática. Líderes políticos y empresariales han
esperado durante años que el progreso tecnológico nos entregue, de algún
modo, mayores índices de crecimiento económico y una acentuada
reducción de la emisión de gases de efecto invernadero. Las cosas no han
ido según el plan. El año 2017 vio un aumento global sustancial de
emisiones dañinas, desafiando incluso la más modesta de las metas del
Acuerdo de París. Incluso antes de esto, Naciones Unidas había advertido
de una brecha “inaceptable” entre las promesas gubernamentales y la
reducción de emisiones necesarias para prevenir algunas de las peores
consecuencias del cambio climático. Los retos por estimular la
eficiencia son más aparentes cuando vemos el capitalismo a escala
global: aunque muchos países desarrollados hayan tomado medidas modestas
pero mensurables en su eficiencia colectiva, esas ganancias han sido
socavadas por las economías en desarrollo aún en el proceso de
industrialización. Evidentemente, los cambios sustanciales en la
eficiencia colectiva de cualquier sistema económico raramente se
materializan en periodos cortos de tiempo. El crecimiento tecnológico
bajo el régimen capitalista entregará algún progreso adicional en
eficiencia, pero ciertamente no suficiente para prevenir las peores
consecuencias de la crisis ecológica.
Una de las mejores formas de comprender la inercia de la eficiencia
colectiva es comparar la eficiencia energética bajo el capitalismo con
aquella durante los días nómadas de la humanidad, hace más de diez mil
años. Recuérdese que los músculos humanos realizaban la mayoría del
trabajo en las sociedades nómadas, y la eficiencia de los músculos es de
alrededor del 20 por ciento, puede que mucho más, bajo circunstancias
especiales. En comparación, la mayoría de los motores de combustión a
gasolina tienen una eficiencia de aproximadamente el 15 por ciento, las
centrales eléctricas basadas en la quema de carbón tienen una media
global en torno al 30 por ciento, y la gran mayoría de células
fotovoltaicas comerciales rondan entre el 15 y el 20 por ciento. Todas
estas cifras varían dependiendo de una amplia variedad de condiciones
físicas, pero cuando se trata de eficiencia, podemos concluir sin
problemas que los activos dominantes del capitalismo difícilmente lo
hacen mejor que los músculos humanos, incluso después de tres siglos de
rápido progreso tecnológico. Costo y conveniencia son las razones
principales de por qué la innovación tecnológica funciona de este modo,
enfatizando el resultado mecánico y la escala de la producción a
expensas de la eficiencia. Grandes mejoras en eficiencia son
extremadamente difíciles de conseguir en ambos sentidos, físico y
económico. De vez en cuando, aparece un James Watt o un Elon Musk con un
increíble invento, pero tales productos no representan la economía por
entero. La máquina de vapor de Watt fue una gran mejora respecto a
modelos anteriores, pero su eficiencia térmica fue, como mucho, del 5
por ciento. Y aunque los motores Tesla de Musk tienen una eficiencia
operativa fenomenal, la electricidad que se necesita para hacerlos
funcionar proviene de fuentes mucho más ineficientes, como las centrales
térmicas a carbón. Si conduces un Tesla por Ohio o Virginia Occidental,
las fuentes sucias de energía que lo hacen funcionar implican que tu
asombroso producto tecnológico produce prácticamente las mismas
emisiones de carbono que un Honda Accord. La eficiencia colectiva de las
economías capitalistas permanece relativamente baja porque estas
economías están interesadas en hacer crecer sus niveles de producción y
beneficios, no en hacer las gigantescas inversiones necesarias para
mejoras significativas en eficiencia.
En noviembre de 2017, un grupo de 15.000 científicos de más de 180
países firmaron una carta haciendo sonar las alarmas sobre la crisis
ecológica y lo que nos espera en el futuro. Su pronóstico fue
desalentador y sus propuestas –intencionalmente o no– equivalían a un
rechazo indiscriminado del capitalismo moderno. Entre sus muchas
recomendaciones útiles se encontraba una llamada a “revisar nuestra
economía para reducir la desigualdad de riqueza y asegurar que los
precios, la fiscalidad y los sistemas de incentivos tienen en cuenta los
costos reales que los patrones de consumo imponen sobre nuestro medio
ambiente”. Nuestro problema fundamental es fácil de formular: la
civilización moderna usa demasiada energía. Y la solución a este
problema es igualmente fácil de formular, pero muy difícil de
implementar: la humanidad debe reducir el ritmo de consumo energético
que ha prevalecido en el mundo moderno. El mejor modo de aminorar ese
ritmo no es por medio de alucinaciones mesiánicas de progreso
tecnológico, sino mediante la ruptura de las estructuras e incentivos
del capitalismo, con sus impulsos por el beneficio y la producción, y
estableciendo un nuevo sistema económico que priorice un futuro
compatible con nuestro mundo natural.
Los gobiernos y los movimientos populares alrededor del planeta
deberían desarrollar e implementar medidas radicales que nos ayudaran a
mover a la humanidad desde el capitalismo hacia el ecologismo. Estas
medidas habrían de incluir impuestos punitivos y límites a la riqueza
extrema, la nacionalización parcial de las industrias intensivas en
energía, la vasta redistribución de bienes económicos y recursos a las
gentes pobres y oprimidas, restricciones periódicas en el uso de activos
capitales y sistemas tecnológicos, grandes inversiones públicas en
tecnologías de energías renovables más eficientes, bruscas reducciones
de la jornada laboral, y puede que incluso la adopción de veganismo
masivo en los países industrializados para que dejen de depender de los
animales en la producción de comida. Las prioridades económicas del
proyecto ecológico deben concentrarse en mejorar nuestra actual calidad
de vida, no en tratar de generar niveles altos de crecimiento económico
para estimular beneficios capitalistas. Si la civilización humana ha de
sobrevivir por miles de años y no solo durante un par de siglos más,
entonces debemos contraer drásticamente nuestras ambiciones económicas
y, en su lugar, centrarnos en la mejora de calidad de vida en nuestras
comunidades, incluyendo nuestra comunidad con la naturaleza. Antes que
intentar dominar el mundo natural, debemos cambiar de rumbo y coexistir
con él.
Fuente: https://monthlyreview.org/2018/05/01/the-physics-of-capitalism/ Traducción: David Guerrero
Traducción: David Guerrero
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