Dicen
que mi generación fue de las pocas en disfrutar un poco de prosperidad
en la comarca de Guayama y el sureste de Puerto Rico en el siglo XX.
Algo de verdad quizás tiene la aseveración. Entre 1955 y 1972, Guayama y
los pueblos del sur disfrutaron de una aparente primavera económica,
resultante de la llegada del gran capital industrial moderno a Puerto
Rico. Una de las industrias más importantes, para el desarrollo de mi
generación, fue la Univis Corporation, que fabricaba lentes básicos en
Guayama y los exportaba al mercado estadounidense. La fábrica Univis
estaba en la salida hacia el pueblo costero de Salinas y, al menos hasta
fines de la década de los sesenta, parecía inamovible. Al otro lado del
pueblo, saliendo para Arroyo estaban las plantas textiles, incluyendo
las fábricas conocidas como la Americana y Angela Corporation. La
verdadera gran inversión de capital industrial, sin embargo, ocurrió en
las afueras de Guayama, en el área de la laguna de Jobos y Pozuelo. Nos
referimos a la llegada de la Phillips Corporation y el inicio de la fase
de predominio de las industrias químicas y petroquímicas
transnacionales en el sureste. El cultivo de caña vendría a ser un
fenómeno del pasado, y pronto las centrales de la región dejarían de
funcionar.
A pesar de la rápida transición de la agricultura a la
gran industria, mi generación sintió que muy poco cambiaba en este
pueblo en que, al decir de Luis Palés Matos, la gente se moría de hacer
nada. La lentitud de la vida social era algo asfixiante. Guayama, con o
sin la Phillips, seguía siendo Guayama. Al menos, así se sentía. Todo
alrededor nuestro tendía hacia la inercia y nuestras vidas se consumían
en una especie de maleficio que nos condenaba a movernos circularmente.
De hecho, así era que la juventud efectuaba los recorridos de coqueteo
en la plaza de recreo, durante las fiestas patronales; en un círculo
perfecto en contra del reloj.
Algunos comentaristas leen
apresuradamente a Palés, y le atribuyen la inercia cultural de Guayama
solo a la hispanofilia de las clases dominantes. Nuestro poeta, sin
embargo, era un mago de las imágenes líricas. Él sabía, por ejemplo, que
la lentitud del tiempo en el sureste de Puerto Rico ya estaba allí
mucho antes de la colonización. Por eso, no es recomendable leer el
poema Pueblo, sin antes leer Topografía. Entre uno y otro hay una
conexión de causalidad.
El sureste
Aceptemos, de
entrada, que el sureste de Puerto Rico, toda esa región que va de
Salinas a Patillas, es un área de contrastes extremos y magníficos. En
la costa predomina la aridez y la marisma seca, al menos exteriormente.
En las lomas, y de manera muy selectiva, hay zonas que parecen bosques
tropicales. Este es el caso de la ladera sur de los montes de Carite,
así como de las elevaciones de Guamaní y del curso del río Patillas,
desde la poza de la curva hasta el lago.
En 1898, apenas ocurrida
la invasión militar, el geólogo y explorador estadounidense Robert Hill
visitó la región del sureste de Puerto Rico. Buscaba minerales para la
explotación por las compañías de su país. A su alrededor, solo vio un
paisaje de terrenos secos, árboles de cactus, arenas y pedregales.
Dotado de un poder de observación sin par, no le tomó más de un minuto
en rendir juicio sobre lo que vio: «Aquí no hay minerales, pero sobra el
agua subterránea; bastaría con hundir un palo en la tierra para
comprobarlo». Originario de Texas, y famoso por haber descubierto los
grandes acuíferos del sur de Estados Unidos, Hill sintió una experiencia
de deja-vu. Estaba, a su juicio, encima de un gran acuífero, con un
potencial enorme para la agricultura. Efectivamente, en 1898 Hill
detectó uno de los depósitos más importantes de lo que hoy se conoce
hidrológicamente como la Gran Provincia de Sur. Parte integral de los
valles de acuíferos de la costa de Puerto Rico, la Gran Provincia del
Sur incluye los acuíferos aluviales de Salinas, Guayama y Patillas; en
conjunto, una de las acumulaciones de agua subterránea más importantes y
fantásticas del Caribe.
El geólogo imperialista Hill, sin
embargo, estaba más interesado en la mineralogía que en la agricultura.
Por eso, no hizo muchos comentarios sobre el potencial de cultivo de
caña en la región. Para él, los terrenos del sureste, descritos por
muchos como áridos y estériles, eran, ante todo, ricos en humedad
subterránea. Cualquier uso agrícola, por lo tanto, era posible mediante
la extracción de agua de los depósitos aluviales bajo tierra. La aridez
superficial, aunque visible, no era un problema insalvable. ¿No era
acaso eso lo que él había recomendado para las grandes fincas de cultivo
y ganado en Texas, o sea, extraer agua del subsuelo? La cuestión se
reducía, pues, a qué era más costoso: sacar el agua mediante pozos
modernos o crear un sistema de riego, que captara el agua de los
caudalosos ríos de las montañas. Lo primero implicaba una inversión
significativa de capital en maquinaria y equipo; lo segundo, se podía
obtener gratuitamente del gobierno colonial. El riego, entonces, no era
un requisito absoluto para la agricultura en la zona sureste, ni
siquiera para la caña.
A pesar del contraste entre los llanos
áridos del sureste y las montañas lluviosas del centro de la isla, la
existencia de grandes acuíferos en las llanuras fue el producto
magnífico de una armonía hidrogeológica que tomó millones de años en
constituirse. De hecho, el mismo Hill, uno de los precursores de la
geología moderna en el Golfo de México y la Cuenca del Caribe, quedó
infatuado con el caso de Puerto Rico. Para algunos científicos de la
época, las Antillas Mayores, incluyendo nuestro país, representaban la
Atlantis perdida de la mitología griega. Hill estudió la composición de
las rocas en las distintas islas y dio base científica a sus teorías.
Como un Da Vinci de la geología, sus descripciones del Caribe no están
exentas de valor literario. Las Antillas Mayores, puntualizó en sus
artículos para la revista National Geographic, semejaban una canoa
invertida.
Puerto Rico, añadió Hill, aunque hija de la misma
madre que tuvo Cuba, o sea, de las revoluciones volcánicas del Caribe,
se destacaba entre las Antillas Mayores por su vegetación exuberante y
la variedad de paisajes. De hecho, en su opinión, Cuba tenía un aspecto
geológicamente continental maduro. Puerto Rico, no; aquí todo parecía
nuevo y acabado de brotar del mar. La isla, en sus palabras, era un
microcosmos utópico, que deleitaba al visitante por la armonía de
contrastes extremos, como si fuera una pintura alocada. De un lado,
estaban las costas, excepcionalmente lineales y faltas de cayos; del
otro, el paisaje general de la isla, marcado por cadenas de elevadas
montañas de semblantes dentados y categóricos. La discordancia mayor,
por supuesto, la daba el clima: húmedo en el norte, seco en el sur. El
agua, sin embargo, no escaseaba en ningún rincón de esta diminuta isla
de 35 millas de ancho por 100 de largo. Las serradas montañas del centro
de la isla, con sus suelos arcillosos, apenas lograban retener el agua
de lluvia que recibían gracias a los vientos alisios. Sin embargo, las
copiosas precipitaciones no tardaban en llegar, mediante un enjambre
alucinador de ríos, a las costas y sus múltiples depósitos de calizas
porosas absorbentes de humedad. Ahí se almacenaron por miles y miles de
años. En realidad, se trataba de depósitos subterráneos geológicamente
jóvenes, formados tan solo uno o dos millones de años atrás. Puerto Rico
era, para Hill, expresión de la unión armoniosa de lo viejo y lo nuevo:
montañas volcánicas y costas jóvenes. El agua que él notó tímidamente
asomándose bajo la marisma seca del sureste se originaba efectivamente
en las montañas. Los mismos terrenos esponjosos de la costa no eran sino
el resultado de la acumulación milenaria de grava, piedras y otros
materiales que habían llegado de las montañas por efecto de la erosión. Y
si arriba no retenían el agua, abajo la acumulaban. Hacía falta una
verdadera visión de conjunto, para comprender la perfecta armonía
escondida tras los extremos de climas, paisajes, topografía y geología
de la isla. Una armonía hidrogeológica de millones de años. Quizás sea
ese, digo yo, el verdadero origen de la lentitud con que discurre el
tiempo en el sureste de Puerto Rico.
Hoy, gracias a la ciencia
moderna, sabemos que lo que Hill llamó “agua siempre accesible a un
metro bajo la superficie” no era más que uno de los muchos valles de
acuíferos del sureste de la isla. Debido a la armonía con la lluvia en
los montes, el agua sobraba en ellos. Por miles y miles de años, la
fuente de recarga principal de los depósitos de agua subterránea en el
sureste había sido el agua montañosa que llegaba por la acción de los
ríos y la fuerza de gravedad. No en balde no había lagos superficiales.
La isla los llevaba por dentro en sus costas.
Naturalmente, el
sureste no es el único lugar que muestra este tipo de formación
hidrogeológica en Puerto Rico. Hay algunas en la costa del norte, y bien
grandes. Sin embargo, aquí, en la tierra inhóspita de Palés, el asunto
reviste un aspecto de magia. Debido a la altura y localización algo
desplazada al sur de la Cordillera Central, el sureste de Puerto Rico
está aislado del efecto humidificador de los Vientos Alisios, con sus
ráfagas que soplan del noreste. En la ladera de la isla a barlovento, o
sea, de cara a los vientos húmedos del noreste, ocurre lo que los
geógrafos llaman lluvia orográfica: la humedad sube, se enfría y se
condensa en los topes de las montañas. Por ello, abundan los aguaceros a
barlovento. Con una diligencia insuperable, los vastos y anchos ríos
del norte de Puerto Rico se encargan de distribuir el agua fresca de
lluvia equitativamente por toda esa zona. Son un sistema de riego
natural. Al sur, sin embargo, lo único que llega son vientos secos y
calientes. Algunos se originan en el mar Caribe, siempre cargado de
energía y calor; otros, resultan de las ráfagas del norte que remontan
la Cordillera Central y, ya vacías de humedad, descienden por la ladera a
sotavento, calentándose aún más. Calor si bogas, calor si no bogas.
Todo por el asunto del sotavento.
Para que no falte dramatismo,
los ríos del sur son cortos y pronunciados, debido a las pendientes
extremas. En una dinámica hidrológica que la gente bautizó siglos atrás
de «alocada», los cauces del sur se desbordan por la mañana y por la
tarde se secan. Así, porque sí, sin más razón que aquella de que, como
decía La Lupe, «lo que pasó, pasó». El agua baja de las montañas sin
anunciarse y, en medio de todo el calor, se llevan en un santiamén lo
mismo personas, animales o pueblos enteros. Por eso, hay en nuestra
literatura del sur, imágenes de cauces sin ríos y de golpes de agua que
ocurren en medio de un día seco y ardiente. Sea como sea, los acuíferos
del sureste, con su material geológico poroso, absorben enseguida el
agua que viene de los montes. Glup-Glup-Glup. Quiso la naturaleza,
además, que, para preservar el agua, todo el manto de piedras, arenas y
grava porosa, o sea, el cuerpo permeable del acuífero del sur,
descansara sobre una cama de material geológico no poroso. Esponjosidad
arriba, absorbiendo el agua; impermeabilidad por abajo, tapando el
fondo. Los acuíferos del sureste de la isla no son sino esponjas de
retención de agua dulce: Dadme una esponja / y tendré el agua dulce.
En la región sureste de Puerto Rico, contrario a los principios
entrópicos de la física moderna, la naturaleza busca la armonía, huirle
al desorden. Y ello, siempre en el contexto de extremos geográficos
yuxtapuestos. Por eso, dicen los hidrólogos, que hay un fenómeno, no
tanto visible como conceptualizable, que se llama el nivel freático de
las aguas subterráneas del sureste. Es una medición del punto o nivel de
saturación del material poroso, lo que no es sino el cuerpo mismo del
acuífero. Si el nivel freático es elevado, hay agua suficiente; si es
bajo, necesita recarga. Tomado en su forma más abstracta, el nivel
freático es un índice de la relación del acuífero con la totalidad del
medio ambiente geográfico que lo rodea, desde las montañas hasta el mar.
Si el nivel freático sube, y el agua dulce rebasa la capacidad de
retención del material poroso, el exceso del líquido fluye, por la ley
de la gravedad, hacia las lagunas y pantanos cercanos al mar. Si por
razones naturales o de actividad humana, el nivel freático baja, el agua
dulce no puede prevenir la entrada del agua de mar, y se saliniza el
acuífero. Es decir, toda ruptura de la armonía hidrológica trae
consecuencias. En el primer caso, positivas; en el segundo, negativas.
¡Excéntricos que son nuestros acuíferos!
Resulta, entonces, que a
diferencia del gran acuífero Oglalala en las llanuras de Estados
Unidos, los del sureste de Puerto Rico no tienen un término final de
vida. Son recargables, Su capacidad potencial de almacenaje no varía con
los años. Eso, porque tanto la porosidad del material de aluvión, como
su espesor, son factores constantes. Lo que puede variar es la recarga,
como resultado de la entrada de agua dulce; o la descarga, por la
actividad imprudente de extracción.
¡Ay, la ingratitud humana!
Habría que rescribir toda la historia de Puerto Rico, para darle a los
acuíferos del sureste el crédito que se merecen en la génesis de la
dinámica social, cultural y económica de la región. Sin ellos, o sea,
sin el agua dulce que estaba “a menos de un metro de profundidad”, no se
habría dado ni la antigua producción de caña ni la gran cultura negra
de la región. Pero en eso no se piensa. Excepción hecha de los acuíferos
aluviales, no había en toda la región costera ni agua dulce ni potable,
al menos de forma continuada. ¿Será, por eso, que algunas de las
comunidades negras de Guayama y Salinas todavía tienen nombres asociados
a la extracción de agua subterránea? ¿Qué otro origen puede haber
tenido los nombres de barrios de esclavos, como Pozuelo y Pozo Hondo? La
negritud de Guayama no es hija exclusiva del tambor.
Coloniaje y genocidio ambiental
La construcción del sistema de riego y represas del sureste, que
comenzara en 1908, vino a alterar el equilibrio milenario entre los
acuíferos de la región y las fuentes naturales de recarga. Ya para 1915
cinco grandes represas (Patillas, Carite, Coamo, Toa Vaca y Guayabal)
suplían las necesidades de la industria del azúcar, mediante un sistema
de 150 kilómetros de túneles y canales, que iban desde Juana Díaz hasta
Patillas. El agua represada sería utilizada, además, para producir
electricidad en varias plantas hidroeléctricas localizadas en las
pendientes montañosas del sureste (Carite I, Carite II, Carite II, Toro
Negro I y Toro Negro II). Solo después llegaba a las costas. El efecto
inmediato del sistema de riego fue, pues, reducir las fuentes naturales y
milenarias de recarga de los acuíferos de la zona sur. A lo sumo, estos
se nutrían ahora de los remanentes del sistema de riego y, con suerte,
de las infrecuentes crecidas de los ríos provocadas por una que otra
tormenta severa. Pero ello, únicamente después de llenarse los lagos.
En la cuarta década del siglo XX comenzó el hincado de pozos profundos
para la extracción de agua con propósitos agrícolas por todo el sureste
de Puerto Rico. El efecto negativo de la actividad humana sobre el nivel
freático de los acuíferos era ahora doble. Por un lado, se apresaban y
canalizaban las aguas de los ríos; por el otro, se ponía en marcha un
proceso de extracción desordenada de los arsenales subterráneos. La
salinidad creciente del agua comenzó entonces a mostrar su fea cara.
Fue, no obstante, en las décadas de 1950-1970, o sea, durante los
tiempos en que mi generación crecía ajena a todo (salvo a la exasperante
inercia del pueblo) que comenzaron a llegar, a la región del sureste,
fuerzas promotoras de un desajuste hidrológico quizás irreparable. No
puedo decir que esto ocurrió calladamente. Todo lo contrario. Mi pueblo
celebró en grande la llegada de cada planta industrial, de cada
inversión de capital extranjero y de cada maquinaria moderna y ruidosa,
por contaminante que fuera. De todas las criaturas malsanas, la que más
alegría infundada provocó fue la Phillips Petroleum y su hermana la
Fibers, que llegaron a mediados de la década de los sesenta. Después
vinieron otras, como las farmacéuticas estadounidenses Pfizer,
Elli-Lilly y Bayer. También Monsanto y Dow Chemicals. El sureste,
finalmente había arribado a la modernidad. ¡Y de qué modo! Atrayendo
canallas, ladrones y tahúres peores que los imaginados en el poema
Pueblo de Palés.
Como era de esperarse, dada la condición
colonial de Puerto Rico, las factorías químicas y farmacéuticas
estadounidenses se establecieron precisamente en las zonas más
sensitivas de la hidrología del sur; o sea, en los topes de los
acuíferos y en las cercanías de los antiguos manglares y humedales. A
primera vista, esto parece un contrasentido. El consumo de agua por
estas operaciones industriales palidece en comparación con la demanda de
las operaciones de la caña, ya desaparecidas. Sin embargo, con estas
compañías no se trata tanto de lo que extraen, como de lo que inyectan:
sustancias contaminantes y carcinógenas. En efecto, ya para 1986
porciones importantes de los acuíferos de Guayama quedaron enteramente
arruinadas, debido a las concentraciones elevadas de sustancias químicas
peligrosas. Y hoy, la región sureste de la isla es un foco de
enfermedades terribles, en particular el cáncer, derivadas de las
operaciones de estas industrias y de otras actividades industriales
altamente contaminantes.
No es extraño, pues, que haya que
remontarse a mi generación para hablar de un tiempo de aparente
prosperidad en el sureste de Puerto Rico. La región entera sufre, en
estos momentos, las consecuencias negativas de un desarrollo industrial
que destruyó nuestros recursos naturales más valiosos, en particular de
1966 en adelante. Ello, en realidad, no fue sino un segundo golpe duro
para la región, después de medio siglo de dominio de la producción
cañera, que agotó la fertilidad natural de los suelos y trastocó la
hidrología superficial. Con la caña, se trataba del uso imperialista de
las aguas de los ríos para alimentar las ganancias de las grandes
compañías azucareras estadounidenses en el sureste. Más recientemente,
se ha tratado del uso de los acuíferos aluviales como vertederos para
los desechos y contaminantes de las industrias químicas y farmacéuticas
extranjeras. Entre ellas, y con un carácter híbrido aterrador, hay que
mencionar a la Dow Growers, que ha convertido miles de acres de los
antiguos cañaverales del sureste en campos de siembra de sus semillas
química y genéticamente modificadas. No lejos de estos campos, una
montaña gigantesca de residuos y cenizas de la quema de carbón por otra
compañía estadounidense, la AES, contamina el aire, además de inyectar
materiales tóxicos y radioactivos sobre el valle de los acuíferos del
sureste. El resultado ha sido la transformación del sureste en lo que
puede tildarse de un virtual corredor del cáncer.
Lucha comunitaria
No es posible tener un cuadro completo de la realidad del sureste de
Puerto Rico, sin mencionar la tradición combativa de sus barrios de
gente negra. Bastaría con mencionar las revueltas de esclavos negros en
el siglo XIX; o las gigantescas movilizaciones de huelguistas de la
industria de la caña en la década de los treinta del siglo XX.
Traicionados por el sindicato reformista, las masas explotadas del
sureste no tardaron en recabar la ayuda del Partido Nacionalista de
Puerto Rico y, en particular, de su líder Pedro Albizu Campos. La
respuesta del imperio fue implacable, reprimiendo tanto a los miles de
huelguistas en la zona como al nacionalismo revolucionario. Pero, la
combatividad de las comunidades del sureste de la isla nunca ha cesado.
De hecho, es hoy más fuerte y prometedora que nunca.
Las
comunidades negras y pobres del sureste de la isla enfrentaron una
prueba mayor, como resultado del huracán María en septiembre de 2017.
Por meses, los poblados costeros de Guayama y Salinas quedaron
totalmente desprovistos de electricidad y agua potable. Ante eso, los
diferentes grupos comunitarios y ambientalistas se unieron para
garantizar, día a día, la distribución igualitaria de lámparas
inalámbricas, agua embotellada y, en particular, comida. De ahí, surgió
un impulso renovado para liberar a las comunidades de la dependencia en
energía no renovable. Se trata, al menos inicialmente, de un proyecto
comunitario, llamado Coquí Solar, que garantizaría energía limpia y
gratis para una comunidad de 900 familias. Que esto ocurra, apenas a
pocos kilómetros de las plantas contaminantes que producen electricidad
con carbón y petróleo, es indicativo de la voluntad del pueblo de lograr
la autosuficiencia energética, así como de proteger el ambiente. Y ello
se viene logrando por la vía de la autogestión comunitaria.
El
pasado 6 de abril de 2018 se celebró, en Salinas, el primer
conversatorio titulado “Por un Posicionamiento Político, Social y
Cultural Desde el Centro-Sureste”, dirigido a promover una visión
militante de conjunto entre las organizaciones culturales, ambientales y
de lucha del centro y sureste de Puerto Rico. Al evento, asistimos un
nutrido grupo de compañeros y compañeras independentistas, así como
miembros de las principales organizaciones de lucha y comunitarias.
Entre estas últimas cabe mencionar: el Centro Cultural Cunyabe, el
Comité Diálogo Ambiental, el Frente Afirmación el Sureste (FASE), El
Comité Plaza Monumento Dr. Pedro Albizu Campos de Salinas, y el grupo
Iniciativa de Ecodesarrollo de Bahía de Jobos (IDEBAJO). Al día
siguiente, en la mejor tradición de la rebeldía afroantillana, se
celebró la tradicional actividad conocida como Libre Soberao, en que,
desde los tiempos de la esclavitud, los negros y negras de la zona se
reúnen para tocar los tambores y bailar el ritmo de la bomba. Este
pasado 7 de abril, significativamente, el Libre Soberao se efectuó en
los terrenos de la antigua Central Aguirre. Lo más importante es que,
desde abril para acá, las distintas organizaciones se han mantenido
unidas por la agenda común de luchar por la autogestión, el mejoramiento
de la calidad de vida y la protección del ambiente.
¿Por qué
hablar del sureste, como una región diferenciada de la isla? Simplemente
porque, a pesar de su tamaño reducido, Puerto Rico entero está
conformado por zonas geográficas que muestran rasgos culturales,
sociales y económicos muy particulares. Este fenómeno llamó mucho la
atención de Estados Unidos en 1898, y ha sido utilizado a menudo en
contra de nuestras luchas emancipadoras, para desunirnos aún más. La
región del sureste, con su peculiar hidrogeología, comprende uno de los
llanos más extensos de la isla, en el cual prevalecen condiciones muy
uniformes. Culturalmente, es la región de mayor influencia y difusión
del elemento afroantillano. Económicamente, es una zona que desde 1898
ha sido explotada con arreglo a un plan regional por el gran capital
monopolista estadounidense. Además de sus recursos naturales
valiosísimos, el sureste exhibe una proletarización generalizada.
Socialmente, es una región de elevada combatividad de la clase
trabajadora que la habita mayoritariamente. De lo que se trata ahora,
para las organizaciones militantes, es de promover una respuesta
organizativa regional a los problemas que históricamente han
prevalecido.
El joven activista Roberto Thomas, portavoz del
grupo IDEBAJO (Iniciativa de Ecodesarrollo de Bahía de Jobos) enumera,
en un informe reciente, algunas de las áreas en que el sureste confronta
los mayores retos: (1) aumento del costo de vida; (2) despoblamiento
acelerado, debido a la rampante pobreza; (3) contaminación por la quema
de carbón e infiltración de sustancias tóxicas en los acuíferos que
suplen agua potable; (4) acaparamiento de miles de acres de terrenos por
las semilleras Dow y Monsanto; (5) cierre discriminatorio de escuelas
públicas; (6) corte de pensiones de los jubilados; (7) eliminación de
derechos laborales y (8) desempleo y su secuela de bajos ingresos. Dada
la naturaleza regionalmente aguda de estos problemas, la respuesta
también tiene que ser abarcadora. Al respecto, nos dice Roberto en su
informe:
«Después del huracán, y ante los problemas que todos y
todas conocemos, hemos trabajado en el adelanto de la organización
comunitaria de los barrios negros de toda la zona que va de Salinas a
Guayama. Entre ellos, los poblados de El Coquí, Mosquito, Jobos, Las
Mareas y San Felipe. Las comunidades mismas optaron por crear algo
novedoso, que se ha venido a conocer como Oasis Comunitarios. Gracias a
la naturaleza democrática y descentralizada de estos organismos,
rápidamente pudimos fundar cocinas comunitarias, puntos de distribución
de suministros, eventos de enriquecimiento cultural para los niños, así
como días de limpieza de escombros. Todas eran necesidades urgentes
después de la tormenta, y las comunidades se movilizaron para darles
solución. Una idea en la que trabajamos ahora mismo es la creación de
mesas de trabajo temáticas, que permitan capacitar, atender y responder a
los problemas desde las propias comunidades. Se trata de mesas que
ofrezcan nuevas ideas para adelantar en la solución de asuntos tales
como la comida, vivienda, salud (física y mental), cultura y recreación.
Queremos vigorizar el mecanismo de las asambleas comunitarias que hagan
posible la participación más amplia de la gente de nuestras
comunidades, particularmente los jóvenes, en el proceso de organizarse
para atender y mejorar la calidad de vida».
(Citado con permiso del autor.)
La cuestión de la identidad
En el centro mismo de la posibilidad de un proceso emancipador en
Puerto Rico está la cuestión de la identidad. La tormenta María golpeó
brutalmente al sureste de la isla, afectando sobre todo a las
comunidades pobres y negras. Estas siempre fueron un punto de apoyo para
las luchas libertarias, al caracterizarse por la preservación del
legado de sus orígenes afroantillanos. La combatividad de los poblados
del sureste no tiene parangón en la historia de las luchas proletarias
de Puerto Rico. Y esto, afirmando en todo momento las raíces caribeñas
de sus habitantes. En el contexto de las comunidades del sureste de
Puerto Rico, con su inherente influencia afroantillana, la idea de la
no-identidad boricua es un lujo, un adorno.
El sureste, por su
historia y misticismo, es parte integral del universo afroantillano. No
somos, pues, extranjeros en este pedazo del Caribe que habitamos. El
ancla, la raíz de esa pertenencia es la negritud, entendida no ya
abstractamente, sino en función de las luchas concretas de las
comunidades pobres por mejorar sus condiciones de vida y afirmar la
personalidad boricua. O, como diría mi compueblano Luis Palés Matos: «No
conozco un solo rasgo colectivo de nuestro pueblo que no ostente la
huella de esa deliciosa mezcla de la cual arranca su tono verdadero el
carácter antillano. Negarlo me parece gazmoñería. Esta es nuestra
realidad y sobre ella debemos edificar una cultura autóctona y
representativa con nobleza, con orgullo y con plena satisfacción de
nosotros mismos».
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.