Calderón pidió la cabeza del embajador de EU, Carlos Pascual: ‘Narcoleaks’
Uno de los episodios que
revela el nuevo libro de Wilbert Torre, trata sobre la salida del ex
embajador norteamericano, luego de que se divulgaran cables de
Wikileaks.
En marzo de 2011, Carlos Pascual
renunció como embajador de Estados Unidos en México "para evitar asuntos
planteados por el presidente Calderón" que podrían distraer la atención
sobre los temas importantes de la relación bilateral. (Foto:
Cuartoscuro/ Archivo)
Noticia publicada originalmente el 27 de enero de 2013
Enfoque del periódico
Reforma reprodujo
en su edición del domingo algunos fragmentos del capítulo 10 del libro “
Narcoleaks“, de Wilbert Torre, el cual devela la compleja relación bilateral en el marco de la guerra contra el narcotráfico.
A continuación se reproduce el texto íntegro:
El 24 de enero de 2011 Hillary Clinton llegó a Los Pinos. Caminaba
con prisa y no sonreía. El affaireWikileaks había estallado un mes atrás
y provocado la ira de los gobiernos de Ecuador, Turquía y Siria. En
México las cosas no estaban bien. Además de la preocupación natural que
le causaba la revelación de los cables secretos, la secretaria de Estado
norteamericano estaba desconcertada. Sabía que la relación entre el
presidente Felipe Calderón y el embajador Carlos Pascual nunca había
sido la mejor, pero desconocía el contexto bajo el cual había ocurrido
la ruptura definitiva, detonada por la publicación de los memorándums
confidenciales y agravada por una mixtura de asuntos políticos y
personales. El Presidente entró a la biblioteca, saludó con frialdad y
comenzó un largo monólogo. Sacudía las manos y apuntaba con el índice.
Después, en distintos momentos, alzaría la voz.
En los días en los que Calderón cumplía cuatro años en el poder, el mundo se enteraba de la existencia de Wikileaks (…).
Los informes que el embajador Pascual había enviado a Washington eran
un relato minucioso y crítico del gobierno calderonista y sus
instituciones en la guerra contra el narcotráfico. En uno de los
despachos, el embajador era severo en sus juicios sobre el Ejército. Lo
llamaba parroquial y sostenía que en algunos casos había mostrado falta
de valentía para capturar a narcotraficantes de importancia (como en
Monterrey, donde dos generales se resistieron a que una unidad especial
de militares interviniera para detener a El Gori , el líder de Los Zetas
que fue asesinado por una fuerza especial de la Marina). Criticaba la
falta de coordinación y las rivalidades entre el Ejército, la Policía
Federal y la PGR. Creía que la inteligencia mexicana estaba en paños y
que la corrupción era la cabeza de una hidra podrida.
Calderón debió sentir que la sangre le ardía cuando leyó los cables
escritos por Pascual. Antes de los informes ya era clara su
animadversión hacia el embajador de Estados Unidos.
En una entrevista, Calderón decidió ventilar en público su molestia con Pascual.
–¿Cuál es su opinión sobre los cables de Wikileaks? –le preguntó un periodista.
–El embajador o quienes generaron los cables le echaron mucha crema a
sus tacos. Querían levantar sus propias agendas ante sus jefes y han
hecho mucho daño por las historias que cuentan, historias que en verdad
distorsionan. Yo al embajador no tengo por qué decirle cuántas veces me
reúno con el gabinete de seguridad, ni qué digo; la verdad es que no es
un asunto de su incumbencia. No acepto ni tolero ningún tipo de
intervención.
A través de la prensa, Calderón dirimía un diferendo político y
sentaba al embajador de Estados Unidos en un banquillo de acusado. El
presidente de la República se conducía con la lógica de un presidente
municipal.
En los círculos de la diplomacia mexicana causó desazón la forma en
la que Calderón enfrentaba el escándalo Wikileaks. Para la ex canciller
Rosario Green y el embajador Jorge Montaño no había nada de raro,
irregular ni sorpresivo en los análisis de Pascual sobre la situación
del país que después enviaba a su gobierno, como las representaciones
diplomáticas de todos los gobiernos en el mundo. Incluso para el
embajador Sarukhan resultaba difícil entender la dimensión del enojo de
su jefe. ¿No se suponía que escribir memorándums era una de las tareas
principales de un embajador? ¿Acaso el gobierno calderonista no recibía
informes confidenciales de su embajada en Washington sobre asuntos
controversiales de la política norteamericana?
Los gobiernos de Siria, Ecuador y Turquía habían expulsado a los
embajadores de Estados Unidos y Calderón parecía decidido a seguir el
mismo camino, a pesar de que el presidente Obama y la secretaria Clinton
habían conversado con él por teléfono para explicarle que los cables
eran privados, que habían sido robados y que su difusión representaba un
ataque a la diplomacia norteamericana y a la comunidad internacional.
Pese a ello, a lo largo de diciembre Calderón continuó su campaña en
contra de Pascual.
Cuando el año terminaba, desde el Departamento de Estado surgió una
señal con ánimo conciliatorio: en enero de 2011 la secretaria Clinton
llegaría a México en un visita programada para revisar el avance de la
Iniciativa Mérida con la canciller Patricia Espinosa. Clinton propuso
aprovechar su viaje para reunirse en privado con el presidente. La
respuesta de Los Pinos dejó helados a los funcionarios del Departamento
de Estado: Calderón no la recibiría.
En Washington, las siguientes semanas continuaron los planes para el
encuentro de Clinton y Espinosa. Pero dos días antes de la visita, una
llamada desde Los Pinos dio al traste con los preparativos: en el último
momento el presidente Calderón había cambiado de idea: recibiría a
Clinton.
El Departamento de Estado y la Cancillería encontraron la forma de
reducir el programa para que las secretarias y sus equipos pudieran
trabajar por la mañana. Más tarde Clinton abordaría un avión privado y
se reuniría con Calderón en Los Pinos.
Clinton llegó a Guanajuato la mañana del 24 de enero. Se encontró con
la canciller Espinosa y en un receso, cuando todo parecía estar listo
para el encuentro en Los Pinos, surgió un nuevo imprevisto que Espinosa
tuvo que notificarle a Clinton: el presidente Calderón tenía una
condición final para el encuentro que sostendrían por la tarde: que no
asistiera acompañada por el embajador Pascual.
Cuando recibió la noticia, Clinton se mostró muy desconcertada. Había
hablado con Pascual las semanas previas, tras el estallido de
Wikileaks. El embajador le dijo que las cosas no estaban bien, pero no
le contó la película completa. No le mencionó su noviazgo con Gabriela
Rojas y el vinculo familiar de ésta con el líder de la fracción priista
en la Cámara de Diputados y mucho menos que su novia había sido esposa
de Antonio Vivanco, jefe de asesores de Calderón. No le mencionó que
Calderón y su equipo en la casa presidencial habían reaccionado con
molestia a esa relación. Y tampoco le dijo que había pasado más de un
año desde su último encuentro privado con el presidente.
Clinton dijo a su equipo que no era momento de reciprocar la actitud
de Calderón con un berrinche, así que retiraría de la lista de
asistentes al embajador. Pero reviró con una condición: si al encuentro
no asistía Pascual, tampoco estaría presente el embajador Arturo
Sarukhan.
La canciller Espinosa se comunicó a Los Pinos e hizo saber la propuesta al presidente. Calderón aceptó.
Clinton llegó cuando por los rumbos de Molino del Rey comenzaba a
anochecer. En la reunión sólo estuvieron presentes Calderón, Clinton y
la canciller Espinosa.
El presidente estaba furioso y no hizo nada por ocultarlo. La reunión
debía durar 30 minutos y se extendió una hora y media. Durante todo ese
tiempo fue frío y duro en sus argumentos y reclamos. Le contó a Clinton
que Pascual había sido invasivo e intervencionista, que sin ninguna
consideración y extraordinaria frecuencia opinaba sobre decisiones y
acciones tácticas en el combate a los cárteles, y que sus
consideraciones sobre el Ejército y las instituciones le parecían
erróneas, injustas y ofensivas.
Dijo que no entendía por qué el gobierno de Estados Unidos le pagaba
de esa manera si él había hecho hasta lo imposible por cumplir su parte
de los compromisos pactados en la guerra contra el narcotráfico. Las
extradiciones de narcotraficantes habían roto todos los récords, la
Marina y el Ejército habían firmado decenas de protocolos inéditos de
cooperación con sus contrapartes norteamericanas y él personalmente
había autorizado todas las solicitudes presentadas por la DEA, el FBI y
otras agencias para operar sin restricciones en territorio mexicano.
Le recriminó que, en cambio, el gobierno norteamericano no hubiera
hecho casi nada para reducir el consumo de drogas en Estados Unidos y
frenar el tráfico de armas que abastecían a los cárteles mexicanos.
Calderón no sólo fue duro: en distintos momentos alzó la voz.
Clinton quiso explicarle que Pascual había cumplido estrictamente su
tarea diplomática, que los cables difundidos por Wikileaks eran
memorándums confidenciales, que habían sido robados, y que no
representaban necesariamente una fotografía completa del país, sino
instantáneas sobre ciertos momentos y circunstancias. En uno de los
momentos más intensos de la reunión, la secretaria de Estado quiso
persuadirlo de que no era correcta su apreciación, que no lo habían
traicionado y que el gobierno de Estados Unidos reconocía su valentía y
grandes esfuerzos de su gobierno y las instituciones nacionales para
enfrentar al narcotráfico:
–Señor Presidente: no solo somos vecinos y socios. ¡Somos una familia!
Pero Calderón no parecía estar con deseos de escuchar.
No pudieron llegar a un acuerdo sobre Pascual y su misión en México.
Pero después de todo sus países eran socios, así que al final
convinieron en que a pesar de todo debían seguir trabajando unidos en la
guerra contra el narcotráfico, y que ambos gobiernos debían hacer lo
posible por remontar el asunto. Por lo menos en ese momento no se
decidió la salida del embajador norteamericano.
Al término del encuentro, la secretaria de Estado abordó un vehículo
que la condujo al aeropuerto, donde su equipo la esperaba. La vieron
llegar sin sonreír. A uno de sus colaboradores le pareció que apretaba
los dientes. Parecía de muy mal humor.
Cuando estuvo con su equipo, Clinton alzó las manos al cielo, suspiró
y sacudió la cabeza. Sintetizó la reunión con Calderón en una frase:
–It was the worst meeting I have had with a head of state. (Fue el peor encuentro que he tenido con un jefe de Estado).
***************
Tres semanas después, otro asunto volvía a sacudir la sociedad contra
el narco: el asesinato de Jaime Zapata, agente del Servicio de
Inmigración y Control de Aduanas (ICE), a manos de Julián Zapata, un
sicario de Los Zetas.
La ejecución del agente ocurrió cuando Calderón seguía en pie de
guerra por el contenido de los cables de la embajada norteamericana y
unos días antes de una visita de trabajo a Washington. El gobierno de
Washington daba por descontado que Calderón trataría el tema Wikileaks
en la reunión privada con el presidente Obama, pero la secretaria
Clinton creía que la reunión de Los Pinos, un mes atrás, había logrado
apaciguar los ánimos del presidente.
Clinton se equivocaba.
Tan pronto del avión presidencial descendió en la base Andrews una
tarde de marzo de 2011, Calderón lanzó las primeras señales de guerra:
asistió a una entrevista en el Washington Post y no esperó a encontrarse
con Obama para decirle lo que dijo a los periodistas cuando le
preguntaron sobre Pascual.
–¿Ha perdido la confianza en el embajador de Estados Unidos en México?
–La confianza es difícil de ganar y fácil de perder.
–¿Seguirá trabajando con el embajador?
–Es algo que puedo conversar con el presidente Obama.
Por medio del diario estadounidense, el presidente de Estados Unidos
se enteró de que el affaire Wikileaks no estaba superado y que Calderón
deseaba la cabeza del embajador.
Al día siguiente Calderón se reunió con Obama y formalizó la petición
de que Pascual fuese retirado. Obama se refirió al asesinato de Zapata y
fue puntual y enfático al exigir a Calderón garantizar la seguridad de
los servidores norteamericanos que cumplían una misión en México, e
incluso que considerara la posibilidad de que su gobierno permitiera a
los agentes que trabajaban en territorio mexicano portar armas para
protegerse.
En la conferencia posterior al encuentro, Calderón declaró que su
gobierno haría todo lo posible por proteger a los agentes
norteamericanos.
El presidente parecía de buen humor. El presidente sonreía.
Pero no todo era sonrisas en la delegación mexicana.
El embajador Arturo Sarukhan estaba muy apenado por el hecho de que
Calderón hubiera incurrido en una suerte de albazo al pasar por alto a
Obama y exigir la renuncia de Pascual en su encuentro con los
periodistas del Washington Post. Al hacerlo había contrariado las más
elementales normas de la diplomacia y la racionalidad política. La
diplomacia es un juego de dichos y supuestos donde la rumorología tiene
el número 10: lleva y trae, desnuda y pica. Así, aseguran que Sarukhan
encontró un momento para, dicen, acercarse al presidente de Estados
Unidos.
–Mr. President. I´m so sorry. I know you are pissed off (Señor presidente, lo siento mucho. Sé que está furioso)– dijo Sarukhan.
–I am not pissed off. My team is pissed off. (Yo no estoy furioso. Mi equipo está furioso)– respondió Obama.
Ocho días más tarde, después de una conversación privada con Hillary Clinton, Pascual renunció (…).
El retiro de Pascual representó para Calderón una victoria
momentánea. Pero las repercusiones de aquella renuncia serían de una
complejidad más profunda que un simple juego de vencidas.
**************
La administración Obama no respondió a los exabruptos de Calderón con
una decisión que en términos diplomáticos hubiera sido simplista:
congelar al embajador Sarukhan y cerrarle las puertas en los círculos de
poder. Los contactos con Sarukhan en Washington continuaron y quizá se
acrecentaron. No era porque se tratara de él, si bien el presidente
Obama tenía ciertas deferencias con el diplomático descendiente de rusos
y armenios. En medio de todo subyacían los intereses estratégicos de
Estados Unidos, como el fortalecimiento de la seguridad de la frontera y
asegurarse que México no se convirtiera en un espacio de operación de
las organizaciones terroristas. Washington no podía ni debía
desentenderse de su vecino tras el escándalo Wikileaks. Le resultaba
vital continuar operando con México y desde México.
Obama retiró a Pascual, un teórico especializado en países con
problemas políticos y sociales, y en su lugar envió a Anthony Wayne, un
diplomático cuya última misión había sido Afganistán, considerado por
Estados Unidos como un Estado fallido.
Tras la llegada de Wayne se profundizó el sello militarista de la
sociedad entre ambos países. En el Ejército mexicano ocurrió el mayor
cambio institucional en el marco de la relación bilateral y la guerra
contra el narco. La influencia de las doctrinas militaristas de Estados
Unidos tal vez no ha dejado un solo espacio inalterado dentro del
Ejército: del entrenamiento de cientos de oficiales mexicanos en el
Pentágono (que a su regreso imparten cursos certificados por Estados
Unidos) a la importación de tácticas de espionaje y combate empleadas en
Irak y Afganistán. Un cambio vasto y evidente, como la noche y el día:
antes de Calderón la cooperación militar se reducía a tímidos
intercambios y colaboraciones en desastres naturales. Después de
Calderón, la sinergia entre el Departamento de Defensa norteamericano y
el Ejército de México se tradujo en alrededor de un centenar de
protocolos y memorándums de entendimiento. (…)
A partir de la firma de la Iniciativa Mérida, México se convirtió en
el principal cliente latinoamericano de Estados Unidos, el principal
exportador de armas en el mundo.
Entre 2006 y 2011, la venta de equipo y armamento norteamericano a
México ascendió a tres mil doscientos veinte millones de dólares, una
cantidad similar a lo que invirtió el gobierno del presidente Calderón
en la construcción de ciento cuarenta universidades nuevas y el
equivalente a un tercio de las divisas generadas por el turismo en 2010,
de acuerdo con estadísticas de Just the Facts, una institución no
gubernamental dedicada a investigar y publicar los programas de
asistencia militar y de seguridad de Estados Unidos en América Latina y
El Caribe.
El autor es periodista mexicano radicado en Washington. Narcoleaks es su cuarto libro.