“La realeza es un crimen contra el que todo hombre tiene
el derecho a alzarse y armarse. Todo rey es un rebelde y un usurpador….
Nadie puede reinar inocentemente”. Esta frase, pronunciada por el jacobino
Louis de Saint Just
el 14 de noviembre de 1792 durante el proceso contra el rey francés
Luis XVI, sintetiza una corriente de opinión prevalente entre buena
parte de la izquierda clásica y que enfatiza el carácter antagónico de
la institución monárquica y la democracia.
Frente a Hegel que defendía la institución monárquica alegando que
esta suponía una especie de personificación hipostasiada de la comunidad
nacional, Marx, por el contrario, enfatizaba en su
Crítica a la filosofía del derecho de Hegel que
la monarquía no dejaba de ser una forma de dominación política que
obtiene su legitimidad de algo totalmente irracional como es el mero
hecho biológico de la pertenencia a una estirpe. En concreto decía Marx
lo siguiente:
“El nacimiento es un título despreciable que pertenece
al orden zoológico, en este coincide el rey con el caballo; ambos son
lo que son por su nacimiento y sangre”.
En la historia del pensamiento político se han intentado multitud de
definiciones relativas a la esencia de la institución monárquica. En
general todas ellas yerran porque no tienen en cuenta que
la institución monárquica ha experimentado una evolución histórica
desde una posición institucional, donde el monarca acaparaba todo el
poder político, hasta las monarquías parlamentarias actuales, donde el
monarca asume un papel residual, como mero órgano constitucional que
realiza funciones arbitrales y moderadoras del funcionamiento de las
instituciones políticas,
sin peso político real.
La institución monárquica sigue suscitando enormes
recelos, ya no sólo entre partidos políticos más escorados hacia la
izquierda, sino incluso entre ciertos sectores de la sociedad más
conservadores
De hecho, en la monarquía parlamentaria por antonomasia, Reino Unido,
multitud de gobiernos laboristas han cohabitado con dicha institución,
llevando a cabo programas políticos de corte progresista. Sin embargo,
la institución monárquica sigue suscitando enormes recelos, ya no sólo
entre partidos políticos más escorados hacia la izquierda, sino incluso
entre ciertos sectores de la sociedad más conservadores. En el caso
español, junto a explicaciones de orden conceptual, existen otras de
orden histórico que tienen que ver con el proceso de restauración
monárquico y su vinculación con el régimen autoritario del general
Franco, así como a la opacidad en lo relativo a su funcionamiento
durante buena parte del régimen político surgido con la promulgación de
la constitución de 1978.
Examinando primeramente las razones de orden conceptual, encontramos
que frente a las justificaciones clásicas de la institución monárquica
de orden teocrático, el llamado
derecho divino de los reyes,
o de orden metafísico que convierten al monarca en órgano e instrumento
del derecho justo (iustum animatum), en la actualidad se prefieren las
justificaciones de orden sociológico, como la llamada
legitimidad carismática del monarca, que en el caso español se traducen en el mito político del
rey garante de la transición política de la dictadura a la democracia,
o en el embrujo que sobre las clases populares ejercería la institución
monárquica, que hace del boato y del ceremonial su razón de ser y que
permite a la clases populares proyectar sus anhelos infantiles de
grandeza y trascendencia. Walter Lipmann incide en esta idea cuando
afirma que la forma de gobierno republicana seculariza en demasía el
poder político, privándole de su prestigio y de toda su
majestuosidad.
Por otro lado, la idea de continuidad dinástica, esencial a la
institución monárquica, otorga a esta un prestigio y una neutralidad
aparente que hace percibir en los ciudadanos una
idea de unidad en el seno de estado democrático,
sometido a multitud de vaivenes ideológicos según cambian los colores
del gobierno de turno. Tampoco han faltado las justificaciones de corte
patrimonialista de cierto anarcocapitalismo, como la defendida por Hans
Herman Hoppe en
Monarquía, democracia y orden natural. Frente
al régimen democrático, que esta dominado por el colectivismo y el
cortoplacismo de las decisiones políticas, la monarquía, por su propio
interés, gestionará con mayor atino, evitando medidas confiscatorias que
devalúen los activos del reino. Lamentablemente y a tenor del
comportamiento, poco ético cuanto menos, del anterior monarca parece
poco realista sustraer el monarca del pesimismo antropológico del
liberalismo clásico.
El tener un monarca constitucional, con funciones simbólicas residuales, presenta innumerables ventajas para la partidocracia
Como el filólogo y experto en mitología Wilhem Roscher señalaba, a
pesar de los innumerables cambios que la institución monárquica ha
experimentado, subsiste un núcleo esencial en la institución que radica
en la idea del privilegio, que se traduce en la inviolabilidad del
monarca y en el carácter hereditario y vitalicio del cargo. El tener un
monarca constitucional, con funciones simbólicas residuales, presenta
innumerables ventajas para la partidocracia. Por ejemplo, la de
tener una jefatura del Estado políticamente inoperante o un entretenimiento para las masas que distraiga la atención de la opinión pública de temas políticos candentes.
Sin embargo, ese residuo de desigualdad ante la ley y privilegio que
necesariamente lleva aparejada la institución monárquica sigue
planteando problemas, en especial en sociedades cada vez más
cuestionadoras de formas de legitimación no democráticas. De ahí que
partidos históricamente republicanos, como el PSOE, hayan planteado
introducir medidas igualitarias en la institución monárquica, como
pueden ser
alterar la primacía del varón en el orden sucesorio o la supresión de la inviolabilidad real,
medidas todas ellas que son un oxímoron en sí mismas, pues contradicen
la esencia de la institución monárquica, que no es otra que la de la
desigualdad. O se es republicano o monárquico, pero no se puede ser un poco de cada cosa.
En cuanto a las razones de orden histórico,
la monarquía siempre ha sido una institución capital en la historia de España. Desde los tiempos de la monarquía visigoda, esta ha sido concebida como una especie de traslación institucional de la
unidad peninsular
que se trataba de recuperar, tras la desintegración de la unidad
política que conllevó la penetración del islam en la península ibérica.
Así el rey castellano Alfonso VIII o el rey Navarro Sancho III hacían
referencia a su condición de reyes peninsulares en su heráldica. De ahí
que el político canovista, Antonio Goicoechea estableciera, en uno de
sus famosos diez mandamientos del buen monárquico, un tercero, que
vinculaba el
amor a la unidad de España con el amor a la institución monárquica.
Sin embargo, no es menos cierto que vincular unidad de España con
continuidad dinástica no está exenta de problemas. La historia de España
no presenta esa continuidad que sí se aprecia en la historia británica,
donde salvo el periodo de la llamada Commonweath de Cromwell entre 1649
y 1660, la vinculación entre identidad nacional y corona es mucho más
clara. En el caso español,
el convulso siglo XIX con las querellas carlistas y el advenimiento de la II república cuestionan claramente ese relato.
Cuando se cuestiona el origen de la monarquía actual, al vincularla a
una decisión personal del dictador Francisco Franco, se apunta
precisamente a esa discontinuidad y a ese carácter no parlamentario en
origen que tiene la actual monarquía española. Aunque bien es cierto que
la actual monarquía es constitucional, en la medida en que se incardina
en el seno de una constitución democráticamente aprobada, no es menos
cierto que el constituyente era plenamente consciente de su origen
apócrifo de ahí que se sometiera a la voluntad popular su legitimación
democrática en una votación única con el resto del articulado del texto
constitucional y que su regulación, el título II, sea uno de esos
contenidos de reforma agravada que establece el artículo 168.
Con la abdicación de Juan Carlos I se abrió un periodo de abierto cuestionamiento de la institución monárquica en España
Con la
abdicación de Juan Carlos I se abrió un
periodo de abierto cuestionamiento de la institución monárquica en
España, con partidos como Podemos, abiertamente contrarios a su
permanencia sin un referéndum popular expreso que la refrende. También
la abierta rebelión del secesionismo catalán y la decida apuesta por la
vigencia del texto constitucional por parte del rey Felipe VI han hecho
renacer los tradicionales recelos del nacionalismo catalán hacia la
dinastía borbónica.
Por otro lado, el tímido acercamiento del monarca, en su reciente
mensaje navideño, en favor del diálogo con el nacionalismo tampoco
augura una buena sintonía con aquellos sectores de la población, cada
vez más hartos del continuo chantaje institucional al que el
nacionalismo nos tiene acostumbrados. El auge del populismo, la
globalización o el derrumbe del consenso socialdemócrata plantean un
serio cuestionamiento del célebre axioma del constitucionalismo que
enunciara Alphonse Thiers: El rey reina, pero no gobierna.
Foto: Ruben Ortega
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