En Venezuela se define el futuro de toda la región.
La autoproclamación de Guaidó es la apuesta golpista más ridícula y
peligrosa de los últimos años. Con el descarado sostén de Washington, la
derecha pretende colocar a un desconocido en la primera magistratura.
Esta vez la señal de largada no fue un acto terrorista, ni otro
intento de asesinato de Maduro. Trump puso al frente de la escalada a
varios expertos en conspiraciones (Abrams, Pence, Bolton, Rubio) y
decidió capturar la empresa venezolana que opera en Estados Unidos
(CITGO). Sepultó todos los principios de la seguridad jurídica, para
comenzar la apropiación del petróleo de un país que concentra la
principal reserva mundial de crudo.
Los gobiernos derechistas de Sudamérica propician el golpe por otras
razones. Duque pretende enterrar los Acuerdos de Paz con la guerrilla,
luego de encabezar el desmantelamiento de UNASUR. Ya alberga en Colombia
al contingente de marines requerido para acompañar cualquier
provocación.
Bolsonaro continúa identificando a Venezuela con todas las desgracias
del “populismo”. Con esa retórica encubre su improvisado debut en la
presidencia y pospone la inevitable decepción de sus votantes.
Macri es un cruzado de la primera hora, que compite con otros
servidores del imperio. Por eso redobla los actos de sumisión,
designando a una funcionaria de su propio equipo como embajadora de
Guaidó. Exime a los inmigrantes venezolanos del hostigamiento a los
extranjeros, para que no se hable de la inflación, el desempleo o las
tarifas. Fractura además a la oposición, compartiendo la denigración de
Venezuela con los líderes del peronismo federal (Urtubey, Massa,
Pichetto).
Sin el sostén del mandante norteamericano, Duque, Bolsonaro y Macri
son totalmente inefectivos. Su “Grupo de Lima” no logró siquiera
boicotear la asunción de Maduro. A esa ceremonia concurrieron más
delegaciones extranjeras que a la investidura del delirante capitán
brasileño.
La atomizada derecha venezolana actúa bajo las faldas de un
presidente de fantasía. Nunca pudo ganar la elección presidencial y
fracasó en todos los intentos de impugnación de esos comicios. Aceptó
sin chistar el veto yanqui a las negociaciones con el chavismo y
periódicamente se desbarranca con brutales acciones de violencia.
Por el momento actúa como simple marioneta del Departamento de Estado y ha quedado sujeta a los humores tuiteros de Trump.
La doble vara
Los golpistas caribeños han reaparecido como grandes estrellas de los
medios de comunicación. Cuentan con la complicidad de los periodistas,
que atribuyen a Maduro una variedad de pecados visibles en otras
administraciones de la región. El simple registro de esa similitud
tornaría injustificable el complot o exigiría el mismo cambio de régimen
en numerosos países.
Se resalta especialmente el carácter ilegítimo del gobierno
venezolano, como si hubiera surgido de un fraude electoral. Pero en
realidad fue ungido con la participación del 67% de la población, es
decir con un porcentual superior a los últimos comicios de Chile o
Colombia. Esta baja concurrencia de electores no induce a ningún
comunicadora proponer el derrocamiento de Piñera o Duque.
Es cierto que un sector de la oposición convocó a la abstención, pero
otro participó y los resultados finales no fueron impugnados. Tampoco
se presentaron evidencias de fraude, en un sistema electoral que ha sido
elogiado por varios organismos (Carter) y figuras (Zapatero)
internacionales. Con la misma modalidad de votación fueron electas en el
2015 las autoridades de la Asamblea Nacional que lidera la oposición.
Compartiendo un mismo cimiento electoral, Maduro es objetado y Guaidó es
reconocido.
En las últimas dos décadas el régimen chavista ha celebrado 24
elecciones, que incluyen una significativa modalidad de revocatoria
presidencial. Ese derecho no rige en ningún otro país de la región. La
participación de los votantes no es obligatoria, pero ha sido
habitualmente superior al promedio latinoamericano. La oposición nunca
reconoce las derrotas y siempre justifica los resultados adversos con
denuncias de fraude.
Con su habitual duplicidad, los comunicadores que critican esos
comicios consideran totalmente normales las elecciones brasileñas, que
se desarrollaron con Lula en prisión. Impugnan el sistema judicial
venezolano, enalteciendo al magistrado que persiguió al líder brasileño
(Moro). Ni siquiera objetan el premio ministerial que le otorgó
Bolsonaro.
Los medios también denuncian la detención de líderes opositores
(Carmona, Ledesma, López), pero omiten precisar las causas de ese
encierro. No fueron a prisión por emitir opiniones críticas, sino por
incentivar golpes de estado o por su complicidad con las sangrientas
guarimbas callejeras. Al chavismo se le exige una conducta tolerante que
no impera en ningún rincón de Latinoamérica. Se supone que debería ser
comprensivo con los intentos de magnicidio.
Los comunicadores tampoco mencionan la brutal violación de los
derechos humanos que practican los gobiernos más enemistados con
Venezuela. Desde la suscripción de los Acuerdos de Paz, los
paramilitares colombianos (amparados por el oficialismo) han asesinado
centenares de líderes sociales. En Argentina se multiplican los presos
políticos y rige la impunidad para los responsables de los crímenes de
Santiago Maldonado y Rafael Nahuel. En Brasil aumentaron los atentados
contra los cooperativistas del MST y se destaparon los vínculos de los
asesinos de la luchadora Marielle Franco con el hijo de Bolsanaro.
El chavismo es también denunciado por imaginarias conexiones con el
narcotráfico. Pero los acusadores ocultan el comprobado financiamiento
que brinda esa mafia a la derecha de Colombia. Ningún organismo
internacional penaliza tampoco a ese país por el continuado cultivo
ilegal de drogas. Lo ocurrido en México es mucho más grave. Todo su
territorio quedó desgarrado por una masacre de 200.000 muertos,sin que
la OEA promoviera alguna intervención regional.
Ciertamente Venezuela padece una emigración masiva como consecuencia
del drama económico que afronta. Pero en coyunturas semejantes, estos
mismos desplazamientos se han verificado en otros países. La miseria
siempre empuja a buscar refugio en algún vecindario.
Si esas desgracias constituyen “crisis humanitarias”, la misma
caracterización correspondería aplicar a las migraciones equivalentes.
Pero nadie presenta en esos términos la terrible huida de las familias
centroamericanas hacia el Norte. Ese tormento no incentiva ninguna
recolección piadosa de socorros. Sólo induce a construir un terrible
muro fronterizo. Durante la guerra interna que vivió Colombia se
registraron también masivos traslados humanos, que tampoco suscitaron
convocatorias a la intervención extranjera.
Los grandes medios siempre coronan sus coberturas de Venezuela con
alguna imagen de violación de la libertad de prensa. Pero los trastornos
que retratan son irrelevantes, en comparación al sistemático asesinato
de periodistas que han padecido México y otros países centroamericanos.
Los fabricantes de mentiras aplican la doble vara a su propia actividad.
Contradicciones bajo la superficie
Basta recordar lo ocurrido en Irak y Libia para notar la gravedad de
la amenaza actual. El imperialismo puede provocar destrucciones
inimaginables. Si consuma una intervención de gran porte, América Latina
perderá el resguardo que mantuvo frente a las catástrofes bélicas de
África o Medio Oriente.
La derecha descarta ese peligro y supone que obtendrá un rápido
triunfo, sin ningún costo. Ya anuncia la retirada del chavismo, el
aislamiento de Maduro y la próxima deserción de la cúpula militar.
También remarca la cohesión de su propio campo y el respaldo
internacional unánime a su causa. Pero esas fábulas no resisten el menor
análisis.
El propio comando de Washington está afectado por severas
disidencias, en el difícil contexto político-judicial que afronta Trump.
Los fiascos de Medio Oriente han multiplicado las prevenciones frente a
cualquier incursión externa. Los militares yanquis están desconcertados
y fueron obligados a retirar sus tropas de Siria y Afganistán. Las
propuestas de repetir la ocupación de Granada o Panamá han sido
desechadas y se pospone el típico ultimátum que precedió el ataque
contra Hussein o Gadafi. Por ahora el Pentágono sólo evalúa operaciones
acotadas, que comenzarían con el burdo pretexto de ingresar ayuda
humanitaria.
Tampoco los socios europeos están dispuestos a participar en
aventuras bélicas. Intervienen en el complot contra Venezuela sin emitir
amenazas contundentes. Hay divergencias en el mando occidental, que han
impedido consensuar la aplicación de sanciones en la OEA y en la ONU,
mientras persiste la neutralidad del Vaticano.
Los conspiradores han tomado nota también del creciente protagonismo
de Rusia en el aprovisionamiento del ejército venezolano. Esa presencia
puede complicar la jugada petrolera de Trump, si se confirma la tenencia
de acciones rusas en CITGO.
No se sabe, además, quién será el principal perjudicado por esa
expropiación. Algunos expertos estiman que Estados Unidos logró
autonomizar su provisión del combustible venezolano. Pero esas compras
aún representan el 13% de las importaciones y su cancelación podría
impactar sobre el precio de la energía.
Todas las dificultades que enfrentan los golpistas son rigurosamente
ocultadas por los medios. Despliegan una cobertura triunfalista,
silenciando la ausencia de logros significativos de la derecha en la
primera quincena del complot. Mientras los sobornos, las amenazas y las
promesas yanquis no erosionen a las fuerzas armadas, Guaidó seguirá
ejerciendo un mandato fantasmal.
Batallas en dos frentes
Es cierto que la derecha recuperó capacidad de movilización, pero el
chavismo ha respondido con manifestaciones igualmente masivas. En el
pico de la crisis social el gobierno mantiene una llamativa capacidad de
convocatoria. Todos saben que el gobierno no entregará el poder por la
simple repetición de marchas callejeras. La indefinición actual puede
resultar muy problemática para la oposición.
Sus líderes afrontarán nuevamente el dilema de retomar la violencia
(que los aisló en el 2017) o aceptar un status quo (que los desgasta).
Por ahora evitan la repetición de las guarimbas en los barrios ricos,
mientras ensayan algunas provocaciones en las zonas populares.
También el gobierno aprendió de las confrontaciones anteriores y se
maneja con cautela. Tolera las fotogénicas apariciones de Guaidó,
apostando a su paulatina desmoralización. Pero el derrumbe de la
economía crea serios interrogantes sobre el acompañamiento popular en la
batalla contra la derecha. Toda la sociedad venezolana está desgarrada
por un colapso mayúsculo del ingreso.
La contracción del producto registrada en el último quinquenio ya
destruyó el 30% del PBI. Esa regresión tiene el mismo alcance que la
Gran Depresión sufrida por Estados Unidos en 1929-1932. La debacle
golpea a todos los sectores.
La estratégica extracción de petróleo se ha reducido a la mitad y el
financiamiento monetario del déficit fiscal ha provocado la mayor
hiperinflación del siglo XXI. El índice de precios saltó del 300%
(2016), al 2.000% (2017) y actualmente promedia una cifra
incuantificable.
Esa escala demuele el salario, recrea el trueque y provoca una aguda
escasez de alimentos y medicinas. Los padecimientos cotidianos son
terribles y la supervivencia depende de las redes oficiales de
abastecimiento (CLAPS).
Los medios de comunicación presentan este desmoronamiento como una
inexorable consecuencia del “populismo chavista”. Pero omiten la
responsabilidad directa de los artífices de la guerra económica. El
cerco exterior y el sabotaje interno desplomaron la extracción de
petróleo, achicaron las reservas internacionales y encarecieron las
importaciones básicas. Los capitalistas extranjeros y locales han
provocado ese desmoronamiento, para facilitar el advenimiento de un
régimen político afín a sus negocios.
Esta indescriptible adversidad de la economía ha sido agravada por la
improvisación, la impotencia y la complicidad del gobierno. Maduro ha
tolerado pasivamente el derrumbe de la producción. Rechazó todas las
propuestas del chavismo crítico para penalizar a los burócratas
corruptos y a sus socios millonarios.
Estas iniciativas constituyen el punto de partida para frenar el
desmoronamiento del nivel de actividad. Incluyen un control efectivo
sobre los bancos para impedir la fuga de capital, cambios radicales en
la asignación de divisas al sector privado, gravámenes progresivos al
patrimonio, incentivos a la producción local de alimentos y numerosas
medidas para involucrar a la población en el control de los precios.
Este programa requiere además un replanteo de la deuda, para lograr
un anclaje de la moneda que permita contener la hiperinflación. Ningún
“petro” o “bolívar soberano” podrá funcionar, mientras subsista el
amparo oficial a la boliburguesía. Esa franja de privilegiados
sobrefactura importaciones, transfiere fondos al exterior y se enriquece
con la especulación cambiaria y el desabastecimiento. La derecha no
sólo está embarcada en tumbar el chavismo. También opera al interior de
un gobierno que no frena la demolición de la economía.
Compromiso o neutralismo
Frente al agravamiento del conflicto, muchas voces proponen generar
nuevas condiciones para que los venezolanos puedan resolver
democráticamente su futuro.
La legitimidad de ese principio es indiscutible. Pero el gran
problema radica en precisar cómo implementarlo, puesto que si triunfa el
golpe esa aspiración quedará definitivamente enterrada. La vigencia de
la soberanía del país y la defensa de los derechos populares requieren
ante todo la derrota de los escuálidos.
El conflicto en curso ya perdió su condición de “asunto interno” de
Venezuela. La confrontación desbordó ese punto de partida territorial y
actualmente involucra atoda la región. Los dos principales fogoneros de
la crisis tienen objetivos muy precisos. Estados Unidos pretende
recuperar el dominio pleno de su patio trasero y las clases dominantes
locales intentan sepultar todas las demandas populares, que emergieron
durante la década pasada.
Si los golpistas logran derrocar al chavismo, avanzarán
inmediatamente sobre Bolivia y Cuba, para extender el autoritarismo
neoliberal a todo el continente. En Venezuela se disputa el freno o la
extensión de esa oleada reaccionaria.
Esta disyuntiva ha sido correctamente percibida por los partidos,
organizaciones e intelectuales que rechazan el golpe en forma
categórica. Esa contundencia se verifica en su impulso de movilizaciones
antiimperialistas. Las vacilaciones que se observaron durante las
guarimbas del 2017 han decrecido significativamente. Los propósitos de
la derecha están a la vista y son evidentes los daños irreparables que
causaría un Bolsonaro en la presidencia de Venezuela.
El dramatismo de esa perspectiva no atempera ninguna de las
objeciones al rumbo que ha seguido el gobierno chavista. Pero resulta
indispensable situar esos cuestionamientos en un campo común de batalla
contra los golpistas.
Esta lucha exige superar también las posturas de ambigua neutralidad
que transmiten ciertos pronunciamientos. Esas declaraciones toman
distancia de los protagonistas del conflicto situándolos en un mismo
plano. Cuestionan con la misma vara a Maduro y a Guadió sugiriendo una
ilegitimidad compartida. Critican simultáneamente el autoritarismo del
régimen y las aventuras de la oposición. Objetan tanto la amenaza
militar de Estados Unidos como la presencia geopolítica de Rusia.
¿Pero esa condena conjunta de Maduro y Guaidó supone el
desconocimiento de ambos? ¿Implica la abstención frente a las marchas
que convoca el gobierno y la oposición? ¿Entraña una indiscriminada
condena de los marines y del ejército bolivariano?
Los neutralistas elogian la actitud de los gobiernos de México y
Uruguay, que promueven la inmediata reanudación de las negociaciones
entre ambas partes. Esa iniciativa abre un canal de conversaciones que
Maduro ya aceptó y Guaidó rechaza.
Es evidente que la concreción de esas tratativas dependerá del
desenlace de la lucha. La derecha no aceptará negociar mientras
vislumbre alguna posibilidad de capturar el gobierno. Derrotar esa
pretensión es la condición para recomponer las tratativas. Los
resultados de esas conversaciones reflejarían, además, el balance de
fuerzas. Derrotar a la derecha es la categórica prioridad del momento.
En esa batalla se juega el destino de América Latina.
Claudio Katz, economista profesor de la Universidad de Buenos Aires , Argentina.