En la devoción por la tierra donde se ha nacido se oculta
muchas veces un elitismo aristocrático, capaz de desbaratar las
fronteras de la fisiología humana. Lo denunció Alexis de Tocqueville cuando percibió en La democracia en América (1835)
cuán empeñados estamos en no reconocer en los demás los rasgos de
humanidad y poco falta para que tomemos a ciertos individuos como “un
ser intermedio entre el bruto y el hombre”, explicó.
La profecía de Tocqueville asoma 31 años antes de que “el gran brujo” Nathan B. Forrest combatiera la igualdad jurídica de los negros norteamericanos en defensa de los privilegios “amo-esclavo”. En el mismo año en que Forrest fundaba en Tennessee el club del Ku Klux Klan se conocían en el ámbito académico las Observaciones sobre una clasificación étnica de los idiotas (1866), una obra en donde su autor, John L. Down, consideró que no hay rastro de cualidades intelectivas superiores fuera de las poblaciones caucásicas, o sea, blancas.
Al otro lado del Atlántico, en el continente europeo cundía asimismo el miedo a los cambios democráticos, miedo que iba escoltado por la furia que generaba el declive de las tradiciones elitistas. Y en ese duelo entre lo viejo y lo nuevo muchos abrazaron la existencia del Übermensch o Superhombre. El pensador que moriría loco, Friedrich Nietzsche, sobresalió de forma inusual en definir la morfología selectiva de individuos racialmente sobrehumanos. En La voluntad de poder (1901), el filósofo del imaginario alabó el objetivo moral y político de alcanzar “no solo una raza de señores cuya misión se agote gobernando, sino una raza que […] se pueda conceder todos los lujos, bastante fuerte para no aguantar la tiranía del imperativo de la virtud, bastante rica para no tener necesidad de la parsimonia y de la pedantería, más allá del bien y del mal”.
Con paños aristocratizantes se reflotó el mito de la raza escogida. Y con ayuda de las bioideologías se logró dar una orientación racista al nacionalismo. En España, la moda lamarckista de cortar a saltos la Historia produjo toda suerte de alucinaciones. El poeta gallego Eduardo Pondal y Abente (1835-1917), el vate de la nación gallega, llegó a escribir en su poema La raza: “vosotros sois de los cíngaros, de los rudos íberos, de los vagos gitanos, de la gente del infierno […,] nosotros somos de los celtas, nosotros somos gallegos”.
El lema, insultante, de “yo soy distinto a ti porque me siento más que tú” transmitía los venenos del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853) de Joseph Arthur de Gobineau. Y de la creencia en grupos étnicos peores surgieron los cantos sobre la especificidad de una raza. Uno de sus bardos más conocidos, Sabino Arana y Goiri (1865-1903), el fundador del fascismo regionalista vasco, colocó a los vascos en un estrato moral y biológicamente tan superior que, en contraposición a ellos, Arana ubicó a los no vascos, esto es, a españoles (o maquetos) muy cerca del escalafón de los simios.
Desde el punto de vista nacionalista los racistas eran alienistas, dado que admitían que un ser humano puede ser enajenado de su humanidad al vivir al lado de otros seres humanos. En este contexto, del inventor del fascismo regionalista catalán, Enrique Prat de la Riba, sabemos que admiraba la tradición antisemita alemana. Y, creyendo que los siglos de cultura se transmiten por la herencia, de la Riba adujo en La nacionalidad catalana (1906) que la raza constituye un factor determinista de primer orden, pues “ser de una raza quiere decir tanto como tener el cráneo más o menos largo o amplio, alto o achatado, poseer un ángulo encefálico más grande o menos pequeño, ser de complexión orgánica fuerte o débil, ágil o pesada, delicada o grosera, estar inclinado a tales pasiones o vicios o a tales cualidades o virtudes”.
La raza no es criterio jurídico en un Estado de derecho. Es una antigualla muy tóxica, un relato a extinguir, dado que pervierte las relaciones sociales. Y, sin embargo, hay electores, dentro y fuera de Europa, que votan, ¿cómo es posible?, a partidos racistas. Con el “yo soy distinto a ti porque me siento más que tú” la modernidad parece que no ha llegado a cuajar lo más mínimo, igual que en algunas de las regiones españolas más ricas no pocos de sus líderes siguen apadrinando los axiomas antidemocráticos de aquel sacerdote llamado Félix Sardá y Salvany, para quien satánicamente El liberalismo es pecado (1884), debido a la naturaleza, delictiva e inmoral a su juicio, de la igualdad. Y de la libertad.
La profecía de Tocqueville asoma 31 años antes de que “el gran brujo” Nathan B. Forrest combatiera la igualdad jurídica de los negros norteamericanos en defensa de los privilegios “amo-esclavo”. En el mismo año en que Forrest fundaba en Tennessee el club del Ku Klux Klan se conocían en el ámbito académico las Observaciones sobre una clasificación étnica de los idiotas (1866), una obra en donde su autor, John L. Down, consideró que no hay rastro de cualidades intelectivas superiores fuera de las poblaciones caucásicas, o sea, blancas.
Henry L. Mencken, apodado el sabio de Baltimore, avivó la discriminación social y propuso un programa de esterilización para los aparceros del sur de Estados UnidosIgual que hicieron, entre otros, Meiners, Morton, Broca y Down, el editor y periodista Henry L. Mencken (1880-1956), apodado el sabio de Baltimore, avivó la discriminación social y propuso un programa de esterilización para los aparceros del sur de Estados Unidos. Mencken murió un año después de que EE UU derogara la última de las leyes que impedía a los afroestadounidenses ejercer el derecho al voto. La abolición de la infame legislación Jim Crow fue un suceso tardío puesto que, desde principios del siglo XX, se sabía desde el punto de vista científico que no había diferencias entre los cerebros de un blanco y de un negro: el neurólogo de la Universidad de Cornell, Burt Wilder, ya lo había mostrado con datos y fotografías en la mano durante su conferencia en la Charity Organization Society (Nueva York: 1909).
Al otro lado del Atlántico, en el continente europeo cundía asimismo el miedo a los cambios democráticos, miedo que iba escoltado por la furia que generaba el declive de las tradiciones elitistas. Y en ese duelo entre lo viejo y lo nuevo muchos abrazaron la existencia del Übermensch o Superhombre. El pensador que moriría loco, Friedrich Nietzsche, sobresalió de forma inusual en definir la morfología selectiva de individuos racialmente sobrehumanos. En La voluntad de poder (1901), el filósofo del imaginario alabó el objetivo moral y político de alcanzar “no solo una raza de señores cuya misión se agote gobernando, sino una raza que […] se pueda conceder todos los lujos, bastante fuerte para no aguantar la tiranía del imperativo de la virtud, bastante rica para no tener necesidad de la parsimonia y de la pedantería, más allá del bien y del mal”.
Lapouge tuvo la ocurrencia de separar a los europeos. Y distinguir la raza superior del ‘Homo europeus’ (ario, rubio, emprendedor) frente a la raza inferior del ‘Homo mediterraneus’ (semita, moreno y vago)Pero Nietzsche no fue el único fanático. Hubo otros que multiplicaban sus quejas contra los infrahombres en alegatos a favor de los superhombres. Y a partir de este humus tenebroso y violento nacieron los atlas de anatomía “racista”. El fundador, junto con Jules Guesde, del Partido Socialista, hablamos de Georges Vacher de Lapouge (1854-1936), vulgarizó la propuesta eugenésica de promover el exterminio de pueblos enteros, en caso de no ponerse límites a la reproducción. Lapouge, que era un noble francés, tuvo la ocurrencia de separar a los europeos. Y distinguir la raza superior del Homo europeus (ario, rubio, emprendedor) frente a la raza inferior del Homo mediterraneus (semita, moreno y vago).
Con paños aristocratizantes se reflotó el mito de la raza escogida. Y con ayuda de las bioideologías se logró dar una orientación racista al nacionalismo. En España, la moda lamarckista de cortar a saltos la Historia produjo toda suerte de alucinaciones. El poeta gallego Eduardo Pondal y Abente (1835-1917), el vate de la nación gallega, llegó a escribir en su poema La raza: “vosotros sois de los cíngaros, de los rudos íberos, de los vagos gitanos, de la gente del infierno […,] nosotros somos de los celtas, nosotros somos gallegos”.
El lema, insultante, de “yo soy distinto a ti porque me siento más que tú” transmitía los venenos del Ensayo sobre la desigualdad de las razas humanas (1853) de Joseph Arthur de Gobineau. Y de la creencia en grupos étnicos peores surgieron los cantos sobre la especificidad de una raza. Uno de sus bardos más conocidos, Sabino Arana y Goiri (1865-1903), el fundador del fascismo regionalista vasco, colocó a los vascos en un estrato moral y biológicamente tan superior que, en contraposición a ellos, Arana ubicó a los no vascos, esto es, a españoles (o maquetos) muy cerca del escalafón de los simios.
Desde el punto de vista nacionalista los racistas eran alienistas, dado que admitían que un ser humano puede ser enajenado de su humanidad al vivir al lado de otros seres humanos. En este contexto, del inventor del fascismo regionalista catalán, Enrique Prat de la Riba, sabemos que admiraba la tradición antisemita alemana. Y, creyendo que los siglos de cultura se transmiten por la herencia, de la Riba adujo en La nacionalidad catalana (1906) que la raza constituye un factor determinista de primer orden, pues “ser de una raza quiere decir tanto como tener el cráneo más o menos largo o amplio, alto o achatado, poseer un ángulo encefálico más grande o menos pequeño, ser de complexión orgánica fuerte o débil, ágil o pesada, delicada o grosera, estar inclinado a tales pasiones o vicios o a tales cualidades o virtudes”.
La raza no es criterio jurídico en un Estado de derecho. Es una antigualla muy tóxica, un relato a extinguir, dado que pervierte las relaciones socialesNo lejos de estas ponzoñas falsas y maniqueístas, en pleno siglo XXI bastantes personas se sienten amenazadas por la llegada, en su opinión, de individuos (¿racialmente?) “subculturales”. Los discursos apocalípticos de Michel Houellebecq recuerdan los gritos de descontento que lanzaba Oswald Splengler en su Decadencia de Occidente, hace justo 100 años. Y del mismo modo que los dirigentes de la Liga Norte desprecian por cuestiones identitarias a sus compatriotas del sur de Italia, los economistas anglosajones emplean de manera insultante ¿solo en términos financieros? el acrónimo “cerdos”, “pigs” en inglés, para referirse a los países meridionales menos prósperos, como Portugal, Italia, Grecia y España, mientras que ciertos políticos con partitura idénticamente sectaria persisten desde diversos puntos de la geografía europea en lanzarnos su peculiar mensaje nacionalista. Y ello con el propósito de mantener el postulado diferencial de que la raza está ahí, de que “los Otros nos invaden” y “no son de los nuestros”, además.
La raza no es criterio jurídico en un Estado de derecho. Es una antigualla muy tóxica, un relato a extinguir, dado que pervierte las relaciones sociales. Y, sin embargo, hay electores, dentro y fuera de Europa, que votan, ¿cómo es posible?, a partidos racistas. Con el “yo soy distinto a ti porque me siento más que tú” la modernidad parece que no ha llegado a cuajar lo más mínimo, igual que en algunas de las regiones españolas más ricas no pocos de sus líderes siguen apadrinando los axiomas antidemocráticos de aquel sacerdote llamado Félix Sardá y Salvany, para quien satánicamente El liberalismo es pecado (1884), debido a la naturaleza, delictiva e inmoral a su juicio, de la igualdad. Y de la libertad.
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