Andrés Manuel López Obrador, AMLO, ya es presidente de México. Y el
ya no es poco. Ningún político en la historia reciente del país se ha
obstinado tanto por la banda presidencial. Lo logró a los 65 años, en el
tercer intento. México le entregó el 1 de julio un poder omnímodo harto
de un Enrique Peña Nieto criticado hasta el último gesto: otorgar al
yerno de Trump la mayor condecoración del país; hastiado del sexenio
donde desaparecieron 43 estudiantes de los que aún no se sabe nada. Han
pasado cinco meses desde la histórica elección. Con el Gobierno en
funciones desacreditado y humillado, López Obrador ha tomado decisiones
que aventuran el próximo sexenio y recalcan la controvertida figura del
político que más presente ha estado en la memoria de sus compatriotas.
Que ha logrado lo que parecía imposible: sembrar aún más dudas sobre
quién es y cómo gobernará.
Nacido en Tepetitán, una pequeña localidad de Tabasco que considera
el pueblo más bonito de México, a López Obrador, el mayor de siete
hermanos de una familia humilde, se le ha conocido de múltiples formas a
lo largo de una vida dedicada a la política. Fue El Molido, en
Primaria; El Americano, porque vestía distinto de sus compañeros, en
Secundaria y Piedra, en la universidad, por la tozudez que comenzaba a
mostrar mientras estudiaba Ciencias Políticas en la UNAM; Lesho, como
los chontales se refieren a los Andrés y El Comandante para los
compañeros del PRI de Tabasco; El Peje para todo México, AMLO para el
resto del mundo. A partir de este sábado quiere que se le recuerde como
el Cuarto Padre de la patria, después de Hidalgo, Juárez y Madero.
Las dudas que proyecta la figura de López Obrador caminan a la par
del entusiasmo casi mesiánico que genera en parte de la población.
Obtuvo más de 30 millones de votos, un 53% de la población le respaldó.
Distorsionado por el apabullante ruido que generan sus detractores, en
el mundo económico, mediático, de la sociedad civil, que cuestionan un
autoritarismo que no esconde y ponen en duda su capacidad de gobernar,
es innegable el halo de esperanza que ha logrado en México este líder
social, el político que mejor conoce el país que gobernará, porque ha
recorrido hasta el último pueblo en más de una ocasión; el que maneja
como pocos las emociones, tanto para abrazar a la población como para
provocar la ira.
López Obrador sigue fiel a sí mismo, abrazado a los símbolos: no
quiere llevar escolta y asegura que vivirá en la misma casa que hasta
ahora hasta que su hijo pequeño no termine los estudios. Introvertido,
los que lo han tratado aseguran que él mismo admite que es alguien
obcecado, como cuando tras perder la elección de 2006 se declaró
“presidente legítimo” y se colocó una banda presidencial con la que
incluso daba entrevistas.
Han sido años de navegar contracorriente, a la defensiva, en la
oposición, quitándose de en medio enemigos, pero también aliados si
consideraba que aspiraban a sobrepasarle o pretendían hacerle sombra. No
titubeó a la hora de abandonar el PRD después de las elecciones de 2012
para crear un partido, Morena, plegado ante él, abrumado por su
liderazgo, que ha logrado un crecimiento histórico en el continente en
cuatro años. También de enarbolar, por convicción o por necesidad, la
bandera del pragmatismo, como cuando gobernó la capital de México
(2000-2005) o sin ir más lejos, la última campaña presidencial, en la
que logró trasladar una sensación de confianza que en sus dos previos
intentos le fue esquiva.
Estos cinco meses de gobierno de facto, sin embargo, no han servido
para despejar la incógnita de quién es el nuevo presidente de México, de
cómo gobernará; lejos de eso, ha proyectado esa especie de bipolaridad
política, la evidencia constante de que el Doctor AMLO y Mr. López
Obrador está presente. Un Dr. Jekyll que hace consultas a modo, paraliza
el nuevo aeropuerto de Ciudad de México y un Mr. Hyde que dobla la
pensión a los ancianos, asegura que someterá su cargo a consideración de
los ciudadanos u opta por legalizar la marihuana. Un Jekyll que ahonda
en la militarización del país y un Hyde que viaja en un coche utilitario
y se mueve sin escolta.
El pulso a las élites ha marcado la vida política del nuevo
presidente de México. Obstinado por los grandes símbolos, siempre pone
como ejemplo a Benito Juárez. Si este logró la separación de Iglesia y
Estado, él tiene como fin poner límites a la élite empresarial, a la que
ha calificado de “mafia del poder” y que siempre ha sido contraria a
sus avances. En cierta manera, como recuerda el periodista y escritor
Jorge Zepeda en su perfil en el libro ‘Los suspirantes’, para López
Obrador “la noción del complot no es una táctica, sino una convicción
destilada por un pasado activista y opositores que muchas veces lo ha
hecho sentirse víctima de las maquinaciones del poder”. Desde que con 15
años la policía le trató de inculpar de la muerte de su hermano por un
disparo o a la elección de 2006, que perdió por medio punto ante Felipe
Calderón y que propició una larga protesta que paralizó una de las
arterias de la capital.
La cancelación del aeropuerto de Ciudad de México, el proyecto más
ambicioso de la era Peña Nieto, ha supuesto la gran sacudida de este
periodo de transición. Partidario de revocarlo, durante la campaña
parecía haber cedido a los intereses de los empresarios. Convocó una
consulta ciudadana, como si fuese a tratarse un brindis al sol, un mero
gesto. Su jefe de Gabinete, el empresario Alfonso Romo, había
garantizado en privado a los empresarios que la obra no corría peligro.
Lo mismo hizo con los inversores el próximo ministro de Economía, Carlos
Urzúa. Ninguno pensó, como ocurrió, que la consulta arrojaría un
resultado demoledor para sus promesas. A López Obrador, como en otros
momentos de su carrera, no le importó dejar en evidencia a sus asesores.
Su idea de proyecto político está por encima de cualquier cosa. Ante la
marabunta de críticas, López Obrador salió a dar un mensaje de
tranquilidad. En el vídeo se podía ver al político junto a una pila de
libros. El más visible: ‘¿Quién manda aquí? La crisis de la democracia
representativa’.
López Obrador se ha comprometido incluso a poner a consideración de
los mexicanos si quieren revisar la responsabilidad en posibles delitos
de los últimos presidentes de México, lo que, dentro de su círculo más
cercano, admiten que podría suponer un punto de inflexión en el primer
año de gobierno. Para el analista Jesús Silva-Herzog es la muestra de
que “si el deseo presidencial lo puede todo, no tiene por qué perder el
tiempo con cálculos de presupuestos, fastidios administrativos,
restricciones legales. La mecánica es sencilla: proclámese el deseo y
hágase ratificar por el Pueblo bueno. El único esmero es escénico”.
Hasta dónde llegará con las consultas a la ciudadanía es otra gran
incógnita, aunque no pocos quieren ver en ello el síntoma más claro de
que buscará, en un futuro, perpetuarse en el poder.
En estos cinco meses, el nuevo presidente de México ha dado señales
también de que puede contemporizar. Lo hizo también durante los seis
años que gobernó la capital del país, en los que cambió el rostro de la
megalópolis, la ciudad de habla hispana más grande del mundo, con unos
20 millones de habitantes. Lo hizo a base de una política hiperactiva,
repleta también de símbolos, como las ruedas de prensa diarias a primera
hora de la mañana, como las que promete celebrar a partir de este
lunes.
Después de tumbar la construcción del nuevo aeropuerto, con un 30% de
las obras avanzadas, una muestra más de esa bipolaridad política que lo
mueve, para tratar de calmar a los empresarios no le importó adherir a
su equipo a un consejo de directivos entre los que se encuentran
representantes de esa “mafia del poder” a la que tanto ha criticado.
Solo él pudo calmar a los mercados cuando su partido trató de introducir
una norma en el Senado para limitar las comisiones de los bancos, que
produjo una sacudida en la Bolsa. No obstante, el gesto más
significativo ha sido su plan de seguridad. “Abrazos, no balazos”,
repitió durante toda la campaña. Si con su llegada al poder parecería
que se iba a acabar la corrupción, también la violencia que asola todo
el país. Sin embargo, ha optado por militarizar aún más México, en un
gesto por tratar de contemporizar a los militares, quien de puertas para
adentro se muestran recelosos de alguien que pretende dar un golpe
encima del tablero político mexicano.
Introvertido pese a que no evita un selfie allá donde vaya, quienes
conocen a López Obrador cuentan que se apoya en muchas personas, pero
confía en muy pocos. Sus hijos juegan un papel crucial. El segundo,
Andrés Manuel, Andy, es uno de sus operadores políticos. La madre, Rocío
Beltrán, fallecida, fue su consejera durante años. Al igual que lo es
ahora su segunda esposa, la escritora Beatriz Gutiérrez Müller. Tras las
elecciones, el hijo de ambos –el cuarto de López Obrador-, Jesús
Ernesto, fue víctima de un acoso en redes sociales después de sufrir una
lesión y ser criticada la familia por tratarlo en un hospital privado.
Ha sido el peor momento personal en este tiempo. Durante unos días,
Gutiérrez decidió salir de México y refugiarse con un amigo reciente de
la familia, el presidente cántabro Miguel Ángel Revilla, con quien ha
forjado una gran relación después de que el año pasado el presidente de
México visitó la tierra de su abuelo.
Revilla ha sido uno de los tres invitados personales de López Obrador
a la ceremonia de este sábado, junto al cantante cubano Silvio
Rodríguez y el líder de los laboristas británicos Jeremy Corbyn. Pasaron
unos días en La Chingada, el rancho de Palenque donde este político
amante del béisbol se ha mostrado ajeno, entre partidas de dominó, al
reto himalayesco que se le viene desde este sábado.
A Corbyn le dedicó este viernes una de sus últimas intervenciones
antes de la toma de posesión, que esconde buena parte de la personalidad
de López Obrador. “Espero que los ingleses tengan la oportunidad, lo
deseo, de tener a un primer ministro como Corbyn. Yo no sé cómo estén
las leyes, pero todavía no soy formalmente presidente de México, por eso
me atrevo a decir estas cosas a partir de mañana tengo que
autolimitarme”. No pocos piensan que el principal enemigo de López
Obrador, contra el que tendrá que batallar, seguirá siendo él mismo.