lunes, 1 de octubre de 2018

Sin seguridad alimentaria no habrá paz


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Sin seguridad alimentaria no habrá paz

 

 


Luego de varios años de mejoría, otra vez aumenta el hambre en el mundo, y entre los principales factores responsables se destacan los conflictos.
En un panel realizado en el marco del 73 período de sesiones de la Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas (ONU), funcionarios del foro mundial y de los estados miembro y representantes de la sociedad civil se reunieron para evaluar y recomendar soluciones sobre cuestiones acuciantes de inseguridad alimentaria derivada de la existencia de conflictos.
“El hambre como consecuencia de los conflictos es una de las manifestaciones más visibles del sufrimiento humano, y surge a partir de las guerras; es un sufrimiento que se puede evitar y, por ello, es más trágico”, señaló el administrador de la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (Usaid), Mark Green.
Según el Estado de la Seguridad Alimentaria y la nutrición en el Mundo, publicado este año, el número de personas con hambre aumentó a más de 820 millones de personas en 2017, respecto de las 804 millones que estaban en esa situación el año anterior, un número que no se había registrado desde hace casi una década.
El Informe Mundial sobre Crisis Alimentarias concluyó que casi 124 millones de personas en 51 países sufren una inseguridad alimentaria a punto de ser una crisis en 2017, 11 millones más que el año anterior.
Los conflictos se consideraron como el factor clave en 60 por ciento de los casos.
El estudio también pronostica que los conflictos y la inseguridad seguirán siendo responsables de las crisis alimentarias del mundo, como sucede en República Democrática del Congo, Sudán del Sur, Siria y Yemen.
Los interlocutores del panel “Rompiendo el ciclo entre conflicto y hambre”, coincidieron en que la inseguridad alimentaria suele ser otra señal de un posible conflicto y puede generar mayor inseguridad alimentaria.
“Es fundamental construir resiliencia para fortalecer la cohesión social, prevenir conflictos y evitar las migraciones forzadas. Sin eso, no hay paz”, indicó el director general de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), José Graziano da Silva.
El director ejecutivo del Programa Mundial de Alimentos, David Beasley coincidió: “Si no hay seguridad alimentaria, no habrá ningún otro tipo de seguridad. Hay que atender las cuestiones fundamentales”.
El Consejo de Seguridad de la ONU reconoció por primera vez a principios de este año que los conflictos armados están estrechamente vinculados a la inseguridad alimentaria y al riesgo de hambrunas.
El órgano adoptó de forma unánime la resolución 2417 condenando el recurso de hacer pasar hambre a la población civil como arma de guerra, y urgió a todas las partes en conflicto a ajustarse al derecho internacional y a conceder el acceso a la asistencia humanitaria sin impedimentos.
Los participantes aplaudieron la histórica resolución, pero subrayaron que con eso no basta.
“Las acciones humanitarias y las soluciones técnicas pueden mitigar los efectos de las crisis alimentarias, pero necesitamos desesperadamente soluciones políticas e implementar la resolución 2417 si pretendemos revertir la vergonzosa trayectoria al alza que hace que el hambre sea un consecuencia de los conflictos”, subrayó la directora general de la organización Action Against Hunger, Veronique Andrieux.
Para evitar crisis alimentarias y, por lo tanto, que los conflictos escalen, la comunidad internacional debe adoptar un enfoque holístico, preventivo y fortalecer el nexo entre lo humanitario y el desarrollo.
Beasley mencionó el caso de Siria, donde un conflicto que ya lleva siete años destruyó la infraestructura agrícola, las economías locales y cadenas de suministro, y dejó a más de seis millones de personas con inseguridad alimentaria.
“El costo para nosotros de alimentar a una persona siria en Siria es de unos 50 centavos al día, casi el doble de lo normal porque es zona de guerra”, explicó a los presentes.
“Es una mejor inversión si atendemos las causas de raíz, en vez de reaccionar después de los hechos ocurridos”, añadió Beasley.
Antes de que empezara la prolongada guerra, Siria sufrió una sequía, que derivó en el aumento de precios y llevó a una escasez de alimentos. Mucho analistas entonces especularon de que esas mismas condiciones fueron las que estuvieron en el origen de la guerra civil, que comenzó en 2011.
“Una respuesta temprana a una alerta temprana es fundamental. No podemos esperar que comience un conflicto. Sabemos que empezará”, subrayó Graziano da Silva.
Son los datos los que pueden ayudar a crear una detección temprana y evitar esas crisis, puntualizó el director general de la FAO, junto a otros panelistas.
La Red Global contra las Crisis Alimentarias, que publicó el Informe Mundial sobre Crisis Alimentarias, reunió datos y análisis regionales y nacionales para presentar un panorama integral sobre la inseguridad alimentaria en el mundo.
Fue la Red Global que permitió que las agencias mitigaran las crisis alimentarias y evitarán el hambre en el norte de Nigeria y en Sudán del Sur.
Antes del panel, la FAO y la Comisión Europea, órgano ejecutivo de la Unión Europea, se asociaron para fomentar la resiliencia y hacer frente al hambre aportando 70 millones de dólares.
Los panelistas subrayaron la importancia de ese tipo de colaboraciones para atender y responder a cuestiones complejas de la inseguridad alimentaria derivada de conflictos.
“Cuando trabajamos juntos en el terreno, no solo obtenemos mejores resultados, sino que somos mucho más eficiente”, destacó Graziano da Silva.
Andrieux subrayó la necesidad de defender el respeto por el derecho humanitario y de que la ONU y los estados miembro hagan que las partes en conflicto asuman su responsabilidad.
“El uso del hambre como arma de guerra es un crimen de guerra. Pero en algunos conflictos, las partes enfrentadas usan tácticas de sitio, y recurren al hambre de la población como arma o impiden que los suministros humanitarios lleguen a quienes los necesitan con desesperación”, explicó
“Creemos que le fallan a la humanidad”, subrayó Andrieux.
Green se refirió al conflicto en Sudán del Sur, donde hombres armados impidieron la distribución de asistencia humanitaria de urgencia y atacaron a los trabajadores humanitarios.
Ese país africano fue considerado hace poco como el más peligroso para los trabajadores humanitarios por tercer año consecutivo.
“Todas las partes en conflicto son culpables y todas se fallaron entre sí, a su pueblo y a la humanidad”, subrayó Green en el panel.
No es fácil la tarea de hacer frente al hambre derivada de conflictos, pero las soluciones están. Lo que se necesita ahora es compromiso y acciones colectivas, coincidieron los panelistas.
“Todos trabajando juntos con soluciones efectivas, podemos realmente poner fin al hambre en el mundo”, concluyó Beasley.
Traducción: Verónica Firme
Fuente: http://www.ipsnoticias.net/2018/09/sin-seguridad-alimentaria-no-habra-paz/

Sí, Ikea también viola los derechos laborales en Bangladesh


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 Sí, Ikea también viola los derechos laborales en Bangladesh

 

 


 El 1 de junio entró en vigor el último Acuerdo de Transición para que la seguridad en las fábricas textiles de Bangladesh mejorara tras el derrumbe del Rana Plaza en 2013, que causó miles de muertos. Es otro documento que sustituye y mejora al anterior, para que las inspecciones y las reformas se cumplan. Esta ampliación incluye también a las empresas que fabrican textiles para el hogar como Ikea. Pero al ampliar la casa, se han descubierto las grietas: la multinacional sueca no quiere comprometerse con las auditorías externas que exigen las ONG.
Ikea no es la única que incumple. De las 220 empresas que firmaron el primer acuerdo en 2013, al calor de la masacre, el actual sólo lo han secundado 175, entre ellas C&A, H&M, Mango o Primark. Trasladado a fábricas y personas, la campaña Ropa Limpia calcula que más de 1.300 talleres con 2 millones de trabajadores están ahora bajo el paraguas de este acuerdo que garantiza unas condiciones laborales más dignas. Pero todavía hay muchas que no quieren que la seguridad de sus empleados sea su responsabilidad . Su plusvalía sí, claro.
Entre las empresas que firmaron el primer acuerdo pero no el segundo, están Abercrombie&Fitch o Sean John Apparel. La diferencia principal entre uno y otro es que el nuevo impone a los firmantes auditorías externas para comprobar que efectivamente las trabajadoras tienen unas condiciones laborales dignas. Pero más grave aún es la lista de los que no firmaron ni siquiera el primer acuerdo. Las marcas que hay en ella ponen los pelos de punta: The North Face, GAP, Walmart, Decathlon, Ivanka Trump, Kiabi, Levis, New Yorker, Nike o Patagonia. Con sorna, la campaña les recuerda que pueden sumarse al Acuerdo de Transición 2018 “en cualquier momento”.
La justificación de Ikea para no sumarse a acuerdos como este fue que tenían su propio código ético, “suficiente para garantizar la seguridad de sus proveedores”. El problema es que la ONG Future In Our Hands se ha puesto a analizar las diferencias entre la Campaña Ropa Limpia y el Ikea Way (que es como se llama su código de conducta) y ha concluido que “solo existe un modo fiable de trabajar por la seguridad en las fábricas de Bangladesh, y no es precisamente a la manera de Ikea”.
El Acuerdo de Transición se basa sobre todo en que las auditorías sociales sean obligatorias, porque las voluntarias no han impedido catástrofes como la del Rana Plaza . Quien firma el acuerdo se vincula legalmente con su cumplimiento y tiene que proceder con unos mecanismos concretos. Pero el código de Ikea es como los anteriores: auditorías voluntarias y el supuesto compromiso es sólo ante la propia empresa, nada de sindicatos o consultorías independientes. ¿Quién vigila así que se cumple a rajatabla?
El gran problema a la hora de que las empresas cumplieran con los derechos humanos era que el seguimiento se perdía en un rastro infinito de subcontratas. Así, las multinacionales del textil se lavaban las manos ante cualquier noticia de explotación laboral diciendo que era un servicio externo que la matriz no podía controlar. Pero con el Acuerdo de Transición se inspeccionan todas las fábricas que suministran a las empresas firmantes. ¿Qué sucede con Ikea en este caso? Pues que audita sólo a los proveedores principales y deja que estos sean los que controlen a su vez a los que subcontratan. Según la Campaña Ropa Limpia, “esto significa delegar la responsabilidad” lo que “hace que sea mucho más difícil conocer las condiciones de trabajo en las fábricas”. ¿Qué tiene que esconder Ikea? Aún queda mucho, mucho por hacer.

Pocos ganadores y muchos perdedores ante el nuevo acuerdo de Macri con el FMI


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Pocos ganadores y muchos perdedores ante el nuevo acuerdo de Macri con el FMI

 

 


Todos los indicadores económicos y sociales se deterioran bajo las condiciones resultantes de la ampliación del acuerdo del Gobierno de Macri con el FMI. Según el Instituto de Estadísticas y Censos, INDEC, crece el desempleo al 9,6%; la pobreza al 27,3% de las personas, en un marco de creciente inflación (¿6% a 7% mensual en septiembre? ¿42% al 45% durante el año?) y recesión de la actividad económica, con guarismos entre el -2,5% y -3% para el 2018.
Ahora se trata de un préstamo por 57.100 millones de dólares (se desembolsarán unos 52.000 millones antes de finalizar el mandato presidencial a fines del 2019) a cambio de un brutal ajuste del déficit primario, es decir, antes de pagar intereses de la deuda, la que crece a niveles inusitados para proyectar el stock de deuda pública por encima del 100% del PBI a comienzos del próximo 2019.
Junto al déficit primario “0”, se suma la emisión monetaria “0” hasta mediados del 2019, promoviendo una restricción de la base monetaria para achicar la inflación, contener el dólar y causar enormes penurias a los sectores sociales de menores ingresos, la mayoría de la población.
La realidad es que el dólar crece un 12% en septiembre y un 121% durante los primeros 9 meses del año, cotizándose a $42 por dólar y una brecha establecida por el BCRA entre 34 y 44 pesos por dólar para intervenir desde la autoridad monetaria.
Por su parte, los combustibles crecen desde enero más del 60%, mostrando el impacto de la dolarización de algunos precios muy sensibles, caso de los combustibles o las tarifas de servicios públicos, con cronogramas de aumento en lo que resta del año.
A cuánto llegará la inflación a fin de año nadie lo sabe y menos cuál será el arrastre sobre el 2019, más allá del 23% establecido en el proyecto de Presupuesto que discute en estas horas el Parlamento, pero si queda clara la voluntad de ajustar a los sectores más empobrecidos para cumplir con el acuerdo con el FMI y los sectores hegemónicos del sistema mundial.
Tasas de interés de usura
Para sostener la nueva política monetaria y cambiaria se elevó la tasa de interés del 60 al 65%, lo que supone un crecimiento de las tasas sobre préstamos que llevan al default a la familia de sectores medios y bajos, endeudados con tarjeta de crédito, y ni hablar del costo financiero del descubierto bancario, una práctica generalizada entre los pequeños y medianos empresarios.
Altas tasas pasivas de interés para favorecer inversiones en activos financieros en pesos, letras ofrecidas por el BCRA o el Tesoro; o plazos fijos u otras colocaciones financieras, estimulan la especulación contra cualquier intento de aliento a la producción local, por eso se afirma la tendencia a la recesión recurrente.
El BCRA mantiene el mecanismo de desarme de la bomba de las LEBAC, pero las LELIQ que se colocan en la plaza financiera ya superan en stock a las LEBAC. Se cambia la vieja bomba por una nueva, a costa del presupuesto público que sostiene el conjunto del pueblo con miseria social extendida.
No cabe duda que el resultado combinado del déficit fiscal primario cero y la reducción de la base monetaria y emisión “0”, combinada con altas tasas de interés favorece la tendencia recesiva de la economía local con claros y pocos beneficiados y muchos perjudicados.
Crecen los despidos y suspensiones como consecuencia directa de la situación, sumado al cierre de fábricas y empresas, con alza de los concursos de acreedores, donde las trabajadoras y los trabajadores son los principales perjudicados.
Los ganadores se cuentan entre los especuladores, lo que involucra la creciente fuga de capitales, unos 290.000 millones de dólares de activos de argentinos en el exterior, según las propias cifras oficiales.
A ellos se sumas los grandes productores y exportadores, como las empresas que lograron la dolarización de sus precios, caso de las petroleras y aquellas que comercializan los servicios públicos privatizados.
Producto de la devaluación podría beneficiarse el sector vinculado al turismo local, por mayor presencia de extranjeros y desestimulo a los viajes al exterior.
Solo en el tiempo se podrá verificar si el elevado tipo de cambio actual favorece la producción local para la exportación, cuestión negada con el elevado déficit comercial presente y proyectado aún para el 2019, nada menos que por 10.000 millones de dólares.
La ortodoxia como argumento
Sea por la exigencia del FMI o la propia decisión de los que deciden en el Gobierno Macri, se impuso la lógica monetarista, donde la causa de la inflación resulta de la emisión monetaria excesiva, por lo que la solución supone una fuerte restricción de la base monetaria congelando la emisión hasta mediados del 2019.
El costo social es y será gigantesco, si es que la sociedad lo permite y no se generan las suficientes resistencias y confrontaciones.
Resulta de interés apuntar lo que hay detrás de la ortodoxia en la formulación de política monetaria, financiera, cambiaria y económica, para afirmar que es una cuestión de poder, que remite a que fracción de la burguesía actuante en el mercado argentino, de origen externo o local, puede disciplinar al conjunto de las clases dominantes y desde allí lograr la dominación sobre las clases subalternas, la condición de posibilidad para el funcionamiento del capitalismo local bajos condiciones “normales”.
Una normalidad relativa a la evolución contenida de los precios, tal como ocurre en la mayoría de los países del mundo; a la estabilidad de la macroeconomía y a viabilizar un ritmo de crecimiento acorde con las normas mezquinas de la lógica contemporánea.
No se trata solo de economía y políticas económicas, sino de política y consensos sociales en el bloque del poder para reestructurar regresivamente el funcionamiento del capitalismo en la Argentina.
El discurso ortodoxo asumido por las nuevas autoridades del BCRA converge con las críticas discursivas por derecha al macrismo y acelera los tiempos del ajuste fiscal y el cambio de precios relativos para favorecer la ganancia en desmedro de los ingresos populares. Se consolida así la ofensiva del capital contra el trabajo.
La sola devaluación ocurrida durante el año, del 120% de corrección cambiaria, confronta con actualizaciones salariales del orden del 25%, que aun cuando se habiliten reaperturas de convenios colectivos en torno al 40/42%, la pérdida de los ingresos por la venta de la fuerza de trabajo contrasta contra los ingresos elevados por los propietarios de los medios de producción, sea vía renta o ganancias.
El objetivo de reformas laborales se demora por vía legislativa, pero se resuelve vía medidas económicas con disminución de los salarios en dólares y por ende reduciendo el costo de inversores internacionales en la contratación de fuerza de trabajo.
A modo de ejemplo señalemos que un salario de $20.000 podía cambiarse hasta hace poco tiempo por 1.000 dólares y ahora solo puede aspirar a cambiarse por 500 dólares, favoreciendo el ingreso externo de capitales para invertir en la economía local. Argentina se hizo más barata para los tenedores de divisas con intención de invertir en el país.
Lo que está en juego
Es mucho lo que se juega en la coyuntura, con impacto en lo económico social y en lo político.
Sin perjuicio de la continuidad de la regresiva transferencia de ingresos que supone la política del gobierno Macri desde fines del 2015, lo que ocurre es una reestructuración del capitalismo local con un nuevo intento de consolidación de la extranjerización y subordinación de la estructura económica y social local a la dinámica de la dominación transnacional, en momentos de disputa del liderazgo del orden mundial.
Argentina intenta una pragmática política de alineación ideológica política con EEUU, al tiempo que afianza relaciones económicas, comerciales y financieras con China.
El acuerdo con el FMI, fuertemente apoyado por EEUU intenta contener a la Argentina como aliado imprescindible para la política exterior de Washington en el continente americano.
Sin EEUU no hay acuerdo con el FMI y Trump necesita a Macri en la cruzada contra Venezuela y el “populismo” en la región, forma de denominar cualquier intento de política diferenciada de la imaginación del poder estadounidense o la corriente principal neoliberal.
Todo esto se juega en el debate del Presupuesto 2019, el del profundo ajuste explícito en el acuerdo con el FMI, pero también en la Cumbre presidencial del G20 el 30/11 y el 1/12.
En la ocasión del cónclave presidencial del G20, Macri intentará mediar entre el poder de EEUU y sus aliados mundiales, contra la alianza entre China y Rusia, para encontrar un lugar para la Argentina en el marco de la disputa de la geopolítica global.
La gran incógnita es la respuesta popular, anticipada en variados conflictos, entre los que sobresale el del pasado 24 y 25 de septiembre, un paro de 36 horas y el plan de acción en proceso para confrontar con el ajuste actual, el Presupuesto 2019 y la propia contra cumbre del G20. Contra el G20 emerge una amplia organización popular que aspira a unificar variadas protestas contra la política del poder mundial.
Resulta en conjunto una lógica de conflicto que habilita a pensar las construcciones político electorales que disputen el destino de la Argentina en la renovación electoral del 2019.
Algunos imaginan el desplazamiento del macrismo en el ejecutivo nacional, pero sosteniendo el mismo plan de reestructuración regresiva de la Economía, del Estado y la Sociedad.
Lo que importa es la posibilidad de habilitar otras propuestas políticas, que en acuerdo con la lógica radicalizada del conflicto apunte a soluciones populares para la mayoría y más allá del orden capitalista.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.

El antifascismo y el miedo al poder de la izquierda


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El antifascismo y el miedo al poder de la izquierda

 

 


[Este artículo es una adaptación de la conferencia que di en la Universidad Purdue el 18 de abril, y que organizó la delegación Purdue de la Red Antifascista Universitaria (Campus Antifascist Network)].
Hoy en día, la gente en Estados Unidos suele mostrarse profundamente incómoda, cuando no se retuerce de asco, al escuchar la palabra “antifascismo”. En la mayor parte de los casos, parece como si se tratara de una palabrota. Solo eso debería ser prueba suficiente para demostrar la desesperada falta que hace.
En general, y entre otras cosas, me describo como un antifascista. En concreto, trabajo en los comités directivos locales y nacionales de una organización llamada Campus Antifascist Network (CAN), cuya misión es construir amplias coaliciones que aglutinen a las distintas comunidades que existen en los campus universitarios, con el objetivo de prevenir que se afiancen las fuerzas subrepticias del fascismo y para movilizarse en su contra cuando aparecen. En calidad de eso, regularmente colaboro y organizo eventos con personas de muy diversa índole que no dudarían en describirse a sí mismas como antifascistas (desde socialistas de la DSA hasta anarquistas o demócratas de base). De forma colectiva e individual, nuestros grupos realizan un gran trabajo que entra dentro de lo que se considera la más amplia y polifacética causa antifascista; una causa que, en contra de lo que suele pensarse, no se limita únicamente a dar puñetazos a nazis y a supremacistas blancos como Richard Spencer.
Sin embargo, he descubierto que quizá el mayor obstáculo para el avance de esta causa y la consecución de un mayor apoyo en su favor es el amplio estigma popular que se asocia con antifascismo en la política presente. Atenuar el tenaz control que ejerce este estigma sobre el pensamiento de nuestros conciudadanos, y ayudarles a ver que sus luchas diarias están más estrechamente relacionadas con la causa general del antifascismo de lo que podrían pensar, es una tarea hercúlea, pero vital, que no tiene comparación posible. No debería ser difícil ver que uno de los primeros indicios del desplazamiento del subconsciente estadounidense (e internacional) hacia una política y filiación de tipo fascista es la denigración generalizada que se hace de aquellos que más se dedican a contrarrestar el fascismo.
Por el bien del futuro de la izquierda, debemos trabajar juntos para recuperar el rol del antifascismo (tanto en el ámbito de base, como en el imaginario popular); debemos desligar al antifascismo y a su reputación de los malentendidos que se vierten sobre él y del estigma radioactivo que continúa haciéndolo parecer más desagradable que nunca, precisamente cuando más se necesita; y quizá más importante todavía, debemos rescatar al antifascismo del vacío desalmado y falto de ironía que se oculta detrás de la cara de idiota de Madeleine Albright.
Palos y piedras
¿Dónde está el origen de este estigma? Para ser justos, una parte proviene precisamente de las locuras y la desorganización de las actuales políticas antifascistas, incluido el fracaso de los antifascistas por combatir la mala prensa que reciben con una “marca” que conecte con un público más amplio y consiga influenciarlo. Sin embargo, para ser más justos todavía, una gran parte de nuestra lucha cuesta arriba por disipar las numerosas fuentes de desinformación que tienen al activismo antifascista como objetivo, está relacionada con el aumento de una industria doméstica que se dedica a difamar al antifascismo y que está compuesta por una amplia gama de expertos y políticos, que va de la extrema derecha a la izquierda extremista.
Sin embargo, esto no quiere decir que todos los argumentos en contra del antifascismo sean iguales. De hecho, después de recibir multitud de ataques verbales incendiarios, uno empieza a tener la sensación de que, sin contar las caricaturas absurdas y el alarmismo cínico, la derecha comprende al núcleo radical del antifascismo mejor que muchas personas de la izquierda. La derecha entiende que lo que actualmente llamamos “antifa” no es más que una parte de un movimiento más amplio. Un movimiento (o un “movimiento de movimientos”) compuesto por diversos grupos de izquierda cuyo compromiso con el antifascismo es (o debería ser) completamente indisociable de su impulso colectivo por derrocar las existentes fuerzas sociales desiguales, dominantes, excluyentes y violentas, que los fascistas y los protofascistas querrían adueñarse y convertir en un arma que poder utilizar en su propio beneficio. Al mismo tiempo, muchos en la izquierda están ocupados en distanciarse del antifascismo como tal y dejar aislados a los antifas como si fueran una secta aberrante con poca o ninguna conexión con la izquierda “verdadera”. (Están, por decirlo claro, apuñalando por la espalda a los antifas, que son considerados por lo general un sinónimo de los anarquistas, y dejando a camaradas como los acusados del J20 en la estacada).
Podemos ver ante nuestros propios ojos cómo las habituales críticas desde dentro de la izquierda contra los antifa en particular, y contra los antifascistas en general, comienzan a afianzarse y convertirse en opiniones generalizadas sin discusión posible. De esta versión de consenso, afloran tres críticas principales sobre el antifascismo:
  • El antifascismo está, en su sentido más literal, equivocado. El movimiento antifa, según ese argumento, concentra exclusivamente su energía en pelearse con individuos despreciables y grupos de odio radicales como si fueran la mayor y más urgente amenaza contra la sociedad, sin importar lo insignificantes y marginales que sean. Al hacerlo, los activistas antifascistas ignoran los horrores políticos y socioeconómicos del presente. Al fijar su mirada en un mal quimérico situado en un horizonte lejano, en lugar de ver las realidades materiales del presente, son incapaces de reconocer que es poco probable que se produzca un auténtico resurgir fascista si tenemos en cuenta que las condiciones históricas objetivas de nuestro momento actual se parecen muy poco a las que engendraron el fascismo de verdad en Italia después de la I Guerra Mundial o en Alemania y en España poco tiempo después.
  • El antifascismo es pueril. Esta acusación se basa en que los antifascistas no siguen ninguna doctrina, que sus acciones las llevan a cabo en gran medida activistas desorganizados que convierten en realidad sus fantasías de machotes que luchan de forma literal contra nazis en las calles y que utilizan los puños para conseguir justicia y gloria. (Esta imagen por lo general va acompañada de una percepción de los antifascistas como militantes con una mentalidad cerrada que no están interesados en discutir y que tienen el gatillo fácil para tachar de “fascista” a cualquiera que no está de acuerdo con ellos). Su obsesión con la acción directa, e incluso violenta, que a menudo provoca comparaciones con la alt-right, demuestra su falta de madurez y su falta de habilidad para organizarse a largo plazo y a gran escala.
  • La táctica del antifascismo es corta de miras. Los críticos sostienen que, aunque puede que las tácticas más fácilmente reconocibles contra las movilizaciones fascistas (sobre todo dar puñetazos a los nazis y la “negación de plataforma” (no-platforming)), cosechen beneficios en el ámbito local y de forma inmediata, en el fondo no son más que catárticas y antipolíticas. Para ellos, los excesos exagerados y provocadores de las políticas antifascistas demuestran el peligroso menosprecio que siente nuestro movimiento por el poder de percepción popular y por las estructuras de poder más importantes que conforman la vida y la política estadounidense (unas estructuras de poder que a menudo utilizan las tácticas de los antifascistas como excusa para reprimir a la izquierda misma).
En pocas palabras y según esta visión, la política antifascista es fácil. Es totalmente reactiva, y no está concienzudamente organizada; es emocional, y no está muy bien pensada; se centra única y exclusivamente en combatir las amenazas inmediatas sin preocuparse mucho por la imagen o por los efectos a largo plazo; y se limita a enfrentarse frontalmente con individuos o pequeños grupos extremistas sin prestar atención a la situación histórica general que los engendró.
El espejo de Ockham
No obstante, esta no es la realidad del antifascismo. La idea de que las políticas antifascistas son simplistas y limitadas se basa, irónicamente, en una interpretación limitada y simplista de lo que es el antifascismo. Esa interpretación es lo que sucede cuando el sesgo negativo, los rumores y las caricaturas generalizadas se repiten tanto como para convertirse en una sólida realidad. Es lo que sucede cuando una mala experiencia personal con gente que se llama a sí misma antifascista se convierte en el modelo para juzgar las políticas antifascistas en su conjunto. Es lo que sucede cuando una visión miope de las cosas tal y como aparecen (o no aparecen) en internet se confunde con una cobertura completa del mundo en general. Igual que un proyector de vídeo, se proyecta a través de los ojos una determinada visión sobre la vida, directamente sacada del ordenador, que sale por el gran orificio de la propia cabeza.
La imagen real es bastante diferente, y dice mucho más sobre la izquierda actual, que cada vez haya más segmentos que se apresuren a rechazar el antifascismo, como si este representara una especie de antítesis caricaturizada de nuestros objetivos principales. Porque el antifascismo no es una ideología repetida, sino que, en el fondo, es una forma de hacer política (una postura política firme) con toda la finalidad y voluntad de un movimiento popular, que se aprovecha de la larga y transnacional infraestructura de la política socialista, comunista y anarquista para frenar en seco las movilizaciones fascistas, y al mismo tiempo, como describe el historiador Mark Bray, “desarrollar el poder comunitario popular e inocular el fascismo en la sociedad mediante la promoción de una visión política de izquierdas”. Se trata de una política concertada, basada en la coalición, que percibe la violencia de la extrema derecha y los impulsos autoritarios populares como una continuidad histórica y como una probabilidad repetible en los convulsos extremos dialécticos del capitalismo y del nacionalismo.
Por ese motivo, los antifascistas entienden que es peligrosamente reductor asumir que el antifascismo es innecesario porque nuestras condiciones históricas son diferentes de las que dieron lugar al fascismo en el siglo XX. En palabras de Geoff Eley, un reputado historiador del nazismo: “No tiene sentido trazar paralelos directos entre las políticas actuales de la extrema derecha y las políticas que se autodenominaban fascistas en aquel entonces”. La verdadera pregunta es: ¿qué tipo de condiciones materiales y qué crisis (inter)nacionales harían que políticas de corte fascista resultaran atractivas para las personas de hoy en día, personas cuya fe en las operaciones e instituciones de los gobiernos democráticos presentes está erosionándose rápidamente, tal y como sucedió en el pasado?
Al contrario de lo que sugieren quienes lo critican, el antifascismo no se basa en luchar contra la fantasía alarmista y temerosa del futuro de una distopía totalitarista, sin preocuparse por las heridas abiertas de este presente lo suficientemente distópico. Más bien, el antifascismo es, si cabe, el que más pendiente está del presente, porque adopta una postura sobria y verdaderamente materialista (en ausencia de una sólida alternativa de izquierdas) en relación con una inevitable deriva nacional hacia soluciones de estilo fascista para las crisis globales del siglo XXI: cambio climático; intensificación de guerras internacionales por los recursos naturales; crisis de refugiados y migrantes cada vez más graves y, por ende, inquietud por las fronteras abiertas y la identidad nacional; la automatización del trabajo; grados cada vez más notorios de desigualdad económica y precariedad financiera; etc.
A medida que estas crisis se multiplican, aumenta la probabilidad de que Estados Unidos y otros países se sientan atraídos por los impulsos fascistas que cada vez más caracterizan nuestro siglo. “Mentalidades defensivas, conjuntos de políticas organizadas en base a la ansiedad, la cerrazón como paradigma social emergente, son los factores que motivan progresivamente las tendencias autoritarias y violentas de los gobiernos contemporáneos. Si combinamos todo esto”, escribe Eley, “podrá producirse el tipo de crisis que fragüe una política similar al fascismo”. La persistencia de una situación de crisis ha permitido, y seguirá permitiendo, que prosperen las políticas de derechas al estilo de Trump. En vista de esa situación, cualquier política de izquierdas que no sea conscientemente antifascista está condenada al fracaso.
Por tanto, el asunto no es reclamar que el fascismo reciba un tratamiento más justo, hay cosas mucho más importantes que eso. Además, tampoco tengo motivos para reiterar aquí una explicación más completa y sofisticada de la historia y el funcionamiento práctico de las políticas antifascistas cuando otros ya han dedicado horas extraordinarias a hacer precisamente eso (véase Natasha Lennard, Mark Bray, Shane Burley, Alexander Reid Ross, etc.). El asunto es que, para poder reivindicar el antifascismo en nombre de una izquierda ecuménica que esté a la altura de las necesidades de este siglo, nos vemos obligados a enfrentarnos a serias contradicciones ideológicas y tácticas que se integran dentro de las principales críticas de izquierda a las políticas antifascistas actuales.
Tales contradicciones, sobre todo en lo que se refiere a establecer cómo deberíamos abordar la cuestión del poder, están directamente relacionadas con el futuro de cualquier política que se considere de izquierdas en Estados Unidos. Si no se aborda esta cuestión, no solo seguirá entorpeciendo nuestra capacidad colectiva para luchar contra las movilizaciones fascistas cuando aparezcan, sino que también socavará la tarea última de elaborar una política de izquierdas que corrija las perversas condiciones materiales de las que surge y en las que se afianza el fascismo.
Pérdidas netas
Ahora agárrense fuerte, porque vienen las alusiones al errático y provocador Freddie DeBoer. Actualmente, es casi imposible mencionar a DeBoer durante una conversación de izquierdas sin provocar una acalorada orgía de ataques ad hominem en la que todos acaben frustrados e insatisfechos. Esto no es del todo sorprendente, ya que el sello distintivo de DeBoer en internet es sobre todo el de provocar, e incluso dividir, a los compañeros de izquierdas.
No obstante, quiero dejarlo claro: tengo exactamente cero interés en meterme en las “políticas” de culto online (positivo o negativo) a la personalidad. Simple y llanamente, son una auténtica pérdida de tiempo. Sin embargo, si tenemos en cuenta la presión que ejercen estos temas sobre la dirección que toma el discurso interno de la izquierda actual y si tenemos en cuenta cuánto modulan nuestro propio pensamiento y nuestra receptividad hacia ideas opuestas, creo necesario ofrecer un descargo de responsabilidad.
Casi no conozco a Freddie, nunca nos hemos encontrado en persona, aunque nuestras limitadas interacciones han sido cordiales. Lo que sí sé es que no tengo ningún derecho a hablar de su carácter o sugerir cómo el mismo debería encajar la interpretación que los demás hacen de su trabajo. Aunque pudiera, ¿de qué serviría? Y, de todos modos, esto no va sobre él, ni sobre cualquier otro individuo que se mencione aquí (esto trata de trabajar en las ideas, no de acusar o condenar a individuos). Sin embargo, en la medida en que los argumentos de DeBoer sobre las políticas y tácticas antifascistas se reutilizan extensamente y suponen una rama influyente y relativamente extendida del pensamiento progresista dominante, sería difícil, y al mismo tiempo ridículo, ignorarlos. (De hecho, en algún momento u otro, DeBoer ha empleado casi todas las caracterizaciones negativas que se enumeran más arriba). Por eso me centraré en esos argumentos y en nada más.
Poder roto
Uno no puede realmente comenzar a hablar de políticas antifascistas, o de cualquier otra política, en realidad, sin hablar primero de poder. ¿Cuánto poder tenemos actualmente? ¿Cómo conseguimos más? ¿Cómo y dónde, en nuestros respectivos entornos, podemos aprovecharlo de manera eficaz y con qué objetivos? ¿En qué consiste el poder legítimo en la actual economía política y cuánto de lo que consideramos poder no es más que fárrago, comodidad o distracción? ¿Qué tipo de poder tienen nuestros enemigos sobre nosotros? ¿Cómo determina su poder quiénes somos y cómo pensamos? Y, ¿de qué medios disponemos, de manera individual o colectiva, para protegernos?
Estas preguntas básicas suponen el necesario punto de partida para cualquier cometido de carácter escrito u organizativo que se considere “político”. Yo mismo soy un escritor y organizador, pero rara vez soy capaz de ofrecer respuestas satisfactorias a estas preguntas. Sin embargo, al menos intento mantener una visión lo más amplia que puedo sobre ellas, porque si no pienso en el poder, lo más probable es que esté dejando que el poder piense por mí.
Es muy sencillo: sin un cálculo serio y estratégico sobre la cuestión del poder, no existe política de izquierdas. Y para cualquiera que lea, escriba u organice en la actual esfera política de izquierdas, la necesidad de realizar semejante cálculo es particularmente aguda. Teniendo en cuenta que las fuerzas reaccionarias claramente tienen el control, cualquier fallo por nuestra parte en lo que se refiere a evaluar de manera sobria las opciones estratégicas de que disponemos en la actual estructura de poder podría fácilmente tener consecuencias desastrosas.
Sin duda, las políticas antifascistas contemporáneas suelen funcionar como chivo expiatorio para los críticos, que las tildan de fracaso pragmático, para explicar la realidad de cómo funciona el poder hoy en día. De hecho, para un contingente cada vez mayor de la izquierda, se ha convertido en una práctica habitual desdeñar las políticas antifascistas haciendo referencia, o postergando, al poder en sí. Esto se hace especialmente patente cuando se trata de “antifascismo” dentro del movimiento estudiantil.
Esta línea de pensamiento cuenta con diversas variaciones del mismo argumento, que han avanzado ya algunos de mis compañeros de izquierda, como por ejemplo Freddie DeBoer y Angela Nagle. Tanto DeBoer como Nagle sostienen que la izquierda se centra demasiado en cosas como construir marcas personales, realizar “sensibilizaciones” y predicar a nuestro coro habitual de internet. También sostienen que, además de cualquier otra forma perceptible de poder, la izquierda carece seriamente de la habilidad para lidiar con los fundamentos prácticos y teóricos de sus propias convicciones sobre el poder, y que en su lugar optan por emplear visiones de consenso mal definidas, algo que no creo que esté muy lejos de la realidad.
Sin embargo, en mi opinión, el problema es que el poder como tal está comenzando a rechazar cada vez más las políticas antifascistas de gente como Nagle, DeBoer, etc., que cualquier otro principio teórico de izquierdas. Para ilustrarlo, voy a emplear una larga cita de DeBoer, que proviene de un debate que tuvo lugar en el programa televisivo de Katie Halper, donde él y Nagle compartieron sus opiniones sobre los activistas universitarios que emplean la táctica antifascista de la negación de plataforma:
“Cuando hablamos de estos debates sobre la libertad de expresión, siempre nos situamos en este extraño universo teórico en el que [la gente de izquierda] tiene poder político de verdad, y eso no es así. Históricamente sabemos que si se resume el discurso de alguien no es el de la derecha, que hoy en día es quien domina la política electoral estadounidense, sino el de la izquierda. Eso es MaCartismo; eso es acabar con el activismo palestino en los campus universitarios. Ha sido un esfuerzo coordinado extremadamente popular entre los directores conservadores de esas universidades y ha sido mucho más eficaz que otros esfuerzos por acabar con el discurso de odio… ¿Quién creemos que va a sufrir el mayor castigo si se implementa una nueva serie de medidas para regular lo que la gente puede hacer o decir?...Si hay alguien que va a sufrir las consecuencias del intento por controlar el discurso, a causa de la división de poder en Estados Unidos, es la gente de color, son los gais, lesbianas y transgénero, son las mujeres. Eso es Estados Unidos. Y…tenemos que pensar, no en términos de ese mundo teórico ideal en el que somos los censores, sino pensar en cómo se distribuye el poder en Estados Unidos y cómo es más probable que seamos los censurados”.
Nagle añade que el tipo de políticas de izquierda que esto describe es también defectuoso porque, como hemos oído en tantas ocasiones, hace que agitadores como Milo Yiannopoulos y Richard Spencer aparezcan como víctimas a ojos del público y así generen empatía. Al mismo tiempo, la táctica de la negación de plataforma hace que sea mucho más fácil que la gente que mira las noticias crea que nosotros en la izquierda somos precisamente los grupos violentos e intolerantes que la derecha dice que somos. Después, DeBoer va aún más lejos y sostiene que “la estructura de poder que existe en Estados Unidos” permite que los vengativos legisladores conservadores tengan la capacidad de contraatacar, y lo harán con toda seguridad, contra los censores políticamente correctos de los campus, y se servirán de las manifestaciones como justificación para recortar aún más los fondos de las universidades públicas.
La coalición oculta
Ya sea por accidente o a propósito, al utilizar esa lógica apresurada se está metiendo en el mismo saco a diversos grupos y problemas, y algunas cosas importantes se están quedando en el tintero.
Como demuestra la conversación previa, en la actualidad, la táctica de negación de plataforma se asocia casi exclusivamente con los foros de las universidades y se considera un exceso que utilizan (en el mejor de los casos) estudiantes de izquierda equivocados que lo aplican con demasiada facilidad. Lo que quizá es más problemático con el enfoque que los estudiantes dan a la negación de plataforma hoy en día es su frecuente, y casi inherente, dependencia de una estructura de poder administrativo paternalista (una dependencia que es consecuencia de un modelo de educación superior cada vez más corporativizado que trata a los estudiantes como clientes y a los administradores como divisiones de recursos humanos de los que se espera que arbitren todas las demandas políticas).
Los intentos estudiantiles por denegar una plataforma en el campus a los oradores peligrosos pasan por pedir a la dirección que les retire la invitación o que elabore nuevas políticas que regulen cosas como “el discurso de odio” (o lo que es lo mismo, equipar a las maquinarias directivas reaccionarias con mayores poderes censores). Sinceramente, esta postura infantil y dependiente de la jerarquía que se adopta en las universidades hacia la negación de una plataforma es un blanco fácil para las críticas de DeBoer, Nagle y otros (hasta yo la he criticado, aunque por motivos diferentes).
Pero por eso también es importante destacar la postura marcadamente antifascista hacia lo que ahora llamamos negación de plataforma, que tiene una larga historia que se remonta un siglo atrás y que de ningún modo se limita a los campus universitarios. DeBoer no les dice a los antifascistas algo que no sepan cuando hace alusión a los mayores y más notorios esfuerzos de las autoridades institucionales y gubernamentales por negar una plataforma a los oradores y activistas de izquierda relacionados con grupos externos de protesta que están estigmatizados, como por ejemplo el movimiento BDS. Como señala Mark Bray: “Los antifascistas no están de acuerdo con implementar prohibiciones estatales contra las políticas ‘extremistas’ porque cuentan con políticas revolucionarias y antiestatales y porque esas prohibiciones se usan más a menudo contra la izquierda que contra la derecha”. En su lugar, los antifascistas prefieren el poder colectivo, autónomo y de base para desestabilizar, denunciar, bloquear y aplastar las reuniones fascistas. De ahí el mayor éxito y empoderamiento de los activistas independientes que se organizaron contra la aparición de Richard Spencer en la Universidad Estatal de Michigan en marzo, o de las unidades antifascistas que denunciaron públicamente a los nacionalistas blancos, o los miles que se presentaron para rodear pacíficamente la reunión de extrema derecha que tuvo lugar en Boston a principios de 2017.
De hecho, uno de los desarrollos más significativos que se ha producido últimamente en los campus universitarios es el rechazo a las políticas descendentes de reparto y un acercamiento hacia el modelo antifascista ascendente, autosuficiente y basado en la coalición. Además, al no depender de la dirección, el cambio ha generado nuevos vínculos entre los activistas universitarios y las comunidades que les rodean, ha conseguido inspirar nuevas luchas que van más allá del mundo cerrado y privilegiado de las habituales preocupaciones universitarias y, al mismo tiempo, ha servido para oponerse a los esquemas de poder opresores y neoliberales de las universidades mismas.
Este emocionante desarrollo podría tener importantes consecuencias para las políticas universitarias y para la izquierda en general, pero difícilmente te enterarías si solo escuchas a muchos de los críticos internos de la izquierda, incluidos DeBoer y Nagle, porque las políticas antifascistas se pintan, más o menos, como una rama infantil de las políticas universitarias típicas, y las personalidades políticas universitarias como poco más que un contraste molesto y caricaturizado de las políticas reales (y realistas).
La verdad más asequible
Como paréntesis corto pero necesario, solo quiero repetir algo que he escrito y comentado en numerosas ocasiones: el discurso importa. Los discursos empaquetados sobre el movimiento estudiantil poseen mucho más poder de permanencia cultural y proporcionan un mayor arsenal que la compleja realidad del movimiento estudiantil sobre el terreno.
Todo lo que estamos haciendo para movilizar un frente de resistencia antifascista amplio, diverso y sostenible tanto dentro como fuera de la universidad ya está siendo obstaculizado por la omnipresencia del discurso de derechas sobre el movimiento estudiantil. Y de hecho, ese es el motivo de que la derecha haya dedicado tanta energía durante décadas a elaborar y publicar caricaturas políticamente correctas sobre el activismo universitario. El discurso que se emplea es la manida historia de “la corrección política sin límite”, a las órdenes de una clase insurgente de “guerreros de la justicia social” que imponen su voluntad, vigilan el discurso y las acciones de los demás y rechazan que participen opiniones que ellos consideran “ofensivas”.
Seamos claros: hay muchos aspectos del movimiento estudiantil que son, francamente, molestos, estúpidos, agotadores, contraproducentes y totalmente de cara a la galería. Si alguien quiere defender que se elimine el movimiento estudiantil podría utilizar como ejemplo una multitud de casos que aparentemente prueban que se ha transformado de forma irreparable en un disfraz exagerado y pseudopolítico que rezuma privilegio, egoísmo arrogante e intolerancia rutinaria. Sería una alarmante falta de sinceridad pretender que esos problemas no existen. Por eso es tan vital desarrollar nuevas formas de resolverlos o adaptarse a ellos (se podría empezar por destacar los movimientos estudiantiles que desafían ese modelo en lugar de obsesionarnos con los movimientos que lo utilizan).
Pero la gente de izquierdas no ayuda absolutamente a nadie cuando regurgita de forma perezosa y ciega el relato políticamente correcto de la derecha, que da por hecho de forma falsa y destructiva que esos problemas existen únicamente en los movimientos estudiantiles. (Como si los egos sobredimensionados, las discusiones sobre representación y privilegio, las prioridades enfrentadas y el “postureo moral” no se dieran en ninguna otra rama de participación ideológica u organización popular).
¿Para qué sirve ese discurso exagerado de excepcionalismo universitario, además de para justificar más todavía la creencia de la derecha en que las facultades y las universidades son el verdadero problema? ¿Para qué sirve la mitología políticamente correcta, además de para debilitar la necesaria resistencia que debemos ofrecer frente a los reaccionarios y las virulentas campañas que lanzan contra la libertad académica con el objetivo de someter a los profesores y estudiantes de izquierdas? ¿Qué uso tiene reprender a esos superficiales maniquíes vivientes que se exceden en su función de guerreros de la justicia social como si ellos solos fueran los ignorantes instigadores de la ofensiva y vengativa campaña de la derecha en contra de la educación superior y del activismo estudiantil, cuyas raíces se remontan a la década de 1960?
¿Cree alguien realmente que los legisladores republicanos van a detener de forma repentina la falta de inversión pública y la privatización de las facultades y universidades que se inició hace décadas si los estudiantes frenan de repente sus protestas contra los oradores polémicos? Hace al menos 40 años que utilizan a los movimientos estudiantiles como chivo expiatorio y lo seguirán haciendo mientras les funcione (si algún día necesitan otro chivo expiatorio, lo encontrarán). Porque no se trata de encontrar un equilibrio, sino de acaparar poder, de remodelar la educación superior a imagen y semejanza de la clase dominante conservadora, con el objetivo perenne de establecer una oligarquía capitalista, racista, sexista, anti-intelectual y destructora del planeta. Aceptar sus términos en la guerra por la educación superior sin cuestionarlos y restringir nuestras políticas para darlos plena cabida es una verdadera estupidez.
Y aun así, la triste realidad es que en el actual ecosistema mediático de izquierdas sigue estando increíblemente de moda “arrastrar” a las universidades como una forma fácil de legitimar el propio pensamiento dogmático de izquierdas. Si quieres mejorar tu perfil como político “realista” con los pies en la tierra, siempre puedes sumar puntos acusando a los movimientos estudiantiles de obsesionarse con la vigilancia lingüística, las “políticas identitarias” y el postureo moral en estado de alerta, mientras ignoras las numerosas injusticias institucionales del propio sistema educativo superior y el tipo de problemas políticos y socioeconómicos concretos que importan a la gente normal.
Obviemos que este caudal de clichés acusadores ahoga los incontables esfuerzos políticos de la universidad y su entorno por abordar estos mismos asuntos haciendo precisamente lo que una política de izquierdas más amplia debería estar haciendo: encontrar puntos de encuentro, construir coaliciones diversas y desarrollar estrategias que ejerzan influencia sobre el poder. Obviemos que, a pesar de lo que sugiere la gente que no ha hecho sus deberes, la Red Antifascista Universitaria es simplemente una de muchas organizaciones que vinculan de forma expresa un modelo antifascista de hacer política con una crítica sistemática de las injusticias económicas, políticas, raciales, etc. del neoliberalizado sistema de educación superior y el lugar que ocupa en la destructiva política económica neoliberal en su conjunto.
Fobia a la política
No obstante, si repites algo las suficientes veces, la gente comienza a aceptarlo como una verdad establecida. Si afirmas una y otra vez que tu enfoque político es el más realista, eso basta para convencer a la mayoría de la gente. Aun así, cualquiera remotamente familiar con la situación sobre el terreno sabe que DeBoer y Nagle son solo dos personas de entre una multitud creciente de pensadores de izquierda que promueven su visión política como contrapeso “práctico” y “realista” frente al mundo abstracto, corto de miras y redundante del movimiento estudiantil, sus avatares antifascistas claramente relacionados y cualquier otra secta de izquierdas que supuestamente no preste atención a la realidad del poder.
Ese realismo fetichista se disfraza de dosis de verdad ganada a pulso o de cubo de agua fría que aparentemente tantos de nosotros en la izquierda necesitamos si alguna vez queremos tomarnos en serio conseguir nuestros objetivos. Sin embargo, en la práctica, no sirve para mucho más que para realizar un ejercicio de autoafirmación, que se puede reutilizar eternamente para justificar lo que yo llamaría una falsa política estacionaria. Este es un enfoque político que se autorrealiza, ya que asume que la izquierda debería mantenerse a la espera hasta que adquiera más poder y, al actuar como si pudiera abrirse paso en la estructura real de poder existente sin provocarla para que muestre sus dientes, garantiza que nunca lo conseguirá.
La seña de identidad de esta falsa política es fácil de identificar: el miedo. Miedo a una mayor represión; miedo a dotar a nuestros enemigos de armas más sofisticadas que puedan utilizar en nuestra contra; miedo a fracasar en la tribuna de la opinión pública; miedo al poder y a los caprichos reaccionarios de los poderosos. Y sobre todo, quizá, es el miedo aterrador a perder la pelea y terminar con menos de lo que tenemos ahora mismo. En pocas palabras, es el miedo a la política. En la práctica, todo ese miedo se traduce en una precaución paralizante en nombre del “pragmatismo” y en aferrarse con nerviosismo al statu quo.
En una discusión aislada sobre las estrategias de los movimientos estudiantiles que terminan dotando de mayores poderes censores a los colosos directivos descendentes, puede que ese miedo esté justificado. Pero esta no es una discusión aislada. Lo que queda claro es que ese característico miedo al poder está intentando convertirse en un principio organizador de la política de izquierdas en general. Por ejemplo, ese miedo característico funciona como una línea de unión que conecta el argumento de izquierdas de DeBoer contra la negación de plataforma y el argumento de izquierdas de DeBoer para, de entre todas las cosas posibles, salvar el SAT (un examen estandarizado para la admisión universitaria).
En el episodio más reciente de su intento por emular el malvado profesional de Leftbook y Left Twitter, DeBoer publicó un artículo en la revista Jacobin titulado “La razón progresista para defender el SAT”, en el que no se muerde la lengua: “Si crees en la igualdad, deberías defender el SAT”.
Solo hay un pequeño, pero evidente problema con eso. Como te puede decir cualquier profesor de secundaria, el SAT es de todo menos una herramienta igualitaria para examinar y medir los logros estudiantiles. El desprecio de la izquierda por el SAT no está infundado y DeBoer lo reconoce: “Los estudiantes negros e hispanos y los estudiantes pobres no sacan tan buenos resultados como sus homólogos blancos y ricos, pero esto es un síntoma de una desigualdad más amplia, no de un examen prejuiciado… Las desigualdades raciales y de clase del SAT son ciertamente preocupantes, pero solo porque demuestran la persistente desigualdad de nuestra sociedad”.
En resumidas cuentas: las disparidades en materia de raza y clase de los resultados del SAT son una cosa real y preocupante, pero estas disparidades no son más que un reflejo de las desigualdades raciales y de clase de la sociedad en general; no suponen ninguna prueba de que el examen en sí sea implícitamente parcial o injusto. Además, las principales alternativas para determinar los logros de los estudiantes, como por ejemplo las “evaluaciones holísticas” que se centran en los cursos avanzados y en las materias extracurriculares, solo servirían para inclinar la balanza todavía más a favor de los ricos y privilegiados. Por eso, en ausencia de mayores cambios en nuestra sociedad sumamente desigual, las personas de izquierdas solo empeorarían las cosas si se deshicieran del SAT y por eso deberían luchar para conservarlo.
Veamos, no hay nada intrínsecamente erróneo con este argumento. En lo que a argumentos se refiere, es tremendamente lógico. Solo que no es un argumento de izquierdas. Si acaso, más que nada, se trata de una mención clintonesca que pretende conservar el statu quo y disfrazarlo de retórica igualitaria meramente formal. Es un argumento para no perder algo, para que las cosas sigan como están, para permanecer estacionarios y hablar de una política de izquierdas factible dentro de la estructura real de poder existente. Es un argumento para dejar algo totalmente en paz por miedo a que algo malo pueda ir a peor.
En este cálculo de avestruz sobre lo que es políticamente posible, la desigualdad se vuelve aceptable si tenemos en cuenta la amenaza de una desigualdad mayor. Sin embargo, ¿no reside la única justificación para decir que un argumento es de izquierdas en una cierta fidelidad con la lucha central por combatir y erradicar esa desigualdad? Y si eso es así, ¿qué uso tiene publicar un artículo en una revista de izquierdas y sostener que es “progresista” acatar la desigualdad? ¿Para qué sirve? De forma implícita, parece ser que, tanto DeBoer como aquellos que piensan como él, creen que una postura de izquierdas conveniente pasa por amonestar a personas de izquierdas por ser de izquierdas, es decir, por perseguir una visión del mundo que sea mejor y más justa que el actual statu quo.
Si aplicamos esta lógica, la izquierda no está jugando a ganar, por emplear un símil deportivo, sino que está jugando a no perder. Es más, si tenemos en cuenta las abrumadoras pruebas de que estamos perdiendo por goleada, la lógica implícita es que hay que jugar lo más a la defensiva posible para que no nos expulsen definitivamente del campo de juego. Absolutamente todo en esta visión es razonable, y está abocado a un desastre seguro.
Si observamos de manera sobria los actuales desequilibrios de poder político, económico y de gobierno en Estados Unidos, como DeBoer nos incita a que hagamos, ¿qué razones tenemos, si es que hay alguna, para pensar que sacaremos algún beneficio del desfase existente si nos quedamos quietos, luchando solo por el statu quo o simplemente avanzando a paso de tortuga para protegernos y retirándonos rápidamente cada vez que el poder amenace con represalias? En todo caso, la estructura real de poder existente es una prueba mayor de que presentar una dura batalla por la progresiva comunidad de valores que queremos, incluso aun a riesgo de fracasar, es mejor que el fracaso garantizado que supone recortar gradualmente nuestras luchas y amoldarlas a los espacios cada vez más pequeños que nos deja el poder. Es la prueba de que quedarse quieto mientras el mundo sigue girando a lo loco es una condena de muerte. Es la prueba de que las fuerzas del expolio capitalista, el supremacismo blanco, la reacción cultural y el militarismo están siempre avanzando, aunque nosotros no lo estemos, en una guerra de posicionamiento sin fin; y, que no quepa ninguna duda, ellos están jugando a ganar.
Esta vez habrá fuego
Tratamos al poder como si fuera fuego. Lo queremos, soñamos con él, pero más que nada nos da miedo quemarnos, aunque nos cocine vivos a fuego lento. Esta postura no está totalmente injustificada: la izquierda estadounidense se ha pasado la mayor parte de su miserable vida quemándose. Aunque eso es casi, por definición, lo que la convierte en izquierda. Nuestras políticas se han construido, o deberían haberlo hecho, a partir de las brasas y cenizas de la historia. Las políticas de izquierdas surgen del drama colectivo y calcinado de aquellos que la maquinaria del capital, la supremacía blanca, el patriarcado, el imperio y las interminables guerras han atrapado y consumido.
Y sin embargo, todavía seguimos fingiendo que es reconfortante y necesariamente realista que la izquierda construya una política cautelosa basada en el miedo sobredimensionado a enemistarnos con las mismas fuerzas que trabajan para destruir lo que somos, y a nosotros también si es necesario. Fingimos que llegará un momento en que la izquierda podrá avanzar sin miedo a que el centro la arroje a los leones y que la derecha reaccionaria no peleará al máximo por acabar con ella.
Fingimos que podemos luchar por el mundo que debería ser sin que el mundo que es nos queme en el intento. Pero, ¿cuándo fue eso así? La lucha por el poder es, por definición, un riesgo de incendio. Allí donde hay política hay ardor. ¿Cuántos de los logros decisivos de la izquierda que aportaron más dignidad, igualdad, justicia y bienestar a la vida de las personas a lo largo de la historia no se consiguieron chamuscándose las manos por completo?
Esta es quizá la mayor y más necesaria contribución que la orientación antifascista puede ofrecer a la izquierda hoy en día: una comprensión urgente de que la historia seguirá avanzando con o sin nosotros. Ayudar a reconocer que permanecer estacionarios es una sentencia de muerte mientras los extremistas violentos siguen adoptando iniciativas más osadas y los triviales poderes institucionales conspiran de forma descarada en nuestra contra en el cambiante terreno de nuestro momento cada vez más extremo; ayudar a resistir oleadas de extremismo de derechas mientras seguimos intentando desarrollar un apoyo popular que nos permita desmantelar de forma progresiva las condiciones materiales y culturales que lo engendraron: ese es el núcleo de cualquier política antifascista que merezca ese nombre. Y así es como debería ser para cualquier política de izquierdas del presente.
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Maximillian Álvarez es doctorando por partida doble y capacitador de estudiantes universitarios de los departamentos de Historia y Literatura Comparada de la Universidad de Michigan. Obtuvo su licenciatura y se graduó con honores en la Universidad de Chicago en 2009.
Este artículo se publicó en inglés en The Baffler
Traducción de Álvaro San José.
Fuente:

A la vista de Sochi


rebelion.org

A la vista de Sochi



Tras semanas de amenazas y pronósticos, a los seres humanos que en estos momentos pueblan Idlib les ha sido concedido un aplazamiento en la ejecución de su sentencia. El régimen de Bashar al-Asad y sus patrocinadores rusos no van a arrasar, por ahora, la provincia norteña bombardeándola hasta convertirla en montañas de escombros. Han retrasado, que no cancelado, su ofensiva inicial.
La razón oficial de este no comienzo de hostilidades fue un acuerdo firmado entre Rusia y Turquía, pocos días después de que las conversaciones que incluían a los dos países citados y a Irán parecieran concluir sin concierto alguno.
Las supuestas “conversaciones de paz” de este tipo presentan sus propios peligros, ya que el asesinato masivo en Siria se evitaba o se hacía más probable en función de una conferencia tan sólo integrada por dirigentes autoritarios extranjeros.
En cualquier caso, merece la pena que examinemos el contenido del acuerdo y ver si ofrece alguna causa justificada para el optimismo.
Turquía y Rusia van a patrullar la zona-tampón recién creada en la frontera de la provincia. Esta estipulación trata, en parte, de impedir cualquier brote de violencia no autorizada. Pero el lenguaje del acuerdo contiene otro enfoque: la lucha contra el terrorismo en la provincia de Idlib.
Puede que una leve digresión resulte ilustrativa.
La palabra “terrorismo” ha servido bien al régimen y a sus aliados en el pasado. La intervención directa de Rusia en la guerra siria en 2015, se formuló siempre en términos de actividad contraterrorista aunque, en todo caso, los aviones de combate y las tropas rusas acabaran arremetiendo contra la principal corriente de la oposición. Del mismo modo, el régimen ha tildado persistentemente de “terroristas” a todos sus enemigos internos.
Los ceses el fuego del pasado cayeron en el absurdo a causa del mismo juego de manos lingüístico. Como tales acuerdos contenían una cláusula que permitía a todas las partes continuar combatiendo a los grupos terroristas, la matanza continuó en gran medida sin restricciones y sin cambios. El ejemplo de Ghuta oriental, que dispuso de un inútil alto el fuego antes de ser invadida, atestigua este patrón.
En Idlib, el antiterrorismo performativo exhibe una fachada de apoyo fáctico. Hay'at Tahrir al-Sham (HTS), la organización sucesora del Frente Nusra y sucursal en Siria de al-Qaida, está presente -y plenamente activa- en la provincia.
HTS ocupa una posición central en el acuerdo ruso-turco. En un uso memorable del pasivo, The Guardian informaba que “se espera que los combatientes pertenecientes a HTS evacuen” la zona-tampón y, por último, la provincia. Aún no se sabe con certeza cómo este plan va a venderse a un grupo terrorista con poco respeto por los acuerdos internacionales: el grupo dijo el lunes que haría conocer “pronto” su posición oficial, aunque sus miembros de alto rango han denunciado ya el pacto a nivel individual.
Si HTS insiste en permanecer donde están, la violencia aplazada de un régimen y la ofensiva rusa siguen estando presentes, listas para llevarse a cabo. Faysal Itani ha hecho ver que este punto es más que real al sugerir que las hostilidades pueden reanudarse con ese pretexto si HTS no se evapora antes del 15 de octubre. En esto, el acuerdo de Idlib se asemeja a otros ceses el fuego en Daraa y Ghuta, que se ignoraron o se vinieron abajo invariablemente bajo el peso de una campaña bélica constante.
Hay razones para considerar que este acuerdo es otro ejemplo de prevaricación disfrazada de paz.
No obstante, puede que la ofensiva inmediata se haya aplazado por razones de necesidad práctica. El régimen lleva años sufriendo una escasez constante de efectivos. Sus fuerzas armadas están operando por debajo de su capacidad, teniendo que depender de turbas reunidas por el régimen y milicias de importación y organización extranjeras. Sus hombres están cansados ​​y sus líneas están sobrecargadas. Roy Gutman señala que no es probable que el régimen pueda reunir más de 30.000 soldados para una ofensiva contra una provincia que contiene decenas de miles de rebeldes, muchos de ellos deportados de otros frentes de batalla como parte de acuerdos conseguidos tras rendirse, algunos de los cuales como consecuencia del amplio apoyo turco; además de los yihadistas curtidos en la batalla que la propaganda del régimen tanto destaca.
No sería extraño que la anunciada ofensiva no se produjera. Esta posibilidad queda reforzada por el aspecto señalado por Itani de que es probable que el acuerdo se base en la “convergencia ruso-turca” establecida sobre la base de una “alineación de intereses”. El presidente de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, no fue el único en pronosticar un “baño de sangre” en Idlib, pero también encontró su propio nicho global al condenarlo. Impedir la inevitable masacre sirve a los intereses de Erdogan, tanto militar como políticamente.
El régimen de Asad, clientelista de Rusia, tiene sus propias razones para aceptar detener temporalmente su campaña para dominar “cada centímetro” del país, una frase que no sólo hundió los altos el fuego anteriores, sino que demostró ser parte de una estrategia consciente de conquista. Esto se pone en evidencia en los informes de que el acuerdo ruso-turco es una victoria incruenta para el régimen, que incluye facilitar la reapertura de las autopistas M4 y M5, que conectan Latakia y Saraqib, y el sur de Siria y la frontera turca. Estas carreteras, cerradas durante cuatro años, son fundamentales para los planes del régimen de remodelación económica, además de la proyección de su poder político.
Toda esta charla respecto al interés mutuo en evitar la guerra tiene sus límites. La cooperación ruso-turca no impidió la agresión del régimen en contravención de los ceses del fuego del pasado; y el Estado ruso ha demostrado su disposición a reforzar la capacidad de agresión del régimen.
Cortar Siria en pedazos y crear zonas-tampón no puso fin a la violencia en el pasado, simplemente la pospuso. No hay ninguna razón para pensar que este acuerdo tenga más posibilidades de mantenerse que sus predecesores. El patrullaje conjunto de Turquía y Rusia no es garantía de paz. Incluso las áreas bajo la protección directa de Estados Unidos han sido objeto de ataques prolongados y firmes por parte de las fuerzas del régimen y las milicias aliadas. La agresión fundamental del régimen y la falta fundamental de intenciones pacíficas no se ven socavadas por su debilidad ni porque los poderes circundantes adopten una postura temporal de pasividad.
Uno siente la existencia de un trasfondo en el cauteloso optimismo que algunas organizaciones de derechos humanos y de ayuda humanitaria han expresado desde que se anunció el acuerdo: alivio. Ese alivio es auténtico, pero bien poco significa para el futuro del país.
En una guerra que ha durado tanto tiempo ya como la de Siria, que ha llegado a esa etapa de degradación, cualquier resultado que no incluya una masacre en un plazo inmediato, encuentra una positividad nerviosa. Esto es comprensible, pero también es una trampa que hace que una crisis pospuesta parezca un problema resuelto.
James Snell es un escritor británico. Ha colaborado con The Telegraph, National Review, Prospect, History Today, The New Arab y NOW Lebanon, entre otras publicaciones. Twitter: @James_P_Snell.
Fuente: https://www.aljumhuriya.net/en/content/sight-sochi
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión.org como fuente de la misma.

De la esclavitud a la rebeldía


rebelion.org

De la esclavitud a la rebeldía

 

 


Más de 80 días de protesta llevan las obreras del sector textil de una fábrica en Itagüí por falta de pago de salarios, cesantías, primas y horas extras
Son las 5:30 de la mañana, hora de entrar a la fábrica de confecciones pero esta vez no a tejer ropa interior de hombre, mujer y niños para marcas reconocidas colombianas y extranjeras, sino a protestar para defender los derechos laborales, de los que nunca, por más de 20 años, supieron que existían. Quince mujeres de la empresa Integrated Apparel Solutions S.A –IAS- desde hace tres meses se tomaron las instalaciones por falta de pago y garantías laborales y no saldrán de allí hasta que se resuelva la situación.
Estas quince obreras fueron las últimas en quedar después de varios despidos masivos hechos este año. Para el 2009 eran 1.300 empleadas cuando la empresa tenía como nombre Coditex (creada hace 40 años) pero fue liquidada para luego conformar IAS ese mismo año y con el mismo dueño, Mauricio Arriola, quien falleció en el 2014 y dejó la empresa a su hijo Federico Arriola Moreno. Además crearon otras empresas paralelas en el mismo sector textil en el municipio de Itagüí con las ganancias de ésta. Para este año sólo quedaban 90 empleadas y 80 con contrato a término indefinido.
“Lo que hay aquí es un desconocimiento sistemático de derechos laborales, es decir una empresa que se empezó a colgar con las obligaciones laborales a no pagar cesantías, a no pagar vacaciones, a no liquidar trabajadores que se iban, una serie de incumplimientos que terminan finalmente con la liquidación. Del 2009 para acá no sólo se creó IAS sino otras empresas con el mismo grupo de socios las cuales todas entraron en el mismo momento en liquidación, entonces hay que estar muy pendientes por si eso es una maniobra fraudulenta para robar los derechos laborales de las trabajadoras, para no pagar las acreencias laborales”, explica Fabio González, abogado de las obreras.
La liquidación de una empresa es el último mecanismo al que se recurre después de haber agotado otras posibilidades. Antes de eso, si el empresario es diligente y quiere conservar la fuente de empleo, antes de acarrear problemas sociales y humanitarios, lo que hace es entrar en un proceso de reorganización empresarial donde normaliza las deudas, los activos, llega a acuerdos con los empleados en un periodo de tiempo. Pero aquí sucedió todo lo contrario, a ellas nunca se les avisó de las situaciones, sino que las iban llevando con engaños. Aquí lo que se presentó fue un problema con la mala administración de la empresa.
Desde el año 2017 dos mil empresas de confección se han cerrado en Antioquia por crisis financiera, incluso Fabricato suspendió operaciones por 15 días en agosto del año pasado y en menos de siete meses 60 mil antioqueños se han quedado sin trabajo. En Colombia siete millones de personas viven de la industria textil. Uno de los principales problemas de esta crisis es el contrabando de telas que llegan de China, Bangladesh y Vietnam. O los altos costos de los hilos. Para esa misma fecha los empresarios anunciaron pérdidas del 40% y tres meses después hablaron del 70%.
Lo paradójico es que en el sector textil la preocupación siempre va hacia los empresarios, por sus pérdidas pero no hacia los trabajadores que son los que más aportan a esa economía, especialmente mujeres; se pasan la vida entera frente a una máquina trabajando para un patrón.
La vida entre máquinas de coser
Adriana lleva 25 años en la empresa y Rosalba 22. Ambas muy joviales. Cada una entraba a la fábrica, de afán, sin tiempo para conversar con sus compañeras, casi ninguna sabía qué le pasaba a la otra. Las de unos módulos no se conocían con las otras, terminaban de trabajar y todas salían corriendo para sus casas. Incluso la misma empresa al dividirlas por módulos, también lograba dividirlas socialmente.
El calor dentro de la empresa es insoportable y eso que ninguna máquina está prendida. Evoco tiempo atrás cuando todos los módulos tenían sus máquinas funcionando. Entre una y otra la distancia era muy corta. A los pies de una obrera estaba el motor de la máquina de la otra. Las posibilidades de moverse ahí eran pocas. Quince minutos para desayunar, cepillarse, ir al baño, cinco para tomar la media mañana.
La gran mayoría de mujeres que trabajaban en IAS eran madres cabeza de hogar. Sus hijos se criaron solos, con la solidaridad de algún vecino, en ocasiones aguantaron hambre. Y la madre todos los días a sentarse frente a una máquina.
¿Qué significa una máquina para usted? Le pregunto a Adriana: “Ahora no le veo el significado y me pone triste porque me hicieron tanto daño durante 25 años que laboré para alguien en quien yo creí y que pensaba en mi necesidad, pero no era así, resulta que él pudo levantar sus hijos de buena manera y yo los míos los tuve que dejar a medias porque él me faltó a algo bueno que yo hice por la empresa. Lo que yo hice aquí en una máquina no valió de nada. Mi sentimiento hacia una máquina es de dolor”.
Trabajaban ocho horas diarias como mínimo porque esas horas se podían alargar hasta diez, doce o más. “Sin pagarnos, decían: necesitamos esta producción para Leonisa para poderles pagar a ustedes siquiera una semanita. Nos teníamos que doblar y nosotras ¿Qué hacíamos? Nos doblábamos. El pago no se veía por ningún lado. Nos hacían una reunión y nos decían que sí había entrado tanta planta pero que —eso se fue para los servicios, para el arriendo, para algún proveedor y no quedó nada para ustedes-. No teníamos para los pasajes y la empresa los conseguía prestados”, recuerda Adriana.
Y Rosalba también recuerda esos momentos donde tenían que aguantar de todo por la necesidad del trabajo: “Joaquín Cabrera era uno de los que nos hacía reuniones para decirnos que no había pago. Le decíamos que con qué íbamos a volver al otro día y nos decía -váyanse para la Veracruz a volear llavero que allá le dan los pasajes, consíganse un mozo que él le da los pasajes-. Era denigrante porque después de que no nos pagaban nos mandaban para allá, es muy duro”.
Todas se quejan de algún dolor en el cuerpo, sobre todo en la columna y los brazos. Eran más de ocho horas haciendo el mismo movimiento. Casi no hablaban entre ellas. Los problemas familiares se sufrían en silencio. Las sillas para trabajar no tenían nada de comodidad, eran de madera con cuero, como esas de cafetería, algunas la marcaban con su nombre para no perderla por que era la mejor que podían conseguir, incluso se presentaban discusiones porque otra la cogía primero.
“Todo el día nos la pasábamos con la cabeza agachada, no hablábamos. Pensábamos en producir. Al lado de cada módulo había un tablero donde cada hora lo venían a revisar y a preguntarnos por lo que habíamos hecho. Nos calificaban, siempre nos exigían más que porque supuestamente no estábamos cumpliendo”, cuenta Adriana.
En diciembre les hacían integraciones y a cada módulo les daban una camiseta de color diferente, entonces las del mismo color se hacían juntas, no socializaban con las otras y no lograban integrarse. “Tantos años en una misma empresa y siempre nos mantenían divididas, ahora es que nos damos cuenta de eso”, agrega Rosalba.
Mujeres que se rebelan
A pesar de toda esa esclavitud que tuvieron que vivir algunas hasta 30 años, seguían trabajando sin levantar la cabeza, sin hacer ningún reclamo. No tenían idea de sindicatos, ni siquiera de que tenían unos derechos como trabajadoras de una empresa. Este año no les habían pagado el trabajo de dos meses, cuando normalmente el pago era cada ocho días. Veían que de la empresa sacaban máquinas con la excusa de que no había personal para usarlas y estorbaban ahí.
“Se llevaron las mejores máquinas y nos dejaron las chatarras. Esto no alcanza para pagarnos todo lo que nos deben. Ellos cuando dijeron que iban a acabar con esto era porque ya habían sacado las cosas de más valor. Cuando sacaban las máquinas nos decían que las iban a vender para podernos pagar. El dueño nos decía que esto iba a salir adelante y siempre nos daban ese ánimo para que siguiéramos trabajando”, recuerda Rosalba.
Ya ellas se empezaron a preocupar. Decidieron buscar asesoría y contar la situación. Llegaron a la Central Unitaria de Trabajo –CUT- después de que el Ministerio de Trabajo las atendiera de mala manera.
Allí les ayudaron a crear un sindicato de base: SintraAIS. El 18 de mayo se constituye el sindicato y el 21 de mayo la empresa despide arbitrariamente a 14 empleadas, entre ellas a Adriana. El 25 de junio la Superintendencia notifica el proceso liquidatorio y nombran a Adrián Osorio Lopera, casualmente el mismo liquidador de Coditex. El 27 de junio ellas se declaran en custodia de los bienes de la compañía para que no terminen de sacar toda la maquinaria y los insumos porque es lo único que queda para el pago de la deuda.
Nace un sindicato
El sindicato se creó ya al final, cuando casi todo estaba perdido, sin embargo el instinto las llevó a dar un giro a sus vidas y a conocer las dificultades y ventajas que trae sindicalizarse. “Yo no tenía conocimiento de un sindicato, siempre me hablaban mal de eso y yo me lo creía. Ahora veo que es todo lo contrario, conocí leyes. Convencer a las compañeras es muy complicado. Nosotros llevábamos dos meses sin sueldo, en diciembre no nos pagaron la prima, no nos pagaron los intereses de la cesantías, con todo eso las muchachas no entendían la importancia de organizarnos y muchas se fueron a buscar otro empleo”, afirma Rosalba.
Es comprensible que las otras mujeres hayan ido a otras fábricas a trabajar, en este caso es más grande la necesidad de tener una entrada económica para alimentar las familias ya que en Medellín no hay muchas opciones para tener una vida digna. Las que se quedaron celebran el nuevo camino que emprendieron; el de la resistencia.
“He aprendido a ver la vida de otra manera. Por decir algo, uno primero se encontraba una protesta, una manifestación en la calle, y decía -vean estos que lo hacen coger a uno de la tarde-. Uno no entendía porqué lo estaban haciendo. En este momento comprendo lo que significa salir a la calle o tomarse la fábrica”, dice Rosalba entre risas.
El sindicato se crea un mes antes, sin que ellas supieran que la empresa iba a entrar en liquidación. A las que despiden ese 21 de mayo es porque el representante legal se entera de la organización que ellas iniciaron. Esa misma semana hay chantajes. A algunas les dicen que renuncien al sindicato que esa empresa se va a acabar, y que si renuncian les dan trabajo en otra empresa. Seguramente ellas no van a recibir los justo, pero sí lo que es legal. Ya saben que deben exigir el reconocimiento del fuero sindical, por eso el representante legal está demandado.
La situación económica para todas es compleja. Algunas tienen deudas con los bancos, a otras les tocó recurrir a los familiares porque se quedaron sin con qué pagar el arriendo o llevar la comida. Por ahora están haciendo ventas y recibiendo ayudas que van a un fondo común y luego se distribuyen para mantener la lucha.
A la una de la tarde sonaba el timbre para salir del trabajo. Era el momento añorado. Ahora son las nueve de la noche y siguen ahí, resistiendo, sin importar que no haya pago, pero tienen los pasajes y la comida que la solidaridad de sindicatos, movimientos sociales y de estudiantes les aporta diariamente. Todas coinciden en que este es el mejor momento vivido en la empresa, porque se dieron cuenta de que sus derechos fueron vulnerados y ahora los pueden defender. Se turnan entre todas para cuidar lo último que les queda, unas máquinas viejas y lo más valioso: la dignidad.
Fuente original: https://prensarural.org/spip/spip.php?article23528

Chile-Bolivia, el comienzo del fin


rebelion.org

 Chile-Bolivia, el comienzo del fin

 

 


Después del fallo de la Corte Internacional de Justicia (CIJ), lo único razonable es que Chile y Bolivia inicien el diálogo amistoso que el mundo les está pidiendo. No basta con las comisiones que tratan problemas fronterizos, comerciales, migratorios, etc. El episodio de La Haya debe impulsar las relaciones chileno-bolivianas al más alto nivel. Ha llegado el tiempo de reanudar relaciones diplomáticas a nivel de embajadas para facilitar el diálogo. Y -¿por qué no?- de programar visitas presidenciales que subrayen la nueva etapa que comenzarán a vivir las relaciones de países hermanos.
Hubo tiempos mejores en las relaciones chileno-bolivianas, como las de los años 50 por ejemplo, cuando el canciller Horacio Walker, padre de la Democracia Cristiana, planteó la idea de un corredor boliviano al Oceáno Pacífico.
En abril de 1952 estalló una revolución nacionalista en Bolivia que tuvo importante influencia política en Chile. Los trabajadores bolivianos, en particular los mineros, junto con fuerzas policiales, se rebelaron contra el gobierno de la “rosca” oligárquica de Patiño, Hochschild y Aramayo, amos de la minería. Fueron días de enfrentamientos que se vieron coronados por la victoria popular al costo de centenares de vidas. La gesta popular boliviana permitió la nacionalización de la minería, la reforma agraria, el voto universal y la disolución y reforma del ejército (lo cual sólo sería en apariencias). Fue la primera insurrección de trabajadores en América Latina. Pero todavía faltaban siete años para la primera revolución socialista en una isla caribeña, Cuba.
Los años 50 eran de tendencias nacionalistas en Suramérica. Sin embargo estos movimientos políticos y sociales pronto mostrarían sus limitaciones. La revolución boliviana rápidamente se degradó bajo los gobiernos del Movimiento Nacionalista Revolucionario (MNR). En 1964 el ejército le dio el golpe de gracias. Los años 50, sin embargo, fueron la época del peronismo en Argentina y de una pálida réplica en Chile: el ibañismo. Con sus luces y sombras los procesos de Bolivia, Argentina y Chile se inter influenciaban y tenían en común el barniz del nacionalismo.
La revolución del MNR en Bolivia encontró eco solidario en Chile. El Partido Socialista Popular (Raúl Ampuero, Clodomiro Almeyda), el Partido Agrario Laborista y el Partido Femenino (María de la Cruz) apoyaron ese proceso. En 1952 esos partidos levantaron la candidatura presidencial del ex dictador Carlos Ibáñez. La votación femenina volcó una impresionante mayoría en favor del viejo general que levantaba una escoba para barrer la corrupción de los gobiernos del Partido Radical. El presidente argentino, general Juan Domingo Perón, visitó Chile y Bolivia. Fue orador en grandes asambleas populares en ambos países.
En agosto de 1955 el presidente chileno Carlos Ibáñez del Campo, hizo una visita de estado a Bolivia. El embajador de Chile en La Paz, Alejandro Hales (que fue ministro de Ibáñez, Frei Montalva y Aylwin), había preparado las condiciones para un positivo diálogo con el presidente Víctor Paz Estenssoro en el que se abordó la mediterraneidad de Bolivia.
En los años 70 el gobierno del presidente Salvador Allende efectuó intentos por normalizar las relaciones. Sus propósitos encontraron oídos receptivos en el breve gobierno popular del general Juan José Torres (asesinado en Argentina en 1976). Pero luego se estrellaron con la cerrada negativa de la dictadura del coronel Hugo Banzer, prohijada por EE.UU.
Las relaciones diplomáticas, interrumpidas por Bolivia en 1962, las reanudó en 1975 -hasta 1978- el “abrazo de Charaña” de los dictadores Pinochet y Banzer. Nuevamente Chile ofreció a Bolivia una salida al mar, iniciativa que frustró Perú. El 2004 el presidente Ricardo Lagos ofreció a Bolivia “relaciones aquí y ahora” (Monterrey, México). El 2006 el presidente Lagos asistió a la toma del poder del presidente Evo Morales, el primer presidente indígena de América Latina. A su vez el mandatario boliviano asistió a la investidura presidencial de Michelle Bachelet y de Sebastián Piñera (2010). Con este último no solo dialogó: también jugó fútbol.
Lo que queremos significar con este recuento parcial de hechos positivos en las relaciones chileno-bolivianas, es que después del fallo de la CIJ la actitud honorable y digna de ambos gobiernos es sentarse a dialogar. Somos hermanos y estamos destinados a hacer historia juntos. La guerra fratricida de 1879, impulsada por intereses oligárquicos en ambos países y por los imperios británico y norteamericano, tuvo consecuencias territoriales irreversibles por de pronto. El botín de guerra solo será superado en tiempos de unidad e integración latinoamericana que borrarán fronteras y chovinismos. Sin embargo una salida soberana al mar para Bolivia no es imposible hoy mediante una negociación amistosa y desprejuiciada, con la mirada puesta en el futuro, tal como propusieron anteriores gobiernos chilenos.
La política de “ni un centímetro cuadrado” de costa para Bolivia, es irracional y va contra la lógica de la historia y de la justicia. Es vergonzoso que esa postura arrogante y chovinista, ni siquiera compartida por gobiernos reaccionarios como fueron los de González Videla y Pinochet, sea respaldada por la mayoría de los sectores políticos representados hoy en el Parlamento. Es otro reflejo del profundo retroceso que sufrió la evolución democrática de nuestro país a partir de 1973. Un fenómeno que ha corroído los principios doctrinarios de partidos que se dicen de centro y de izquierda.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.