Estamos trabajando ya para principios del año que
entra, el mismo en el que se cumple el centenario de la revolución de
los consejos obreros en Alemania, y cuya derrota significó, entre otros
desastres, el aislamiento de la atrasado y empobrecida Rusia soviética…
Por Pepe Gutiérrez-Álvarez
Estamos trabajando ya para principios del año que entra, el mismo en
el que se cumple el centenario de la revolución de los consejos obreros
en Alemania, y cuya derrota significó, entre otros desastres, el
aislamiento de la atrasado y empobrecida Rusia soviética, así como el
prólogo e da la victoria de nazismo, dos acontecimientos en que se
encuentran de pleno sendos vasos comunicantes. Cabrá esperar que este
aniversario sirva para repensar la revolución como lo ha permitido el
aniversario de la revolución rusa de Octubre de 1917, sobre la que se
han realizado encuentros, debates, jornadas de estudios, ediciones
múltiples.
El estallido de la Primera Guerra Mundial fue una tragedia para los
trabajadores. En Alemania, en agosto de 1914, el desencadenamiento del
nacionalismo y del chovinismo no excluye a la socialdemocracia. El
“socialchovinismo” rechazado por los internacionalistas tenía en
realidad raíces bastante profundas en este partido. Su líder y principal
fundador, August Bebel, autor de un magnífico libro sobre La Mujer,
había mostrado el peso de la influencia “patriotera” cuando, ya en 1912
se había declarado dispuesto a tomar el fusil “para defender nuestro
pueblo contra el despotismo: ruso…”. No se trata de un fenómeno aislado.
Mientras que en las publicaciones del partido y en particular desde la
“Neue Zeit
“,
el célebre órgano teórico dirigido por Karl Kautsky, se preconiza
constantemente el internacionalismo, eso sí un poco abstracto, pero eso
era muy habitual en todo el movimiento obrero. La “idea de la nación” se
abre también camino en el interior del movimiento. Algunos
intelectuales, agrupados en torno a la revista “Sozialistische
Monatshefte”, obran activamente en este sentido. Sus principales
representantes, Cohen-Reuss y Joseph Bloch, admiten con cierta reserva
incluso la política colonial del Gobierno y critican únicamente algunos
de sus “excesos”, pero en sus denuncias apuntaban más contra los
británicos.
Los trabajadores se encontraban particularmente influidos por la
actitud general del partido y de las organizaciones sindicales. El
radicalismo totalmente formal que sigue siendo la línea oficial del
movimiento y que impide que los grandes problemas de la época -la
guerra, el imperialismo, el papel internacional de Alemania- puedan ser
cuestionados seriamente (salvo por algunos muy raros intelectuales)
permitirá que este vasto movimiento se encuentre absolutamente desarmado
ante el gran cataclismo que va a trastornar a la sociedad. Los
numerosos cuadros permanentes, sobre los cuales descansaba el movimiento
y que son muy fieles a la organización, se hacen una idea bastante
simple del mundo que les rodea: no piensan, en realidad, que la
socialdemocracia, ante la hostilidad cotidianamente reafirmada del
feudalismo y de la burguesía, pueda llegar jamás a tomar las
responsabilidades de gobernar.
De hecho, casi toda la literatura socialista de la época testimonia
un profundo fatalismo. Los dirigentes del partido permanecen adheridos
al radicalismo verbal, pero también muestran una gran comprensión
frente al “reformismo” cotidiano. Ellos serán los principales artesanos
del repliegue del movimiento sobre sí mismo. De un cierto aislacionismo:
destinado a preservar las organizaciones socialistas y sindicales.
Están preocupados por evitar un choque demasiado brutal con el orden
dominante, de algo incontrolado que les exponga a una verificación de la
visión vaga e idealista de la alternativa que creen representar. Ésta y
no otra es su preocupación esencial. Al mismo tiempo, se conserva
cuidadosamente el vocabulario radical, revolucionario. Esto explica la
impresión, para los observadores de la época, de que este gran
movimiento, mantenido firmemente al margen por las autoridades y
denunciado como incurablemente “subversivo”, se planteaba como tarea
inmediata el derrocamiento de las estructuras sociales y de la sociedad.
Cierto es que, mucho antes del comienzo de la Primera Guerra Mundial,
el ala marxista revolucionaria de la socialdemocracia había criticado
ya violentamente la política del verbalismo, había negado que “el
período tranquilo” pudiese prolongarse eternamente. Dicha corriente
revolucionaria que se inspira, a veces, en las enseñanzas de la
revolución rusa de 1905 y en los enormes movimientos huelguísticos de la
época, y se expresa en dos libros clásicos de Rosa Luxemburgo,
Reforma o revolución, y
Huelga de masas, partidos y sindicatos. La
dificultad radica en que, al querer definir de manera más precisa su
proyecto revolucionario, a una dificultad considerable: la de que la
sociedad alemana, con todo y ser retrógrada en sus estructuras
políticas, en su comportamiento respecto a las fuerzas obreras
crecientes, está fuertemente marcada por el extraordinario crecimiento
de las fuerzas productivas, por el fantástico desarrollo de la
industria, que proporciona innegables posibilidades de promoción a la
clase trabajadora.
La pregunta es, ¿cómo, en estas condiciones, elaborar un proyecto
socialista que se adapte a estas estructuras, y cómo no sucumbir a la
tentación de un revolucionarismo puramente verbal? A esta dificultad
objetiva se encuentra constantemente enfrentada el ala izquierda del
partido, obligada, a lo largo de su tentativa, a admitir su impotencia,
ya que el movimiento es “reformista” en sus profundidades, dispuesto a
disolver la contra sociedad que él forma ya unirse al mundo exterior, es
decir, a la sociedad tal como es, a condición de que se pueda
arreglarla e introducir el bienestar y la democracia política. El
fracaso del ala izquierda del movimiento se explica por esta
contradicción entre la voluntad revolucionaria de una minoría débilmente
anclada en la socialdemocracia y la realidad reformista.
Aunque derrotado en los debates teóricos, el curso de los
acontecimientos demostrará que, al contrario que la izquierda, el
“revisionismo” está situado en “el sentido de la historia”. Su creciente
implantación se explica, en lo esencial, la evolución ulterior del
movimiento socialista en Alemania: la adhesión a la guerra, expresión a
la vez del deseo de formar cuerpo con la nación y de la esperanza -o
ilusión de aprovecharse de ello en el plano político y social, despeja
el camino para el reformismo, e inaugura al mismo tiempo la política de
la “paz cívica”; es más, el revisionismo práctico ha acabado desbordando
al propio Eduard Bernstein, profundamente pacifista, debería
desaprobar por razones morales la orientación de los dirigentes del
partido como expresión moderada de ciertos socialistas, poco numerosos
al principio, que adoptaron la misma de oposición pasiva. Ni hubo, como
lo creyeron, en especial Lenin que tenía el referente alemán como
intachable hasta 1914, una ruptura radical con la tradición. Hubo una
ruptura en la situación, y una continuidad en los métodos. La guerra no
hizo sino revelar más claramente la verdadera orientación del movimiento
socialista.
Todavía, a principios de la Primera Guerra Mundial, los
socialdemócratas alemanes estaban desorientados. Ciertamente, durante
los años que precedieron al cataclismo, habían levantado su voz para
estigmatizar el “lenguaje fuerte” de Guillermo II y para denunciar a los
ilusos que pensaban que se iba una “guerra fresca y alegre”. Al igual
que los representantes de otros partidos de la Internacional Socialista,
los socialistas germanos habían prestado toda clase de juramentos por
la paz. En todos sus papeles y discursos afirmaban que se opondrían a la
guerra con todas sus fuerzas. Incluso llegarían hasta desencadenar una
huelga general para impedir la “matanza general”. En Basilea, en 1912,
con ocasión de una conferencia internacional de los partidos
socialistas, habían unido sus voces a las de sus camaradas extranjeros
en este sentido, y nadie lo dudó. Pero la historia no fue así. A la hora
de la verdad de agosto de 1914, cuando los acontecimientos se
precipitaron de forma trágica y sorprendente, se puso en evidencia que
no existía identidad entre el concepto teórico y la realidad profunda
del movimiento. Su mayoría mostró su tendencia irresistible hacia la
integración.
El viejo internacionalismo verbal que predicaba el entendimiento
entre los pueblos, la paz entre los países, el que denunció las
tendencias militaristas y los preparativos de una guerra de anexión,
busca su acomodo entre el torrente monárquico-patriotero. Salvo la
minoría internacionalista, la sociedad de los trabajadores socialistas
no se había preparado por contrarrestar la oleada bárbara que se
desencadenó sobre el país. No supo como oponerse a esta corriente
nacional que acabó sumergiendo a todas las clases, a darla la primacía a
los “héroes”, y causar el éxtasis de la
intelligentzia,
como sería el caso distinguido del sociólogo Max Weber que habló “de
esta maravillosa guerra”, y del mismísimo Thomas Mann que proclamó que
ya no admitiría más que los “valores alemanes”. Luego, no todos se
arrepintieron como el autor de “
Los Bundebroock”.
Los socialdemócratas y los sindicalistas establecidos, así como la
mayoría de las asociaciones obreras, con algunas excepciones, se
sintieron identificados con el discurso de su portavoz que declaró en
los primeros días en los que se lamenta que las negociaciones no hayan
resultado, para situar la responsabilidad en el enemigo, y acabar
hablando de un pueblo que dará su sangre en la lucha por la libertad. Es
más, cuando tienen lugar la proclamación en favor de la Unión Sagrada,
les llega un sentimiento que antes no tuvo ocasión de manifestarse tan
claramente: “Por fin el régimen se decide a reconocer a nuestro
movimiento como a un interlocutor válido», exclama un diputado
socialista.
El canciller Bethmann-Hollweg se declaró feliz por la “evolución de
la socialdemocracia”, y no dejó de traslucir su satisfacción. Explicó
que contrariamente a lo que se ha dicho, la socialdemocracia no había
establecido ningún “pacto”, secreto o no, con el Gobierno. No ofreció su
apoyo al esfuerzo de guerra para obtener a cambio la promesa de la
creación de “una Alemania más social y más democrática”. Pura y
simplemente, la mayoría del movimiento obrero alemán, anteriormente
rechazado por la jerarquizada sociedad bismarckiana, considerado como un
cuerpo extraño por un régimen dominado socialmente por los
industriales, por los Junker y las antiguas castas aristocráticas, se
aferró ávidamente a la “oportunidad” que les daba la Historia, de
escapar a la marginación política y de formar parte de la patria.
Este fue el espíritu con que Ebert, Scheidedemann y Legien,
gerifaltes del partido socialista y de los sindicatos, actuaron en 1914,
y lo seguirían haciendo después. Habían cruzado el Rubicón en un camino
opuesto al del socialismo y la libertad, y se sintieron respaldados por
la gran mayoría de la clase obrera y de sus adheridos. De todos los
diputados del Reichstag, solamente los jóvenes Karl Liebknecht y Otto
Rühle (el autor de “La piscología del niño proletario”), votaron en
contra de los créditos de guerra. La calle estaba literalmente ocupada
por la corriente nacional-imperialista. Los internacionalistas fueron
apartados como “lunático”, como un “cuerpo extraño”. Esta minoría
persistió, sin conservar otros apoyos que los del ala radical del
movimiento, enraizada esencialmente en Berlín, en Bremen, en varias
ciudades de Sajonia, y sobre todo en Leipzig. Se había impuesto la
“comunidad nacional”, cuyo elogio hicieron todos los representantes del
Gobierno imperial, los portavoces de todos los partidos, incluyendo
ahora el socialdemócrata. Semejante unanimidad llevó al emperador
Guillermo II a proclamar: “No conozco a los partidos, conozco sólo
alemanes”.
Obviamente, para Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, esta actitud de
los dirigentes socialistas no podía dejar de aparecer como la expresión
de una traición respecto a los ideales del socialismo, respecto a la
doctrina enseñada a lo largo de todos los años que habían precedido a la
guerra. Pero la gran masa de la clase obrera hizo indiscutiblemente
causa común con sus dirigentes, otra cosa es que esto no les justifica
de ninguna manera. Para los trabajadores menos conscientes, rechazar el
orden existente es una cosa, pero tener que hacer además con los líderes
que hasta el momento habían estado con ellos, resulta doblemente arduo.
Está claro que el concepto de “traidores” resulta insuficiente, no
contribuye a la explicación del porqué ya que el “socialchovinismo” se
situaba en todos los niveles, incluyendo a los socialistas de los demás
países. En realidad, la actitud patriótica de la población obrera,
reflejo de su deseo profundo de ser «admitida” en el seno de la nación y
de ser librada de su aislamiento moral, tan difícil de soportar, fue,
al comienzo de la “Gran Guerra”, la expresión más profunda de la
mentalidad dominante en un movimiento más atraído por los cambios
parciales que por una nueva sociedad.
Pero ahora venía otra pregunta, si se trataba de mejores parciales,
¿en qué la guerra y la Unión Sagrada iban a permitir dichas mejoras, las
reformas sociales y políticas que hasta la derecha repetía? Salvo los
más lúcidos, todo indica que para la mayoría de los líderes socialistas y
burócratas sindicales, dichas reformas tendrían que llegar. La guerra,
que ellos no habían querido, pero que había aceptado hasta el extremo de
convertirse muchos de ellos en voluntarios entusiastas, tenía que ser
para mejorar la situación social, aunque no se planteaban el precio.
Seguían pensando que todo llegaría gradualmente, ni imaginaban todo lo
que estaba por llegar.
La guerra y sus desastres trajeron la revolución. Esta tuvo lugar la
semana del 4 al 10 de noviembre de 1918. El estallido revolucionario
alemán, protagonizado por miles de trabajadores y soldados, supuso de
entrada el derrocamiento coyuntural de la antigua autoridad y su
sustitución. Alemania pasó de una dictadura militar a una república de
consejos de trabajadores y soldados, como elementos -todavía
embrionarios, sin un proyecto común como habían sido los soviets en
Rusia- de un nuevo orden. Esa revolución, según Haffner, no fue en
primera instancia ni socialista, ni comunista, aunque ambos partidos
estaban en todas partes. Fue inicialmente republicana y pacifista y,
sobre todo, antimilitarista, los soldados rusos y alemanes
confraternizaron en muchos frentes. Alemania estaba perdiendo la guerra y
las ilusiones del verano de 1914 habían dejado paso a un profundo
pesimismo. Los nuevos órganos de gobierno y dirección no eran ni
espartakistas ni bolcheviques, no lo podían ser, el partido de la
revolución estaba muy por debajo de las circunstancias. El papel central
lo jugaron los que inicialmente e4staban en mejores condiciones para
hacerlo: los socialdemócratas. Los mismos que habían apoyado el esfuerzo
de guerra.
Medio año después, la revolución, cuyo objeto principal había sido
terminar con la guerra y derrocar al poder militar ya la monarquía (lo
que significaba, de paso, el arrumbamiento de las clases dirigentes), se
había quedado a mitad de camino, sus líderes más reconocidos, Rosa
Luxemburgo, Karl Liebknecht y Leo Jogiches, habían sido asesinados por
tropas comandadas por el “socialista” Gustav Noske. No lo hicieron en
nombre del pasado, hablaban de una revolución, otra revolución, la
intermedia, la que traería la paz y la concordia. Lo que sí trajo fue
una “ola de derechas” llevaría a ese país primero a la República de
Weimar, y un poco más adelante al III Reich.
El historiador alemán Sebastián Haffner -cuya obra Historia de un
alemán fue un éxito impresionante de ventas en su país- explica en su
historia de la revolución que ésta, más que vencida, la revolución fue
traicionada, no fue otra cosa lo que clamaron espartakistas y
anarquistas en su momento. A la pregunta de ¿por quién?, La respuesta es
elemental: por los dirigentes del Partido Socialdemócrata Alemán (SPD),
a cuyo frente estaba Friedrich Ebert y el sanguinario Noske que, según
el autor, hubiera estado mejor alistado en las filas del
nacionalsocialismo que en las de la socialdemocracia. Los mismos que se
habían apuntado a la “integración” cuando las calles estaban llenas de
patriotas, lo volvieron a hacer cuando las calles estaban llenas de
trabajadores en armas. Pero su lenguaje era ahora diferente, ahora la
“integración” pasaba por la promesa de una “república socialmente
avanzada”, un recurso que el estalinismo emplearía años más tarde para
contrarrestar la revolución española.
La historia es conocida por los que nos hemos formado en las lecturas
de la historia social, pero seguro que ya no lo es tanto. El
“socialista” Ebert dijo que odiaba a la revolución “como al pecado”,
refiriéndose a la revolución socialista, la misma que teóricamente
defendían los programas y los estatutos de su partido, y de la que se
hablaba en los mítines en los “barrios rojos”. Pero esa revolución era
todavía precipitada, significaba romper con las normas sociales
liberales, y con la intención de encauzarla hacia la nada, los
dirigentes de la socialdemocracia prometieron hasta el último minuto fue
para ellos un asunto que había que dejar “para mañana o pasado mañana”.
De momento había que consolidar la democracia, por lo que la revolución
nunca estaba en el orden del día. Cuando los obreros preguntaban,
respondían que la revolución “llegaría” en algún momento; no era algo
que se improvisaba. Había una primera etapa de consolidación
democrática, la revolución llegaría en la etapa siguiente.
Cuando llegó no la reconocieron. Esta no es. Ante la incomodidad de
la dirección del SPD, Ebert tomo partido de forma visible por el bando
de la restauración del orden, aunque este orden significara el asesinato
de Rosa, Karl y Leo, unos “excesos inevitables” según los actuales
historiadores instalados, nos lo explicaba el amigo Rainer Torsstorff en
las jornadas de la fundación Andreu Nin sobre los hechos de mayo, tan
familiares. Ebert y sus amigos querían salvar exactamente lo que la
revolución pretendía destruir: el antiguo Estado y la antigua sociedad, y
se pudieron al frente de la vía “intermedia” con el apoyo de los
Junkers y de la vieja sociedad que había perdido la iniciativa, y que no
tardaría en recuperarla. En dicha recuperación no se detuvieron hasta
que auspiciaron el ascenso del nazismo. En ese tramo trágico la
socialdemocracia jugó la carta “constructiva” y “legal” hasta el final,
hasta el extremo de votar a favor de los plenos poderes que Hinderburg
decidió otorgar a Hitler. Este encabezaba un partido minoritario, nada
comparable a lo que podía haber sido una coalición socialista-comunista,
pero estos últimos -siguiendo los criterios de Stalin- habían optado
con hacer antes la guerra a la socialdemocracia. Lo demás ya se sabe, o
se debería saber.
Con su libro, Haffner ha tratado de combatir tres leyendas sobre un
acontecimiento histórico que se ha tergiversado. En primer lugar hubo
una auténtica revolución la hubo y, como hemos descrito, la sofocaron
Ebert y la dirección socialdemócrata
. La segunda
leyenda señala que lo ocurrido en 1918 no fue la revolución proclamada
en los cincuenta años anteriores por la socialdemocracia, sino una
revolución bolchevique, una leyenda fraguada por la historiografía
socialdemócrata y retomada oportunistamente por el comunismo oficial
para atribuirse una gloria que no les correspondía; mediaba un abismo
entre los comunistas de principios de los años veinte con el que llevará
a cabo la política del socialfascismo. Los primeros tenían el habito de
los debates y la confrontación de las tendencias, los otros se habían
alineado con el “marismo-leninismo” codificado por los “profesores
rojos” al servicio de Stalin.
Las mejores páginas del libro de Haffner son las destinadas a
analizar el papel secundario de mitos como Karl Liebknecht, Rosa
Luxemburgo y Leo Jogiches, sobre los que el libro de María Seideman
ofrece un retrato fehaciente y emocionante. En ellas describen la
ignominia de su asesinato, y sus dificultades para encabezar el proceso
revolucionario. El partido de las tres L (Luxemburgo, Liebknecht,
Lenin), contaba con los mayores símbolos de una revolución que les había
cogido sin tiempo para estar a la altura de las circunstancias. Este
atraso es un factor inexcusable para situarse en los debates sobre el
“leninismo” y el “luxemburguismo”, debate que normalmente se desplaza
hacia las normas organizativas, así lo hace por ejemplo el Daniel
Guerin luxemburguista.
La tercera leyenda según Haffner fue que la revolución tuvo la culpa
de que Alemania perdiese la guerra y que apuñaló por la espalda al
victorioso Ejército que luchaba en el frente; nada más incierto. La
guerra ya estaba perdida cuando estalló la primera revuelta en Kiel,
esta leyenda sin embargo fue uno de los grandes argumentos del nazismo
La gran paradoja fue que los socialpatriotas, que todavía gozaban del
apoyo de la mayoría de la clase obrera organizada, tuvieron que
administrar con lealtad “a las instituciones” la derrota de un ejército
en el que los soldados ya no creían en sus oficiales. Cuando en 1920 se
firma el Tratado de Versalles y la “ola de derechas” se ha instalado en
la sociedad alemana, los socialdemócratas acabarían siendo acusados de
traición por la burguesía contrarrevolucionaria a la que habían salvado
de la revolución.
Recuerdo que hace años, Salvador Giner declaraba que sí había una
corriente política “inocente” de los grandes crímenes del siglo XX, esa
era la socialdemocracia. Obviamente, se olvidaba de la “Gran Guerra” y
del socialimperialismo, de cuando empezó todo. Fueron los principales
responsables del aislamiento de la revolución rusa, o sea del primer
factor generador del estalinismo, y encauzaron hacia la derrota unos
procesos revolucionarios -el de los consejos obreros en Alemania,
Hungría e Italia-, que no acabaron en sistemas democráticos consolidados
sino que, por el contrario, abrieron el camino al nazi-fascismo. Y en
prueba de lo dicho, están estos dos libros a los que el lector puede
añadir una amplia bibliografía, desgraciadamente no siempre asequible,
pero a la que me referido en algunos artículos aparecidos en
Kaosenlared, por ejemplo, en las semblanzas biográficas de Clara Zetkin y
Rosa Luxemburgo, y en otro sobre las posiciones de Trotsky ante el
ascenso del nazismo….Una historia que nos sigue acondicionando
especialmente en un momento en el que se trata de comenzar de nuevo.