Además
de todas las vidas segadas, el régimen de Assad ha destruido o dañado
varios lugares declarados por la UNESCO Patrimonio de la Humanidad en
Siria. ¿Por qué los arqueólogos y los amantes profesos de este
patrimonio continúan tildando al régimen de defensor de la civilización?
A menudo, todas las naciones miran tanto a su pasado como a su futuro.
La historia nacional combina elementos míticos con lo familiar, y
proporciona historias que animan y galvanizan. La historia puede
unificar. Puede asombrar. Y el brillo de la civilización del pasado
puede oscurecer o embellecer un presente que es menos edificante. Las
indecencias contemporáneas pueden bien esconderse entre las piedras
antiguas.
Los Estados modernos de Oriente Medio están en gran
medida moldeados por su pasado. Por razones obvias. Cada nación cultiva
sentidos de la historia, destilados en ocasiones en el concepto paralelo
del patrimonio. La historia y el patrimonio son frecuentemente fuentes
de orgullo y, en visiones más grandiosas, forman parte del pacto
alcanzado entre el presente y el pasado. Estados sin democracia, donde
la conexión entre el pueblo y el poder es artificial y opresiva,
recurren a la historia y al pasado en busca de justificación e impulso.
El mundo antiguo proporciona un particular incentivo que combina
ficción y realidad. En la Europa del siglo XX se utilizó esta táctica
constantemente, con los fascistas italianos y alemanes encontrando
justificación en un pasado antiguo. Elementos similares son de uso común
en el mundo árabe moderno. Los regímenes egipcios han estado durante
décadas comerciando con su antiguo pasado para conseguir estima en cada
momento. El régimen de Bashar al-Asad ha hecho un uso especial de la
arqueología de Siria para reforzar su imagen y atractivo ante naciones
extranjeras.
Sus tácticas pueden apreciarse en un reciente artículo sobre la
reapertura
del Museo Nacional de Damasco. El artículo, que aborda en apariencia
asuntos alejados del presente, incluye citas de un experto polaco que
habla de la “liberación” de Palmira, el lugar que alberga las ruinas de
una antigua ciudad semita y romana por la que el régimen y el Estado
Islámico (
Daesh) han estado combatiendo repetidamente. No es
irrazonable celebrar que ese Lugar Patrimonio Mundial de la UNESCO haya
sido recuperado de la presencia del
Daesh, una organización
conocida por su iconoclasia destructiva y su disposición a utilizar
ruinas antiguas para rituales profanos ante los medios. Pero considerar
que la nueva ocupación de Palmira por parte de Rusia y el régimen es
pura “liberación” parece demasiado.
Las batallas en Palmira le hicieron al Estado de Asad un sinfín de favores. Cuando el
Daesh
destruyó partes de las ruinas y utilizó su anfiteatro romano como lugar
para el asesinato-espectáculo, hizo que todos y cada uno de sus
supuestos oponentes fueran contemplados en brillante contraste con tan
manifiesta barbarie.
Con los combates en Palmira, un nuevo nivel
de riesgo permitió que el lugar no solo estuviera presente en la prensa
global, sino que constituyera también una impronta de la campaña
general contra el
Daesh. Civilización por un lado y salvajismo
por otro luchando por un territorio arruinado y antiguo. La eventual
recuperación de Palmira por parte del régimen -después de varios falsos
intentos- provocó el júbilo de algunos círculos prominentes. Boris
Johnson, secretario de relaciones exteriores de Gran Bretaña,
recientemente dimitido, un supuesto clasicista que entonces era alcalde
de Londres, escribió una
columna para el
Daily Telegraph con un título que incluía las palabras “Bravo por Asad”, instando a la despiadada tiranía a “seguir adelante”.
Que el régimen destruyera gran parte de Palmira en sus esfuerzos por
recuperar la ciudad fue un hecho que nadie recogió. Pero la importante
destrucción del patrimonio sirio por parte de Asad -con el bombardeo que
hizo pedazos la Ciudad Vieja de Homs y gran parte del histórico Alepo;
los daños causados en la fortaleza de los cruzados, que figura en el
listado de la UNESCO, el
Crac des Chevaliers; el Lugar Patrimonio Mundial de la época romana en
Bosra al-Sham,
en la provincia de Daraa; las “ciudades muertas” bizantinas en la
provincia de Idlib; y muchos otros inestimables vestigios- demuestra
que, para el régimen, cuando el poder es la ambición y la violencia el
mecanismo, el patrimonio no es menos prescindible que las vidas de
quienes residen junto a él.
Es razonable que los verdaderos
entusiastas se sientan afectados emocionalmente por los destinos de sus
antiguos vestigios favoritos. Cuando
Khaled al-Asaad, un arqueólogo sirio, fue asesinado en Palmira por el
Daesh,
al parecer cuando trataba de proteger sus tesoros escondidos, el
disgusto ante ese crimen y sus implicaciones fue una reacción tan
natural como respirar.
Pero el hecho de que algunos en Occidente
utilizaran activamente la arqueología para influir favorablemente en la
absolución del régimen de Asad, habla menos generosamente de esos
personajes.
Puede que los fuertes no consigan realmente escribir la historia, pero disfrutan haciéndose pasar por sus protectores.
En Iraq, Nínive y Babilonia enfrentaron la misma amenaza que los sitios en Siria considerados idólatras y apostáticos. El
Daesh
destruyó antigüedades y lugares sagrados, vendiendo todo aquello que no
destrozó. Pero el rescate final de algunos de estos sitios lo lograron
grupos sectarios cuyos
peores excesos podrían mencionarse al mismo tiempo que los propios crímenes del
Daesh.
No solo cabe esperar de los arqueólogos cierto grado de distancia
política; es que es algo esencial. En tal sentido, la continuidad entre
el mundo antiguo y el contemporáneo se puede mantener en circunstancias
de precariedad. Pero esas circunstancias no pueden aceptarse totalmente.
El ministerio de antigüedades de Egipto ha hecho un excelente trabajo
no solo en preservación, sino también en propaganda. Y uno podría
argumentar alegremente que Palmira y Mosul y Alepo y Damasco son
demasiado preciosas para dejarlas en manos de los baazistas y otras
fuerzas sectarias que lo único que los salva es el hecho de no hacer
ondear una bandera negra.
El
Daesh hermanó genocidio con
iconoclasia y lo hizo de forma visceral. A todos los que se hicieron
pasar por defensores de monumentos antiguos se les otorgó un significado
especial a la luz de ese esfuerzo. Pero los milicianos turcomanos y
asirios que custodiaban, con armas obsoletas y poca munición, los sitios
históricos en el norte de Iraq contaron con una
prensa menos favorable ante su esfuerzo que el régimen sirio.
La arqueología es un sustituto útil para diversos tipos de cultura de
elite y civilización, y muchos occidentales cultivados consideran que el
modo de civilización baazista es superior, en refinamiento, cuando no
en actividad, al modo yihadista.
Estas historias han sido
fundamentales para la propaganda exterior del régimen de Asad, hermanada
con sus intentos de ser percibido del lado de la “cultura” de varios
tipos; los tipos que los occidentales asocian con el ocio, la paz y el
refinamiento.
Esto se recogió en contraste con los opositores
del régimen, todos ellos representados, con los colores del yihadismo,
como radicales y vándalos.
Una vez que Palmira fue finalmente retomada del
Daesh,
su teatro sirvió de espacio para la actuación de una orquesta rusa.
Pero esta asociación con la calma es superficial, al igual que es
inaceptable, y probablemente insidioso, cualquier intento de enfatizar
que Siria ha vuelto a la “normalidad”. Porque otorga al régimen una
estabilidad que no posee y una legitimidad que no merece.
La
arqueología se ha utilizado, directa o indirectamente, como una
proyección del poder. Los museos llenos de botines capturados son
exhibiciones de poder político y militar, al igual que las historias
confeccionadas sobre antecedentes antiguos.
Cuando Napoleón se dispuso a conquistar Egipto, los académicos viajaron en su
Armée d'Orient.
Estos eruditos ayudaron al descubrimiento de la Piedra de Rosetta y
otros tesoros que habían permanecido ocultos durante siglos. Pero su
recuerdo atrae igualmente a cierta raza de orientalistas modernos, que
han resucitado desde entonces y se han puesto al servicio de dictaduras
tan dispuestas a ganar guerras de imagen como a establecer un control
militar y político. Para cierta especie de neo-orientalistas, esos
llamamientos no solo obtienen una tolerancia reticente, sino gritos de
“¡Bravo, adelante!”.
James Snell es un escritor británico. Ha colaborado con The Telegraph, National Review, Prospect, History Today, The New Arab y NOW Lebanon, entre otras publicaciones. Twitter: @James_P_Snell.
Fuente:
https://www.aljumhuriya.net/en/content/stone-cold
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