Hoy
en día, la gente en Estados Unidos suele mostrarse profundamente
incómoda, cuando no se retuerce de asco, al escuchar la palabra
“antifascismo”. En la mayor parte de los casos, parece como si se
tratara de una palabrota. Solo eso debería ser prueba suficiente para
demostrar la desesperada falta que hace.
En general, y entre otras
cosas, me describo como un antifascista. En concreto, trabajo en los
comités directivos locales y nacionales de una organización llamada
Campus Antifascist Network
(CAN), cuya misión es construir amplias coaliciones que aglutinen a las
distintas comunidades que existen en los campus universitarios, con el
objetivo de prevenir que se afiancen las fuerzas subrepticias del
fascismo y para movilizarse en su contra cuando aparecen. En calidad de
eso, regularmente colaboro y organizo eventos con personas de muy
diversa índole que no dudarían en describirse a sí mismas como
antifascistas (desde socialistas de la DSA hasta anarquistas o
demócratas de base). De forma colectiva e individual, nuestros grupos
realizan un gran trabajo que entra dentro de lo que se considera la más
amplia y polifacética causa antifascista; una causa que, en contra de lo
que suele pensarse, no se limita únicamente a dar puñetazos a nazis y a
supremacistas blancos como Richard Spencer.
Sin embargo, he
descubierto que quizá el mayor obstáculo para el avance de esta causa y
la consecución de un mayor apoyo en su favor es el amplio estigma
popular que se asocia con antifascismo en la política presente. Atenuar
el tenaz control que ejerce este estigma sobre el pensamiento de
nuestros conciudadanos, y ayudarles a ver que sus luchas diarias están
más estrechamente relacionadas con la causa general del antifascismo de
lo que podrían pensar, es una tarea hercúlea, pero vital, que no tiene
comparación posible. No debería ser difícil ver que uno de los primeros
indicios del desplazamiento del subconsciente estadounidense (e
internacional) hacia una política y filiación de tipo fascista es la
denigración generalizada que se hace de aquellos que más se dedican a
contrarrestar el fascismo.
Por el bien del futuro de la izquierda,
debemos trabajar juntos para recuperar el rol del antifascismo (tanto
en el ámbito de base, como en el imaginario popular); debemos desligar
al antifascismo y a su reputación de los malentendidos que se vierten
sobre él y del estigma radioactivo que continúa haciéndolo parecer más
desagradable que nunca, precisamente cuando más se necesita; y quizá más
importante todavía, debemos rescatar al antifascismo del vacío
desalmado y falto de ironía que se oculta detrás de la cara de idiota de
Madeleine Albright.
Palos y piedras
¿Dónde está el
origen de este estigma? Para ser justos, una parte proviene precisamente
de las locuras y la desorganización de las actuales políticas
antifascistas, incluido el fracaso de los antifascistas por combatir la
mala prensa que reciben con una “marca” que conecte con un público más
amplio y consiga influenciarlo. Sin embargo, para ser más justos
todavía, una gran parte de nuestra lucha cuesta arriba por disipar las
numerosas fuentes de desinformación que tienen al activismo antifascista
como objetivo, está relacionada con el aumento de una industria
doméstica que se dedica a difamar al antifascismo y que está compuesta
por una amplia gama de expertos y políticos, que va de la extrema
derecha a la izquierda extremista.
Sin embargo, esto no quiere
decir que todos los argumentos en contra del antifascismo sean iguales.
De hecho, después de recibir multitud de ataques verbales incendiarios,
uno empieza a tener la sensación de que, sin contar las caricaturas
absurdas y el alarmismo cínico, la derecha comprende al núcleo radical
del antifascismo mejor que muchas personas de la izquierda. La derecha
entiende que lo que actualmente llamamos “antifa” no es más que una
parte de un movimiento más amplio. Un movimiento (o un “movimiento de
movimientos”) compuesto por diversos grupos de izquierda cuyo compromiso
con el antifascismo es (o debería ser) completamente indisociable de su
impulso colectivo por derrocar las existentes fuerzas sociales
desiguales, dominantes, excluyentes y violentas, que los fascistas y los
protofascistas querrían adueñarse y convertir en un arma que poder
utilizar en su propio beneficio. Al mismo tiempo, muchos en la izquierda
están ocupados en distanciarse del antifascismo como tal y dejar
aislados a los antifas como si fueran una secta aberrante con poca o
ninguna conexión con la izquierda “verdadera”. (Están, por decirlo
claro, apuñalando por la espalda a los antifas, que son considerados por
lo general un sinónimo de los anarquistas, y dejando a camaradas como
los acusados del J20 en la estacada).
Podemos ver ante nuestros
propios ojos cómo las habituales críticas desde dentro de la izquierda
contra los antifa en particular, y contra los antifascistas en general,
comienzan a afianzarse y convertirse en opiniones generalizadas sin
discusión posible. De esta versión de consenso, afloran tres críticas
principales sobre el antifascismo:
- El antifascismo está, en su sentido más literal, equivocado.
El movimiento antifa, según ese argumento, concentra exclusivamente su
energía en pelearse con individuos despreciables y grupos de odio
radicales como si fueran la mayor y más urgente amenaza contra la
sociedad, sin importar lo insignificantes y marginales que sean. Al
hacerlo, los activistas antifascistas ignoran los horrores políticos y
socioeconómicos del presente. Al fijar su mirada en un mal quimérico
situado en un horizonte lejano, en lugar de ver las realidades
materiales del presente, son incapaces de reconocer que es poco probable
que se produzca un auténtico resurgir fascista si tenemos en cuenta que
las condiciones históricas objetivas de nuestro momento actual se
parecen muy poco a las que engendraron el fascismo de verdad en Italia
después de la I Guerra Mundial o en Alemania y en España poco tiempo
después.
- El antifascismo es pueril. Esta acusación
se basa en que los antifascistas no siguen ninguna doctrina, que sus
acciones las llevan a cabo en gran medida activistas desorganizados que
convierten en realidad sus fantasías de machotes que luchan de forma
literal contra nazis en las calles y que utilizan los puños para
conseguir justicia y gloria. (Esta imagen por lo general va acompañada
de una percepción de los antifascistas como militantes con una
mentalidad cerrada que no están interesados en discutir y que tienen el
gatillo fácil para tachar de “fascista” a cualquiera que no está de
acuerdo con ellos). Su obsesión con la acción directa, e incluso violenta, que a menudo provoca comparaciones con la alt-right, demuestra su falta de madurez y su falta de habilidad para organizarse a largo plazo y a gran escala.
- La táctica del antifascismo es corta de miras. Los
críticos sostienen que, aunque puede que las tácticas más fácilmente
reconocibles contra las movilizaciones fascistas (sobre todo dar
puñetazos a los nazis y la “negación de plataforma” (no-platforming)),
cosechen beneficios en el ámbito local y de forma inmediata, en el fondo
no son más que catárticas y antipolíticas. Para ellos, los excesos
exagerados y provocadores de las políticas antifascistas demuestran el
peligroso menosprecio que siente nuestro movimiento por el poder de
percepción popular y por las estructuras de poder más importantes que
conforman la vida y la política estadounidense (unas estructuras de
poder que a menudo utilizan las tácticas de los antifascistas como
excusa para reprimir a la izquierda misma).
En pocas
palabras y según esta visión, la política antifascista es fácil. Es
totalmente reactiva, y no está concienzudamente organizada; es
emocional, y no está muy bien pensada; se centra única y exclusivamente
en combatir las amenazas inmediatas sin preocuparse mucho por la imagen o
por los efectos a largo plazo; y se limita a enfrentarse frontalmente
con individuos o pequeños grupos extremistas sin prestar atención a la
situación histórica general que los engendró.
El espejo de Ockham
No
obstante, esta no es la realidad del antifascismo. La idea de que las
políticas antifascistas son simplistas y limitadas se basa,
irónicamente, en una interpretación limitada y simplista de lo que es el
antifascismo. Esa interpretación es lo que sucede cuando el sesgo
negativo, los rumores y las caricaturas generalizadas se repiten tanto
como para convertirse en una sólida realidad. Es lo que sucede cuando
una mala experiencia personal con gente que se llama a sí misma
antifascista se convierte en el modelo para juzgar las políticas
antifascistas en su conjunto. Es lo que sucede cuando una visión miope
de las cosas tal y como aparecen (o no aparecen) en internet se confunde
con una cobertura completa del mundo en general. Igual que un proyector
de vídeo, se proyecta a través de los ojos una determinada visión sobre
la vida, directamente sacada del ordenador, que sale por el gran
orificio de la propia cabeza.
La imagen real es bastante
diferente, y dice mucho más sobre la izquierda actual, que cada vez haya
más segmentos que se apresuren a rechazar el antifascismo, como si este
representara una especie de antítesis caricaturizada de nuestros
objetivos principales. Porque el antifascismo no es una ideología
repetida, sino que, en el fondo, es una forma de hacer política (una
postura política firme) con toda la finalidad y voluntad de un
movimiento popular, que se aprovecha de la larga y transnacional
infraestructura de la política socialista, comunista y anarquista para
frenar en seco las movilizaciones fascistas, y al mismo tiempo, como
describe el historiador Mark Bray, “desarrollar el poder comunitario
popular e inocular el fascismo en la sociedad mediante la promoción de
una visión política de izquierdas”. Se trata de una política concertada,
basada en la coalición, que percibe la violencia de la extrema derecha y
los impulsos autoritarios populares como una continuidad histórica y
como una probabilidad repetible en los convulsos extremos dialécticos
del capitalismo y del nacionalismo.
Por ese motivo, los
antifascistas entienden que es peligrosamente reductor asumir que el
antifascismo es innecesario porque nuestras condiciones históricas son
diferentes de las que dieron lugar al fascismo en el siglo XX. En
palabras de Geoff Eley, un reputado historiador del nazismo: “No tiene
sentido trazar paralelos directos entre las políticas actuales de la
extrema derecha y las políticas que se autodenominaban fascistas en
aquel entonces”. La verdadera pregunta es: ¿qué tipo de condiciones
materiales y qué crisis (inter)nacionales harían que políticas de corte
fascista resultaran atractivas para las personas de hoy en día, personas
cuya fe en las operaciones e instituciones de los gobiernos
democráticos presentes está erosionándose rápidamente, tal y como
sucedió en el pasado?
Al contrario de lo que sugieren quienes lo
critican, el antifascismo no se basa en luchar contra la fantasía
alarmista y temerosa del futuro de una distopía totalitarista, sin
preocuparse por las heridas abiertas de este presente lo suficientemente
distópico. Más bien, el antifascismo es, si cabe, el que más pendiente
está del presente, porque adopta una postura sobria y verdaderamente
materialista (en ausencia de una sólida alternativa de izquierdas) en
relación con una inevitable deriva nacional hacia soluciones de estilo
fascista para las crisis globales del siglo XXI: cambio climático;
intensificación de guerras internacionales por los recursos naturales;
crisis de refugiados y migrantes cada vez más graves y, por ende,
inquietud por las fronteras abiertas y la identidad nacional; la
automatización del trabajo; grados cada vez más notorios de desigualdad
económica y precariedad financiera; etc.
A medida que estas crisis
se multiplican, aumenta la probabilidad de que Estados Unidos y otros
países se sientan atraídos por los impulsos fascistas que cada vez más
caracterizan nuestro siglo. “Mentalidades defensivas, conjuntos de
políticas organizadas en base a la ansiedad, la cerrazón como paradigma
social emergente, son los factores que motivan progresivamente las
tendencias autoritarias y violentas de los gobiernos contemporáneos. Si
combinamos todo esto”, escribe Eley, “podrá producirse el tipo de crisis
que fragüe una política similar al fascismo”. La persistencia de una
situación de crisis ha permitido, y seguirá permitiendo, que prosperen
las políticas de derechas al estilo de Trump. En vista de esa situación,
cualquier política de izquierdas que no sea conscientemente
antifascista está condenada al fracaso.
Por tanto, el asunto no es
reclamar que el fascismo reciba un tratamiento más justo, hay cosas
mucho más importantes que eso. Además, tampoco tengo motivos para
reiterar aquí una explicación más completa y sofisticada de la historia y
el funcionamiento práctico de las políticas antifascistas cuando otros
ya han dedicado horas extraordinarias a hacer precisamente eso (véase
Natasha Lennard, Mark Bray, Shane Burley, Alexander Reid Ross, etc.). El
asunto es que, para poder reivindicar el antifascismo en nombre de una
izquierda ecuménica que esté a la altura de las necesidades de este
siglo, nos vemos obligados a enfrentarnos a serias contradicciones
ideológicas y tácticas que se integran dentro de las principales
críticas de izquierda a las políticas antifascistas actuales.
Tales
contradicciones, sobre todo en lo que se refiere a establecer cómo
deberíamos abordar la cuestión del poder, están directamente
relacionadas con el futuro de cualquier política que se considere de
izquierdas en Estados Unidos. Si no se aborda esta cuestión, no solo
seguirá entorpeciendo nuestra capacidad colectiva para luchar contra las
movilizaciones fascistas cuando aparezcan, sino que también socavará la
tarea última de elaborar una política de izquierdas que corrija las
perversas condiciones materiales de las que surge y en las que se
afianza el fascismo.
Pérdidas netas
Ahora agárrense
fuerte, porque vienen las alusiones al errático y provocador Freddie
DeBoer. Actualmente, es casi imposible mencionar a DeBoer durante una
conversación de izquierdas sin provocar una acalorada orgía de ataques
ad hominem
en la que todos acaben frustrados e insatisfechos. Esto no es del todo
sorprendente, ya que el sello distintivo de DeBoer en internet es sobre
todo el de provocar, e incluso dividir, a los compañeros de izquierdas.
No
obstante, quiero dejarlo claro: tengo exactamente cero interés en
meterme en las “políticas” de culto online (positivo o negativo) a la
personalidad. Simple y llanamente, son una auténtica pérdida de tiempo.
Sin embargo, si tenemos en cuenta la presión que ejercen estos temas
sobre la dirección que toma el discurso interno de la izquierda actual y
si tenemos en cuenta cuánto modulan nuestro propio pensamiento y
nuestra receptividad hacia ideas opuestas, creo necesario ofrecer un
descargo de responsabilidad.
Casi no conozco a Freddie, nunca nos
hemos encontrado en persona, aunque nuestras limitadas interacciones han
sido cordiales. Lo que sí sé es que no tengo ningún derecho a hablar de
su carácter o sugerir cómo el mismo debería encajar la interpretación
que los demás hacen de su trabajo. Aunque pudiera, ¿de qué serviría? Y,
de todos modos, esto no va sobre él, ni sobre cualquier otro individuo
que se mencione aquí (esto trata de trabajar en las ideas, no de acusar o
condenar a individuos). Sin embargo, en la medida en que los argumentos
de DeBoer sobre las políticas y tácticas antifascistas se reutilizan
extensamente y suponen una rama influyente y relativamente extendida del
pensamiento progresista dominante, sería difícil, y al mismo tiempo
ridículo, ignorarlos. (De hecho, en algún momento u otro, DeBoer ha
empleado casi todas las caracterizaciones negativas que se enumeran más
arriba). Por eso me centraré en esos argumentos y en nada más.
Poder roto
Uno
no puede realmente comenzar a hablar de políticas antifascistas, o de
cualquier otra política, en realidad, sin hablar primero de poder.
¿Cuánto poder tenemos actualmente? ¿Cómo conseguimos más? ¿Cómo y dónde,
en nuestros respectivos entornos, podemos aprovecharlo de manera eficaz
y con qué objetivos? ¿En qué consiste el poder legítimo en la actual
economía política y cuánto de lo que consideramos poder no es más que
fárrago, comodidad o distracción? ¿Qué tipo de poder tienen nuestros
enemigos sobre nosotros? ¿Cómo determina su poder quiénes somos y cómo
pensamos? Y, ¿de qué medios disponemos, de manera individual o
colectiva, para protegernos?
Estas preguntas básicas suponen el
necesario punto de partida para cualquier cometido de carácter escrito u
organizativo que se considere “político”. Yo mismo soy un escritor y
organizador, pero rara vez soy capaz de ofrecer respuestas
satisfactorias a estas preguntas. Sin embargo, al menos intento mantener
una visión lo más amplia que puedo sobre ellas, porque si no pienso en
el poder, lo más probable es que esté dejando que el poder piense por
mí.
Es muy sencillo: sin un cálculo serio y estratégico sobre la
cuestión del poder, no existe política de izquierdas. Y para cualquiera
que lea, escriba u organice en la actual esfera política de izquierdas,
la necesidad de realizar semejante cálculo es particularmente aguda.
Teniendo en cuenta que las fuerzas reaccionarias claramente tienen el
control, cualquier fallo por nuestra parte en lo que se refiere a
evaluar de manera sobria las opciones estratégicas de que disponemos en
la actual estructura de poder podría fácilmente tener consecuencias
desastrosas.
Sin duda, las políticas antifascistas contemporáneas
suelen funcionar como chivo expiatorio para los críticos, que las tildan
de fracaso pragmático, para explicar la realidad de cómo funciona el
poder hoy en día. De hecho, para un contingente cada vez mayor de la
izquierda, se ha convertido en una práctica habitual desdeñar las
políticas antifascistas haciendo referencia, o postergando, al poder en
sí. Esto se hace especialmente patente cuando se trata de “antifascismo”
dentro del movimiento estudiantil.
Esta línea de pensamiento
cuenta con diversas variaciones del mismo argumento, que han avanzado ya
algunos de mis compañeros de izquierda, como por ejemplo Freddie DeBoer
y Angela Nagle. Tanto DeBoer como Nagle sostienen que la izquierda se
centra demasiado en cosas como construir marcas personales, realizar
“sensibilizaciones” y predicar a nuestro coro habitual de internet.
También sostienen que, además de cualquier otra forma perceptible de
poder, la izquierda carece seriamente de la habilidad para lidiar con
los fundamentos prácticos y teóricos de sus propias convicciones sobre
el poder, y que en su lugar optan por emplear visiones de consenso mal
definidas, algo que no creo que esté muy lejos de la realidad.
Sin
embargo, en mi opinión, el problema es que el poder como tal está
comenzando a rechazar cada vez más las políticas antifascistas de gente
como Nagle, DeBoer, etc., que cualquier otro principio teórico de
izquierdas. Para ilustrarlo, voy a emplear una larga cita de DeBoer, que
proviene de un debate que tuvo lugar en el programa televisivo de Katie
Halper, donde él y Nagle compartieron sus opiniones sobre los
activistas universitarios que emplean la táctica antifascista de la
negación de plataforma:
“Cuando hablamos de estos debates sobre la
libertad de expresión, siempre nos situamos en este extraño universo
teórico en el que [la gente de izquierda] tiene poder político de
verdad, y eso no es así. Históricamente sabemos que si se resume el
discurso de alguien no es el de la derecha, que hoy en día es quien
domina la política electoral estadounidense, sino el de la izquierda.
Eso es MaCartismo; eso es acabar con el activismo palestino en los
campus universitarios. Ha sido un esfuerzo coordinado extremadamente
popular entre los directores conservadores de esas universidades y ha
sido mucho más eficaz que otros esfuerzos por acabar con el discurso de
odio… ¿Quién creemos que va a sufrir el mayor castigo si se implementa
una nueva serie de medidas para regular lo que la gente puede hacer o
decir?...Si hay alguien que va a sufrir las consecuencias del intento
por controlar el discurso, a causa de la división de poder en Estados
Unidos, es la gente de color, son los gais, lesbianas y transgénero, son
las mujeres. Eso es Estados Unidos. Y…tenemos que pensar, no en
términos de ese mundo teórico ideal en el que somos los censores, sino
pensar en cómo se distribuye el poder en Estados Unidos y cómo es más
probable que seamos los censurados”.
Nagle añade que el tipo de
políticas de izquierda que esto describe es también defectuoso porque,
como hemos oído en tantas ocasiones, hace que agitadores como Milo
Yiannopoulos y Richard Spencer aparezcan como víctimas a ojos del
público y así generen empatía. Al mismo tiempo, la táctica de la
negación de plataforma hace que sea mucho más fácil que la gente que
mira las noticias crea que nosotros en la izquierda somos precisamente
los grupos violentos e intolerantes que la derecha dice que somos.
Después, DeBoer va aún más lejos y sostiene que “la estructura de poder
que existe en Estados Unidos” permite que los vengativos legisladores
conservadores tengan la capacidad de contraatacar, y lo harán con toda
seguridad, contra los censores políticamente correctos de los campus, y
se servirán de las manifestaciones como justificación para recortar aún
más los fondos de las universidades públicas.
La coalición oculta
Ya
sea por accidente o a propósito, al utilizar esa lógica apresurada se
está metiendo en el mismo saco a diversos grupos y problemas, y algunas
cosas importantes se están quedando en el tintero.
Como demuestra
la conversación previa, en la actualidad, la táctica de negación de
plataforma se asocia casi exclusivamente con los foros de las
universidades y se considera un exceso que utilizan (en el mejor de los
casos) estudiantes de izquierda equivocados que lo aplican con demasiada
facilidad. Lo que quizá es más problemático con el enfoque que los
estudiantes dan a la negación de plataforma hoy en día es su frecuente, y
casi inherente, dependencia de una estructura de poder administrativo
paternalista (una dependencia que es consecuencia de un modelo de
educación superior cada vez más corporativizado que trata a los
estudiantes como clientes y a los administradores como divisiones de
recursos humanos de los que se espera que arbitren todas las demandas
políticas).
Los intentos estudiantiles por denegar una plataforma
en el campus a los oradores peligrosos pasan por pedir a la dirección
que les retire la invitación o que elabore nuevas políticas que regulen
cosas como “el discurso de odio” (o lo que es lo mismo, equipar a las
maquinarias directivas reaccionarias con mayores poderes censores).
Sinceramente, esta postura infantil y dependiente de la jerarquía que se
adopta en las universidades hacia la negación de una plataforma es un
blanco fácil para las críticas de DeBoer, Nagle y otros (hasta yo la he
criticado, aunque por motivos diferentes).
Pero por eso también es
importante destacar la postura marcadamente antifascista hacia lo que
ahora llamamos negación de plataforma, que tiene una larga historia que
se remonta un siglo atrás y que de ningún modo se limita a los campus
universitarios. DeBoer no les dice a los antifascistas algo que no sepan
cuando hace alusión a los mayores y más notorios esfuerzos de las
autoridades institucionales y gubernamentales por negar una plataforma a
los oradores y activistas de izquierda relacionados con grupos externos
de protesta que están estigmatizados, como por ejemplo el movimiento
BDS. Como señala Mark Bray: “Los antifascistas no están de acuerdo con
implementar prohibiciones estatales contra las políticas ‘extremistas’
porque cuentan con políticas revolucionarias y antiestatales y porque
esas prohibiciones se usan más a menudo contra la izquierda que contra
la derecha”. En su lugar, los antifascistas prefieren el poder
colectivo, autónomo y de base para desestabilizar, denunciar, bloquear y
aplastar las reuniones fascistas. De ahí el mayor éxito y
empoderamiento de los activistas independientes que se organizaron
contra la aparición de Richard Spencer en la Universidad Estatal de
Michigan en marzo, o de las unidades antifascistas que denunciaron
públicamente a los nacionalistas blancos, o los miles que se presentaron
para rodear pacíficamente la reunión de extrema derecha que tuvo lugar
en Boston a principios de 2017.
De hecho, uno de los desarrollos
más significativos que se ha producido últimamente en los campus
universitarios es el rechazo a las políticas descendentes de reparto y
un acercamiento hacia el modelo antifascista ascendente, autosuficiente y
basado en la coalición. Además, al no depender de la dirección, el
cambio ha generado nuevos vínculos entre los activistas universitarios y
las comunidades que les rodean, ha conseguido inspirar nuevas luchas
que van más allá del mundo cerrado y privilegiado de las habituales
preocupaciones universitarias y, al mismo tiempo, ha servido para
oponerse a los esquemas de poder opresores y neoliberales de las
universidades mismas.
Este emocionante desarrollo podría tener
importantes consecuencias para las políticas universitarias y para la
izquierda en general, pero difícilmente te enterarías si solo escuchas a
muchos de los críticos internos de la izquierda, incluidos DeBoer y
Nagle, porque las políticas antifascistas se pintan, más o menos, como
una rama infantil de las políticas universitarias típicas, y las
personalidades políticas universitarias como poco más que un contraste
molesto y caricaturizado de las políticas reales (y realistas).
La verdad más asequible
Como
paréntesis corto pero necesario, solo quiero repetir algo que he
escrito y comentado en numerosas ocasiones: el discurso importa. Los
discursos empaquetados sobre el movimiento estudiantil poseen mucho más
poder de permanencia cultural y proporcionan un mayor arsenal que la
compleja realidad del movimiento estudiantil sobre el terreno.
Todo
lo que estamos haciendo para movilizar un frente de resistencia
antifascista amplio, diverso y sostenible tanto dentro como fuera de la
universidad ya está siendo obstaculizado por la omnipresencia del
discurso de derechas sobre el movimiento estudiantil. Y de hecho, ese es
el motivo de que la derecha haya dedicado tanta energía durante décadas
a elaborar y publicar caricaturas políticamente correctas sobre el
activismo universitario. El discurso que se emplea es la manida historia
de “la corrección política sin límite”, a las órdenes de una clase
insurgente de “guerreros de la justicia social” que imponen su voluntad,
vigilan el discurso y las acciones de los demás y rechazan que
participen opiniones que ellos consideran “ofensivas”.
Seamos
claros: hay muchos aspectos del movimiento estudiantil que son,
francamente, molestos, estúpidos, agotadores, contraproducentes y
totalmente de cara a la galería. Si alguien quiere defender que se
elimine el movimiento estudiantil podría utilizar como ejemplo una
multitud de casos que aparentemente prueban que se ha transformado de
forma irreparable en un disfraz exagerado y pseudopolítico que rezuma
privilegio, egoísmo arrogante e intolerancia rutinaria. Sería una
alarmante falta de sinceridad pretender que esos problemas no existen.
Por eso es tan vital desarrollar nuevas formas de resolverlos o
adaptarse a ellos (se podría empezar por destacar los movimientos
estudiantiles que desafían ese modelo en lugar de obsesionarnos con los
movimientos que lo utilizan).
Pero la gente de izquierdas no ayuda
absolutamente a nadie cuando regurgita de forma perezosa y ciega el
relato políticamente correcto de la derecha, que da por hecho de forma
falsa y destructiva que esos problemas existen únicamente en los
movimientos estudiantiles. (Como si los egos sobredimensionados, las
discusiones sobre representación y privilegio, las prioridades
enfrentadas y el “postureo moral” no se dieran en ninguna otra rama de
participación ideológica u organización popular).
¿Para qué sirve
ese discurso exagerado de excepcionalismo universitario, además de para
justificar más todavía la creencia de la derecha en que las facultades y
las universidades son el verdadero problema? ¿Para qué sirve la
mitología políticamente correcta, además de para debilitar la necesaria
resistencia que debemos ofrecer frente a los reaccionarios y las
virulentas campañas que lanzan contra la libertad académica con el
objetivo de someter a los profesores y estudiantes de izquierdas? ¿Qué
uso tiene reprender a esos superficiales maniquíes vivientes que se
exceden en su función de guerreros de la justicia social como si ellos
solos fueran los ignorantes instigadores de la ofensiva y vengativa
campaña de la derecha en contra de la educación superior y del activismo
estudiantil, cuyas raíces se remontan a la década de 1960?
¿Cree
alguien realmente que los legisladores republicanos van a detener de
forma repentina la falta de inversión pública y la privatización de las
facultades y universidades que se inició hace décadas si los estudiantes
frenan de repente sus protestas contra los oradores polémicos? Hace al
menos 40 años que utilizan a los movimientos estudiantiles como chivo
expiatorio y lo seguirán haciendo mientras les funcione (si algún día
necesitan otro chivo expiatorio, lo encontrarán). Porque no se trata de
encontrar un equilibrio, sino de acaparar poder, de remodelar la
educación superior a imagen y semejanza de la clase dominante
conservadora, con el objetivo perenne de establecer una oligarquía
capitalista, racista, sexista, anti-intelectual y destructora del
planeta. Aceptar sus términos en la guerra por la educación superior sin
cuestionarlos y restringir nuestras políticas para darlos plena cabida
es una verdadera estupidez.
Y aun así, la triste realidad es que
en el actual ecosistema mediático de izquierdas sigue estando
increíblemente de moda “arrastrar” a las universidades como una forma
fácil de legitimar el propio pensamiento dogmático de izquierdas. Si
quieres mejorar tu perfil como político “realista” con los pies en la
tierra, siempre puedes sumar puntos acusando a los movimientos
estudiantiles de obsesionarse con la vigilancia lingüística, las
“políticas identitarias” y el postureo moral en estado de alerta,
mientras ignoras las numerosas injusticias institucionales del propio
sistema educativo superior y el tipo de problemas políticos y
socioeconómicos concretos que importan a la gente normal.
Obviemos
que este caudal de clichés acusadores ahoga los incontables esfuerzos
políticos de la universidad y su entorno por abordar estos mismos
asuntos haciendo precisamente lo que una política de izquierdas más
amplia debería estar haciendo: encontrar puntos de encuentro, construir
coaliciones diversas y desarrollar estrategias que ejerzan influencia
sobre el poder. Obviemos que, a pesar de lo que sugiere la gente que no
ha hecho sus deberes, la Red Antifascista Universitaria es simplemente
una de muchas organizaciones que vinculan de forma expresa un modelo
antifascista de hacer política con una crítica sistemática de las
injusticias económicas, políticas, raciales, etc. del neoliberalizado
sistema de educación superior y el lugar que ocupa en la destructiva
política económica neoliberal en su conjunto.
Fobia a la política
No
obstante, si repites algo las suficientes veces, la gente comienza a
aceptarlo como una verdad establecida. Si afirmas una y otra vez que tu
enfoque político es el más realista, eso basta para convencer a la
mayoría de la gente. Aun así, cualquiera remotamente familiar con la
situación sobre el terreno sabe que DeBoer y Nagle son solo dos personas
de entre una multitud creciente de pensadores de izquierda que
promueven su visión política como contrapeso “práctico” y “realista”
frente al mundo abstracto, corto de miras y redundante del movimiento
estudiantil, sus avatares antifascistas claramente relacionados y
cualquier otra secta de izquierdas que supuestamente no preste atención a
la realidad del poder.
Ese realismo fetichista se disfraza de
dosis de verdad ganada a pulso o de cubo de agua fría que aparentemente
tantos de nosotros en la izquierda necesitamos si alguna vez queremos
tomarnos en serio conseguir nuestros objetivos. Sin embargo, en la
práctica, no sirve para mucho más que para realizar un ejercicio de
autoafirmación, que se puede reutilizar eternamente para justificar lo
que yo llamaría una falsa política estacionaria. Este es un enfoque
político que se autorrealiza, ya que asume que la izquierda debería
mantenerse a la espera hasta que adquiera más poder y, al actuar como si
pudiera abrirse paso en la estructura real de poder existente sin
provocarla para que muestre sus dientes, garantiza que nunca lo
conseguirá.
La seña de identidad de esta falsa política es fácil
de identificar: el miedo. Miedo a una mayor represión; miedo a dotar a
nuestros enemigos de armas más sofisticadas que puedan utilizar en
nuestra contra; miedo a fracasar en la tribuna de la opinión pública;
miedo al poder y a los caprichos reaccionarios de los poderosos. Y sobre
todo, quizá, es el miedo aterrador a perder la pelea y terminar con
menos de lo que tenemos ahora mismo. En pocas palabras, es el miedo a la
política. En la práctica, todo ese miedo se traduce en una precaución
paralizante en nombre del “pragmatismo” y en aferrarse con nerviosismo
al
statu quo.
En una discusión aislada sobre las
estrategias de los movimientos estudiantiles que terminan dotando de
mayores poderes censores a los colosos directivos descendentes, puede
que ese miedo esté justificado. Pero esta no es una discusión aislada.
Lo que queda claro es que ese característico miedo al poder está
intentando convertirse en un principio organizador de la política de
izquierdas en general. Por ejemplo, ese miedo característico funciona
como una línea de unión que conecta el argumento de izquierdas de DeBoer
contra la negación de plataforma y el argumento de izquierdas de DeBoer
para, de entre todas las cosas posibles, salvar el SAT (un examen
estandarizado para la admisión universitaria).
En el episodio más reciente de su intento por emular el malvado profesional de
Leftbook y
Left Twitter, DeBoer publicó un artículo en la revista
Jacobin
titulado “La razón progresista para defender el SAT”, en el que no se
muerde la lengua: “Si crees en la igualdad, deberías defender el SAT”.
Solo
hay un pequeño, pero evidente problema con eso. Como te puede decir
cualquier profesor de secundaria, el SAT es de todo menos una
herramienta igualitaria para examinar y medir los logros estudiantiles.
El desprecio de la izquierda por el SAT no está infundado y DeBoer lo
reconoce: “Los estudiantes negros e hispanos y los estudiantes pobres no
sacan tan buenos resultados como sus homólogos blancos y ricos, pero
esto es un síntoma de una desigualdad más amplia, no de un examen
prejuiciado… Las desigualdades raciales y de clase del SAT son
ciertamente preocupantes, pero solo porque demuestran la persistente
desigualdad de nuestra sociedad”.
En resumidas cuentas: las
disparidades en materia de raza y clase de los resultados del SAT son
una cosa real y preocupante, pero estas disparidades no son más que un
reflejo de las desigualdades raciales y de clase de la sociedad en
general; no suponen ninguna prueba de que el examen en sí sea
implícitamente parcial o injusto. Además, las principales alternativas
para determinar los logros de los estudiantes, como por ejemplo las
“evaluaciones holísticas” que se centran en los cursos avanzados y en
las materias extracurriculares, solo servirían para inclinar la balanza
todavía más a favor de los ricos y privilegiados. Por eso, en ausencia
de mayores cambios en nuestra sociedad sumamente desigual, las personas
de izquierdas solo empeorarían las cosas si se deshicieran del SAT y por
eso deberían luchar para conservarlo.
Veamos, no hay nada
intrínsecamente erróneo con este argumento. En lo que a argumentos se
refiere, es tremendamente lógico. Solo que no es un argumento de
izquierdas. Si acaso, más que nada, se trata de una mención
clintonesca que pretende conservar el
statu quo
y disfrazarlo de retórica igualitaria meramente formal. Es un argumento
para no perder algo, para que las cosas sigan como están, para
permanecer estacionarios y hablar de una política de izquierdas factible
dentro de la estructura real de poder existente. Es un argumento para
dejar algo totalmente en paz por miedo a que algo malo pueda ir a peor.
En
este cálculo de avestruz sobre lo que es políticamente posible, la
desigualdad se vuelve aceptable si tenemos en cuenta la amenaza de una
desigualdad mayor. Sin embargo, ¿no reside la única justificación para
decir que un argumento es de izquierdas en una cierta fidelidad con la
lucha central por combatir y erradicar esa desigualdad? Y si eso es así,
¿qué uso tiene publicar un artículo en una revista de izquierdas y
sostener que es “progresista” acatar la desigualdad? ¿Para qué sirve? De
forma implícita, parece ser que, tanto DeBoer como aquellos que piensan
como él, creen que una postura de izquierdas conveniente pasa por
amonestar a personas de izquierdas por ser de izquierdas, es decir, por
perseguir una visión del mundo que sea mejor y más justa que el actual
statu quo.
Si
aplicamos esta lógica, la izquierda no está jugando a ganar, por
emplear un símil deportivo, sino que está jugando a no perder. Es más,
si tenemos en cuenta las abrumadoras pruebas de que estamos perdiendo
por goleada, la lógica implícita es que hay que jugar lo más a la
defensiva posible para que no nos expulsen definitivamente del campo de
juego. Absolutamente todo en esta visión es razonable, y está abocado a
un desastre seguro.
Si observamos de manera sobria los actuales
desequilibrios de poder político, económico y de gobierno en Estados
Unidos, como DeBoer nos incita a que hagamos, ¿qué razones tenemos, si
es que hay alguna, para pensar que sacaremos algún beneficio del desfase
existente si nos quedamos quietos, luchando solo por el
statu quo
o simplemente avanzando a paso de tortuga para protegernos y
retirándonos rápidamente cada vez que el poder amenace con represalias?
En todo caso, la estructura real de poder existente es una prueba mayor
de que presentar una dura batalla por la progresiva comunidad de valores
que queremos, incluso aun a riesgo de fracasar, es mejor que el fracaso
garantizado que supone recortar gradualmente nuestras luchas y
amoldarlas a los espacios cada vez más pequeños que nos deja el poder.
Es la prueba de que quedarse quieto mientras el mundo sigue girando a lo
loco es una condena de muerte. Es la prueba de que las fuerzas del
expolio capitalista, el supremacismo blanco, la reacción cultural y el
militarismo están siempre avanzando, aunque nosotros no lo estemos, en
una guerra de posicionamiento sin fin; y, que no quepa ninguna duda,
ellos están jugando a ganar.
Esta vez habrá fuego
Tratamos
al poder como si fuera fuego. Lo queremos, soñamos con él, pero más que
nada nos da miedo quemarnos, aunque nos cocine vivos a fuego lento.
Esta postura no está totalmente injustificada: la izquierda
estadounidense se ha pasado la mayor parte de su miserable vida
quemándose. Aunque eso es casi, por definición, lo que la convierte en
izquierda. Nuestras políticas se han construido, o deberían haberlo
hecho, a partir de las brasas y cenizas de la historia. Las políticas de
izquierdas surgen del drama colectivo y calcinado de aquellos que la
maquinaria del capital, la supremacía blanca, el patriarcado, el imperio
y las interminables guerras han atrapado y consumido.
Y sin
embargo, todavía seguimos fingiendo que es reconfortante y
necesariamente realista que la izquierda construya una política
cautelosa basada en el miedo sobredimensionado a enemistarnos con las
mismas fuerzas que trabajan para destruir lo que somos, y a nosotros
también si es necesario. Fingimos que llegará un momento en que la
izquierda podrá avanzar sin miedo a que el centro la arroje a los leones
y que la derecha reaccionaria no peleará al máximo por acabar con ella.
Fingimos
que podemos luchar por el mundo que debería ser sin que el mundo que es
nos queme en el intento. Pero, ¿cuándo fue eso así? La lucha por el
poder es, por definición, un riesgo de incendio. Allí donde hay política
hay ardor. ¿Cuántos de los logros decisivos de la izquierda que
aportaron más dignidad, igualdad, justicia y bienestar a la vida de las
personas a lo largo de la historia no se consiguieron chamuscándose las
manos por completo?
Esta es quizá la mayor y más necesaria
contribución que la orientación antifascista puede ofrecer a la
izquierda hoy en día: una comprensión urgente de que la historia seguirá
avanzando con o sin nosotros. Ayudar a reconocer que permanecer
estacionarios es una sentencia de muerte mientras los extremistas
violentos siguen adoptando iniciativas más osadas y los triviales
poderes institucionales conspiran de forma descarada en nuestra contra
en el cambiante terreno de nuestro momento cada vez más extremo; ayudar a
resistir oleadas de extremismo de derechas mientras seguimos intentando
desarrollar un apoyo popular que nos permita desmantelar de forma
progresiva las condiciones materiales y culturales que lo engendraron:
ese es el núcleo de cualquier política antifascista que merezca ese
nombre. Y así es como debería ser para cualquier política de izquierdas
del presente.
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Maximillian
Álvarez es doctorando por partida doble y capacitador de estudiantes
universitarios de los departamentos de Historia y Literatura Comparada
de la Universidad de Michigan. Obtuvo su licenciatura y se graduó con
honores en la Universidad de Chicago en 2009.
Este artículo se publicó en inglés en
The Baffler
Traducción de
Álvaro San José.
Fuente: