Los policías que ingresaron en la madrugada del 7 de noviembre de
2011 a la cárcel de Acapulco, la gran ciudad balnearia del Pacífico, no
podían creer lo que veían: una veintena de prostitutas dormían en las
celdas junto a los detenidos. La requisa que se realizó luego reservaba
otras sorpresas: secuestraron un centenar de kilos de marihuana,
televisores, lectores de CD, gallos de riña e incluso dos pavos reales,
animales de compañía favoritos (junto con el jaguar) de famosos
narcotraficantes.
La anécdota resulta reveladora. Lenta pero ostensiblemente corroído
por el crimen organizado, México ya no controla sus cárceles, ni vastos
sectores de su territorio. Los narcos ya no se conforman con abastecer
el mercado estadounidense de cocaína (
1),
anfetaminas y marihuana, corromper para proteger su negocio y
masacrarse entre sí. Tras seis años de una “guerra” contra el tráfico de
drogas lanzada por el entonces presidente Felipe Calderón –con el fin
de recuperar su prestigio mancillado por las acusaciones de fraude en
las elecciones de 2006–, y que movilizó a más de cuatrocientos mil
policías y cincuenta mil soldados, amenazan hoy al Estado y sus
instituciones de norte a sur de la República.
Las principales víctimas de los mafiosos son las policías
–municipales, regionales o federales–, porque los persiguen o colaboran
con sus competidores.
Los carteles ya no dudan en enfrentar a los convoyes del ejército o
la armada en las regiones donde gobiernan de hecho. Es el caso de “La
Familia” en la región de Tierra Caliente, en el estado de Michoacán, o
Los Zetas en el noreste del estado de Tamaulipas. Estas dos
organizaciones paramilitares actúan la mayoría de las veces en
represalia, tras la ejecución o encarcelamiento de alguno de sus jefes.
La violencia de los enfrentamientos demuestra que el crimen organizado
dispone actualmente de un armamento pesado –capaz de hacer frente a
blindados y ametralladoras– y de sistemas de comunicación ultramodernos
que le permiten conocer los movimientos del adversario. ¿Cómo los
obtiene? De la manera más legal del mundo, en las armerías del vecino
del norte, o más discretamente, a través de los vendedores de armas
estadounidenses.
La “guerra por las plazas”
La entonces Procuradora General de la República (PGR), Marisela
Morales, hizo en 2012 un balance de las pérdidas registradas por las
fuerzas del orden de diciembre de 2006 a junio de 2011: 2.888 soldados,
personal naval, policías y agentes de los servicios de inteligencia. El
45% de ellos eran policías municipales, una cifra que sugiere que las
comunas, células básicas de la organización política del país, soportan
el mayor peso de la guerra. Porque las mafias pretenden además imponer
su ley a los poderes locales; por la sangre, si es necesario. Para ello,
influyen cada día un poco más en el juego democrático y los procesos
electorales. Treinta y dos alcaldes han sido asesinados desde 2006
[datos de 2012], la mayoría por el crimen organizado. El asesinato del
“presidente municipal” (equivalente del alcalde) de la ciudad de La
Piedad, en Michoacán, en noviembre de 2011, pareció un desafío lanzado
al poder central: el hombre era uno de los principales apoyos de la
candidatura de la hermana del presidente Calderón, Luisa María Calderón,
al cargo de gobernadora del estado. En las regiones que considera
estratégicas, la mafia influye también en las elecciones de los
gobernadores.
Ninguna institución escapa a esta voluntad hegemónica. Ni siquiera la
Iglesia. En julio de 2007, Ricardo Junious, un sacerdote estadounidense
de 70 años, pagó con su vida la campaña que impulsaba en los barrios
populares de la capital contra la prostitución infantil y la venta de
drogas a menores. El arzobispo de Durango, quien había declarado que
“todo el mundo, salvo las autoridades” sabía dónde se escondía el jefe
del cartel de Sinaloa, debió retractar sus dichos, precisando a la
prensa que en adelante sería “sordo y mudo” (
2).
Entre el temor y la resignación, el país está cansado de contar a sus
muertos: 55.671 desde 2006, según el diario La Jornada; 65.000, según el
semanario Zeta; aproximadamente 47.500, según la PGR. La credibilidad
del gobierno se desmorona. Cuando, en noviembre de 2011, falleció el
ministro del Interior Francisco Blake Mora, víctima según las
autoridades de un accidente de helicóptero, la mayoría de los analistas y
comentaristas mencionaron inmediatamente la hipótesis de un atentado.
La preocupación crece cuando la población se entera de que las agencias
antidrogas estadounidenses –en particular, la Drug Enforcement Agency
(DEA)– actúan en el territorio nacional con el aval del gobierno
mexicano, y cuando influyentes personalidades como Jorge Castañeda o
Héctor Aguilar Camín mencionan la necesidad de una intervención directa
de Estados Unidos en el conflicto, a través de un “Plan Colombia”
versión mexicana (
3). La guerra contra el narcotráfico reduce de manera evidente el margen de maniobra de México frente al gran vecino del norte.
Desde el inicio de la campaña para las elecciones presidenciales de
2012, la mayoría de los medios de comunicación y los comentaristas
autorizados imputaron la responsabilidad de este drama nacional al
entonces presidente Calderón. Los más indulgentes (¿o los más
condescendientes?) afirmaban que se lanzó en esta guerra de manera
irreflexiva, sin haber medido el alcance del problema. Otros, basándose
en testimonios de ex funcionarios cómplices del tráfico de drogas en la
época en que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) dominaba el
país (1928-2000), sugerían que la “cruzada” de Calderón consolidó el
dominio del cartel de Sinaloa –del que sería cómplice– sobre sus
rivales, en particular, el cartel del Golfo, Los Zetas y el cartel de
Juárez (
4).
Finalmente, la izquierda en su conjunto afirmaba que la militarización
del país constituye una amenaza para los derechos humanos y la joven
democracia mexicana. Se impone una breve mirada retrospectiva para
comprender por qué la violencia criminal estalló repentinamente, en
medio de la transición política que vio el fin del (muy largo) reinado
del PRI con la victoria en 2000 de Vicente Fox, surgido al igual que
Calderón del Partido Acción Nacional (PAN). Hasta entonces, las grandes
organizaciones criminales ligadas al tráfico de drogas –como los
carteles del Golfo, Guadalajara, Juárez y Tijuana– operaban a su antojo
sin afectar demasiado la vida cotidiana del país.
Gozando de la protección ofrecida por el Estado a su más alto nivel,
los cargamentos de droga llegaban sin dificultades a la frontera
estadounidense. Viejos Boeing y Caravelle despegaban de Colombia
cargados con decenas de toneladas de cocaína y, aunque eran detectados
por los radares instalados en América Central por la DEA, ingresaban en
el espacio aéreo mexicano, y aterrizaban no lejos de la frontera. Balsas
y lanchas rápidas descargaban discretamente los cargamentos en las
costas de Yucatán, Veracruz, Sinaloa o Baja California. A fines de los
años 1990, las investigaciones realizadas por la PGR, las principales
agencias antidrogas estadounidenses y la jueza suiza Carla del Ponte
revelaron el increíble alcance de la protección de la que gozaba el
crimen organizado durante los sexenios de Carlos Salinas de Gortari y
Ernesto Zedillo. Los gobernadores de Chihuahua, Morelos, Tamaulipas,
Quintana Roo, Veracruz y Sonora, todos miembros del PRI, fueron
sospechados o imputados, al igual que varios directores de la policía
judicial, generales miembros del Estado Mayor del Ejército, comandantes
de regiones militares, así como ministros. Algunos narcos afirmaban que
los secretarios privados de los dos anteúltimos presidentes –así como el
hermano del presidente Salinas de Gortari, Raúl– formaban parte de
estas redes. Un documento de la inteligencia militar mexicana que data
de 1995 confirma estas acusaciones (
5).
A cambio de esta protección generosamente remunerada, el Estado imponía
a los mafiosos no atacar a sus rivales y respetar sus territorios. El
PRI, el partido-Estado, controlaba entonces suficientemente los
engranajes de la administración y de la fuerza pública para imponer
semejante acuerdo, y para hacerlo aplicar desde el gobierno central
hasta las comunas, pasando por los gobiernos regionales. Pero todo
cambió con la victoria de Fox. Tras la derrota del PRI, la mayoría de
los altos funcionarios cómplices del crimen organizado fueron
reemplazados. Al igual que las de 1997, las elecciones regionales y
locales de 2000 llevaron al poder a gobernadores y alcaldes que ya no
pertenecían al PRI. Por primera vez en veinte años, los narcos se
encontraban frente a una multitud de interlocutores políticos que, por
diversas razones, ya no se sentían obligados por los acuerdos
anteriores. Esperando restablecer nuevos circuitos de corrupción en las
altas esferas del Estado, debían rediseñar rápidamente otras rutas de
“tráfico hormiga”, para transportar la droga. Para controlar estas vías,
no existía otro recurso, en el corto plazo, que corromper a los
alcaldes y policías municipales que controlaban los puntos estratégicos
de los nuevos itinerarios, de la frontera de Guatemala a la del norte.
Las reglas de juego cambiaron: los carteles se enfrentaron para
adueñarse de nuevos bastiones. México descubrió lo que se denomina la
“guerra por las plazas”.
La primera gran batalla de este nuevo conflicto se libró en Nuevo
Laredo, en 2003, en la frontera entre Tamaulipas y Texas. Durante
semanas, los pistoleros del cartel del Golfo se enfrentaron con los
sicarios del cartel de Sinaloa; cada bando contaba con el apoyo de un
sector de la fuerza pública. Según Edgardo Buscaglia, especialista en
crimen organizado de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), en
2008, el 60% de las comunas del país fueron “capturadas o feudalizadas”
por el narcotráfico (
6).
La aparición de una nueva organización acabó de tornar la situación
ingobernable. Tras la detención en 2003 del último jefe indiscutido del
cartel del Golfo, Los Zetas, su brazo armado, se emanciparon de su
tutela. Dirigidos por ex miembros de las fuerzas especiales del
ejército, adoptaron “una estrategia más mafiosa que narcotraficante”,
nos explica Luis Astorga, uno de los mejores especialistas en el tema.
Al tener dificultades para instalarse en el comercio de la droga, se
lanzaron a otras actividades (extorsión, secuestros, tráfico de
inmigrantes y prostitución, juegos clandestinos, contrabando,
falsificación…). Su objetivo era simple: extender su influencia al
conjunto del país para maximizar su volumen de negocios. Para ello, no
dudaron en atacar las plazas fuertes de los carteles tradicionales,
aliándose a veces a mafias locales del mismo tipo que entrenaban y
asesoraban, como la Familia Michoacana, en el oeste del país, en los
márgenes de los feudos del cartel de Sinaloa. Tras la guerra por las
“plazas”, comienza la batalla por los “territorios”.
Militarización de la sociedad
La generalización de la violencia no es pues directamente imputable a
la decisión del presidente Calderón, tomada en 2006, de lanzar
masivamente al ejército, la armada y la policía federal a la represión
del crimen organizado. Es consecuencia de una reestructuración que se
volvió inevitable por la alternancia política, y del surgimiento de una
nueva forma de criminalidad. En cambio, la responsabilidad del actual
presidente es evidente en otros puntos. Su gobierno optó por una
estrategia errónea. A pesar de los golpes a los estados mayores de las
mafias, la “guerra” no redujo el tráfico propiamente dicho: los
veintidós jefes narcos detenidos o abatidos durante el sexenio de
Calderón –de treinta y siete identificados por las autoridades– fueron
inmediatamente reemplazados. En lo sustancial, nada cambió: en 2011,
según el Departamento de Estado estadounidense, el 95% de la cocaína
consumida en Estados Unidos seguía pasando por México.
Por otra parte, el gobierno no combatió la corrupción. Ahora bien,
allí reside el problema de fondo. Las confidencias de Ismael “El Mayo”
Zambada al director del semanario Proceso lo confirman. A la pregunta
“¿Por qué la guerra contra el narcotráfico está perdida?”, el más
antiguo de los cabecillas de Sinaloa, sarcástico, respondía al
periodista, el 3 de abril de 2010: “El narcotráfico está arraigado en la
sociedad, al igual que la corrupción”. El gobierno se defiende de esta
acusación de manera poco convincente, recordando que en 2010, 1.500
funcionarios y 500 empresarios fueron sancionados por casos de
corrupción. La PGR precisa que el 28% de sus efectivos fueron despedidos
en los dos últimos años. Pero nada se hizo para convencer a la opinión
pública, la clase política y el mundo de los negocios de la voluntad
gubernamental de atacar las raíces del mal. La lucha contra el lavado de
dinero no dio mayores resultados, aunque se hayan adoptado nuevas
reglamentaciones fiscales y bancarias para combatirlo. El Banco de
México publicó recientemente cifras preocupantes: durante el sexenio de
Calderón, el sistema bancario nacional identificó más de 31.000 millones
de dólares de origen ilícito, es decir, un 106% más que bajo la
presidencia de Fox (2000-2006) (
7).
“El dinero sucio se invierte sobre todo en los estados del Norte, donde
aparecen empresas prósperas en los sectores de la construcción,
inmobiliario y hotelero. Sería fácil investigar sus ingresos”, nos
explica el economista Rogelio Ramírez de la O. El jefe de la Unidad de
Inteligencia Financiera de la Secretaría de Hacienda recuerda, por su
parte, que la evaluación de las sumas blanqueadas cada año en México aún
oscila entre 15.000 y 50.000 millones de dólares, es decir, entre el 3%
y el 8% del PIB.
Pero es en el terreno de los derechos humanos que el balance
gubernamental es juzgado más severamente. Las fuerzas armadas y la
policía federal implicadas en la represión resultan culpables de
múltiples excesos. Varios civiles fueron asesinados por militares por no
detenerse a tiempo en los cordones del ejército.
Bravache, un oficial superior destinado a la dirección de la policía
de Torreón, declaró a la prensa: “Si agarro a un zeta, lo mato. ¿Para
qué interrogarlo? El ejército tiene su servicio de inteligencia, no
necesita información adicional” (
8).
Una denuncia presentada por el abogado Netzai Sandoval y 28.000
ciudadanos mexicanos ante la Corte Penal Internacional (CPI) de La Haya
pone en evidencia más de doscientos casos de torturas por parte de las
fuerzas armadas. La mayoría de los prisioneros no son presentados al
Ministerio Público tras su detención, tal como lo exige la ley, y son
interrogados en los cuarteles durante varios días.
El Ministerio de Defensa poco ha hecho para poner fin a la impunidad
de la que gozan sus soldados. De 2006 a 2011, sólo veintinueve fueron
condenados, mientras que la fiscalía militar instruyó 3.671 casos de
violaciones graves a los derechos humanos. En resumen: el Estado da la
impresión de no controlar más a su ejército ni a su policía. O lo que es
peor, de querer militarizar la sociedad. Muchos mexicanos se sublevan
contra estas prácticas propias de una dictadura bananera de los años 70,
que afectan además la imagen del ejército, una de las pocas
instituciones hasta ahora respetadas por la mayoría de la población. A
lo largo de 2011, el poeta Javier Sicilia, padre de un adolescente
asesinado por los sicarios de Cuernavaca, logró reunir a un sector de la
izquierda bajo el lema “¡No más sangre!”. Apoyado por la mayoría de las
organizaciones no gubernamentales (ONG) nacionales, denunció el mal
funcionamiento de los sistemas represivo y judicial. Esta campaña,
aunque no haya sido masiva, despertó mayor preocupación en una opinión
pública desconfiada, desencantada y cínica. Terminó desacreditando a la
Presidencia de la República, única institución capaz de consolidar el
frágil proceso de democratización de México. La ofensiva de Calderón se
volvió pues contra el orden institucional que pretendía defender. El
narcotráfico demostró estos últimos años que con o sin la complicidad
activa del poder era capaz de poner en jaque al Estado y controlar una
parte importante del territorio. Esta demostración tendrá sin duda
consecuencias políticas. La sociedad parece haber adherido a la idea del
regreso del PRI al poder: sólo éste sería capaz, dicen, de negociar con
el narcotráfico y recuperar la paz… Con el triunfo de Enrique Peña
Nieto en las presidenciales de 2012, los carteles obtuvieron su primera
victoria sobre la democracia mexicana.
Notas
1. Según el Departamento de Estado estadounidense,
en 2011, el 95% de la cocaína consumida en Estados Unidos pasaba por
México. Según la misma fuente, entre 18 y 20 toneladas de heroína y
16.000 toneladas de marihuana (cifras de 2009) también transitan por el
país. No existen cifras serias sobre las metanfetaminas.
2. Patrice Gouy, “Des catholiques mexicains se mobilisent contre la guerre de la drogue”, La Croix, París, 24-7-12.
3. Hernando Calvo Ospina, “En las fronteras del Plan Colombia”, Le
Monde diplomatique, edición Cono Sur, Buenos Aires, febrero de 2005.
4. Véase el testimonio del ex general Acosta Chaparro, condenado por
colusión con el cartel de Juárez y luego liberado por la justicia
militar, en Anabel Hernández, Los Señores del Narco, Grijalbo, México
DF, 2011.
5. Véase La Guerre perdue contre la drogue, La Découverte, París, 2001.
6. “El narco ha feudalizado 60% de los municipios, alerta ONU”, La Jornada, México DF, 26-6-08.
7. Víctor Cardoso, “BdeM: en 2 sexenios panistas el crimen lavó más de 46,5 mil mdd”, La Jornada, 29-11-11.
8. “Si agarro a un zeta, lo mato. ¿Para qué interrogarlo?”, La Jornada, 13-3-11.