Estados Unidos es una gran potencia, la exposición máxima del capitalismo desarrollado.
Desde
la llegada de los primeros conquistadores británicos a suelo de América
del Norte en el siglo XVI, su empuje capitalista fue arrollador. Creció
ininterrumpidamente por décadas, llegándose a constituirse en un fiero
rival de las potencias europeas. Tan es así, que apenas entrado el siglo
XIX pudo proclamar ya su llamada Doctrina Monroe (“América para los
americanos”, léase: la totalidad del continente americano para nosotros,
los Estados Unidos), demarcando su territorio “natural” frente al
capitalismo europeo.
Su expansión siguió imparable, siendo ya en los inicios del siglo XX
quien marcaba el rumbo mundial, en todo sentido. Y fue después de
terminada la Segunda Guerra Mundial, en 1945, cuando quedó constituida
como la gran potencia capitalista, líder absoluto del planeta. Devastada
Europa luego de la contienda, con una Unión Soviética triunfadora en la
guerra pero con grandes pérdidas materiales y humanas, Estados Unidos
aparecía como imbatible. Productor de más del 50% de la riqueza mundial,
con el monopolio del arma nuclear y un fabuloso desarrollo
científico-técnico que superaba a todos, su hegemonía fue indiscutible.
Por años estableció el ritmo de la economía, la política, la cultura y
la supremacía militar en todo el globo. El primer Estado obrero y
campesino del mundo, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas
(URSS), pasó a ser su gran enemigo. La Guerra Fría (enfrentamiento en el
plano ideológico que no llevó al choquedirecto a estos dos grandes
países, pero que se libró en terceras naciones, quienes pusieron los
muertos y la destrucción) fue, para Estados Unidos, una forma de
neutralizar el ideario socialista, y un gran negocio (la industria
militar pasó a ser fundamental en su economía).
La gran potencia fijaba las reglas de juego de todo el mundo
capitalista, haciendo de su moneda, el dólar, el patrón obligado de toda
transacción comercial. Pero algo comenzó a suceder.
La pujanza espectacular de los primeros cuáqueros del
Mayflower que
crearon la grandeza norteamericana en los siglos XVII y XVIII comenzó a
dar lugar a un hedonismo consumista que pasó factura. La sociedad
estadounidense, convertida en imperio mundial hegemónico, consumía más
de lo que producía. Eso es inviable, y la dura realidad mostró la
falacia.
Como su poder global asienta en su moneda –que en realidad no tiene
un genuino respaldo orgánico–, la deuda que fue contrayendo,
técnicamente impagable por lo abultada, no traía especiales problemas.
El mismo país emitía la moneda con que se pagaba la deuda. El resguardo
último de su poder no fue ya entonces su economía sino sus fuerzas
armadas. Estados Unidos se convirtió en el “matón” planetario,
desarrollando un poder militar sin precedentes. Con la caída del campo
socialista en la década del 90 del pasado siglo, si bien su economía no
iba viento en popa como en décadas pasadas, su hegemonía no se discutía.
Pero el mundo empezó a cambiar en estos últimos tiempos. Caída la
Unión Soviética y desaparecido el bloque socialista este-europeo,
Estados Unidos vivió por unos años la ilusión de imperio absolutamente
imbatible, sin rivales a la vista. Mundo unipolar, se dijo. Años
después, entrado el siglo XXI, la República Popular China, con un
complejo modelo de socialismo de mercado (“
dos sistemas, un país”),
pasó a ser una super potencia económica, y la Federación Rusa,
recompuesta luego de su colapso y con un portentoso nuevo poder bélico,
aparecieron como dos grandes desafíos a la hegemonía unipolar de
Washington. La glotonería hiper consumista del
american way of live,
ya muy alejada de aquella ética puritana de los inicios, hizo que se
detuviera su empuje inicial (más consumo que trabajo), siendo
reemplazado en su papel de “locomotora de la humanidad” por otros
esfuerzos. Hoy Estados Unidos produce apenas el 18% del producto
mundial, pero sigue consumiendo alocadamente de un modo frenético. Eso,
sin dudas, es insostenible, y hay que pagarlo.
Estados Unidos, desde la Doctrina Monroe de 1823 en adelante,
consideró a América Latina como su natural patio trasero, su depósito de
recursos naturales y mano de obra barata, además de mercado obligado
para su producción. Eso fue así durante todo el siglo XX. Aunque –la
historia la escriben los ganadores, pero los perdedores también la
hacen– aparecieron posteriormente “piedritas en el zapato” para la
dominación hemisférica de la Casa Blanca. En 1959 se da la primera
revolución socialista en Latinoamérica, en Cuba. Posteriormente aparecen
nuevas “irreverencias” contra el imperio: la Revolución Sandinista en
Nicaragua en 1979, la Revolución Bolivariana en Venezuela hacia 1998 con
su proclamado socialismo del siglo XXI y la nacionalización de las
reservas petroleras. La lucha de clases y la dinámica de las
contradicciones sociales insalvables nunca terminaron.
Todas esas afrentas (la historia no había terminado, pese a la
ostentosa proclamación de Francis Fukuyama ante la caída del Muro de
Berlín), más la reaparición de Rusia y China en la escena internacional
como incuestionables nuevas potencias de alcance global, prendieron las
alarmas de la clase dominante estadounidense. Más aún: la presencia de
estos países euroasiáticos en la dinámica latinoamericana hizo ver a
Washington que los tiempos habían cambiado. El mundo dejó de ser
unipolar.
II
Cualquier intento de contestación al imperialismo capitalista en lo
que la clase hegemónica norteamericana y su gobierno, la Casa Blanca,
consideran como su “espacio natural” en Latinoamérica, fue siempre
torpedeado. Intentos tibios, reformistas incluso, como Guatemala del 45 o
Chile de los 70 con Salvador Allende, fueron pisoteados, pulverizados.
Intentos claramente socialistas, como “osó” la Perla de las Antillas, ni
se diga. La Revolución Cubana, desde su mismo inicio en 1959, fue un
peligro a enfrentar para la política exterior de Estados Unidos.
Similar suerte de agresión corrió la experiencia de Nicaragua,
asediada durante toda una década con una guerra descarnada, llevada
adelante por la Contra (ejército irregular financiado por Estados
Unidos), lo que le costó al país centroamericano 17 000 millones de
dólares en pérdidas materiales y la muerte de 15 000 personas, lo que
posibilitó en 1990 el retorno de la derecha capitalista al poder por vía
electoral.
Algo similar le está sucediendo hoy a Venezuela, asediada en forma
brutal por el imperio a través de todos los medios inimaginables, no
descartándose la posibilidad de una intervención militar, quizá no
directa, pero sí a través de un ejército mercenario copiado de la Contra
nicaragüense. Aquí la situación se complejiza, porque no solo está el
“mal ejemplo” de un país latinoamericano que quiere levantar la voz en
forma soberana, sino que Venezuela cuenta con las mayores reservas de
petróleo del mundo, lo que posibilita su explotación y comercialización
por varias décadas, quizá hasta fines del presente siglo. Ello, para la
voracidad de la clase dominante estadounidense, sería un salvoconducto
para evitar su caída económica, puesto que dicha reserva, de
agenciársela, se comercializaría solo en dólares, con lo que las nuevas
monedas que entraron a tallar en el plano internacional (el yuan chino,
el rublo ruso, las cestas combinadas), perderían vitalidad ante un
petróleo dolarizado, elemento básico para las sociedades actuales, cada
vez más industrializadas.
¿Por qué ese encono de la gran potencia americana contra la
Revolución Bolivariana? Simplemente porque esas reservas (305 000
millones de barriles de crudo de la Franja del Río Orinoco), ahora
manejadas por el Estado venezolano, puestas en manos de las petroleras
estadounidenses (Exxon-Mobil, Chevron-Texaco, Conoco-Phillips, Amoco,
etc.) le devolverían la dinámica perdida al imperio. Pero la presencia
rusa y china en Venezuela desespera a Washington. De ahí esta fenomenal
avanzada contra todo elemento que le haga sombra, que contradiga su
hegemonía continental. Por eso, con el mayor descaro y cinismo, las
actuales autoridades norteamericanas “protestan por la injerencia rusa”
en el país petrolero. Justamente Estados Unidos, que dispone de 74 bases
militares en territorio latinoamericano cuidando sus propios intereses.
“
Los pájaros tirándole a la escopeta”…
Cuba no dispone de esos recursos naturales, pero sigue siendo un
ejemplo de dignidad y soberanía; de ahí que, al igual que contra
Venezuela y contra Nicaragua, ahora se redobla la agresión por parte del
imperio. La Revolución Socialista de Cuba es un “mal mensaje” para los
pueblos vecinos. Por eso debe silenciarse.
III
En realidad, en Cuba el bloqueo comenzó casi inmediatamente después
de producida la Revolución, a partir de una orden ejecutiva del por
entonces presidente John Kennedy, estableciéndose la prohibición de
comerciar con la isla, la interdicción para barcos estadounidenses de
llegar a puertos cubanos, la proscripción de realizar transacciones
financieras con el Gobierno de La Habana, todo lo cual fue
endureciéndose paulatinamente. De todos modos, la agresión contra Cuba
no solo no terminó con el fin de la Guerra Fría en los años 90 del siglo
pasado sino que se incrementó luego de ello, incluso presentándose
abiertamente como política de Estado de la Casa Blanca, estableciéndose
los mecanismos necesarios para que ningún Gobierno de Washington pudiera
dar marcha atrás con esa línea estratégica.
El bloqueo nunca terminó, y las formas de tratar de contrarrestar la
Revolución fueron interminables. Al igual que está haciendo el imperio
hoy con la República Bolivariana de Venezuela, intentó cuanta cosa se le
pudo ocurrir para revertir el proceso iniciado. Invasiones armadas,
ataques bacteriológicos, sabotajes de los más variados, intentos de
magnicidio contra el líder Fidel Castro, guerra psicológica, y un
inmisericorde bloqueo económico, sistematizado en su momento por dos
instrumentos jurídicos: la Ley Torricelli (aprobada en buena medida con
fines electorales por el entonces presidente George Bush padre para
ganar el electorado anticubano de Florida, en 1992), y posteriormente
por la llamada Ley Helms-Burton, en 1996, bajo la presidencia de James
Carter.
Como dice Ricardo Alarcón en su prólogo al estudio de Frances Stonor “La CIA y la Guerra Fría cultural”: “
Las
leyes Torricelli (1992) y Helms-Burton (1996) proclamaron abiertamente
sus propósitos de derrocar al régimen revolucionario valiéndose también
de la subversión interna con el empleo de grupos respaldados por
Washington. Desde entonces encaramos dos proyectos Cuba: el que lleva a
cabo clandestinamente la CIA desde 1959, y el que desde los noventa
corre a cuenta del Departamento de Estado y la llamada Agencia para el
Desarrollo Internacional de los Estados Unidos (USAID)”.
“Esta nueva provocación [de la entrada en vigencia plena de la Ley
Helms-Burton] se estrellará frente al sentido unitario del pueblo
cubano”, ha dicho el presidente de Cuba, Miguel Díaz Canel.
En 1996 es aprobada la “Ley para la Libertad y la Solidaridad cubanas
(Ley Libertad)”. La misma fue presentada por Jesse Helms, Presidente
del Comité de Relaciones Exteriores del Senado, y Dan Burton, Presidente
del Comité de Asuntos Hemisféricos de la Cámara de Representantes. “
Es hora de apretar los tornillos”, dijo Helms. “
El último clavo en el ataúd [de
Fidel Castro]”, agregó Burton, al momento de presentar la iniciativa.
La ley, ya aprobada, se conoció desde entonces como Ley
Helms-Burton.Intenta sistematizar y codificar todos los intentos de
agresión y bloqueo económico del imperio contra Cuba, fijándola como
política exterior oficial de Washington, inmodificable.
Contiene cuatro capítulos: el primero de ellos, para fortalecer el
bloqueo; el segundo establece un programa de restauración del
capitalismo; un tercero que permite enjuiciar a los inversionistas que
inviertan en propiedades estadounidenses nacionalizadas durante la
Revolución (que nunca entró en vigencia); y un cuarto que niega visas a
aquellas personas que trafiquen con propiedades reclamadas por Estados
Unidos, impidiéndoles a ellos y a sus familiares ingresar en el paísdel
Norte al no otorgarles visas. Al mismo tiempo establece la figura de un
presunto “virrey”, nombrado por Washington, que coordinaría todas las
acciones tendientes a restablecer el sistema capitalista en la isla,
negándosele en la tarea toda participación a cubanos que hayan formado
parte de la Revolución.
El bloqueo, de todos modos, no se levantaría hasta tanto no se haga
efectiva la devolución de todas las propiedades de ciudadanos
estadounidenses, o se estableciera una compensación económica, estimada
por algunos cálculos norteamericanos en aproximadamente 100 000 millones
de dólares. Por lo pronto, la empresa petrolera de origen
estadounidense Exxon-Mobil acaba de presentar una demanda en un tribunal
federal de Estados Unidos contra Cuba-Petróleo–CUPET–, propiedad del
Estado cubano, y la empresa CIMEX S.A. –encargada de manejar las
remesas–, por una refinería, gasolineras y otros activos incautados en
1960, pidiendo un reclamo de alrededor de 70 millones de dólares.
Como puede apreciarse, la iniciativa de hacer entrar en vigencia ese capítulo de la
Distinto a lo que sucede en Venezuela, donde sí hay recursos
naturales imprescindibles para la economía estadounidense, en Cuba se
trata de un mensaje político: “
cualquiera que se intente ir de la égida de Washington lo pagará caro”.
La injerencia es desvergonzada, absoluta; para patética evidencia,
además de la ley en su conjunto, la Sección 115 donde se establecen “
lícitas las acciones de inteligencia contra Cuba, para cumplir los propósitos del bloqueo”.
Como Estados Unidos comienza a ver que Rusia y China están sentando
sus reales en estas tierras, en su “zona natural de influencia”,
reacciona airado. Y reacciona de la peor manera posible: mostrando
descaradamente de lo que es capaz para no perder su
american way of live
hoy en declive. Si para ello debe apelar a sus más denigrantes
argucias, incluida la muerte de venezolanos, nicaragüenses o cubanos,
ello no parece importarle. Se sigue sintiendo el amo absoluto, dominador
exclusivo del planeta, y con un presunto destino manifiesto que le
confiere esa desvergonzada prepotencia.
IV
El 16 de enero pasado el Departamento de Estado de Estados Unidos
anunció que suspendería la aplicación del Título III de la Ley
Helms-Burton solo por 45 días, y no por seis meses como era norma de
todas las administraciones desde que se aprobó la ley en 1996. Dicha
suspensión, que se venía realizando sistemáticamente por todos los
presidentes (reconociendo así tácitamente que dicho apartado constituye
una monstruosidad jurídica del derecho internacional, absolutamente
violatorio de la soberanía nacional de cualquier Estado, pues establece
una demencial extraterritorialidad de una ley nacional) fue ahora
modificada, según declara Washington “
para realizar una cuidadosa
revisión a la luz de los intereses nacionales de Estados Unidos y los
esfuerzos por acelerar una transición hacia la democracia en Cuba, e
incluir elementos tales como la brutal opresión del régimen contra los
derechos humanos y las libertades fundamentales y su inexcusable apoyo a
los regímenes cada vez más autoritarios y corruptos de Venezuela y
Nicaragua”.
Con la entrada en vigencia de ese apartado de la Ley a partir del
pasado 2 de mayo, el Gobierno de Estados Unidos no busca la protección
de antiguos propietarios norteamericanos sino que es una maniobra más
para asfixiar y poner de rodillas la Revolución. En realidad es parte de
un diabólico plan pensado por la actual dirigencia de la Casa Blanca,
ultra reaccionaria y visceralmente anticomunista (Donald Trump, Mike
Pompeo, John Bolton, Mike Pence, Elliot Abrams, Marco Rubio), tendiente a
desarticular cualquier intento de soberanía nacional en la región, y
ratificar a fuego la tristemente célebre Doctrina Monroe: “
América para nosotros; China y Rusia ¡fuera de aquí!”
De aplicarse enteramente el Título III de este instrumento jurídico,
todo cubano perdería inmediatamente cualquier certeza jurídica respecto a
cosas mínimas y elementales, como la casa donde vive, la comunidad
donde está su vivienda, la escuela a la que concurren sus hijos, el
sitio donde está emplazado el centro de salud al que asiste, el terreno
donde cultiva, su centro de trabajo. Evidentemente, es una medida
perversa para intentar asfixiar a todo un pueblo, porque cualquier
persona podría ser objeto de una reclamación. Ello tiene efectos
económicos, y más aún: políticos y psicológicos. En otros términos:
busca desesperar. Es una repugnante forma de ejercer presión. ¿Qué haría
el lector, por ejemplo, si ahora se entera que una empresa
norteamericana viene a reclamarle su casa como propia y le pide una
cuantiosa indemnización en dólares? Es demencialmente perverso.
“Quien hurgue un poco en el pasado –explica acertadamente Rosa Miriam
Elizalde– comprobará que cuando triunfó la Revolución, el Gobierno
caribeño llegó a acuerdos de compensación con Reino Unido, Canadá,
España y otros países, salvo con Estados Unidos, porque se negó a
cualquier entendimiento mientras, en secreto, planificaba la invasión
por Playa Girón en 1961”.
De hecho, la Ley Helms-Burton no tiene valor en territorio cubano
porque es una ley extranjera, válida solamente en Estados Unidos. Un
Estado soberano no puede aplicar una ley externa a su territorio; eso va
diametralmente en contra del derecho internacional. Pero para la
prepotencia estadounidense, por lo que se ve, eso no importa. “La ley
persigue varios propósitos. En primer lugar, internacionalizar el
bloqueo económico, tratar de que la comunidad internacional, lejos de
repudiar el bloqueo económico como hace año tras año, se incorpore al
sistema de sanciones contra Cuba”, analiza Fernández de Cossio. Del
mismo modo, busca “disuadir, inhibir la posibilidad de que capital
extranjero llegara a Cuba en la modalidad de inversión extranjera”.
Es evidente que la clase dirigente de Estados Unidos comprendió a
cabalidad el peligro que comienza a correr: su hegemonía absoluta e
indiscutible de décadas atrás está en entredicho. Su gran poder
económico de antaño, por la misma razón de un consumo despilfarrador
voraz, incontenible, se ha perdido. Consume más de lo que produce, y eso
no es sano; por el contrario, es una enfermedad terminal que nunca
puede acabar bien. Ahora debe mucho más de lo que tiene, y eso debe
pagarse. Y las armas, la pura fuerza bruta, ya no es garantía total de
triunfo. El renacer de Rusia como hiperpotencia militar, demostrada en
Siria donde impidió el triunfo de las fuerzas estadounidenses con
tecnología que está unos cinco años por delante del desarrollo
norteamericano, enfurece. Y el crecimiento espectacular de China como
nuevo centro económico del mundo la pone muy nerviosa. El “
nuevo siglo americano”
para el siglo XXI que pedían los Documentos de Santa Fe está puesto en
entredicho. Los pueblos están reaccionando y hay nuevos actores
principales en la arena internacional.
La actual profundización de la agresión contra Cuba es un acto
inmoral, absolutamente reñido con el derecho internacional y las normas
mínimas de convivencia civilizada. De esa manera, Estados Unidos echa al
traste toda la construcción civilizada que implican las normas
mundiales de sana y pacífica convivencia, el derecho internacional y los
esfuerzos concentrados en la Organización de Naciones Unidas. Pero ello
parece no importarle.
Esa clase dominante de Estados Unidos, al ver perder su supremacía y
al comenzar a notar síntomas de deterioro, está reaccionando de forma
desesperada. Ahí está el peligro, porque agobiada como se empieza a
sentir, puede apelar a las salidas más inimaginables en contra de los
pueblos, solo para preservar sus privilegios. Nunca hay que olvidar, de
todos modos, que jugar con fuego puede quemar. La eventualidad de una
nueva guerra mundial es escalofriante, porque las posibilidades de
destrucción total de la especie humana con los armamentos que se cuenta
hoy día están a la vuelta de la esquina. En tal sentido, es una
responsabilidad ética de todos los habitantes del planeta condenar estas
demenciales medidas injerencistas como la entrada en vigencia plena de
la Ley Helms-Burton. Nunca más oportunas que ahora las palabras
–plásticamente representadas en una fabulosa obra pictórica– de
Francisco de Goya: “
el sueño de la razón produce monstruos”.