Sin
restar importancia a las dos guerras llamadas mundiales, ni a la
liberación de naciones como China y Vietnam —esta, además, con la
ejemplar victoria sobre la invasión estadounidense en su haber—, del
siglo XX cabe destacar cuatro procesos revolucionarios diversos: en
orden cronológico, la Revolución Mexicana, la Revolución de Octubre, la
Segunda República Española y la Revolución Cubana. Tres de ellos se
ubican en ámbitos de la lengua española, hecho contrastante con el
escaso prestigio que suele concederse a las ciencias sociales expresadas
en ese idioma.
Pero ese ángulo, de interés y merecedor de
atención frente a expresiones de colonialismo fomentadas desde otras
áreas culturales, requeriría un análisis particular. El presente
artículo apenas bordea el significado de la Revolución Cubana desde su
fragua y su llegada al poder, y en su existencia hasta hoy. Haberla
ubicado en el conjunto de procesos aludidos mueve a rozar por lo menos
algunos rasgos de los tres que la acompañan en el esbozo.
La
Revolución Mexicana, cuyo carácter pionero en aquel siglo no parece
tenerse tan en cuenta como sería justo, fue un paso de avance en la
transformación de un país de nuestra América frente a la herencia feudal
que le llegó de su formación como colonia. La importancia de esa
Revolución no debe ocultarla ningún estancamiento sufrido con el tiempo y
al influjo de los forcejeos clasistas y presiones externas, lo que se
dice sin afán de agotar el tema.
La de Octubre no se limitó a
“diez días que estremecieron el mundo”: sumó décadas de una siembra
emancipadora que incluyó tanto liberar a Rusia y sus colonias del
zarismo como propiciar el nacimiento de varias naciones marcadas por
aspiraciones socialistas. Generó, en fin, valiosas transformaciones
internas y un baluarte para la derrota del fascismo en la Segunda Guerra
Mundial.
A pesar de grandezas tales, deficiencias y males
internos contrarios al socialismo le impidieron llegar viva a los
finales de la centuria en que tantos logros cosechó y nutrió tantas
esperanzas, aunque haya interesados en negar unos y otras. Las causas
del desmontaje antisocialista de los frutos de esa Revolución, incluida
la propia Unión Soviética, deben seguir estudiándose. Ninguna precaución
será ociosa para que errores y aberraciones como los allí entronizados
no se reproduzcan y den al traste con otros proyectos justicieros.
Burocráticamente
declarada irreversible por decretos que pretendían blindar el
socialismo desde oficinas, la realidad que se logró construir en el
camino abierto por aquel extraordinario Octubre fue demolida. Además de
ser una tragedia en sí, ello ha dado asideros para negar legitimidad y
valor a todo empeño revolucionario.
Esa tendencia dolosa se
aprecia en análisis distorsionadores del pasado y el presente de la
humanidad, aunque se trate de un afán democrático tradicional como la
Segunda República Española, derrotada por una implacable alianza
internacional de la reacción fascista, sin descontar los que puedan
haber sido errores en su sostenimiento y su defensa.
Contra la
dignidad de ese ensayo fundador —en cuyas filas se vertió sangre cubana—
se lanzan hoy perros de la propaganda capitalista, en complicidad con
la herencia del fascismo que nutrió en España el denominado Bando
Nacional. Este, artífice del levantamiento anticonstitucional y
terrorista contra la República, enlutó el país durante décadas y
finalmente preparó la sucesión monárquica, sobre la cual se fabricó una
transacción “democrática” enfilada a silenciar el pensamiento de
izquierda y sepultar las aspiraciones republicanas. El sometimiento a la
OTAN no es casual.
Secuelas de un desmontaje
Volviendo
a los afanes socialistas, se debe recordar que alguien tan objetivo, de
pensamiento científico y de honradez militante al servicio del
socialismo como Vladimir Ilich Lenin, sostuvo la inviabilidad de la
plena construcción de un proyecto de esa índole en un país aislado.
Sobran razones para entender las vicisitudes con que ha tenido que
vérselas el experimento cubano.
Pero ese experimento lo puso en
práctica una Revolución que triunfó el 1 de enero de 1959 y viene, por
largo camino, de sus propias raíces, desde antes de 1868, con su propio
Octubre vivido en ese año. Eso le ha permitido relacionarse con el mundo
sin dejar de ser ella, y no solo llegar viva al siglo XXI: continúa su
marcha, su pujanza, con el deber de fortalecerse, y enfrentando desafíos
colosales, ya abiertos o enmascarados.
Entre los obstáculos que
la rodean está la propaganda lanzada mundialmente contra todo lo que
huela a revolución. En el caso de Cuba, tal campaña tiene sus recursos
predilectos. Uno es sostener que la etapa más próspera del país fueron
los años durante los cuales se entronizó la tiranía encabezada, al
servicio del imperialismo estadounidense, por Fulgencio Batista,
exponente mayor de los crímenes y el latrocinio sufridos por la nación.
El
triunfo de la Revolución Cubana, y el apoyo con que desde la lucha
insurreccional la abrazó la mayoría del pueblo, se debieron a su
carácter popular: esa mayoría vio y encontró el camino para lograr,
junto con la justicia social, la soberanía que la intervención
estadounidense le arrebató en 1898.
Esa realidad explica que en
1961, tercer año tras la toma del poder, cosechara dos victorias
íntimamente vinculadas, e impensables sin el apoyo mayoritario y
entusiasta del pueblo: el aplastamiento de la invasión mercenaria en
Playa Girón y sus inmediaciones, y la declaración del país como
territorio libre de analfabetismo, gracias a la masiva Campaña Nacional
de Alfabetización que hoy sigue dando frutos dentro y fuera de Cuba.
Fundamento
Esos
logros, y otros, se buscaron y se percibieron asociados a la herencia
martiana. Presente en la nación desde el siglo XIX, devino —como expresó
Fidel Castro, guía de la obra desatada con los hechos aurorales del 26
de julio de 1953— fundamento moral de la acción armada iniciada entonces
y, en consecuencia, de los logros cosechados en ese camino. En él, 1961
aportó otro nutriente explícito, asumido en la médula nacional de la
obra revolucionaria: en Girón se combatió también en defensa del
socialismo.
El carácter socialista de la Revolución se proclamó
precisamente en la despedida de duelo de los mártires del bombardeo que,
como ablandamiento artillero, el imperialismo lanzó contra Cuba en
vísperas de la invasión mercenaria. Esta, así y todo, fue derrotada en
poco más de 60 horas. Fue una victoria de pueblos, porque a partir de
entonces, como también dijo el guía histórico de la Revolución, todos
los de nuestra América, no solo el cubano, “fueron un poco más libres”.
Tal realidad abonó la simpatía que la Revolución cosechó en la región
desde el mismo 1959.
El carácter popular que le permitió alcanzar
el poder se consumó en logros masivos, como las leyes de Reforma Agraria
y de Reforma Urbana, y la disminución de las grandes diferencias
acumuladas entre el campo y la ciudad, sobre todo en lo tocante a la
capital. En medio de las dificultades económicas de un país bloqueado,
ese afán de equidad, sin el cual la Revolución habría estado sumamente
incompleta, generó construcciones —carreteras, industrias, embalses de
agua, edificios para diversos usos sociales: escuelas, centros de
atención médica, viviendas— que transformaron hasta la imagen física del
país.
Ello, asumido con sed de equidad para toda la nación,
pudiera explicar el detenimiento constructivo y las dosis de pérdida de
esplendor material padecido por la capital. Ese hecho, tendenciosamente
desgajado del contexto, lo esgrimen los enemigos de la Revolución para
denigrarla, y aunque no existieran contra ella tales campañas de
descrédito, constituye uno de los frentes en que mayor esfuerzo por la
recuperación necesita seguir acometiendo.
La búsqueda de equidad
entre los territorios de la nación es también inseparable de logros que
esta ha venido disfrutando desde 1959 en terrenos tan vitales como la
educación y la salud, la ciencia y el deporte. En el quehacer literario
—incluida la vertiente editorial— y en otras expresiones artísticas
—cine, música, danza, plástica— se ha vivido, encaminado por
instituciones que le han dado gloria al país, un apogeo sin precedentes.
Datos, esencia
El
auge lo ha caracterizado la búsqueda de masividad, con un amplio
movimiento de aficionados en los distintos sectores poblacionales, y
favoreciendo el desarrollo de individualidades sobresalientes, que han
merecido admiración y lauros en distintas partes del planeta.
Espectáculos artísticos de alto nivel están al alcance de la población,
con entrada a precios módicos, o libre, al igual que los deportivos.
Mantener ese camino es una de las señales con que en medio de severas
dificultades la Revolución ratifica su lealtad, también en esas esferas,
al José Martí que entendió que “ser culto es el único modo de ser
libre”.
Enumerar las conquistas alcanzadas en los diversos frentes
antes mencionados pudiera ser necesario ante quienes opten por
desconocerlas, pero en esos casos resultaría estéril. Las personas
honradas pueden disponer de la información que emana de la propia
realidad. Alúdase solo a los altos grados de instrucción generalizada y a
los índices de mortalidad infantil y esperanza de vida que hacen de
Cuba un país ejemplar en esas esferas, como reconocen instituciones y
organismos internacionales de la mayor relevancia.
Los logros
están presentes asimismo en la amplia colaboración de Cuba con numerosos
pueblos, y se aprecian hasta en una emigración que, a diferencia de la
de otros países —y no solo entre los que clasifican como no
desarrollados—, sobresale por su preparación técnica y profesional.
Quien conozca la realidad de los inmigrantes en otras naciones, podrá
dar fe de esas diferencias.
Anécdotas y experiencias de tal
realidad abundan. El autor de este artículo no pasará de recordar la
gratitud con que el embajador de un pueblo hermano acogió la iniciativa
de una universidad, europea, de ofrecer a emigrantes de su pueblo cursos
para adiestrarlos en tareas concretas.
Eran las peor pagadas, y
más despreciadas —por lo menos antes del reconocimiento de la etapa de
crisis que allí se gestaba— entre los naturales de la nación a la que
habían ido a parar: en ese caso, empalmar cables, vestir camas, limpiar
ancianos…; en otros correspondería hablar de la agricultura y la
construcción. Al final de la ceremonia en que su embajador había
expresado gratitud a la universidad, un colega diplomático, amigo del
articulista, le dijo a este: “Los emigrantes de tu país no necesitan esa
ayuda”.
Pero Cuba ha tenido que desempeñarse en condiciones
anormales, porque muy pronto contra la Revolución se lanzó la hostilidad
de la mayor potencia mundial, los Estados Unidos. La poderosa nación
imperialista, acostumbrada desde su gestación, y en su desarrollo —en él
se ubica el robo de más de la mitad del territorio de México—, a
dominar y saquear a otros países, no le perdonó a Cuba su dignidad
nacional y su servicio al pueblo. Con esa orientación el gobierno cubano
acometió nacionalizaciones indispensables, y en ello también tuvo un
rotundo respaldo popular.
Patente imperial
Pronto
la hostilidad del vecino del Norte se expresó en un bloqueo económico,
financiero y comercial que aún perdura, y en agresiones armadas. En
estas se inscriben la invasión mercenaria de 1961 y las bandas de
alzados —también mercenarias— que fomentó en distintos sitios del país, y
que en sus monstruosos actos terroristas cometieron asesinatos, entre
otros, de alfabetizadores.
En aquellos actos figuran la explosión
del vapor francés La Coubre en el puerto de La Habana, y la voladura de
un avión cubano en pleno vuelo sobre Barbados. Esta última acción, así
como otras, la orquestaron agentes del imperio que gozan de libertad en
la nación que se autopromueve como el modelo de la democracia.
Cuando
hoy, en su licencia imperial, el presidente estadounidense propone
cambiar la política que su gobierno ha mantenido contra Cuba durante más
de medio siglo, y dice que tal política no ha conseguido su propósito,
solo queda una opción para interpretar sus palabras. Si a pesar del
enorme daño económico, material y en vidas que esa política le ha
causado a Cuba, el cabecilla del imperio la estima fallida, es porque ha
sido planeada con un superobjetivo: destruir a la Revolución y
restablecer en la mayor de las Antillas la dominación con que desde 1898
los Estados Unidos ensayaron aquí el neocolonialismo, “su sistema de
colonización”, como lo denunció Martí pensando en los planes imperiales
contra nuestra América en general.
Pese a todo, Cuba —y por eso ha
obligado al imperio a buscar un cambio de imagen— perdura como ejemplo
de resistencia. Ha dado apoyo ideológico y moral a otros pueblos, y
protagonizado un aporte internacionalista que —aunque se propongan
silenciarlo ingratos y enemigos— contribuyó a las mejores
transformaciones emancipadoras en África. Lo han reconocido pueblos y
guías políticos como Nelson Mandela en Sudáfrica, y varios en Venezuela,
Bolivia, Ecuador, Argentina y otros de nuestra América.
Allí,
plantando cara al vecino poderoso, se han desafiado las maquinaciones de
la Organización de Estados Americanos y del Área de Libre Comercio para
las Américas. De ese enfrentamiento han surgido alternativas de
dignificación soberana como la Alianza Bolivariana de los Pueblos de
Nuestra América y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños.
Resurgen las banderas del socialismo, en busca de actualización
creativa, aunque no sea más, ni menos, que por entre las estructuras del
sistema capitalista.
Pero el imperio no cesa en sus planes, y
dispone de enormes recursos. En general, con el individualismo y el
pragmatismo consustanciales al sistema capitalista, propala el
neoliberalismo. Estimula las llamadas desideologización y
despolitización, máscaras del afán de erradicar el pensamiento
revolucionario. Promueve y apoya cuanto pueda conducir a la reversión de
planes nacionales molestos para su manía de dominarlo todo. Ahora, con
respecto a Cuba en particular, intenta dar la imagen de un cambio de
actitud, y propone otros métodos para lograr lo que la resistencia y la
creatividad cubanas le han impedido conseguir.
Golpistas de etiqueta
Todo
eso, de lo cual las campañas contra Cuba son inseparables, explica
distintas formas de golpes de Estado que en Honduras y en Paraguay han
venido a sustituir el gorilismo armado, que no debe considerarse
definitivamente cancelado; los intentos golpistas en Venezuela, Bolivia y
Ecuador; las campañas y amenazas contra la misma Venezuela bolivariana;
la creación de nuevas bases militares en Colombia; la propaganda y las
maniobras para alimentar la oposición contra los gobiernos de Brasil y
Argentina.
En esta última la derecha consiguió electoralmente el
éxito contra las fuerzas progresistas que habían sacado al país del
hundimiento en que lo atascó el desafuero neoliberal. El saludable
optimismo no basta para ignorar que, con la guerra mediática y
económica, el imperio y sus cómplices intentan aplastar cuanto proyecto
justiciero le salga al paso. Sería torpe considerar a Venezuela un caso
aislado.
Los zarpazos de la derecha neoliberal —que va por más— se
dan cuando en varios países las urnas han devenido camino de triunfo
para proyectos emancipadores, y los medios imperiales de propaganda
fabrican la imagen de que todo acto armado por parte de los pueblos es
terrorismo repudiable. Los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, sin
embargo, desencadenan guerras genocidas y consiguen edulcorarlas con
falacias lingüísticas tan perversas como calificarlas de humanitarias:
deformación de sentido que ha pasado incluso al periodismo
revolucionario, o de izquierda al menos, para hablar de crímenes y
desastres de lesa humanidad.
Es difícil —heroico, digamos sin
rodeos— conseguir un triunfo revolucionario valiéndose de los mecanismos
y procedimientos que el capitalismo ha perfeccionado para defender sus
intereses. Pero la persistencia de la Revolución Cubana la explica su
toma del poder por la lucha armada con decisiva participación popular. Y
se ha mantenido gracias al decisivo apoyo de la mayoría del pueblo.
No
es casual que todo lo relativo a Cuba sea tergiversado o satanizado,
con saña, por la propaganda imperialista. Para actuar, el país debe
guiarse únicamente por la norma de la justicia y lo correcto: ni hacer
para complacer al enemigo, ni dejar de hacer por no parecer que presta
atención a sus campañas.
Cuanto haga será sometido a lentes
distorsionadores, para desconocer sus aciertos y atribuirle errores o
magnificar los que cometa. El esperado afinamiento en su política
migratoria, por ejemplo, deja sin argumentos a no pocos infundios
lanzados contra ella, y en igual medida los mismos que los propalaban
intentan revertir el efecto de sus aciertos.
El contexto
internacional está signado por la preponderancia de las fuerzas del
imperio, y las circunstancias nacionales de Cuba se ven severamente
dañadas por el bloqueo que este le ha impuesto durante más de medio
siglo. Contra semejante engendro se proyecta el clamor de pueblos,
avalado en votaciones de la Asamblea General de la ONU, pero
groseramente las burla el mismo gobierno que anuncia la voluntad de
cambiar su política hacia Cuba.
Desplazamientos y persistencias
El
mayor reto que se le presenta al país radica en mantener el afán de
asegurar la justicia social en un contexto internacional con frecuencia
sórdido. En él —ha escrito Fernando Martínez Heredia en su libro El
corrimiento hacia el rojo, título alusivo a los ciclos de expansión y
contracción material del universo— se aprecia “un mundo extraño, en el
cual reinan el lucro y el hambre, y no parece haber futuro para la
decencia”.
Ante ello lo pertinente y digno no será cruzarse de
brazos y renunciar a construir un mundo mejor, que es posible, además de
necesario para que la humanidad llegue a merecer en plenitud ese
nombre. Como añade el mismo autor citado, “la indecencia carece
totalmente de legitimidad”.
La búsqueda de la decencia en las
relaciones humanas a todos los niveles define lo que un país como Cuba,
que ha llegado hasta donde está gracias a la construcción
revolucionaria, debe tener en la brújula de sus replanteamientos en pos
de una eficiencia económica indispensable para mantener el proyecto
justiciero que tanto esfuerzo y tanta sangre ha costado. La seducción
economicista y pragmática no será garantía para ningún empeño
revolucionario erigido sobre la convicción de que la historia lo
avalará, aunque tampoco deba ignorar los requerimientos de la economía.
La
Cuba que halló en Martí el fundamento moral para su transformación,
debe recordar el reclamo del Maestro, quien en “Crece” (abril de 1894)
se planteaba si la revolución que él fraguaba tendría posibilidad de
triunfar. Ante la duda, razonable, sostuvo que el gran deber patrio y
humano sería hacer posible la revolución, o, por lo menos, acometerla
del modo más eficaz. Lo innoble sería traicionar la grandeza del
sacrificio.
Se avanzaba hacia la guerra que estallaría el 24 de
febrero de 1895, y afirmó: “Era ambiente la revolución, y hoy es plan.
Era un sentimiento inútil y cómodo: como corona de adelfas era, y de
laurel, que no hay derecho a arrancarse de la frente para sazonar, con
sus hojas ensangrentadas, la olla de la comodidad”. Comprendía que,
aunque imperfecto, lo hecho antes del 10 de octubre de 1868 —la
“preparación gloriosa y cruenta” asumida en el Manifiesto de Montecristi
(marzo de 1895), ya en pie la nueva guerra—, se inscribía en la gloria
de la cual sería deshonroso huir: “¡infeliz, en la memoria de los
hombres, quien eche el laurel en la olla!”. Ratificó así la base ética
de su pensamiento y de su conducta.
Como otros suyos, aquel texto
de Martí de 1894 sigue trzándole a Cuba el gran deber de hoy, cuando
acomete una nueva etapa en una permanente sucesión de
institucionalizaciones. Ese empeño, que empezó con el desmontaje, desde
1959, de las estructuras capitalistas, vivió un momento señero cuando en
1976 se aprobó, en proceso hondamente democrático, popular, la
Constitución que ratificó a Cuba como república y como Estado
socialista, llamado, por tanto, a tener la guía de trabajadores y
trabajadoras, nada parecido al capitalismo de Estado.
Con esas
luces entra la Revolución en su año 58, cuando se prepara el VII
Congreso del Partido que tiene la misión de guiarla, y el cual en su
anterior Congreso aprobó los Lineamientos para acometer lo que se ha
denominado actualización del modelo económico cubano.
Utilidad y virtud
Se
debe hacer lo necesario para que la Revolución mantenga ese espíritu
productivo y —siempre Martí— orientado por la utilidad de la virtud,
superior a la virtud de la utilidad, y para que dentro de muchas décadas
se pueda seguir hablando de ella como de una realidad viva, no de un
proceso estancado en resignaciones o sacado de rumbo por deformaciones
que serían deplorables. Cuando se ha tenido como brújula echar la suerte
con los pobres de la tierra, y se ha vivido más de un siglo de luchas
revolucionarias, sería criminal abandonar el camino que esa brújula ha
venido indicando.
Sabedor de que “ni hombres ni pueblos pueden
rehuir la obra de desarrollarse por sí,—de costearse el paso por el
mundo”—, Martí sostuvo: “No yerra quien intenta componer un pueblo en la
hora en que aún se lo puede; sino el que no lo intenta. Si no se
lograse la composición, se lograría al menos el conocimiento de las
causas por que no podía lograrse; y eso limpiaría el camino para
lograrla mañana”.
El error es humano, pero la rectificación,
también humana, es además sabia, y lo que se haga debe regirse por la
ética: “Si se intenta honradamente, y no se puede, bien está, aunque
ruede por tierra el corazón desengañado: pero rodaría contento, porque
así tendría esa raíz más la revolución inevitable de mañana”. Pero no
valdrían autocomplacencias a estas alturas de un camino en que el
"Patria y Libertad" de los mambises condujo al "Libertad o Muerte" del
Ejército Rebelde, lema que el logro de la libertad convirtió en "Patria o
Muerte" y frente a la saña enemiga fue coronado por un "Venceremos" que
hoy resulta más fuente de responsabilidad y compromiso consciente que
nunca antes.
La Revolución, que en las actuales circunstancias
urge mantener, puede verse como la que en su tiempo —con el ejército
español en Cuba y el estadounidense dispuesto a invadirla— Martí
vaticinaba que podría ser inevitable luego. Más de un siglo después —con
una Cuba que ha encarado y vencido desafíos tremendos—, la realidad es
otra, y tampoco se debe olvidar un hecho: a lo largo del devenir humano,
las revoluciones no han sido términos en la historia.
En sus
mejores frutos —incluso a pesar de errores y hasta de traiciones— han
representado actos de transición o fuentes de luz hacia logros de mayor
alcance. Para Martí, como se lee en su texto de 1894 citado, la meta era
la que puede seguir orientando a Cuba hoy y siempre: el “fin humano del
bienestar en el decoro”. Nada menos.
Fuente: Bohemia