Uno
sabía que eran mayameros, que se consideraban de paso en el país que
los vio nacer, que su sueño coronado era lograr un Green Card. Sabía del
peregrinaje pre parto hacia el norte soñado, porque pares allá, esperas
18 años -que ahora son 21- y del fruto de tu vientre florecerán
tarjetas de residencia para los previsivos papá y mamá. Sabíamos que
expatriaban de Venezuela cada centavo que en Venezuela ganaban. Sabíamos
de la pena ajena con la que viven porque este país es tan niche, tan
tercermundista, tan sin Starbucks y ellos son tan
cool. Sabía
eso y más, porque vengo de ahí, porque mamé de esa teta idiotizante,
pero aún así, pensé que, por muy idiotizados, por muy mayameros, por muy
pitiyankis que fueran, ante la amenaza de una intervención militar
gringa, y sabiendo lo que deja tras su paso, al menos, su instinto de
supervivencia prevalecería. Pues no. Además de entregados, son suicidas y
no lo saben.
Cuando Trump habló de una opción militar para Venezuela, un profesor
universitario en Benghazi, perdón, Valencia, celebraba con anticipación y
sin puntería la posibilidad de que Maduro terminara como Gadafi, sin
pensar claro que si ese horror se instalara en nuestra tierra, él, con
su título universitario como papel tualé, terminaría, en el mejor de los
casos, atrapado en un campamento de refugiados, o flotando en el
Caribe, sobre miles de cadáveres, tratando de no terminar convertido en
uno de ellos.
"Pero no, vale, no seas bruta, ¡chaburra tenías que ser! No es como
Libia, idiota, es como Panamá, una maravilla: llegaron los gringos,
sacaron a Noriega, mataron un poco de negros que no servían para nada y
ahí está Panamá, con sus centros comerciales chísimos, con esos
edificios gigantes y carísimos, súper
cool, o sea, no como esta mierda que tenemos aquí. Panamá es arrechísimo, chama, ¿no ves que todo el mundo quiere vivir allá?".
Por Twitter, que es otro mundo y suele ser oscuro, los
millenials suplican una intervención militar creyendo que juegan
Call of Duty.
Leí a uno, estudiante universitario, por cierto, cosa que me hace dudar
cada vez más de la academia, ofreciéndose para barrer la cubierta del
portaaviones que destruiría a Caracas, "cero peo" -decía-, convencido de
que cuando el humo se dispersara, El Cafetal iba a seguir ahí intacto
-sí Luis- pero, mejor, con un Starbucks chísimo en cada esquina. Cero
peo, cero dignidad.
¡Bienvenida la Comisión de la Verdad!
Cero dignidad en su dirigencia, cuando demoran varios días en emitir
un comunicado tibio, temeroso, baboso, que no termina rechazando una
agresión militar contra nuestro país. Cero sorpresas, porque ya sabemos
todos para quién trabaja la oposición. "
Give me money, give me money!", decía, en sus cables, Brownfield que decía Ramos Allup.
Eso es lo que está a la vista, si es que "la vista" son las redes
sociales, donde el pudor se diluye a través de una pantalla que sirve de
escudo, en la seguridad que brinda la lejanía del cara a cara. En la
calle es otra cosa: allí no he tenido la desdicha de escuchar a alguien
decir que sueña con limpiarle el piso a los marines. En la calle no he
oído a mis vecinos decir que sería chévere que los gringos bombardearan
Caracas, pero sólo sus zonas niches,
you know, y Miraflores,
of course. En la calle, dicen las encuestas, la mayoría de los venezolanos defendemos la soberanía y la paz.
En la calle es otra cosa, pero aún yo me pregunto, sabiendo lo
mayameros que son, sabiendo lo antichavistas que son, cuántos
aplaudirían calladitos una masacre en Venezuela como la que ocurrió en
El Chorrillo.
Una cosa queda clara: la oposición siempre miró hacia otro lado
cuando sus locos se desatan, cuando "descargaron la arrechera", cuando
pusieron las guayas, cuando quemaron negros vivos… Miran a un lado,
invisibilizan, niegan hechos grotescos que tenían que haber rechazado
enérgicamente, públicamente, definitivamente, para no terminar siendo
cómplices de la atrocidad. Para no servir de escalón complaciente a las
expresiones criminales de odio que se superan en horror, cada vez que
nos imponen uno de esos brotes periódicos de violencia opositora. Son
esos silencios los que me hacen preguntar, insisto, cuántos aplaudirían
calladitos una opción militar gringa con un montón de daños colaterales,
jurando que el horror no los alcanzaría.
Porque el odio y la violencia, que ese odio engendra, se ha
normalizado en un constante borrón y cuenta nueva sin consecuencias, con
una impunidad pasmosa que lo termina haciendo socialmente aceptable, y
ya basta, porque la próxima escena puede ser una flota de aviones
descargando bombas sobre Caracas mientras una pendejas cacerolean una
bienvenida desde sus apartamentos de El Cafetal.
Es que si seguimos dejando pasar al odio, terminaremos siendo culpables por omisión. ¡Bienvenida la Comisión de la Verdad!