¿Asistimos a un cierre definitivo de las vías del progreso social desde
el final de los años setenta? ¿Qué cambios en las relaciones de poder
han precedido a este fenómeno? ¿Cuáles serían las posibilidades para una
renovación? Quienes han padecido las transformaciones sociales de los
últimos treinta años se hacen estas preguntas a diario –a menos de que
hayan renunciado, tras haberse arrodillado frente a la derrota de las
utopías. El libro de Gérard Duménil y Dominique Lévy, publicado en enero
de 2014 por Éditions La Découverte aborda estas cuestiones. En el
mismo, dibujan el panorama de una "gran bifurcación" donde se oponen las
iniciativas de derechas y aquellas de una verdadera izquierda. Las
preguntas de Bruno Tinel les sumergen en la trama de presupuestos
teóricos, de análisis concretos de mecanismos y de exhortaciones
políticas que componen esta obra.
Considerando que, a pesar de la magnitud de la crisis, todo parece
hoy anclado en una profundización del neoliberalismo, ¿no se habría
perdido entonces la partida, jugada definitivamente en detrimento del
progreso social? ¿Volverá a emprenderse el rumbo de la Historia a partir
de nuevas bifurcaciones?
Lo propio de una bifurcación es que existan al menos dos rutas. Una
de las dos es aquella que persigue las dominaciones sociales cuya
reafirmación ha estado marcada por el neoliberalismo a partir de los
años ochenta. El libro confronta la tesis thatcheriana del "no hay
alternativa": la izquierda ha abierto otra vía. Evidentemente, no
estamos afirmando que se dibuje hoy claramente un movimiento en esta
dirección, pero sí sostenemos que un orden social de progreso es posible.
Está por conquistar, tal como viene a sugerir el subtítulo del libro.
Si bien hay que evitar el optimismo beatífico, conviene también tomar
distancia con respecto al argumento del irrealismo. Considerado
desde el punto de vista de las primeras décadas posteriores a la
segunda guerra mundial, los logros del neoliberalismo eran difícilmente
concebibles y, sin embargo, “ellos” lo han conseguido.
El “gran golpe” de las clases capitalistas
en el neoliberalismo es el de haber conseguido asociar a los cuadros a
la tarea de restaurar espectacularmente sus poderes y sus rentas
En términos más generales, hay que hacerse a la idea de que el
capitalismo neoliberal no es el fin de la historia. El capitalismo
continúa transformándose. La principal de sus transformaciones ha sido
la de su estructura de clases. Nosotros defendemos la tesis de
que existe una estructura tripolar en el capitalismo contemporáneo:
capitalistas, cuadros y clases populares de obreros y desempleados. El
“gran golpe” de las clases capitalistas en el neoliberalismo es el de
haber conseguido asociar a los cuadros a la tarea de restaurar
espectacularmente sus poderes y sus rentas. No sorprenderá a nadie que
los cuadros financieros hayan entrado en el baile, pero que los cuadros
técnicos y administrativos se hayan unido al movimiento resulta más
asombroso. Incluso los cuadros de profesiones intelectuales y artísticas
han seguido ampliamente esos pasos. A la violencia de las prácticas
neoliberales en materia de políticas económicas y de gestión se ha
venido a sumar una gran oleada de devastación ideológica, que logra
hacer que todo proyecto de «bifurcación» hacia otras vías parezca
incongruente. Los cuadros, al cambiar de bando, han condenado las utopías.
El último capítulo del libro, consagrado a lo «político», aquí y
ahora, gira enteramente en torno a la exigencia de la disolución de esa
alianza en la cumbre de las jerarquías sociales, y del restablecimiento
de un compromiso «a la izquierda» entre clases populares y cuadros tal
como aquel que había animado las dinámicas económicas y políticas de la
posguerra. Abordar esta bifurcación “en el buen sentido”, es decir hacia
la izquierda, es restablecer dicha configuración de la alianza. Pero se
trata, evidentemente, de un primer paso, dado que los errores
del pacto social de la posguerra no deben de repetirse; aquellos que han
conducido a la degeneración de este orden social hasta llegar al
neoliberalismo, y no a su superación más allá de las lógicas
capitalistas –o llegaremos, en otros contextos, al cierre de vías que supuestamente podrían llevar al socialismo.
Si la gran bifurcación define bien opciones alternativas de
derechas y de izquierdas, cada una de sus vías posee sus propias
características. A la derecha, el neoliberalismo se halla frente a sus
propias contradicciones, de las cuales la crisis fue y sigue siendo, en
Estados Unidos y en Europa, una de sus manifestaciones. Se
dibujan ya los rasgos de un nuevo orden social, siempre a la derecha, en
el que los poderes de los cuadros de los sectores privados y públicos
se reforzarían y el liderazgo de las clases capitalistas se mermaría. Jugando un poco con las palabras, lo llamamos neogerencialismo.
Las empresas ya no estarían plenamente sometidas a los criterios
bursátiles, la producción sería en parte relocalizada hacia los
territorios nacionales, las políticas económicas estarían dirigidas
hacia objetivos destinados a interrumpir la erosión de la hegemonía de
los viejos centros. Algunas de estas transformaciones ya se han iniciado
en Estados Unidos, tendiendo hacia un neoliberalismo administrado, es decir un neoliberalismo que es cada vez menos liberal, una forma preliminar de neogerencialismo.
Estas dinámicas intervencionistas e industrialistas no habían
desaparecido plenamente en Europa, notablemente en Alemania, a pesar de
los disparates provocados por la financiarización en países como Francia
o España; están esperando, por tanto, a su reanimación.
En la izquierda tampoco existe únicamente una modalidad. Una
renovación de tales dinámicas se habría confrontado igualmente a sus
contradicciones, sobre todo aquellas derivadas de la naturaleza de esa
alianza en tanto que alianza de clases –entre clases populares y
cuadros– y no la alianza entre componentes de una supuesta gran clase de
asalariados. En una alianza tal entre clases distintas, la práctica de
la democracia es un ejercicio acrobático que no permite descanso alguno
en la lucha de las clases populares, por mucho que deseemos convertirla
en trampolín para saltar hacia sociedades de progreso más avanzadas.
¿Podrían ustedes recordarnos, de forma más precisa, cuál es, según
su opinión, la especificidad del neoliberalismo a la vista de lo que ha
sido el orden social que lo ha precedido o de los que pudieran seguirlo?
Sin duda hay que volver a decir aquí que por orden social entendemos
la configuración de relaciones de dominación y alianzas entre las
diferentes clases en un periodo determinado. Por ejemplo, el orden social característico
de las sociedades de los viejos centros durante las primeras décadas de
la posguerra se caracterizaba por la alianza entre las clases populares
y las clases de cuadros, en una situación en la cual los capitalistas
–sobre todo sus fracciones superiores– veían sus poderes y rentas
sensiblemente limitados. Tomando la noción en un sentido amplio, podemos
hablar de socialdemocracia, lejos del uso que se hace
presuntamente para hablar del Gobierno francés actual. Este orden social
fue establecido tras la crisis de 1929 y la segunda guerra mundial, en
una trayectoria directa de continuidad con el movimiento obrero, como en
Suecia o en Francia, o en circunstancias fuertemente influenciadas por
la fuerza ascendente de ese proyecto de transformación gradual del
capitalismo, frecuentemente calificados peyorativamente de
«reformistas». Estas transformaciones han perdido radicalidad
gradualmente, pero los rasgos característicos de esas décadas aparecen
con una especial nitidez cuando se las compara con los treinta años de
neoliberalismo que siguieron a la desintegración de ese orden social.
Las tasas de inversión y de crecimiento de
los países del centro disminuyeron gradualmente al tiempo que un
desempleo crónico, más o menos disimulado, se fue imponiendo en el seno
de unas economías cada vez más abiertas al comercio internacional y en
las que los flujos de inversiones directas al extranjero no dejaban de
crecer
El libro recuerda estos contrastes en cuanto a los mecanismos que
gobiernan las dinámicas sociales, pero también cómo sobresalen ante el
examen de los datos históricos. La primera de las
características de la posguerra, la más conocida, fue una forma de
progreso social, en la cual se conjugaban la elevación de los niveles de
vida para la mayor parte de la población, los avances de la protección
social y de los servicios públicos, la educación y la cultura.
Pero no hay que esconder los aspectos negativos ligados al medio
ambiente en el contexto del productivismo que prevalecía por entonces,
por no hablar del imperialismo tan característico de dicho periodo como
de épocas anteriores. Este nuevo curso de acontecimientos fue llevado a
cabo por las luchas de las clases populares de las que resultaría una
democracia; siempre de clase, pero que hacía hueco a partidos y
organizaciones portadoras de ciertos intereses de las clases populares.
Las gestiones tenían otros objetivos que la maximización de las
cotizaciones bursátiles: el “progreso técnico”, el crecimiento, etc. Las
políticas económicas apuntaban hacia metas similares. Los datos revelan
una disminución considerable de las desigualdades de ingresos, un nivel
relativamente débil de rentas de la propiedad, economías todavía
enfocadas hacia los territorios nacionales y, sobre todo, una inversión
productiva importante y un crecimiento sostenido.
Todo cambió con la imposición del nuevo orden social neoliberal.
La súbita remontada de las desigualdades se manifestó en el aumento de
las rentas del capital –intereses y dividendos–, el alza rápida de los
salarios más elevados, y el estancamiento de los poderes de compra para
la gran mayoría de los demás asalariados. Las tasas de
inversión y de crecimiento de los países del centro disminuyeron
gradualmente al tiempo que un desempleo crónico, más o menos disimulado,
se fue imponiendo en el seno de unas economías cada vez más abiertas al
comercio internacional y en las que los flujos de inversiones directas
al extranjero no dejaban de crecer. No sólo se produjo una huida de
capitales de las metrópolis, sino que las grandes sociedades por
acciones empleaban sus beneficios y sus préstamos en la recompra de sus
propias acciones de cara a inflar sus cotizaciones bursátiles o evitar
su caída. Los déficit del comercio exterior se acrecentaron; las deudas
explosionaban. En todos estos ámbitos, evidentemente, se produjeron
importantes diferencias entre países, por no hablar de las distancias
mantenidas o tomadas por los procesos de neoliberalización por parte de
ciertas regiones del mundo, como China, Corea, América Latina,
manteniéndose todas ellas como partes interesadas en la mundialización
neoliberal.
Definen ustedes la configuración emblemática del neoliberalismo como
«neoliberalismo anglosajón», «un modelo, un imperio» dice el título del
capítulo. ¿En qué consiste este modelo?
Cabe precisar aquí la caracterización del neoliberalismo expresada
anteriormente. Este orden social se define por la dominación de las
fracciones superiores de las clases capitalistas, en alianza con los
cuadros de los sectores públicos y privados. Evidentemente, esta
alianza es aún más fuerte cuanto más nos acercamos a las cúspides de
las jerarquías; se ejerce en contra de las clases populares. En
esta alianza, la cuestión del liderazgo es importante. Típicamente, en
el neoliberalismo, este liderazgo lo ejercen las fracciones superiores
de las clases capitalistas. Estas dominan y podemos afirmar, sin
simplificar demasiado, que los cuadros gestionan (en las
empresas) y gobiernan (en las instituciones estatales y paraestatales)
en función de los intereses de las clases capitalistas, sabiendo que sus
intereses propios se han vuelto convergentes. A ello cabe
añadir que las instituciones financieras, el pilar de este orden social,
ejercen de intermediarias de este poder capitalista. La
propiedad del capital está organizada en «redes», en el sentido de que
se concentra en un sistema de instituciones financieras que se poseen
mutuamente de forma amplia mediante la tenencia recíproca de acciones, y
que poseen una importante fracción de las sociedades no financieras.
El contacto se establece entre esta gran red y los altos directivos en
el seno de las juntas de accionistas y de los consejos de
administración. En nuestras sociedades, estas instituciones forman un
auténtico gobierno en paralelo, el centro económico institucional que,
de hecho está estrechamente ligado a las instancias políticas en el
sentido tradicional, tanto por medio de relaciones informales como
mediante el paso de uno de estos centros al otro por parte de ciertos
individuos.
Con el fin de reflejar mejor estas configuraciones, hemos definido el
concepto de Finanzas. Por ello, entendemos: las fracciones superiores
de las clases capitalistas y lo que podemos calificar como «sus»
instituciones financieras, no sólo las instituciones de esta red de la
propiedad, sino también los bancos, fondos especulativos (hedge funds),
fondos mutuos o de pensiones, gestoras de cartera, etc., hasta los
bancos centrales o el FMI. La forma más elaborada de neoliberalismo es
propia del mundo anglosajón, Estados Unidos y el Reino Unido. Su
principal característica es la fortísima dominación de las clases
capitalistas. Toma formas institucionales muy precisas. Los
representantes de las sociedades financieras hacen frente a los gestores
de las sociedades no financieras para imponer las reglas del gobierno
de empresa neoliberal, a saber: todo para los mercados financieros (la
maximización de las cotizaciones en bolsa). Los agentes de lo
que se designa como «activismo accionarial» son una minoría de fondos
especulativos muy potentes, que el Wall Street Journal designa como «los
ogros de los consejos de administración».
¿Se ha difundido este orden social neoliberal de manera homogénea
entre los países que componen el viejo centro o subsisten más bien
configuraciones diferenciadas? En el caso europeo, ¿han seguido todos
los países la misma trayectoria? ¿En qué se ven reflejadas las posibles
divergencias entre países vecinos?
Este modelo no se ha impuesto verdaderamente en Europa. Para
comprenderlo hay que añadir, a la descripción precedente de las
instituciones de propiedad y de gestión, que la alta gestión está
igualmente estructurada en la red de participaciones recíprocas de
administradores de sociedades pertenecientes a varios consejos de
administración. Todo este bonito mundo, gestores de terreno y
representantes de los propietarios, se encuentra en estos consejos, en
aquello que llamamos la «interfaz propiedad-gestión».
En el neoliberalismo anglosajón, las redes de participación
cruzada en los diversos consejos de administración han sido
desmanteladas, mientras que sobreviven ampliamente en Europa, lo que
asegura una cierta autonomía de los altos directivos. Constatamos
incluso que las redes europeas se han reforzado después del inicio de
la crisis. Pero las vías seguidas en Francia y en Alemania son también
distintas. Habría que ampliar el foco hacia otros contextos, en Europa
del Norte, donde países como los Países Bajos poseen enormes patrimonios
en el resto del mundo, o bien los del Sur europeo, como España o
Grecia. Y, más allá de los centros, habría que hablar de países como
China, que está construyendo un amplio sector capitalista, pero cuya
economía está fuertemente dirigida.
Es difícil decir en qué se basan esas diferencias. Son la herencia de
circunstancias históricas, tanto en los planos económicos como
políticos.
En el capítulo 7, proponen una aproximación afinada de cómo se
estructura el sistema financiero en relación con las redes de propiedad.
¿En qué trabajos se apoyan ustedes? ¿Cuáles son sus principales
resultados? ¿Cómo se dibujan las relaciones entre Estados Unidos y el
resto del mundo?
Ahora disponemos de un conjunto de estudios realizados por
especialistas en redes complejas, todavía poco conocidos entre los
economistas, de las estructuras de propiedad y de control en 2007. Hay
referencias a ellos en el libro. Se fundan sobre un conjunto muy amplio
de datos: 37 millones de agentes, individuos y empresas, pertenecientes a
la cuasi-totalidad de países del mundo, y alrededor de 13 millones de
vínculos de propiedad –las tenencias de acciones. Estos estudios se
refieren a las 43.000 empresas transnacionales del mundo y todas las
sociedades e individuos que tienen una relación de propiedad directa o
indirecta con estas empresas. Las relaciones de propiedad definen redes.
Existen pequeñas “familias”, pero el principal descubrimiento es la
existencia de una enorme “componente conexa” que reúne a las mayores
empresas transnacionales, 80% de las sociedades consideradas en el estudio, que obtienen el 94% de los beneficios de todas las sociedades transnacionales.
Esta gran componente tiene la forma de una corbata de pajarita: el nudo
central propiamente dicho y los dos bucles laterales. Uno de esos
bucles es pequeño y agrupa sociedades o individuos que poseen sociedades
pertenecientes al nudo central o al otro bucle. El nudo central es una
red inextricable de sociedades muy mayoritariamente financieras, que se
pertenecen mutuamente y, sobre todo, poseen las sociedades del otro
bucle que agrupa la gran masa de sociedades no financieras. Este
nudo central, muy financiero, reúne solo 1.347 sociedades de las que
tres cuartas partes de las acciones pertenecen a otras sociedades
situadas en este mismo conjunto.
Cabe subrayar que, en tanto que
neo-gerencialismo, se trata de un orden social de derechas. No obstante,
en Alemania los gobiernos no han tratado de construir los castillos de
naipe financieros condenados al desmoronamiento como en Francia, y una
gran parte de las empresas persiguen estrategias industriales
Estos estudios definen el “control” por la posesión de al menos un
50% de las acciones. Vemos entonces que 737 propietarios, si actuaran
colectivamente, controlarían las empresas transnacionales que
representan el 80% del valor de todas las sociedades del mundo; entre
sus propietarios, puede haber sociedades o individuos
(multimillonarios). Acercándonos más a las cimas, pueden identificarse
50 agentes, todos de empresas que ejercen el mayor control en el plano
mundial. Vemos que 45 de estos agentes son sociedades financieras y
cuatro son holdings. El dominio de Estados Unidos es aquí
aplastante: prácticamente la mitad de estas sociedades. Le sucede el
Reino Unido, con ocho sociedades, y después Francia, con cinco. Alemania
está poco presente (con solo dos sociedades), lo que hay que
unir a los comentarios realizados más arriba en relación a las
respectivas vías seguidas por Alemania y Francia. En este libro se
reproduce el diagrama de la red de 18 sociedades financieras que coronan
el dispositivo, y sus vínculos recíprocos; se trata de una entidad muy
anglosajona, si bien la Europa continental está también representada (5
sociedades de 18).
Estos estudios definen igualmente a las «comunidades», es decir
subconjuntos de sociedades ligadas bastante estrechamente entre sí. La
presencia de sociedades de un mismo país que estructuran estos
subconjuntos permite identificarlas como comunidades nacionales, y no
comunidades de empresas de un mismo sector (que se unirían
independientemente de su nacionalidad). Pero empresas de otra diversidad
de países están igualmente presentes y ligadas a las sociedades del
país dominante que define la comunidad. Algunas de estas comunidades son
muy abiertas, en el sentido en que las sociedades de diversas
nacionalidades asociadas son numerosas. No sorprenderá constatar que la
principal de estas entidades es la de Estados Unidos; le sigue la del
Reino Unido. En ambos casos, en torno a la mitad de las sociedades
pertenece al país en cuestión, y la otra mitad es extranjera. La
situación es bastante diferente en Europa continental. Entre los
«grandes» –a excepción de los Países Bajos, donde la comunidad está muy
abierta al resto del mundo– las comunidades de los demás países son muy
cerradas. Por ejemplo, la comunidad francesa está formada en un 79% por
sociedades del país. Las dos comunidades alemanas están igualmente muy
cerradas. Puede citarse el sorprendente caso de Japón donde el
75% de las empresas en el estudio pertenecen a la comunidad de Estados
Unidos; asombrará menos saber que más de la mitad de las empresas
israelíes forman parte de la comunidad estadounidense.
Estos estudios proporcionan una imagen llamativa de la propiedad capitalista, una verdadera internacional del capital.
En particular, el corazón financiero del sistema evoca directamente el
componente institucional de lo que llamamos “las finanzas”. El dominio
anglosajón, sobre todo de los Estados Unidos, es esplendoroso: un
imperio. Pero estos estudios revelan igualmente ciertas formas de
autonomía europea (hablando de Europa continental). Este último carácter
poseería consecuencias significativas ante la hipótesis de un escenario
de transformación social más radical en Europa que en Estados Unidos,
tal como aquel evocado al final del libro.
El marco institucional europeo es compartido por varios países que
lo han construido gradualmente desde hace seis décadas para la
integración económica; sin embargo, las economías nacionales que la
componen parecen hoy en día muy desigualmente afectados por la crisis,
de forma especialmente grave en el Sur. ¿Qué opinan sobre este aspecto?
En el análisis de la actual situación en Europa, hay que distinguir
entre las características específicas del proyecto original de la
integración europea y las transformaciones neoliberales. El Tratado de
Roma reflejaba las opciones del pacto social de la posguerra. Se optó
por la economía de mercado en lugar de por la planificación burocrática
de tipo soviético, pero el tratado ratificaba el carácter
intervencionista de las economías de la época, incluyendo la
característica planificación francesa. Las fronteras económicas
nacionales se expandieron hacia las de la Comunidad. La idea misma de
mercado común implicaba el libre comercio interno, pero permitía las
protecciones de cara al resto del mundo; de manera muy explícita, los
flujos de capital debían ser liberados dentro de la Comunidad, pero se
podían mantener frente al exterior. Estas disposiciones hicieron de los
países menos avanzados del sur de Europa los destinatarios privilegiados
de la inversión de los países más avanzados. La progresión gradual de
las reformas neoliberales y la “revolución” del mismo nombre en la
década de 1980 alteraron profundamente esta primera configuración (antes
de la entrada de un país como España en la Comunidad). El Tratado de
Maastricht de 1992 es emblemático de este cambio: disolución del mercado
común en el libre comercio mundial y la liberalización de los
movimientos de capital también a nivel mundial. ¿Qué quedaba entonces
del proyecto original frente a la imposición de nuevos criterios de
gestión y políticas neoliberales en Europa?
Países como España o Grecia conocieron en el contexto de la
construcción europea tasas de crecimiento netamente más elevadas que
Francia o Alemania, y esto hasta la crisis de 2008. Desde el punto de
vista del crecimiento, no se observa ninguna ruptura tras la creación
del euro, ni ningún estancamiento antes de la crisis. Un país como
España –al que el libro dedica un espacio especial– en el que la
industria representa una parte de la actividad total superior a la de
Francia, estaba embarcado en un proceso rápido de mutación económica. Coexistían en él un sector dinámico y un sector menos competitivo.
Este debía de haber desaparecido o modernizarse gradualmente, pero el
choque de la crisis le ha golpeado con brutalidad. La eliminación de
este sector se produce en la crisis con extrema violencia, la de las
quiebras y los despidos, mientras que el sector avanzado se mantiene
eficiente, especialmente en términos de exportación. Ello no significa
que todo fuera bien en España antes de la crisis; existían por ejemplo
niveles de inflación demasiado elevados. A pesar de los créditos
europeos, las nuevas reglas neoliberales prohibían las fuertes
políticas industriales que hubieran debido de acompañar esta mutación –y
que eran y son absolutamente necesarias–, de la misma manera
que el apoyo a la actividad económica en oposición a las políticas de
austeridad. Pero España, en particular, se había comprometido con las
alocadas vías de la financiarización neoliberal, evidentes en la burbuja
inmobiliaria y en el crecimiento de la deuda de los sectores privados
–familias y empresas– y no del Estado. El peso de esta deuda parece
ahora considerable, en una configuración similar a la que prevalece en
Estados Unidos.
Pero la gran “heterogeneidad” que analiza el libro, reflejada igualmente
en los grados de severidad de la crisis, ¡es aquella que opone Alemania
y Francia!
¿Qué aspectos pondrían de manifiesto que la estrategia adoptada por
las clases dominantes en Francia para insertarse en el neoliberalismo ha
sido un fracaso? ¿En qué medida ha rechazado Alemania el neoliberalismo
y cuál ha sido la contrapartida? ¿Sería deseable para los trabajadores
tratar de reproducir esta estrategia en otros países?
Es preciso partir de las dinámicas industriales. Alemania es un gran
país industrial. En 2012, la participación de la industria en el PIB era
del 26% frente a un 13% en Francia. Sin embargo, cuando se estudia el
crecimiento de la industria en ambos países, se observan cambios
bastante paralelos hasta mediados de la década de 2000. La divergencia
se ha producido por tanto hace una decena de años. Mientras que el superávit comercial alemán fue recuperado en la década de 2000, Francia se enfrentaba a importantes déficits. Con
la crisis de 2008, el sector industrial sufrió un prolongado
hundimiento, para luego estabilizarse en un nivel bajo, mientras que la
contracción continuaba en España y Grecia, y la industria alemana se
estaba recuperando. “Algo”, por lo tanto, había pasado en Francia en la
década de los 2000, cuya naturaleza está aún por determinar.
Hoy en día, un proyecto de renovación
política a través de la confrontación con las finanzas mundiales, en
particular las estadounidenses, y el cambio radical que ello implica en
el seno de la mundialización neoliberal, no está al alcance de un país
europeo por sí solo
Puede invocarse como explicación el alza comparativa de los costes
laborales en Francia desde mediados de los años noventa y las políticas
antisociales alemanas en beneficio de los empresarios. A nuestro parecer
la principal fuente de la discrepancia radica, sin embargo, en
distintas trayectorias de los dos países, es decir, en un plano mucho
más fundamental. Alemania ha seguido siendo relativamente inmune a las
tendencias de la financiarización neoliberal. El caso de este país es
ejemplar, en este sentido, debido a la supervivencia de las estructuras
heredadas, aunque renovadas, de la posguerra, aquellas del capitalismo
«renano». Parece que parte del sistema productivo mantiene un
alto grado de autonomía en relación con las finanzas: los mercados no lo
gobiernan todo. Los estudios hablan de estructuras
«gerencialistas-industrialistas». Algunas características similares
sobreviven en Francia, pero en un grado menor. Sobre todo, los gobiernos
sucesivos, en la misma lógica que aquella que condujo a Maastricht, han
aplicado desde los años noventa un amplio programa de reformas del
sector financiero heredado de la postguerra (ampliamente público o
mutualista), como expresión de un proceso de financiarización de gran
amplitud. Estas iniciativas se han dirigido a la catástrofe y, a veces,
al escándalo (basta pensar en el Crédit Lyonnais en Natixis o en Dexia
para convencerse de ello). Estas diferentes estrategias entre
Alemania y Francia están igualmente reflejadas en el comportamiento de
las inversiones directas en el extranjero, muy industriales y dirigidas
hacia Europa del Este en el caso de Alemania, y financieros y en todas
direcciones en el caso de Francia.
Estas diferencias son tales que podría ponerse en tela de juicio la
pertinencia de la caracterización de Alemania como sociedad y economía
neoliberal. Apoyamos la tesis de una forma de hibricidad. Alemania es en parte neoliberal y, en parte, no lo es. Hablar de hibricidad requiere especificar al menos dos aspectos. Uno de ellos es claramente neoliberal, el otro es lo que hemos definido como “neo-gerencialismo”. Las
reglas disciplinarias “de mercado” que imponen a los gestores los
únicos criterios de los propietarios están, ya lo hemos dicho, menos
instalados en Europa que en el mundo anglosajón, pero podemos añadir
aquí: «sobre todo en Alemania». Este neo-gerencialismo es así
parcialmente nuevo, como lo indica el prefijo, pero también es la
prolongación de ciertos rasgos institucionales heredados de la
posguerra. Cabe subrayar que, en tanto que neo-gerencialismo, se trata
de un orden social de derechas. No obstante, en Alemania los gobiernos
no han tratado de construir los castillos de naipe financieros
condenados al desmoronamiento como en Francia, y una gran parte de las
empresas persiguen estrategias industriales.
¿Les interesaría a las clases populares una generalización de tales orientaciones? En un orden social neo-gerencial, la alianza entre las clases capitalistas y las clases de los cuadros sigue siendo firme.
Desde el punto de vista de las clases populares, las derechas se
parecen. La estabilidad del empleo se ha pagado cara en Alemania debido a
la reducción de los poderes adquisitivos y de la protección social, así
como la multiplicación de los minijobs. Puede, por tanto, ponerse en
duda que el neogerencialismo interese a las clases populares.
¿Qué habría que hacer, por tanto, para renovar la mejora de la
situación de la mayoría? ¿En qué medida el espacio nacional es
insuficiente para ello? ¿En qué medida puede ser, al contrario, una
palanca para un nuevo acuerdo de clase a nivel europeo? ¿O la escala
nacional simplemente no es pertinente?
En Europa, los debates de los diversos componentes de la izquierda
radical han tendido a centrarse en un retorno al proteccionismo, a la
unidad europea y la eventual salida del euro. Todas estas cuestiones,
evidentemente, se abordan. El libro tiende a poner el acento sobre dos
tipos de consideraciones que podemos tratar aquí. Se sitúan,
respectivamente, en los planos económico y político.
En el plano económico, insistimos sobre el carácter primordial de la
cuestión de la propiedad y de la gestión. El libro trata de ponerle cara
a las redes de la gran propiedad y de la alta gestión. En nuestra
opinión, ningún cambio serio es posible sin una toma de control fuerte y la reconfiguración de estas estructuras de toma de decisiones.
Toda política proteccionista o de restricción a la movilidad de los
capitales entraría directamente en conflicto con aquellos centros en los
que se toman las grandes decisiones. Así ocurriría tanto en el plano
europeo como en el de un país concreto que quedara aislado de las
estructuras europeas. Estas dificultades son bien conocidas y llevan el
nombre de la cuestión del poder.
Si una verdadera alternativa de izquierda
se diseñara en un gran país europeo, desembocando en la reivindicación
de una revisión de los tratados europeos opuesta a la dirección hacia la
que se reorientan constantemente, cabría imaginar un potente despertar
de las luchas en numerosos países
Concierne tanto al centro político institucional como al centro
económico institucional. En tanto en cuanto no se rompa la alianza en la
cúspide entre propietarios y altos gestores, siempre que los segundos
compartan el poder con los primeros, ninguna política alternativa podrá
ser llevada a cabo por ningún gobierno de izquierda. El primer desafío
es romper esta alianza y definir nuevas reglas, lo cual puede hacerse a
través de la ley. Se trata de impedir las posiciones dominantes de las
sociedades financieras en los consejos de administración y las prácticas
de los fondos especulativos que apuntan a someter la acción de los
gestores empresariales a los intereses de las finanzas. La ley
debería igualmente prohibir la indexación de las remuneraciones de los
dirigentes en base a los resultados bursátiles, o las prácticas de
recompra de sus propias acciones por parte de las empresas emisoras.
Obviamente, podemos predecir la salida de los grandes accionistas cuyos
poderes e intereses se verían comprometidos, lo cual sería una
liberación. Sería entonces función de las propias empresas realizar
compras mutuas, retomando de esta manera las prácticas de la posguerra.
El Estado podría implicarse también en ciertos casos, incluida la
nacionalización, sobre todo de los sectores financieros de países como
Francia. Esta fuga de los grandes accionistas permitiría la puesta en
marcha de nuevas formas de gestión enfocadas hacia la inversión en el
territorio a partir de los beneficios “conservados” y del crédito.
Tal transformación en la cúspide de la pirámide sería un requisito
previo para el desarrollo de nuevas políticas en materia de producción,
de inversión, de cambio técnico, de empleo, de protección del medio
ambiente, políticas que son todas ellas incompatibles con las
estructuras de poder actuales. Si las mundializaciones económica,
cultural y política deben seguir siendo un objetivo, hay que acabar lo
más pronto posible con la mundialización neoliberal, inmediata y brutal,
cuyo objetivo es el de poner a competir a todos los trabajadores del
mundo en beneficio de los pudientes. No hay nada de sagrado en el libre
cambio o la libre movilidad de capitales. Los países menos
avanzados tienen derecho al desarrollo, y las clases populares de los
países de los viejos centros deben trabajar para preservar los logros de
sus conquistas en los planos sociales, económicos y políticos, y
culturales. También están obligados a dar ejemplo en la lucha
contra el calentamiento global. Un gobierno de izquierdas debería, por
tanto, trabajar en el establecimiento de acuerdos entre países o
regiones del mundo en la búsqueda de intereses recíprocos y en la
muestra de solidaridad de los más avanzados, lo que no está ocurriendo
en la Organización Mundial del Comercio.
La dimensión de las relaciones internacionales es aquí crucial. En el
libro sostenemos la tesis de los efectos socialmente destructivos que
han tenido las pretensiones hegemónicas de los Estados Unidos en la
posguerra ante las dinámicas de progreso. Desde este punto de vista,
nada ha cambiado realmente. A nuestros ojos, hoy en día, un proyecto de
renovación política a través de la confrontación con las finanzas
mundiales, en particular las estadounidenses, y el cambio radical que
ello implica en el seno de la mundialización neoliberal, no está al
alcance de un país europeo por sí solo. Esto supondría tener
instituciones financieras fuertes, de control retomado, y una moneda
igualmente fuerte, no en el sentido de una tasa de cambio elevada sino
en relación con su capacidad de imponerse en las transacciones
financieras mundiales (frente a los «mercados» de las finanzas
mundiales, sobre todo anglosajonas). El desmembramiento de la zona euro o
la salida de ciertos países jugando la carta del aislamiento sería
desastroso. Las devaluaciones que permitiría tendrían efectos positivos
moderados para las sociedades exportadoras que compensaría poco sus
inconvenientes: alza de los precios de las importaciones, revalorización
de las deudas externas y pulverización o destrucción del proyecto
europeo. La resolución de la crisis de los países de Europa donde esta
es más severa pasa por políticas macroeconómicas, industriales y
financieras muy fuertes, contrarias a los principios neoliberales o
neogerenciales.
En el plano político, la tarea es triple. En primer lugar, cada una
de las dos clases que componen la alianza debe encontrar formas de
organización y de acción eficaces y democráticas. La acción de las
clases populares debe estar respaldada por la actividad –el «activismo»,
podríamos decir– de sus organizaciones (partidos, sindicatos y
asociaciones), más allá de sus divisiones internas. La cuestión
de la democracia interna de las clases de cuadros y de la coherencia de
sus acciones se plantea también, dado que estas están fraccionadas
–cuadros del sector privado y del sector público, cuadros técnicos y
financieros o cuadros de las profesiones intelectuales– y sus intereses
en cierta medida divergentes. En segundo lugar, las dos clases deben encontrar las formas de una cooperación necesariamente, también, conflictiva.
Hay que estar al mando de los órganos parlamentarios, gobiernos e
instituciones paragubernamentales, como los bancos centrales y los
organismos centrales europeos en programas conjuntos. En este
campo, la simple evocación de la naturaleza de la nueva alianza entre
clases populares y clases de cuadros subraya la dificultad del ejercicio
de un poder compartido –un «compromiso»– entre clases. En tercer lugar,
las clases populares (y los cuadros subalternos) han de poner en
marcha, sin diferir, la gran dinámica de la superación de la alianza por
arriba, es decir por un progreso constante de la iniciativa popular.
Ello supone la implicación gradual de sectores más amplios en los
procesos de toma de decisiones en los planos local y central. Las
lecciones del precedente de la postguerra son aquí de importancia
primordial: se trata de impedir la degeneración del compromiso
amortizando la dinámica de tal superación.
Está muy extendida la idea de que las divisiones y heterogeneidades,
tanto económicas como políticas, a través de Europa, condenan cualquier
cambio político radical propuesto, incluso si toman forma en un país.
Hay que rechazar enérgicamente este argumento. Si una verdadera
alternativa de izquierda se diseñara en un gran país europeo,
desembocando en la reivindicación de una revisión de los tratados
europeos opuesta a la dirección hacia la que se reorientan
constantemente, cabría imaginar un potente despertar de las luchas en
numerosos países. La existencia de «otros» no es más que un pretexto
para la pasividad en los contextos nacionales.