INTRODUCCIÓN
Desde
el mismo momento en que se proclamó la República la iglesia católica
adoptó una posición de franca hostilidad, aunque en los primeros
momentos mantuviera una postura de no beligerancia. Postura que no era
seguida por algunos jerarcas, como era el caso del cardenal Segura, y de
otros clérigos que defendían incluso la resistencia armada. El rector
del seminario de Comillas, Aniceto Castro Albarrán en su libro
El derecho a la rebeldía (1934), pedía claramente la resistencia armada. Este mismo autor publicó en 1938
Guerra Santa,
con prólogo del cardenal Gomá. Ante la presión del nuncio Tedeschini y
el cardenal Vidal i Barraquer, Castro Albarrán fue obligado por el
Vaticano a dimitir de su cargo como rector del seminario.
La
supresión de los privilegios de los que gozaba la iglesia por parte de
la República era algo que no podían admitir. Todo aquello que se
legislara eliminando alguna de estas prebendas era elevado al término de
persecución, para así justificar un artificial martirologio, del que
tanto gusta la iglesia católica.
Desde el momento en que triunfó
el Frente Popular, prácticamente desde todas la prensa de derechas
–mucha de ella controlada por la iglesia o sectores católicos
integristas- se pedía que hubiera un levantamiento militar que acabara,
no solo con el Frente Popular, sino con la propia República. Fueron
numerosos los eclesiásticos y católicos que alentaron y participaron en
el levantamiento militar del 18 de julio. El canónigo Carlos Cardó lo
dejó bien claro: «
La extrema derecha y la plutocracia injertaron en
el árbol del catolicismo sus preocupaciones políticas y sus egoísmos de
clase […] Desde el principio se optó por la insurrección armada sin, no
digo ya agotar, sino ni siquiera intentar los medios pacíficos
prescritos tanto por la moral como las disposiciones positivas de la
autoridad. Mejor dicho se sabotearon estos medios» (citado Raguer, 2010: 52)
«
[…],
sacerdotes, religiosos y hasta algún obispo [Segura, Gomá, Irurita],
desde el principio rechazaron la República, reprobaban los esfuerzos de
los moderados por corregir desde la legalidad el anticlericalismo y
adoptaron lo que en Francia se había llamado la “politique du pire”, o
teoría de la catástrofe: cuanto peor, mejor, porque provocaría la
guerra» (Raguer, 2013:247)
El respaldo de la iglesia a los
sublevados fue inmediato, y no porque los militares la solicitaran, sino
porque graciosamente se la brindaron las jerarquías eclesiásticas. No
sólo se convirtió en su apoyo moral, sino que también colaboró de forma
material con la aportación de dinero y joyas. La iglesia vio la
sublevación como una bendición, de ahí que fuera desde ella de la que
partió el término cruzada para denominarla.
Como coartada para
justificar su implicación con la sublevación la iglesia apeló al
supuesto anticlericalismo de la República. La República no creó el
anticlericalismo, este ya se vio patente en otros momentos de la
historia de España, como en el Bienio revolucionario o en la Semana
Trágica. Como bien señala Jaume Botey: «
La conciencia anticlerical
fue a menudo fatalmente alimentada por la propia jerarquía, por sus
abusos, por sus riquezas, por su sistemática oposición al progreso, por
su vinculación a la dictadura» (Botey: 13)
LA JERARQUÍA ECLESIÁSTICA
Desde
el primer momento la jerarquía eclesiástica se mostró beligerante con
la República. En muchos de sus discursos no solo se lanzaban soflamas
contra la República, incluso se pedía de forma clara que se produjera un
levantamiento militar que acabara con el régimen que democráticamente
había elegido el pueblo español. Los grandes jerarcas no podían
consentir pasar de ser actores principales de la vida pública y política
a ser meros espectadores de una nueva sociedad que les relegaba a un
segundo plano.
Muchos fueron los jerarcas que con sus palabras y
sus obras apoyaron sin remilgos a los sublevados. Más que lo que podamos
decir nosotros es mejor cederles la palabra a ellos mismos, y que sea
el lector el que obtenga sus propias conclusiones.
Uno de los
obispos más reaccionarios fue el cardenal Gomá, que añoraba la España de
los Reyes Católicos y de los Austrias, es decir la misma de la
Inquisición y del concilio de Trento. Aunque algunos autores, como
Miguel Ángel Dionisio quieren presentarle como moderado, sus posiciones
siempre estuvieron con el sector más reaccionario del clero. De ahí que
criticara duramente a sacerdotes republicanos como Gallegos Rocafull o
Leocadio Lobo –ambos suspendidos
a divinis -. Gomá que tras el exilio del rey manifestó «
Ni me cabe en la cabeza la monstruosidad cometida», tras la toma de Toledo, exclamó lleno de júbilo: «
¡Toledo es nuestro! Éste mismo, en su pastoral
El caso de España afirmaba
que la guerra civil era una guerra religiosa. Esta pastoral fue
contestada el 22 de diciembre de 1936 por el lekandari Aguirre
(ferviente católico): «
La guerra que se desenvuelve en la República
española […] no es una guerra religiosa como ha querido hacerse ver, es
una guerra de tipo económico y de tipo económico arcaico y de contenido
social […] No es una guerra religiosa, ni es la doctrina cristiana la
que puede invocarse […]Díganlo los sacerdotes asesinados por los
facciosos y aquellos otros tantos beneméritos sacerdotes que han sido
desterrados a lejanas tierras por el enorme terrible delito de amar al
pueblo en que vieron su primera vez […] No nos encontramos ante una
guerra religiosa […] han asesinado a numerosos sacerdotes y beneméritos
religiosos por el mero hecho de ser amantes de su pueblo […] ¿Por qué el
silencio de la jerarquía? (citado Boti: 464)
La respuesta
del bondadoso Gomá es repugnante. En ella dudaba que los sacerdotes
vascos asesinados lo fueran por el mero hecho de ser nacionalistas.
Cardenal Gomá en Badajoz
En
un principio no se puede decir que los sublevados tuvieran una
ideología común propia; les unían los intereses. La iglesia se encargó
de que los distintos grupos que se habían alzado contra la República
pudieran presentar una idea que les uniera. Esta nueva ideología
proviene de la Instrucción Pastoral nº 6 de 6 de agosto de 1936,
elaborada por los obispos vascos Olaechea y Múgica. Esta pastoral es el
primer posicionamiento oficial de la jerarquía católica ante la guerra.
Está principalmente dirigida a los católicos vascos, animándoles a que
cesaran en su apoyo a la República: «
[…], una de las partes de
hijos nuestros […] han hecho causa común con enemigos declarados,
encarnizados de la Iglesia, han sumado sus fuerzas a las de ellos; han
fundido su acción con la de ellos, y acometen ferozmente, con todo
género de armas mortíferas a los enemigos de ellos, que sus propios
hermanos.
Dan la mano al comunismo en el campo de
batalla, y esto en España y en este cristianísimo país vasco-navarro, es
aberración que sólo se concibe en mentes obcecadas que han cerrado los
ojos a la luz de la verdad que ha hablado por su oráculo en la tierra.».
Aunque la firmaron Olaechea y Múgica, diversas fuentes apuntan a que el
verdadero autor fue el cardenal Gomá, que la escribió a petición de los
dos obispos vascos. Esta pastoral ampliamente difundida por los medios
de comunicación franquista, sirvió para que se dividiera aún más la
iglesia vasca.
Hubo más ilustres obispos que se significaron. El cardenal Segura, cuando triunfó la República en 1931, dijo:
« Que la ira de Dios caiga sobre España, si la República persevera» El obispo de León pidió a los católicos que se unieran en la lucha contra el «
laicismo judío-masónico-soviético». El arzobispo de Zaragoza legitimaba la violencia franquista porque «
No se hacía en servicio de la anarquía, sino en beneficio del orden, la patria y la religión».
El ya mencionado Múgica, expuso claramente lo que la mayoría de la
iglesia pensaba respecto a cuál era el régimen político adecuado: «
Para España la mejor de las republicas siempre será peor que la peor monarquía.»
El cardenal Segura detenido para su expulsión de España
Aunque
de forma oficial el Vaticano ordenó a los obispos españoles que
acataran la República. La verdadera postura del papa Pío XI era muy
distinta. En carta dictada al jesuita Enrique de Carvajal, daba órdenes
totalmente contrarias: «
Que los obispos no estén más tiempo
callados, antes de modo claro […] enseñen y amonesten a los fieles a fin
de que conozcan con precisión los males que amenazan a la iglesia o que
la primen, y procuren impedirlos cuando sea posible, pasiva y
activamente, por todos los medios lícitos.» (citado, Raguer, 1977: 34)
La Carta Conjunta del obispado español
Ante
el sesgo que estaba tomando a nivel internacional la opinión de parte
de los católicos, había que elaborar un documento que posicionara a
estos claramente a favor de los sublevados.
El 10 de marzo de
1937, el cardenal Pacelli (futuro Pío XII), en nombre de Pío XI, daba
luz verde al cardenal Gomá para que escribiera la carta colectiva. El 10
de mayo de 1937 en una entrevista entre Franco y Gomá, el primero le
pidió que los obispos escribieran una carta colectiva, que tuviera
repercusión mundial. Según el informe de Gomá al Vaticano, le dijo:
Llegar
a poner la verdad en su punto, haciendo a un mismo tiempo obra
patriótica y de depuración histórica, que podría redundar en gran bien
para causa católica de todo el mundo. (citado Rodríguez Aisa: 59) Si algo le faltaba al obispo para escribir la carta, este “empujón” de Franco acabó de decidirle.
El
1 de julio de 1937, 43 obispos residenciales y cinco vicarios
capitulares firmaron un manifiesto conjunto en el que se apoyaba sin
paliativos a aquellos que se habían alzado en contra de la República.
Solamente dos cardenales no firmaron el documento; Mateo Múgica, obispo
de Vitoria, y que no firmó por no encontrarse en España en esos
momentos, y al arzobispo de Tarragona, Vidal i Barraquer, que pensaba
que el escrito podría provocar represalias contra los católicos que se
encontraban en la zona republicana, y por otro lado podría ser utilizado
políticamente.
Según Alfonso Sánchez la carta tenía dos
objetivos: avisar del peligro que suponían los comunistas, y dar
prioridad a los motivos religiosos como soporte del levantamiento
militar. Estos motivos quedan reflejados en las conclusiones del
documento, en sus apartados primero y tercero:
Primero: Que la
Iglesia a pesar de su espíritu de paz y de no haber querido la guerra
no haber colaborado en ella no podría ser indiferente en la lucha; se
los impedían su doctrina y su espíritu […]. Habría que saber a qué espíritu se referían, porque, a saber, el espíritu cristiano no combina muy bien con la violencia.
Tercero:
Afirmamos que el levantamiento cívico militar ha tenido en el fondo de
la conciencia popular un doble arraigo: el sentido patriótico, que ha
visto en él la única manera de levantar a España y evitar su ruina
definitiva; y el sentido religioso, que lo consideró como la fuerza que
debía reducir a la impotencia a los enemigos de Dios, y como la garantía
de la continuidad de su fe y de la práctica de su religión. Debe
ser que los ilustres prelados debían de entender que arraigo popular
significaba intervención de las fuerzas mercenarias; porque de haber
tenido realmente este arraigo popular el golpe de estado no habría
fracasado en la mayor parte de España. Lo del espíritu religioso también
debe ser que lo dan como sobrentendido, ya que no fue hasta bien
avanzada la guerra cuando los militares comenzaron a hablar de defensa
de la religión. También hay que recordar que el término cruzada partió
de la iglesia no de los sublevados.
Por si había alguna duda del lado al que apoyaba la iglesia, la conclusión carta decía:
Hoy
por hoy, no hay en España más esperanza para reconquistar la justicia y
la paz y los bienes que de ellas se derivan, que el triunfo del
movimiento nacional […]
En cuanto a los asesinatos
perpetrados por los sublevados, la Carta aseguraba que nunca se habían
cometido crímenes semejantes a los perpetrados por el Frente Popular, si
acaso, algún exceso, que rápidamente justificaban:
porque nadie se defiende con total serenidad de las locas acometidas de un enemigo sin entrañas. Tal ejercicio de cinismo da verdaderas ganas de vomitar.
La
carta tuvo una enorme difusión por toda Europa y Estados Unidos debido a
las múltiples ediciones que de ella hicieron los círculos católicos de
varios países. El documento suponía un respaldo total y absoluto al
levantamiento, que se produjo, según los obispos por la
situación de anarquía contraria al bien común, a la justicia y al orden social.
El orden social al que se referían era aquel que mantenía las grandes
diferencias, y que permitía el control social y económico de unos pocos
sobre la mayoría de la sociedad.
En la carta pueden leerse algunos
párrafos que son el máximo exponente del cinismo que la iglesia ha
sabido emplear como nadie durante siglos. Por ejemplo, cuando explica
porque se produjo el alzamiento:
se alzaron en armas para salvar los
principios de religión y justicia cristianas que secularmente habían
informado la vida de la nación. Pero quién la acuse de haber provocado
esta guerra o de haber conspirado para ella, y aún de no haber hecho
cuanto en su mano estuvo para evitarla, desconoce y falsea la realidad. Existen
numerosas pruebas que demuestran lo contrario: alentó la sublevación y
en algunos casos participó activamente en su preparación, y jamás hizo
nada por evitarla, sino todo lo contrario.
En otra parte justifica porque la guerra es:
a veces el remedio heroico, único, para centrar las cosas en el quicio de la justicia y volverlas al reino de la paz. Más adelante:
bendice
[la iglesia] los emblemas de la guerra, ha fundado las órdenes
militares y ha organizado cruzadas contra los enemigos de la fe. En
pocas palabras, se otorga a la sublevación el rango de cruzada contra
los enemigos de la iglesia católica; es decir los republicanos.
Apoyo a la sublevación
Desde
el primer momento la iglesia católica se posicionó en contra de la
República y alentó, de formas más o menos directas, el derrocamiento de
la misma. Mucho antes de la revolución de Asturias, algunos canónigos ya
postulaban por una insurrección violenta para derrocar a la República.
En el otoño de 1931, el sacerdote Antonio Pildain defendía
la resistencia activa a mano armada. El canónigo Aniceto Castro Albarrán en su obra
El derecho a la rebeldía (que tras el 18 de julio pasó a titularse
El derecho al alzamiento) arremetía contra la política accidentalista de la CEDA y parte de la jerarquía eclesiástica.
Ya
no hay dudas acerca de la colaboración del clero en el golpe militar
apoyando a los carlistas. Según Julián Casanova, en Navarra fueron los
sacerdotes los que en múltiples ocasiones dirigieron los preparativos
para la sublevación. Según el sacerdote Marino Ayerra, en una sastrería
eclesiástica que dirigía Benito Santesteban en Pamplona, era visitada
por numerosos clérigos
en conspiración permanente y abierta contra la república laica. Por esta sastrería pasó el obispo de Zamora Manuel Arce Ochotorena, que le dijo a Santesteban:
Bueno, si en lugar de sotanas me envías fusiles, ¡Mejor que mejor! Ya me entiendes (citado, Casanova, 2001: 54). Asimismo es casi seguro que el 19 de julio barcelonés se preparó en el palacio del obispo.
Muchos
sacerdotes alentaron desde los púlpitos la sublevación, incluso fueron
numerosos los que se incorporaron a la lucha, destacando en esta faceta
los curas navarros:
De hecho, algunos fueron los primeros en
incorporarse a las columnas rebeldes e instaron a sus congregaciones a
hacer lo mismo. Con las cartucheras sobre las sotanas y rifle en mano,
lleno de entusiasmo partieron a matar rojos. Tantos los hicieron que los
fieles se quedaron sin clérigos […], y las autoridades eclesiásticas
solicitaron el regreso de algunos de ellos. (Preston: 258). Desde
los púlpitos se pronunciaban discursos cargados de odio y violencia;
como el que dio el canónigo de la catedral de Salamanca José Artero, en
la catedral de Tarragona tras la toma de la ciudad por los sublevados,
dejó clara su opinión sobre los catalanes cuando los llamó
¡Perros catalanes! ¡No sois dignos del sol que os alumbra!
Seminaristas recibiendo instrucción militar
El
cardenal Pla i Deniel confesó en una carta al cardenal Gomá que había
cedido a las autoridades todos los edificios que estos le habían
solicitado, pero solicitaba que su nombre no apareciera en la lista de
donantes ya que eso suponía el reconocimiento de su beligerancia.
El
extremismo de algunos religiosos – en el que destacaron capuchinos y
jesuitas- les llevó a anatemizar incluso lo que ellos consideraban
actitudes condescendientes, como la de Gil Robles. El capuchino
Gumersindo de Escalante escribió en
Acción Española tras las elecciones de noviembre de 1933, un claro avisó a Gil Robles:
No
están los tiempos en el mundo, y sobre todo en España, para hacer el
cuco. No; hay que dar la hora y dar el pecho; hay nada menos que coger,
al vuelo, una coyuntura que no volverá a presentarse: la de restaurar la
gran España de los Reyes Católicos y los Austrias […] Si este gran
destino no se cumple, todos sabemos a quiénes tendremos que acusar […]
El dolor, la angustia indecible de que todo puede quedarse en agua de
borrajas, en medias tintas, en populismos mediocres, es una especie de
lerrouxismo con Lliga Catalana y Concordato, nos dará aún a los menos
aptos, voz airada para el anatema y hasta la injuria. Yo, si lo que no
quiero fuese, ya sé a donde he de ir. Ya sé a que puertas llamar y a
quién –sacando de amores, rabias. He de gritarle ¡En nombre de mi casta;
en nombre del dios de Isabel y Felipe II, maldito seas! El aviso
no tiene desperdicio: o Gil Robles preparaba el golpe de Estado, o sería
un vil traidor. Mientras tanto el obispo Irurita no dudaba en gritar
¡Cristo necesita una espada!
AYUDA A LA REPRESIÓN
Como
señalaba Francisco Espinosa, la implicación de los curas en la
represión no fue un hecho excepcional, por el contrario fue algo común
en los territorios dominados por los sublevados.
Uno de los que
mejor representa el cinismo con el que la iglesia justificaba los
masivos asesinatos y violaciones de los más básicos derechos humanos,
fue el jesuita Constantino Bayle, que en un panfleto titulado
¿Qué pasa en España?, mantenía
que en el bando franquista no se había cometido ningún abuso de
autoridad; a pesar de que lo que estaban haciendo los “rojos”. Según él,
los asesinatos no eran sino el cumplimiento de las sentencias de los
tribunales de justicia, asimismo justificaba que era lo deseable que
nadie quedara impune para evitar que el pueblo se tomase la justicia por
su mano y que
las calles españolas se truequen en campos de venganza; esto era justo lo que estaba ocurriendo. Según este “devoto cristiano” solamente se mataba a
criminales o a los
dirigentes del salvaje movimiento comunista.
Existen
numerosos testimonios de clérigos y católicos laicos que no hablan de
cómo, desde los púlpitos se pedía el exterminio de los enemigos de la
Patria y la fe cristiana. Así lo pedía el párroco de la iglesia de la
Merced de Burgos:
Habéis de ser con esas personas, todos hemos de
ser, como el fuego y el agua…, no puede haber pactos de ninguna clase
con ellos… no puede haber perdón para los criminales destructores de
iglesias y asesinos de los sagrados sacerdotes y religiosos. Que su
semilla sea borrada […] (citado, Casanova, 2001: 218). Lo mismo
pensaba el cardenal Gomá que aconsejaba al Vaticano que no interviniera
en ningún proceso de negociación para llegar a una paz negociada; había
que exterminar al enemigo.
La posición de la jerarquía eclesiástica ante la represión
La
actitud de la jerarquía eclesiástica ante la represión que se estaba
efectuando de forma metódica en los territorios controlados por los
sublevados, puede decirse que fue cualquier cosa menos cristiana. El 11
de agosto de 1936 el arzobispo de Zaragoza Rigoberto Domenech,
justificaba la represión porque: no se hace en servicio de la anarquía,
sino en beneficio del orden, la patria y la religión. Al obispo de
Mallorca, Josep Miralles lo que le preocupaba es que los que iban a ser
asesinados se hubieran puesto en “paz” con Dios:
Sólo un diez por
ciento de estos amados hijos nuestros han rehusado los santos
sacramentos antes de ser fusilados por nuestros buenos oficiales;
el que hubieran sido asesinados por defender la libertad y la justicia
era lo de menos. Este mismo obispo fue acusado por el escritor católico
francés Georges Bernanos, en
A Diary of My Times, de dar el
beneplácito a las atrocidades cometidas por Arconovaldo Bonacorsi
“conde Rossi”, que asesinó a más de 2.000 personas en Mallorca. Ejemplo
de vileza fue el que dio el cardenal Gomá durante el Congreso
Eucarístico celebrado en mayo de 1938 en Budapest:
Paz sí, pero cuando no quede un adversario vivo. El 30 de enero de 1937 este cristiano cardenal había dejado claro que era lo que procedía hacer con los “rojos”:
No
puede haber en España sino guerra hasta el exterminio de ideas y
procedimientos. Defensa contra la anarquía y el terrorismo bolchevique,
ha dicho el Generalísimo. (citado Arbeloa: 82)
Salvo en
Pamplona ningún obispo protestó por la salvaje represión que se estaba
llevando a cabo, la mayor parte de ella sin haberse incoado ningún
proceso judicial. No solo eso, la iglesia colaboró en el ocultamiento de
lo que estaba ocurriendo. El obispo de Ávila, Santos Moro Briz, envió
una nota a sus párrocos en las que les daba instrucciones sobre lo que
había que hacer respecto a los asesinados en las cunetas:
Cuando se
trate simplemente del caso (tan frecuente como lastimoso) de aparecer
por sorpresa en el campo el cadáver de una persona, afecta al parecer a
la revolución, pero sin que conste oficialmente ni sea notorio que ha
sido condenado a muerte por la autoridad legítima, hágase anotar
simplemente que “apareció su cadáver en el campo… y recibió sepultura
eclesiástica; pero guardándose mucho los señores párrocos de sugerencia
alguna que revele al autor o la causa de la muerte trágica. (citado
Espinosa: 80) Con esta postura no son de extrañar las dificultades con
las que se encuentran los investigadores a la hora de establecer con
exactitud la lista de todos los asesinados por los franquistas durante
la guerra.
Julián Casanova resume claramente la postura que
mantuvo la jerarquía eclesiástica, y el clero en general respecto a los
asesinatos masivos que estaban cometiendo los sublevados:
Los
obispos y la mayor parte del clero eran cómplices de ese terror
“caliente” que no necesitaba de procedimiento ni garantías. Lo
silenciaban, lo aprobaban y lo aplaudían públicamente. (Casanova, 2001: 109)
Una
de las maneras de salvarse de la represión, si no la única, era contar
con un aval que demostrase que era una “persona de bien”, y uno de los
avales que más peso tenía era el que otorgaban los párrocos. En este
sentido el arzobispo de Santiago, Tomás Muñiz de Pablos, es unas
instrucciones redactadas el 31 de agosto de 1936 prohibía al clero
dependiente de él avalar la religiosidad de todos aquellos que hubieran
estado
afiliados a sociedades marxistas, en su escrito mantenía que cuando las autoridades civiles o militares así lo requirieran
entonces calificarían en conciencia, sin miramiento alguno, sin atender a consideraciones humanas de ninguna clase (ver
Martínez: 250). La orden de Muñiz tuvo un amplio eco y respaldo en la
mayor parte de los territorios dominados por los sublevados.
Cardenal Tomás Muñiz de Pablos
Como
muchos sacerdotes desobedecieron sus órdenes, Muñiz volvió a la carga
el 11 de noviembre de 1936, ordenando que dejasen de ir
de acá para
allá recomendando o pidiendo recomendaciones, informando sin que les
pidan informes los que tienen derecho a pedírselos, o dándolos a veces
con marcada parcialidad (citado Martínez: 253)
Aunque la
mayoría de los obispos eran del mismo parecer que Muñiz, hubo algunas
excepciones, como la del obispo de Burgos, Manuel Castro Alonso; en una
circular de 10 de octubre de 1936 aconsejaba todo lo contrario que Muñiz
y los doce obispos que le apoyaban. Para Castro lo más importante eran
las consideraciones humanas; algo que debería de ser la norma común en
todos aquellos que decían seguir la doctrina de Cristo.
El 8 de
noviembre de 1936, se publicó un decreto que obligaba al alcalde, el
comandante de la Guardia Civil, el párroco, y un padre de familia, a que
emitieran informes sobre los maestros que había en sus poblaciones con
el fin de realizar las depuraciones correspondientes. La iglesia aceptó
de buena gana ser juez y parte en esta labor que eliminaría de los
colegios españoles a todos aquellos maestros que no habían mostrado una
religiosidad manifiesta, es decir que se habían inclinado hacia una
educación laica y libre. No es casualidad que el profesorado fuera el
colectivo de funcionarios que más sufrió las depuraciones.
Otro,
que como Muñiz, alentaba a sus sacerdotes a colaborar con las
autoridades franquistas en la represión, fue el obispo de Badajoz, José
María Alcaraz; e su epístola
Normas sobre certificados de conducta que no ofrecían ninguna duda a los sacerdotes, señalaba las dos consignas sobre las que basar los certificados: 1)
No hacer divagaciones sobre la conducta religiosa de la persona sobre la que se elabora el informe; 2)
No dar noticias atenuadas por una mal entendida benevolencia.
Es decir olvidarse de la “caridad cristiana” y actuar como vulgares
delatores. En su boletín, Alcaraz incorpora una circular firmada por
José María Pemán (presidente de la Comisión de Cultura y Enseñanza) en
relación a la depuración de maestros:
Las personas consultadas
[párrocos] deben saber la gravísima responsabilidad en que incurren
ocultando determinados extremos […] Sería indigno que el heroísmo de
nuestro soldados se correspondiese en retaguardia con la cobardía del
[clero] (citado Martínez: 260)
Como se habrá observado en la
mayoría de las normas dictadas por los jerarcas de la iglesia para la
concesión de avales no cabían ni la piedad ni el perdón. Era más
importante la venganza, de ahí que muchos sacerdotes cumplieran la labor
de delatores de aquellas personas que ellos consideraban habían actuado
en contra de los intereses de la iglesia.
Sería prolijo mencionar
a todos aquellos miembros del clero que actuaron como delatores de sus
propios vecinos, solamente destacaremos algunos casos que servirán de
ejemplo de lo que fue algo usual en toda la España dominada por los
franquistas.
En Euskadi muchos religiosos fueron los que delataron
a sus propios compañeros que consideraban nacionalistas. Por ejemplo,
el 22 de noviembre de 1937, varios escolapios presentaron una lista a
las jerarquías eclesiásticas de sacerdotes nacionalistas, solicitando
que se les repartiera por toda España alejándolos de Euskadi. O los
carmelitas castellanos que pidieron apoderarse del convento de Santander
por haber estado
ocupado hasta julio de 1936 por los vascos separatistas.
En Valderas (León), donde en los primeros días tras el levantamiento
fueron asesinadas 120 personas; el cura con pistola al cinto, era el que
señalaba los que debían ser ejecutados. El cura Isidro Lombaz Méndez
era el encargado en Badajoz, de señalar a aquellos que debían ser
llevados a la plaza de toros para ser vilmente asesinados.
Son
muchos los sacerdotes encargados de elaborar las listas de los que
debían ser ejecutados, por ejemplo; Antonio Ona –posteriormente nombrado
obispo de Mondoñedo-; Santos Beriguistain, cura de Obarras (Navarra);
el cura Fermín Izurdiaga, fundador de la revista
Jerarquía: Revista negra de Falange;
el párroco de Rociana (Huelva) que exigía más fusilamientos en su
pueblo, aunque ya habían sido asesinadas 200 personas. Otros hacían gala
de un marcado sadismo, como el jesuita Vendrell, párroco de la cárcel
de Alicante, que a los que iban a ser fusilados en la madrugada les
decía
No tened miedo porque los moritos tienen buena puntería.
En
Huelva, Sevilla, Badajoz, fueron numerosos los sacerdotes que
participaban directamente en la elaboración de las listas de los que
debían ser asesinados, o se negaban a auxiliar a personas que sí les
habían prestado su ayuda en los tiempos pasados. También los hubo que
participaron directamente en los saqueos y asesinatos. Un ejemplo es el
testimonio de Miguel Arias Godoy en sus memorias refiriéndose a Manuel
Vaquero, párroco de Tocina (Sevilla):
Este sacerdote era el
presidente de una junta compuesta por varios caciques del pueblo que
tenían la misión de reunirse cuando les parecía para acordar entre ellos
quienes serían las personas que había de detener y cuáles serían
fusilados. Esta gentuza tenía su punto de reunión en la casa de Daniel
Naranjo, donde hacían las listas de las personas, que eran entregadas al
jefe de la cuadrilla de asesinos y éste criminal con su grupo terminaba
este sucio y macabro trabajo. Esta junta de asesinos de la que era
presidente el cura del pueblo, mató a mucha gente. Hacían su tarea a la
sombra de una sotana y un crucifijo. (citado, Espinosa: 62-63)
No
les bastaba con la colaboración, eran muchos que se regodeaban de la
represión que llevaban a cabo los sublevados; como Juan de Dios Bazán,
cura de Campana (Sevilla) que al pelotón que asesinó a más de cien
vecinos les dio 500 pesetas como premio.
Otro insigne colaborador
fue el sacerdote Juan Tusquets, que dirigió el Servicio Judeomasónico
del Servicio de Información Militar, en donde se elaboraban listas de
judíos y masones. Gracias a sus listas fueron detenidos más de 300
miembros de la Masonería, la mayoría de ellos posteriormente asesinados.
El obispo de Lugo Rafael balanza y Navarro en una circular titulada
Informe de conducta religiosa,
animaba a sus párrocos a delatar a sus vecinos. Esto hizo el párroco de
Seixalbo (Orense), Rafael R. Pato, que ante la petición de informes
sobre veinte personas, dio informes negativos de 19, del otro no dijo
nada porque no vivía en la localidad y no lo conocía. Recalcitrante
colaborador fue el coadjutor de la parroquia de la Concepción de Huelva,
Luis Calderón Tejero. Durante la República se dedicó pacientemente a
elaborar un fichero de “rojos”, que posteriormente el Tribunal para la
Represión de la Masonería y el Comunismo adoptó como “informes
cualificados”. Otro tanto hizo Elías Rodríguez Marín, párroco de
Salvochea, pueblo minero onubense; o el cura de Rociana, Eduardo
Martínez Laorden que, cuando el pueblo fue tomado por los franquistas,
se dirigió a los habitantes desde el balcón del ayuntamiento
exhortándoles a la venganza:
ustedes creerán que por mi calidad de sacerdote voy a decir palabras de perdón y arrepentimiento. Pues ¡No! ¡Guerra contra ellos hasta que no quede ni la última raíz! Fueron asesinadas 60 personas; en 1937 fueron asesinadas otras 17 personas a instancias del vengativo cura.
No
fueron pocos los sacerdotes que no solamente colaboraron en el
asesinato de miles de personas como delatores o elaboradores de las
listas de los condenados; algunos participaron de forma directa en el
asesinato perpetrado contra aquellos que se habían posicionado a favor
de la República, o que simplemente no habían vivido su vida de acuerdo a
las normas dictadas por la iglesia.
Ya que se ha silenciado el
nombre de muchas de las víctimas de la terrible represión ejercida por
el franquismo, al menos es justo que se conozca el nombre de algunos de
estos verdugos con sotana y pistola al cinto.
Una de las funciones
que tenía el párroco del penal de Ocaña era dar el tiro de gracia a los
fusilados. También participaba activamente en las palizas que les
propinaban a los reclusos. Entre 1939 y 1959 fueron asesinadas 1.300
personas en este lúgubre penal. Un preso de aquella época escribió unos
versos dedicados al cura verdugo:
La luna lo veía y se tapaba / por
no fijar su mirada/ en el libro, en la cruz/ y en la Star ya descargada.
/ Más negro que la noche/ menos negro que su alma/ cura verdugo de
Ocaña.
Un caso especialmente espeluznante es el de Juan Galán
Bermejo, conocido como “el cura de Zafra”. Era el sacerdote de la 11ª
Bandera del 2º Regimiento de la Legión. Con los legionarios entró en
Badajoz participando directamente en la masacre que se realizó sobre las
personas que se habían refugiado en el sótano de la catedral. Él mismo
se jactaba de haber asesinado a un miliciano que encontró escondido en
un confesionario. Ante Antonio Bahamonde –ayudante de Queipo de Llano-
se jactó de este y otros asesinatos:
Aquí donde usted lo ve, esta pistolita lleva quitados de en medio a más de cien marxistas, también confesó que en Zafra había señalado a
toda la canalla marxista, que debía ser fusilada;
eso a pesar de que en Zafra no había habido represión contra los
elementos de derechas. En declaraciones al periodista Marcel Dany dejaba
claro cuál era su táctica para vencer en la guerra:
[…] todos los procedimientos de exterminio de esas ratas son buenos, y Dios, en inmenso poder y sabiduría, los aplaudirá. A Galán se le atribuyen 750 asesinatos.
Juan Galán Bermejo “el cura de Zafra”
Un
caso similar es el del sacerdote navarro, padre Vicente, también
capellán de la Legión y del que el conservador inglés Peter Kemp –que
luchó en la Legión- decía que era:
el hombre más arrojado y sanguinario que vi jamás en España; según Kemp, en un combate, el padre Vicente gritaba:
¡No le dejes que se escape! ¡Dispara hombre, dispara! ¡Le cazaste! Mientras la víctima yacía en el suelo (citado Espinosa: 40-41)
El
odio de estos curas asesinos hacia las mujeres pudiera tacharse de
patológico. Veamos dos casos. Hermenegildo de Fustiñana, capuchino y
capellán carlista, el 6 de agosto de 1936, junto a otros carlistas, sacó
de la cárcel de Jaca a Pilar Vizcarra, que estaba embarazada y que una
semana antes había visto como era asesinado su esposo; junto a Pilar fue
sacada de la cárcel, Desideria Giménez, de dieciséis años. Las llevaron
a campo abierto y las asesinaron vilmente. Fustiñana siempre iba con
una escopeta y con una libreta en donde anotaba el nombre de todos los
fusilados, y aquellos que se habían confesado antes de morir.
Otro
ejemplo de este odio hacia el sexo opuesto lo protagonizó el cura de
Sádaba (Zaragoza). Fue el directo causante del asesinato de la joven de
19 años Basilia Casaus, embarazada de gemelos. El médico de Sábada pidió
que se demorara su ejecución ya que estaba embarazada y se esperaba
diera a luz en apenas dos semanas; tanto la Guardia Civil como los
miembros de Falange estuvieron de acuerdo en el aplazamiento. Pero el
cura del pueblo, que era primo de la víctima, se negó en rotundo
diciendo:
Hay que fusilarla, muerto el animal, murta la rabia. Los deseos de este sicópata fueron atendidos.
Otra
muestra de la actitud de la iglesia durante la guerra civil, fue la
representación de la “caridad” cristiana de la que hizo gala en
innumerables ocasiones. Lo único que importaba a la gran mayoría del
clero español era que iban a ser asesinados recibieran confesión. Un
ejemplo de la hipocresía que forma parte de la idiosincrasia de la
iglesia católica de ayer y de hoy. Esta vergonzosa postura tiene su
antecedente en uno de los padres de la iglesia, Agustín de Hipona:
Es mayor mal que perezca un alma sin bautismo que el hecho de sean degollados innumerables hombres, aún inocentes.
Un
rasgo de esta “extrema bondad del clero” nos lo muestra Eustaquio
Illundain Esteban, obispo de Sevilla, que consiguió que Queipo
suspendiera las ejecuciones en domingo y fiestas de guardar. El obispo
pamplonica Marcelino Olaechea pronunció el 15 de noviembre de 1936 su
homilía
Ni una gota más de sangre de venganza:
No más
sangre. No más sangre que la que quiere Dios que se vierta, intercesora
en los campos de batalla, para salvar a nuestra Patria. No más sangre
que la decretada por los Tribunales de Justicia, serena, largamente
pensada, escrupulosamente discutida (citado Preston: 260). Se ve que el obispo no tenía mucha idea de cómo funcionaban los tribunales de justicia franquistas.
En
muchos sacerdotes la satisfacción que sentían porque algunos de los que
iban a ser asesinados recibieran antes confesión tenía mucho que ver
con que este hecho era otra manera de “triunfar” sobre los vencidos.
Serían asesinados, pero eso sí, en gracia de dios.
Ministros de la muerte, generosos con la administración de los últimos sacramentos. Así eran los sacerdotes y religiosos. (Casanova, 2001: 128)
LOS CURAS “ROJOS”
Parte
de la iglesia, verdaderamente muy poco representativa, y algunos
católicos, no apoyaron la sublevación manteniéndose fieles a la
República. La mayoría lo pagó con la muerte o el exilio.
Sacerdotes asesinados
Los
primeros sacerdotes asesinados por los sublevados fueron 16 sacerdotes
guipuzcoanos (13 diocesanos y 3 religiosos) ejecutados entre el 8 y el
27 de octubre de 1936. El líder carlista Fal Conde, se quejó de que
habían sido pocos, de ahí que la cuenta se hubiera incrementado en abril
de 1937 a 47. De poco sirvieron las protestas que hicieron los
sacerdotes vascos, residentes en Francia, José Miguel Barandiaran,
Manuel Lemona, Ramón Laborda y Alberto Onaindia, entre otros. El pecado
de estos sacerdotes eran sus inclinaciones nacionalistas. El que la
mayoría del clero vasco no apoyara la sublevación era un duro golpe para
Franco y para aquellos que equiparaban la sublevación con una cruzada.
Esta afrenta nunca la perdonó Franco, de ahí la saña con que fueron
perseguidos muchos sacerdotes vascos.
No solo se asesinaron
sacerdotes en el País Vasco. El 8 de octubre de 1936 el párroco de Val
de Xestoso (A Coruña), Andrés Ares Díaz, fue asesinado por negarse a dar
a los sublevados el dinero recogido en la colecta para la fiesta de los
Remedios. Fue acusado de pertenecer al Socorro Rojo. En Mallorca fue
asesinado Jeroni Alomar Poquet, su delito pedir información sobre el
paradero de su hermano Françesc, detenido por su militancia en Esquerra
Republicana Balear. El obispo José Miralles justificó su fusilamiento
calificándolo de “díscolo” e “izquierdista”. Martín Usero Torrente, fue
asesinado en El Ferrol por no apoyar la sublevación. Antonio Bombín
Hortelano, franciscano, colaborador del semanario
Izquierda Republicana.
Francisco González Fernández, cura y maestro de Mijas (Málaga),
asesinado en enero de 1939; Matías Usero Torrente, sacerdote y teófista,
asesinado el 20 de agosto de 1936 por haber apoyado a la República. Y
muchos otros, que la limitación de espacio nos impide nombrar, pero que
desde estas páginas quiero rendir un merecido recuerdo y homenaje.
Sobre
los sacerdotes asesinados, fray Justo Pérez de Urbel – posteriormente
nombrado abad mitrado del valle de los Caídos- dijo:
Fueron
sacerdotes que se valieron de su autoridad para engañar a sus
feligreses, para llevarles a la muerte, para luchar en unión de los
enemigos de la fe, traidores a su Patria y, lo que es peor todavía,
traidores a su dios. (citado Casanova, 2001:142). Se desprende de
sus palabras que bien fusilados estaban; quizás porque su dios no era el
mismo que el de los sacerdotes asesinados, bastante más próximos a las
doctrinas que impartió Jesús. El cardenal Gomá, muy en sintonía con su
ideología y apoyo a los sublevados, eximió de cualquier responsabilidad
sobre el asesinado de sacerdotes a Franco; en su informa al Vaticano
decía que estos fusilamientos se habían producido por
abuso de autoridad por parte de un subalterno.
No pensaba lo mismo el obispo Múgica, que al protestar airadamente por
la muerte de los sacerdotes vascos, se vio obligado a exiliarse –entre
otros empujado por Gomá-. Otros sacerdotes que protestaron por los
asesinatos masivos que estaban llevando a cabo las tropas franquistas,
junto a falangistas y requetés, fueron amenazados con correr la misma
suerte si no abandonaban sus protestas, fue el caso de los curas de
Arcos de la Frontera o Carmona.
Otros sacerdotes corrieron “mejor
suerte”, ya que, al menos, lograron salvar la vida. En Euskadi más de
cien sacerdotes fueron encarcelados, entre ellos 38 sacerdotes
guipuzcoanos detenidos en el seminario de Victoria, o 63 detenidos en el
Carmelo de Begoña, etc. A estos habría que añadir los numerosos
sacerdotes que se vieron obligados a exiliarse tras la toma del País
Vasco por las tropas franquistas. En Santoña, 81 capellanes del Cuerpo
de Capellanes de la Armada vasca fueron detenidos, a tres de ellos se
les condenó a muerte, aunque posteriormente se les conmutó la pena. De
estos sacerdotes castrenses merece especial atención el caso de
Victoriano Gondra y Muruaga, conocido por los gudaris como “aita Patxi”.
Condenado a trabajos forzados, se enteró que un comunista asturiano
padre de cinco hijos había sido condenado a muerte. Gondra se ofreció a
ser permutado por él. Los franquistas le dijeron que habían aceptado su
oferta, e incluso le pusieron delante del pelotón de ejecución. Una vez
ante sus ejecutores se le comunicó que debido a su petición el asturiano
había sido indultado. Cuando regresó a su barracón se entero que
Esteban Plágano, que así se llamaba el comunista asturiano, había sido
fusilado al amanecer. ¿Cabe mayor crueldad?
Leocadio Lobo
Algunos,
unos pocos, colaboraron activamente con la República, como Luis López
Dóriga, propagandista del catolicismo social, fue diputado por el PRRS
de 1931 a 1933; Jerónimo García Gallego, diputado republicano
independiente de 1931 a 1933, defensor de la soberanía del pueblo y
propagandista republicano en Francia; Juan García Morales (seudónimo de
Hugo Moreno López), sacerdote, periodista y activo propagandista
antifranquista; Leocadio Lobo, nombrado por la República, Jefe de la
Sección técnica de las Confesiones y Congregaciones Religiosas, en 1937;
realizó propaganda a favor de la Republica por varios países de Europa y
en Estados Unidos. Prácticamente todos compartieron su suspensión
a divinis por parte de la jerarquía eclesiástica, y el exilio tras finalizar la guerra de España.
Jesús Arnal
Los
hubo incluso que participaron activamente junto a los milicianos en la
defensa de la República. Fue el caso de Cándido Nogueras, secretario del
Socorro Rojo en Broto (Huesca), fue encarcelado varios años y
posteriormente desterrado; Vera Berástegui, Luis Donate, Santiago
Alegre, Lázaro Baqueros, o Jesús Arnal, secretario personal de Durruti.
CONCLUSIONES
El hecho que no admite discusión alguna es la absoluta complicidad del clero con el terror militar y fascista (Tamayo: 104)
La
iglesia a la que tanto le ha gustado, y le gusta, airear a sus mártires
de la Guerra Civil, se ha olvidado de aquellos que, aunque formaban
parte activa de la iglesia, fueron asesinados por ser coherentes con la
doctrina cristiana, que se supone es la que defiende la iglesia
católica; o defender el legítimo régimen republicano. Se podría decir
que todo parecido entre ser cristiano y ser católico es pura
coincidencia.
Resultado del reconocimiento de sus “mártires” se
vio refrendado por las beatificaciones llevadas a cabo por Juan Pablo
II, prolífico en beatificar a las supuestas víctimas de la República,
que concluyo con una beatificación masiva de 498 “mártires” españoles el
28 de octubre de 2007. Entre los elevados al santoral había verdaderas
bestias sanguinarias como el obispo de Cuenca, Cruz Laplana Laguna, o el
salesiano José Blanco Salgado, que disparó contra los trabajadores
desde el cuartel de la Guardia Civil sublevada en Morón de la Frontera
(Sevilla). Como señala Botey:
Las beatificaciones masivas de
religiosos y sacerdotes fusilados durante la Guerra Civil en la zona
republicana constituye objetivamente, una nueva humillación a los
fusilados por los franquistas que durante más de setenta años han sido
silenciados.
La iglesia debería pedir perdón por su
implicación con el franquismo durante la Guerra Civil y los años de
dictadura. Por su colaboracionismo, a veces de forma directa, en el
asesinato de miles de personas; y también por todos los beneficios de
los que ha disfrutado durante la dictadura franquista, sin importarles
de quién provenían y como había accedido éste al poder.
Lejos de
pedir ese perdón, la iglesia sigue manteniendo hoy en día que la
República no fue democrática, que ejerció un “laicismo agresivo” o que
su mayor característica fue una “feroz” persecución contra la iglesia
católica. Estas sesgadas interpretaciones las podemos leer en el
cardenal Rouco Varela, los profesores de Derecho Eclesiástico, Alberto
de la Hera, Rafael Navarro Valls o Ángel López-Sicho –todos ellos
miembros del Opus Dei o Acción Católica-. A todos estos preclaros
embusteros se les puede leer en el suplemento de ABC,
Alfa y Omega,
editado por el arzobispado de Madrid. Otros que se suman a esta
“cruzada” antirrepublicana son el cardenal Antonio Cañizares, o el
arzobispo Fernando Sebastián. Cañizares, en un claro arrebato de
enajenación mental, porque no tiene explicación posible, afirmó que la
política de José Luis Rodríguez Zapatero era una repetición de la
persecución religiosa de la Segunda República.
El cinismo de la
actual jerarquía eclesiástica con respecto a los cientos de miles de
asesinados por el franquismo, les lleva a firmar que en el otro bando
hacían otro tanto. En ningún momento ha habido una condena de la iglesia
católica de los asesinatos cometidos por los franquistas durante la
Guerra Civil y los cuarenta años de dictadura.
En 1999 la
Asociación de Teólogos y Teólogas Juan XXIII solicitaba a la jerarquía
eclesiástica que pidieran perdón por su apoyo a la dictadura de Franco.
La jerarquía hizo caso omiso; es más alguno, como Ramón Echaren (obispo
emérito de Canarias) dijo que los que debían pedir perdón eran los
izquierdistas de los años treinta por los sacerdotes asesinados. Otro
ejemplo del reaccionarismo que sigue existiendo en el seno de la iglesia
católica española, es que aún hoy se mantengan en centenares de
iglesias placas conmemorativas de la victoria de Franco con las lista de
los “mártires” fallecidos en el bando sublevado.
Habría que recordarles a todos estos “santos varones” las palabras del sacerdote Cándido Nogueras, en 1937:
[…] la iglesia ha empleado siempre su influencia en perseguir al
pueblo, a cuyo servicio debía haber estado. Su misión estaba en
conquistar los corazones de los explotados.
Si Jesucristo estuviera en el mundo formaría también en estas milicias
populares, junto a los que tanto quiso. Sería un luchador más por la
libertad.
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