Manila.-La policía
filipina
está alterando evidencias para justificar ejecuciones ilegales en una
“guerra contra las drogas” que ha provocado más de 7.000 muertes, señaló
hoy Hu man Rights Watch en un nuevo informe. Como parte de una campaña,
el presidente Rodrigo Duterte y otros altos funcionarios han instigado e
incitado ejecuciones de personas que, en su mayoría, pertenecen a
sectores pobres urbanos, y estos hechos podrían constituir delitos de
lesa humanidad.
Jayson
Asunción, de 37 años, se entregó a la policía después de admitir que
uso “shabu” o metanfetaminas, durante varios años, el 15 de septiembre
de 2016. © 2016 Carlo Gabuco para Human Rights Watch
Las Naciones
Unidas deberían implementar con urgencia una investigación
internacional independiente sobre las ejecuciones para determinar la
responsabilidad y garantizar mecanismos de justicia, apuntó Human Rights
Watch.
“Nuestras investigaciones sobre la ‘guerra contra las
drogas’ en Filipinas concluyeron que es habitual que policías maten a
sangre fría a personas sospechadas de estar implicadas en delitos
relacionados con drogas y luego encubran estas muertes colocándoles
estupefacientes y armas para incriminarlas”, explicó
Peter Bouckaert,
director de emergencies de Human Rights Watch y autor del informe. “El
rol de presidente Duterte en estas ejecuciones lo hace responsable en
última instancia por miles de muertes”.
El informe de 117 páginas, “‘
License to Kill’: Philippine Police Killings in Duterte’s ‘War on Drugs,’”
[Licencia para matar: Ejecuciones a manos de la policía filipina en la
‘Guerra contra las Drogas’ de Duterte], determinó que, en reiteradas
ocasiones, miembros de la Policía Nacional Filipina han cometido
ejecuciones extrajudiciales de personas sospechadas de estar implicadas
en delitos vinculados con drogas y luego adujeron falsamente haber
actuado en defensa propia. Los agentes dejan armas, municiones usadas y
sobres con estupefacientes en el cuerpo de sus víctimas para
incriminarlas en actividades relacionadas con drogas. Hay motivos para
creer que los hombres armados y encapuchados que participaron en las
ejecuciones trabajaban en estrecha colaboración con la policía, y esto
arroja dudas sobre las afirmaciones gubernamentales de que la mayoría de
las muertes fueron perpetradas por personas que toman la justicia por
mano propia o por bandas rivales de narcotraficantes. En varios casos
investigados por Human Rights Watch, personas sospechadas de delitos que
estaban bajo custodia policial más tarde aparecieron muertas y fueron
catalogadas por la policía como “cuerpos hallados” o “muertes con
investigación en curso”. No hubo investigaciones rigurosas, ni mucho
menos personas condenadas, por ninguna de las muertes en la “guerra
contra las drogas”.
Nuestras investigaciones sobre la
‘guerra contra las drogas’ en Filipinas concluyeron que es habitual que
policías maten a sangre fría a personas sospechadas de estar implicadas
en delitos relacionados con drogas y luego encubran estas muertes
colocándoles estupefacientes y armas para incriminarlas. El rol de
presidente Duterte en estas ejecuciones lo hace responsable en última
instancia por miles de muertes.
Peter Bouckaert
Director de emergencies
El
informe se elaboró en gran medida a partir de entrevistas realizadas en
la zona metropolitana de Manila a 28 familiares de víctimas y testigos
de muertes a manos de policías, así como periodistas y activistas de
derechos humanos. El documento también considera los informes policiales
iniciales sobre las muertes, que fueron refutados por las conclusiones
de las investigaciones en el terreno realizadas por Human Rights Watch.
Desde
que asumió el 30 de junio de 2016, Duterte y otros altos funcionarios
han manifestado abiertamente su apoyo a una campaña nacional para matar a
traficantes y usuarios de drogas y, a la vez, han negado o restado
gravedad a la ilegalidad de la actuación policial. Por ejemplo, el 6 de
agosto, Duterte
advirtió a los narcotraficantes:
“Sobre ustedes, he dado órdenes de disparar a matar. No me interesan
los derechos humanos, créanme”. Se refirió en términos elogiosos al
rápido aumento del número de muertes perpetradas por la policía,
señalando que era prueba del “éxito” de su “guerra contra las drogas”.
Human
Rights Watch documentó 24 incidentes que tuvieron como resultado la
muerte de 32 personas. En general, estos hechos se produjeron tarde por
la noche en la vía pública o dentro de viviendas precarias en barrios
marginales urbanos. Diversos testigos dijeron a Human Rights Watch que
los agresores armados actuaron en grupos reducidos. Por lo general
vestían de civil, con ropas negras, ocultaban sus rostros con
pasamontañas u otro tipo de capuchas y llevaban gorros o cascos de
béisbol. Los agresores se presentaban golpeando las puertas con
violencia e irrumpían en las habitaciones, pero no se identificaban ni
mostraban órdenes de registro. Los familiares relataron golpizas,
mientras que sus seres queridos imploraban que les perdonaran la vida.
Los disparos a veces se producían inmediatamente, a puertas cerradas o
en la vía pública, o bien los agresores se llevaban al presunto
implicado y, minutos después, se sentían disparos y luego los lugareños
encontraban el cuerpo; o el cuerpo se abandonaba en otro lado más tarde,
a veces con las manos atadas o una bolsa plástica en la cabeza. Los
residentes a menudo dijeron haber visto a policías uniformados en las
proximidades del incidente, asegurando el perímetro, e incluso si no se
los veía antes de los disparos, aparecían en el lugar del hecho
investigadores forenses especiales tan solo en cuestión de minutos.
“Bajo
la apariencia de realizar operativos antidrogas, la policía filipina, a
instancias de Duterte, ha matado a miles de ciudadanos filipinos”,
apuntó Bouckaert. “Muchas de las muertes de personas sospechadas de
tener vínculos con las drogas se produjeron en la misma secuencia letal y
mostraban un patrón de abuso policial”.
Duterte ha señalado
frecuentemente que su “guerra contra las drogas” apunta contra “jefes
narcos” y “traficantes de drogas”. Sin embargo, en los casos
investigados por Human Rights Watch, las víctimas de las muertes
vinculadas con drogas eran todas de clase pobre, salvo un caso en que se
confundió la identidad de la víctima, y en muchos casos se trataba de
usuarios de drogas, no traficantes. Casi todos estaban desempleados o
tenían trabajos informales, como conductores de bicitaxi o porteros, y
vivían en barrios marginales o asentamientos precarios.
Las
autoridades filipinas no han investigado seriamente las muertes
provocadas en la guerra contra las drogas por miembros de la policía o
por “hombres armados no identificados”, indicó Human Rights Watch. Si
bien la Policía Nacional Filipina ha clasificado 922 muertes como “casos
con investigación concluida”, no hay evidencias de que esas
indagaciones hayan tenido como resultado la detención y el juzgamiento
de los autores.
El 30 de enero, el gobierno anunció la suspensión
momentánea de los operativos policiales contra las drogas, tras la
revelación del
violento asesinato de un empresario surcoreano presuntamente a manos de policías antinarcóticos. Al día siguiente, Duterte
encomendó
a las Fuerzas Armadas de Filipinas ocupar el lugar que quedó vacante
luego de la suspensión de los operativos policiales, asumiendo una
intervención directa en la campaña contra las drogas. Duterte ha
anunciado públicamente que proseguirá con su campaña contra las drogas
hasta el fin de su mandato presidencial, en 2022.
Investigadores
de la policía revisan el sitio donde fueron asesinados, a manos de la
policía, los presuntos traficantes de drogas Cyril Raymundo, Eduardo
Aquino, y Edgar Cumbis. Los hechos sucedieron bajo el puente Jones en
Binondo, Manila durante un operativo de "buy-bust" (u operativos de
compra para obtener evidencias) el 5 de diciembre de 2016. © 2016 Carlo
Gabuco para Human Rights Watch
Duterte y sus principales
subordinados podrían responder penalmente en Filipinas o ante un
tribunal en el extranjero por su rol en estas muertes, observó Human
Rights Watch. Aunque hasta el momento no hay evidencias de que Duterte
haya planificado u ordenado ejecuciones extrajudiciales específicas, sus
reiterados llamamientos a que haya muertes en su campaña contra las
drogas podrían constituir actos que instiguen a las fuerzas de
aplicación de la ley a perpetrar homicidios. Sus declaraciones instando a
la población general a cometer actos violentos de ajusticiamiento
contra presuntos usuarios de drogas podrían constituir instigación
criminal.
Duterte, otros altos funcionarios y las personas
implicadas en ejecuciones ilegales también podrían responder por
crímenes de lesa humanidad, que son graves delitos perpetrados como
parte de un ataque generalizado o sistemático contra la población civil.
Los numerosos ataques letales y aparentemente organizados contra un
grupo de personas, que son señaladas de manera pública como
presuntamente vinculadas con drogas, podrían constituir delitos de lesa
humanidad, conforme estos son definidos por la Corte Penal
Internacional, de la cual es miembro Filipinas.
Como presidente,
Duterte tiene la responsabilidad legal de dar instrucciones públicas a
las fuerzas de seguridad del Estado para que pongan fin a su campaña de
ejecuciones extrajudiciales de presuntos traficantes y usuarios de
drogas. La Oficina Nacional de Investigaciones y la Defensoría del
Pueblo deberían investigar las muertes de manera imparcial y asegurar la
persecución penal de todos los responsables. El Congreso de Filipinas
debería analizar este tema en sesiones exhaustivas y adoptar medidas
para evitar que haya más muertes. Los países donantes que ayudan a
Filipinas deberían interrumpir completamente la asistencia brindada a la
Policía Nacional de Filipinas hasta que concluyan las ejecuciones y se
realicen investigaciones genuinas, y deberían evaluar la posibilidad de
derivar esa asistencia a programas comunitarios de reducción de daños
que sean adecuados y efectivos.
“Sería más apropiado referirse a
la ‘guerra contra las drogas’ de Duterte como delitos de lesa humanidad
contra personas pobres de zonas urbanas”, opinó Bouckaert. “Ya sea por
efecto de la indignación local, la presión global o una investigación
internacional, estas muertes cesarán algún día, y los responsables serán
llevados ante la justicia”.
El
cuerpo de un presunto narcotraficante que falleció tras un tiroteo al
parecer con la policía en Caloocan, Metro Manila, el 9 de septiembre de
2016. © 2016 Carlo Gabuco para Human Rights Watch
Selección de testimonios extraídos del informe
En
la tarde del 14 de octubre de 2016, cuatro hombres encapuchados
irrumpieron en la vivienda en Manila de Paquito Mejos, de 53 años, padre
de cinco hijos, que trabajaba como electricista en obras de
construcción. Mejos consumía ocasionalmente shabu, una variedad de
metaanfetamina, y se había entregado voluntariamente ante las
autoridades locales dos días antes, tras enterarse de que estaba en una
“lista de vigilancia” de personas sospechadas de vínculos con las
drogas. Los hombres armados preguntaron por Mejos, que estaba
descansando en el piso superior. “Cuando los vi que estaban armados y
subían”, contó un familiar, “les dije: ‘¡pero si ya se ha entregado a
las autoridades!’. Me dijeron que me callara o que sería el siguiente”.
Se
escucharon dos disparos. Tan solo instantes después, llegaron al lugar
investigadores policiales que actuaron con asistencia de los hombres
armados. En su informe, la policía describía a Mejos como un “presunto
camello” que los “apuntó con su arma, pero los policías pudieron
dispararle antes al cuerpo, lo que provocó su muerte instantánea”.
Afirmaron que se encontró un paquete de shabu junto con un arma. “Pero
Paquito nunca tuvo un arma”, manifestó el familiar. “Y ese día no tenía
shabu”.
Un funcionario del barangay (barrio) le aconsejó a Rogie
Sebastian, de 32 años, entregarse a la policía debido a que figuraba en
una “lista de vigilancia” como usuario de drogas. Como había dejado de
consumir drogas varios meses antes, decidió no presentarse. Dos semanas
después, tres hombres encapuchados y armados que vestían chalecos
antibalas se presentaron en su vivienda en Manila y lo esposaron. “Desde
fuera de la habitación, pude escuchar que Rogie imploraba que no lo
mataran”, contó un familiar. “Nosotros llorábamos y uno de los hombres
armados amenazó con matarnos a nosotros también”. Un vecino señaló al
respecto: “Escuché los disparos. También había policías uniformados
afuera, que no entraron en la casa. Pero los tres agresores vestidos de
civil llegaron y se fueron en una motocicleta, sin que ningún policía
uniformado intercediera”.
Cinco hombres armados y encapuchados
entraron por la fuerza en una vivienda en la provincia de Bulacan donde
Oscar Dela Cruz, de 43 años, estaba jugando a las cartas. Un familiar
contó: “[P]udimos ver que se ponía de rodillas sin oponer resistencia.
Los hombres lo sujetaron y lo arrojaron contra una pared de cemento
varias veces, y luego lo lanzaron... afuera. Vimos los disparos,
estábamos ahí nomas. Oliver tenía el rostro ensangrentado a causa de los
golpes, y les rogaba que le perdonaran la vida cuando le dispararon”.
Tras
haber disparado a Ogie Sumangue, de 19 años, en Manila, policías de
uniforme mostraron a los familiares de Sumangue el cuerpo del joven en
la vivienda, junto a un arma de calibre 45. Los familiares dijeron que
Sumangue no tenía ningún arma ni tampoco habría podido pagarla y, por
ende, que era imposible que hubiera intentado dispararle a la policía.
“Ni siquiera puede pagar el alquiler”, dijo un familiar. “Su hermana
pagaba el alquiler por él”.
Seis encapuchados con armas
irrumpieron en una vivienda en Manila donde algunas personas, incluidos
varios adolescentes, estaban mirando la televisión. Los hombres
detuvieron y golpearon a Aljon Mesa y Jimboy Bolasa, que supuestamente
tenían vínculos con drogas, y luego se los llevaron en motocicletas.
Media hora después, tras recibir un dato de un policía de uniforme, los
familiares acudieron raudamente a un puente en las proximidades, donde
encontraron los cuerpos de Aljon y Bolasa, ambos con heridas de bala en
la cabeza y las manos atadas con trapos. Los hombres armados todavía
estaban en el lugar, donde la policía uniformada había perimetrado la
zona. El informe policial indica, bajo el título “Cuerpos hallados”, que
un “ciudadano preocupado” alertó a la policía sobre la presencia de dos
cadáveres.
Una semana después del asesinato de Aljon Mesa, 10
policías, algunos vestidos de civil, detuvieron a su hermano Danilo Mesa
y lo llevaron a la dependencia del barangay. Esta noche, un grupo de
encapuchados con armas se lo llevaron por la fuerza de la dependencia
del barangay, y poco después su cuerpo fue encontrado bajo un puente, a
una cuadra de distancia. Sus familiares dijeron que tenía la cabeza
totalmente envuelta en cinta de embalaje, y que le habían atado las
manos por la espalda. Tenía un disparo a quemarropa efectuado a través
de la boca.
Los familiares de Edward Sentorias, un hombre de 34
años desocupado y padre de tres hijos que fue asesinado por policías en
Manila, afirmaron que no tenían esperanzas de que se investigara a la
policía: “Vi que uno de los policías entraba con un maletín metálico.…
[Sacó] el arma y algunos sobres [de shabu] y los dejó allí [junto al
cuerpo de Sentorias]. Volví a donde estaba, totalmente conmocionado. No
pude ni siquiera protestar. Si presentamos un reclamo, ¿qué
posibilidades tendremos ante las autoridades?”.