A propósito del fallecimiento del general el 29 de mayo de 2017.
(A
propósito del fallecimiento del general Noriega, y la necesidad de una
primera evaluación histórica de su persona, reeditamos estas notas del
libro “Diez años de luchas políticas y sociales en Panamá (1980-1990)”)
El
presidente de Estados Unidos, George Bush, justificó la invasión a
Panamá sobre la base de una serie de pretextos cuya lógica es casi
innecesario rebatir. Según Bush, los objetivos de la invasión del 20 de
diciembre fueron: proteger la vida de los norteamericanos residentes en
Panamá, atacar el narcotráfico sometiendo a Noriega a la justicia y
“restaurar” el proceso democrático panameño.
El régimen militar
jamás amenazó la vida y las propiedades de los norteamericanos y los
grandes capitalistas, por el contrario, protegió hasta el final dichos
intereses a costa del sacrificio de los trabajadores panameños. Hasta en
el plano militar la política de las FDP fue la de evitar la
confrontación, pese a las reiteradas provocaciones del ejército
norteamericano. Es más, la inconsecuencia de la dirección norieguista
llegó al extremo de que la mayoría absoluta de la alta oficialidad, con
un par de honrosas excepciones, abandonó los cuarteles y huyó
cobardemente apenas supo que venía la invasión, dejando a la tropa
librada a su suerte.
Si el problema era que el general Noriega
había convertido a Panamá en el paraíso del narcotráfico y el lavado de
dinero, pues entonces hay que decir que estas actividades han continuado
con fuerza después de la invasión. Transcurridos casi cuatro años de la
invasión, el diario norteamericano Washington Post decía: “
El
Departamento de Estado reconoce que, aparte del propio Estados Unidos,
la nuevamente democrática Panamá es el centro más activo de lavado de
dinero cocainero del hemisferio” (1).
A nuestro juicio, se pueden resumir en tres los objetivos reales de la invasión norteamericana
del 20 de diciembre de 1989: los relativos a la estabilización de la
situación política y el tipo de régimen necesario para lograrlo; los
económicos, que estaban muy relacionados con lo anterior, es decir, la
aplicación del plan fondomonetarista; y los geopolíticos, el problema de
las bases militares y su control sobre el Canal de Panamá.
Respecto
al primero y segundo objetivos, es conveniente recordar lo que ya hemos
señalado en los capítulos anteriores, el proceso de democratización que
fuera pactado entre los militares panameños y el imperialismo
norteamericano fue hecho añicos por las luchas de los trabajadores
contra los planes de ajuste estructural. Muchas personas, al calor de
las contradicciones surgidas entre la Casa Blanca y Manuel A. Noriega, a
partir de 1987, olvidan que el plan de “democratización” fue pactado
entre ambos, y que las contradicciones entre los militares panameños y
los estrategas del Departamento de Estado sólo surgieron luego de 1985,
cuando las luchas populares habían afectado la estabilidad política del
régimen y a sus “ajustes”.
El plan de “reacción
democrática” se desarrolló de común acuerdo entre los militares
panameños y Estados Unidos en su primera fase (1978-84), y que
en 1984 éste recibió un nuevo espaldarazo de ambos con el respaldo que
otorgan al presidente Ardito Barletta. La conjunción de intereses se
manifestó también en el apoyo que recibió el proyecto de militarización
de la Guardia Nacional (Ley 20) por parte del Pentágono. En prueba de
esto señalamos que la ayuda financiera a las fuerzas armadas panameñas
por parte de Estados Unidos saltó de 0.3 y 0.4 millones de dólares en
1980 y 1981, a 5.4 en 1982, 5.5 en 1983, 13.5 millones en 1984 (!), 10.6
en 1985, 8.2 en 1986, para volver a caer en 1987 a 3.5 millones de
dólares (2).
¿Cuándo y por qué se inician las contradicciones entre el gobierno norteamericano y la cúpula militar panameña?
Ya hemos citado a prominentes personalidades burguesas, como Aquilino
Boyd y Arnulfo Arias, que en julio de 1985 exigían (el primero a los
militares y el segundo a Estados Unidos) cambios políticos para romper
la parálisis en que se había sumido el gobierno de Barletta producto de
las luchas populares contra el plan fondomonetarista.
Ese año
(1985) para superar la crisis, la cadena se rompió por el eslabón más
débil: los militares ofrecieron la “cabeza” (en el sentido político) de
Barletta. Inmediatamente importantes sectores de la burguesía y la
“oposición” dieron una tregua al nuevo gobierno de Eric Delvalle en un
intento por mantener a flote el proyecto de “reacción democrática”.
Pero
persistía un problema: debido al fraude electoral y a las luchas contra
el plan de ajuste el pueblo panameño no había mordido el anzuelo, y no
se comía el cuento de que vivía en un régimen democrático. Se sabía que
los militares eran el poder real, y que eso no había cambiado. El
asesinato de Spadafora había colocado dramáticamente este problema en el
centro de la escena política, aunque no olvidemos que un año antes, en
el programa de COCINA ya figuraba allí la exigencia de recortar el
presupuesto de las FDP. La movilización popular amenazaba directamente
al centro del poder político, las FDP, y colocaba la posibilidad de que
una serie de luchas llevara a una debacle del régimen sin que existieran
mecanismos de recambio.
Este es el origen de las contradicciones:
un sector de la burguesía panameña, y el Departamento de Estado
norteamericano, empezaron a exigir a los militares panameños (durante
1986) que adoptaran medidas concretas que hicieran creíble ante el
pueblo que ellos se replegaban de la actividad política cediendo el
poder a los civiles, subordinándose al presidente de la República, etc.
Había que establecer un calendario de “democratización”, en el que la
fecha clave era el retiro o jubilación del General Manuel A. Noriega,
quien a los ojos de todo el mundo era el “hombre fuerte” de Panamá. Si
esto no se hacía, no había manera de darle legitimidad al gobierno y al
régimen, pues las masas panameñas no se tragarían el cuento de la
“democracia”.
No olvidemos que el objetivo de la reacción
democrática es el de crear un régimen presidencialista, con un rejuego
de partidos políticos en el parlamento para que puedan canalizar el
descontento popular hacia la vía electoral. De esta manera, frente a las
luchas obreras y populares se crean mecanismos de intermediación y
contención que los regímenes militares no tienen.
Mientras que
para la estrategia imperialista y la oposición burguesa se trataba de
realizar a cabalidad la institucionalización democrática, lo que
implicaba no sólo elecciones, sino la posibilidad de que la ADOC ganara,
y que el mando de las FDP fuera impersonal, llevado por funcionarios
militares sometidos a un acuerdo nacional que limitaba su intervención
en aparato estatal, etc; para el régimen militar y sus acólitos se
trataba de ejecutar una “democratización” aparente, pero que jamás
cuestionara su papel de árbitro supremo, ni su control del aparato
estatal.
La resolución de la crisis se complicó hasta hacerse
imposible un acuerdo gracias a las particularidades históricas
panameñas, en las que el problema nacional y la presencia norteamericana
determinan decisivamente los acontecimientos políticos. De manera que,
una crisis que en otro país latinoamericano probablemente se habría
resuelto en un tiempo menor, con la imposición por parte del
imperialismo norteamericano y sus aliados internos de sus designios, en
Panamá se prolongó por dos años.
Debido al arraigado
sentimiento antimperialista de importantes sectores del pueblo panameño
frente a la permanente intromisión norteamericana en nuestros asuntos,
una parte notable del movimiento obrero cesó sus luchas contra el
régimen y su plan económico conforme aumentaban las presiones
norteamericanas. Es más, parte importante de la clase obrera y
las capas medias de la sociedad, apoyó activamente a Noriega porque lo
veían como la cabeza de la lucha nacionalista de nuestro pueblo. Por
supuesto, este hecho no está en contradicción con el apoyo de masas
recibido por la Cruzada Civilista, especialmente en la clase media.
Porque, aunque minoritarios con relación a los civilistas, no se puede
desconocer que también el nacionalismo levantado por el régimen militar
tuvo apoyo en miles de activistas.
Esta base social, activa o
pasiva, fue la que permitió al régimen militar panameño sobrevivir dos
años de aguda crisis política, sanciones económicas y presiones
norteamericanas. A la base social interna, hay que sumar el respaldo
internacional por la causa panameña frente al imperialismo
norteamericano, la cual impidió siempre a la OEA votar una resolución de
condena al régimen panameño, sin que, por otro lado, tuviera que
condenar la intromisión extranjera.
Noriega, sin ser un
consecuente antimperialista ni nacionalista, se apoyó en estas
contradicciones reales existentes entre Panamá y Estados Unidos, para sobrevivir convirtiéndose en vocero de la causa nacionalista panameña.
El
choque entre los dos proyectos políticos y el conjunto de la crisis se
centró durante dos años en un sólo punto: el retiro de Noriega. Conforme
la crisis política se fue agudizando este punto fue concentrando todos
los problemas. Agobiado por las presiones, el General Noriega estuvo
dispuesto a ceder el gobierno civil a Guillermo Endara a principios de
1989 (por eso las elecciones fueron “las más limpias de la historia”,
hasta el día de la elección), e inclusive después (entre junio y agosto)
se propuso un “gobierno compartido” encabezado por Endara. Lo único que
no aceptaba Noriega era que se le obligara a renunciar, menos aún si
Estados Unidos no retiraba la acusación por narcotráfico, ni que se
desmantelara la institución.
Pero ni la ADOC ni el Departamento de
Estado yanqui podían aceptar a Noriega, pues su sola presencia indicaba
una continuidad del régimen y de la crisis. A la vez que ellos
necesitaban liquidar la autonomía relativa alcanzada por los militares
panameños, para reorganizar la institución militar de acuerdo al nuevo
régimen político presidencialista que se intentaba imponer.
Estas
diferencias no eran meros matices, sino que tras ellas subyacía el
problema concreto acerca de qué fracción detentaría el poder y sus
privilegios. El triunfo de un sector eliminaba al otro. Seguramente esto
es lo que quería señalar Solís Palma cuando decía que ceder a Noriega
significaba el “comienzo del fin”. Era el final de un régimen político, y
de los funcionarios civiles y militares que lo encarnaban. Más que eso,
era el final del régimen político con mayor autonomía (con respecto a
Estados Unidos) de la historia panameña, el cual logró crear también una
élite de funcionarios y tecnócratas con relativa independencia de lo
que se ha dado en llamar la “sociedad civil”.
Estas
contradicciones a lo interno de la clase dominante panameña tenían que
ser más agudas cuando se estaba a las puertas de la última década del
siglo, momento en que, de acuerdo a los Tratados del Canal, Torrijos –
Carter, debían revertir valiosas instalaciones y terrenos, así como el
canal mismo, a la soberanía y economía panameñas. La fracción de la
burguesía que maneje los destinos políticos del país será, sin duda, la
mayor beneficiaria de la privatización de los “bienes revertidos”,
evaluados en unos 30,000 millones de dólares.
¿Quería el
imperialismo norteamericano la destrucción del aparato de las FDP por
ser un ente “nacionalista”, tal y como lo pintan los defensores del ex
régimen militar? Definitivamente que no. Al menos durante la
mayor parte de la crisis ésta no fue la intención del gobierno
norteamericano. Además de que el comportamiento de las FDP, hasta
principios de 1987 (y aún después), no representaba una amenaza para los
intereses norteamericanos, más bien actuaban como aliadas ¿Por qué
destruir un aparato cuidadosamente construido por el propio Comando Sur?
Las declaraciones de los voceros de la Casa Blanca y las resoluciones
del Senado llegan a apelar reiteradamente a favor de que Noriega ponga
la fecha de su retiro como una medida de salvar a las FDP.
La
invasión a Panamá y la destrucción de las FDP quedó colocada por la
realidad recién a mediados de 1989, cuando la crisis panameña llegó a un
punto sin salida, y cuando ésta se conjugó con un plan del ejército
norteamericano para recuperar su prestigio e intentar superar el
“síndrome de Vietnam” realizando acciones militares directas en otros
países.
Según el periodista norteamericano Bob Woodward (3), la
administración del presidente George Bush empezó a planear seriamente la
invasión en mayo de 1989, después de la anulación de las elecciones.
Pero todavía en el mes de julio de ese año el general Frederick Woerner,
jefe del Comando Sur, se oponía a la acción armada por lo que fue
suplantado por el general Maxwell Thurman. Ya en octubre de 1989 la
decisión de invadir estaba tomada, y simplemente se afinaban los
detalles. Por eso, Estados Unidos no apoyó al mayor Moisés Giroldi y los
golpistas del 3 de octubre.
¿Se oponía de tal manera el régimen
militar panameño a legalizar la permanencia de sus bases militares más
allá del año 2,000, de tal manera que necesitaba Estados Unidos invadir y
destruir a las FDP? ¡Definitivamente no! Hasta 1987 la relación entre
el Pentágono y el régimen militar fue de colaboración, por lo cual, si
fuera el caso, se habría podido renegociar la permanencia de las bases
militares sin que eso significara un choque violento.
Todavía después, en la fase más aguda de la crisis, en agosto de 1989, el propio general Noriega dijo, “
si
los norteamericanos quieren las bases, que vayan y las pidan, pero que
no hagan como el hombre que quiere enamorar a una mujer y la viola” (4). Esta declaración dice mucho del “nacionalismo” de Noriega y su régimen.
¿Necesita
Estados Unidos renegociar la permanencia de sus bases militares en
Panamá más allá del año 2,000? Definitivamente sí. Cuando el presidente
James Carter firmó el Tratado del Canal, Estados Unidos pasaba por un
momento altamente crítico (Watergate, pérdida de la guerra de Vietnam,
etc).
En una circunstancia como esa Norteamérica accedió a ponerle
una fecha final para la presencia militar en Panamá, reservándose el
derecho de intervención a perpetuidad. Pero a medida que esa potencia se
ha recuperado del “síndrome de Vietnam”, se ha replanteado el problema
de su control sobre zonas estratégicas del mundo, y Panamá es una de
ellas. Por eso, el Senado y grupos asesores en política exterior, como
el llamado Grupo de Santa Fe (que asesoró los gobiernos de Reagan y
Bush), han planteado con claridad el objetivo de obtener un nuevo
acuerdo sobre las bases militares en nuestro país.
No se
trataba de que las FDP tuvieran una postura recalcitrantemente
nacionalista, pero si era cierto que Estados Unidos necesitaba resolver
la crisis política panameña también para que un régimen estable, y
sumiso, pueda renegociar un acuerdo de bases. Esta fue una
situación parecida a lo que sucedía a fines de los años 60, la crisis
política se había convertido en obstáculo para la incluso renegociación
del tratado sobre el Canal de Panamá. Además, el gobierno norteamericano
debía promover una reorganización de las fuerzas armadas panameñas,
tratando de acabar con los elementos nacionalistas y torrijistas que
habían crecido a lo interno y que podrían ser reacios a una relación de
sometimiento hacia el Comando Sur. Esto se ha venido haciendo desde la
invasión.
Lo que no es cierto es la versión propagandística
lanzada por los acólitos del régimen militar, de que era completamente
antagónica la existencia de las FDP y las tropas norteamericanas. Por el
contrario, el Pentágono promovió en sus inicios el desarrollo de la
Guardia Nacional, pues necesitaba de un cuerpo de seguridad panameño que
les ayude a mantener el control sobre el Canal, sin que sus tropas
tengan que intervenir constantemente.
(Agregamos ahora, en 2017:
ese acuerdo de bases fue el proyecto de CMA que intentaron bajo el
gobierno del PRD de Ernesto Pérez Balladares y que fracasó rechazado por
el pueblo panameño. Pero bajo el gobierno de Mireya Moscoso en adelante
los gobiernos han firmado con Estados Unidos acuerdos de seguridad que
hacen el papel del acuerdo de bases. Como el llamado Acuerdo
Salas-Bequer, firmado en 1991, que entrega la soberanía sobre el espacio
aéreo y el mar territorial a estados Unidos con la excusa de combatir
el narcotráfico).
Bibliografía
- La Prensa, 26 de septiembre de 1993.
- Brannan J., Betty. “Desde Washington”. La Prensa, 21 de octubre de 1990.
- La Prensa, 3 de mayo de 1991.
- Gaceta Económica, año 2, Nº 10. Septiembre de 1989.