ANÁLISIS. La situación política de la Unión Europea
En junio se han cumplido treinta años de la adhesión de España a la
Comunidad Económica Europea. Recuperamos este editorial de la New Left
Review de enero y febrero sobre la construcción europea.
Susan Watkins, Editorial de New Left Review nº90⎮Diagonal⎮21/06/15
Susan Watkins, Editorial de New Left Review nº90⎮Diagonal⎮21/06/15
Nota al pie en la acampada del 15M de Valencia. / FITO SENABRE
Aunque el malestar económico se está
convirtiendo en un fenómeno global, con la desaceleración registrada en
China y Japón, sus manifestaciones políticas más agudas siguen
concentradas todavía en Europa. Una de las razones es la severidad de la
contracción en la Eurozona, donde la producción y la inversión siguen
todavía muy por debajo de los niveles de 2008, el desempleo no baja de
los dos dígitos y los efectos combinados de la austeridad fiscal y las
restricciones crediticias han hecho disminuir aún más la demanda,
mientras que el capital excedente huye a Londres y Zúrich.La
caída del diferencial de crédito de los bonos italianos y españoles
tiene que ver más con la liquidez a corto plazo del Banco Central
Europeo que con ninguna mejora de las condiciones subyacentes: los
niveles de deuda nacionales son más altos que nunca y vulnerables al
menor asomo de volatilidad; los bancos, sobreexpuestos, están a merced
de las sacudidas procedentes de los mercados emergentes; el motor alemán
depende de una demanda externa que se debilita.
Pero los desequilibrios políticos
europeos son ahora tan marcados al menos como los económicos. La crisis
financiera pilló a los sistemas monetario y fiscal de la Unión Europea a
medio construir, y ha habido que levantar estructuras de emergencia en
medio de la tormenta. Lejos de desintegrarse, como predecían los
catastrofistas, la UE se ha fortalecido, viéndose obligadas sus
instituciones supranacionales a servir a propósitos ni siquiera
imaginados por sus creadores, al tiempo que se agudizaban las divisiones
entre sus ciudadanos. Sin embargo, esas asimetrías tienen una
prehistoria. Desde el inicio del largo declive a principios de la década
de 1970, la entidad política europea ha estado sometida a un conjunto
de torsiones estructurales en tres planos distintos: el de las relaciones cívico-democráticas entre los gobernantes y los gobernados; el de las relaciones interestatales entre los países miembros, y el de las relaciones geopolíticas
con el exterior del bloque. Se han estructurado en gran parte mediante
los intentos de los gobernantes europeos de atemperar una serie de
estremecimientos exógenos: el colapso del sistema de Bretton Woods a
principios de la década de 1970, el desmoronamiento del bloque soviético
durante la de 1990 y la crisis financiera mundial que estalló en 2008.
El Tratado de Roma de 1957 era una respuesta directa a la crisis de Suez y la aserción de la hegemonía estadounidense en Oriente Próximo
Cada uno de ellos operó como una
«crisis señal», para utilizar la terminología de Giovanni Arrighi, dando
paso a una nueva configuración económico-política que contribuiría a su
vez a dar forma a la respuesta a la siguiente sacudida: durante las
décadas de 1970 y 1980, el asalto neoliberal del capital contra los
trabajadores y la segunda Guerra Fría; durante la década de 1990, la
globalización, la financiarización y el ascenso de China; desde 2008, la
nueva época de estancamiento ligado a la deuda, que carece todavía de nombre.
En lo que sigue describiremos las formas de las asimetrías de la ue
configuradas con ese telón de fondo, argumentando que la solución
convencional –apuntalar la posición del Europarlamento– es un callejón
sin salida, al menos en cuanto a la esperanza de redemocratizar la
Unión.
Primeras sacudidas
El politólogo Walter Dean Burnham
observó hace tiempo que, aunque el sistema económico estadounidense se
ha transformado con una energía sin par, el sistema político
estadounidense apenas ha cambiado: las instituciones diseñadas por la
aristocracia plantadora del siglo XVIII siguen todavía ahí. Algo muy
parecido se podría decir de la UE. Los arquitectos de la integración
europea nacieron en una época de carricoches tirados por caballos: J.
Monnet y R. Schuman en la década de 1880, Adenauer en 1876. Las
instituciones que diseñaron –la Comisión, un ejecutivo supremo
constituido por esforzados tecnócratas; el Consejo de Ministros
interestatal, el Tribunal supranacional de Estrasburgo y la Asamblea
parlamentaria– encarnaban una visión muy de la década de 1950 de una
Europa moderna unida. Se suponía que debían supervisar la convergencia
parcial pero creciente de soberanía entre tres grandes Estados, los de
Francia, Alemania e Italia, cuyas poblaciones eran todavía en buena
parte rurales (casi el 40 por 100 del electorado francés estaba formado
por granjeros y campesinos) y los tres pequeños países del Benelux.
Aquel extraño complejo institucional contenía un conjunto sutilmente equilibrado de relaciones:
En términos geopolíticos,
la integración europea fue desde el principio un proyecto de la Guerra
Fría apoyado por el Departamento de Estado estadounidense para
fortalecer las economías capitalistas del continente frente a la amenaza
soviética. Pero para sus fundadores encarnaba también la esperanza de
Europa como tercera fuerza, independiente tanto de Estados Unidos como
de la URSS. El Tratado de Roma de 1957 era una respuesta directa a la
crisis de Suez y la aserción de la hegemonía estadounidense en Oriente
Próximo, el shock exógeno fundador de Europa.
En términos de relaciones interestatales,
el eje franco-alemán ofrecía un equilibrio entre la fuerza militar y
diplomática francesa –Francia era miembro permanente del Consejo de
Seguridad, tenía un imperio en ultramar y pronto sería una potencia
nuclear independiente– y el peso económico alemán. Estratégicamente, sus
intereses eran distintos pero complementarios: Francia quería vincular a
su gran vecino en un bloque diplomático bajo su propia dirección;
Alemania deseaba recuperar su estatus como potencia mundial de primer
orden y asegurarse el apoyo francés para su eventual reunificación.
Estaban flanqueadas respectivamente por Italia, habitualmente alineada
con Francia, y por los países del Benelux halados quieras que no por la
estela alemana, partidarios decididos de un marco supranacional que les
ofreciera un mayor papel diplomático.
En términos político-democráticos,
el Tratado de Roma era obra de las elites; los electorados europeos no
fueron consultados. Pero tampoco existía ninguna fuerte oposición
popular a lo que siguió siendo, durante las décadas de 1950 y 1960 de
elevado crecimiento, una construcción bastante distante y nebulosa, con
los objetivos vagos pero inobjetables de la prosperidad y la
estabilidad.
La primera sacudida para la Europa de
los Seis fue la revocación por Washington de los acuerdos de Bretton
Woods y la imposición del régimen del dólar, con el telón de fondo de
una competencia económica intensificada durante la década de 1970. La
respuesta europea, todavía bajo el liderazgo francés, consistió en
acelerar el proceso hacia un sistema monetario unificado, basado en el Plan Werner,
como baluarte contra las turbulencias internacionales. A ese fin, París
levantó el veto a la inclusión británica impuesto por De Gaulle –quien
había advertido que el Reino Unido serviría como caballo de Troya para
los intereses estadounidenses– en la creencia de que la City de Londres
proporcionaría el lecho financiero vital para el nuevo sistema. Esos
cambios –integración económica más profunda, combinada con la
ampliación– se vieron complementados por unos pocos retoques al marco
institucional de la CEE: reuniones regulares en la cumbre de los
Gobiernos de los Estados miembros en el Consejo de Europa y elecciones
directas al Parlamento supranacional, cuyos escaños habían sido ocupados
anteriormente por representantes de las asambleas nacionales.
La unión monetaria de la década de 1970
se fue a pique; la economía alemana salió adelante, mientras las demás
se debilitaban y sus monedas tuvieron que devaluarse frente al marco
alemán; pero la coyuntura de las décadas de 1970 y 1980 alteró los
equilibrios de la Comunidad Europea en otros aspectos no esperados. En
primer lugar, la entrada de Gran Bretaña trajo consigo el contundente
patrocinio por Margaret Thatcher de la desregulación financiera y la
reducción del gasto social. Aquel enfoque neoliberal, respaldado por
Mitterrand y Delors, quedó incorporado al marco común con el Acta Única Europea de 1986,
aunque fuera acompañado por una carta de derechos laborales (1989),
luego subsumida en la Carta de Derechos Fundamentales de la UE
(presentada en 2000 en Niza con excepciones para Gran Bretaña y Polonia y
ratificada en 2007 como «documento anexo» al Tratado de Lisboa); aquel
giro monetarista debilitó a Francia y, sobre todo, a Italia, cuya deuda
nacional pasó del 60 al 120 por 100 del PIB durante las décadas de 1980 y
1990, como consecuencia de los exorbitantes tipos de interés de la
Banca d’Italia, cuyo pago iba a suponer un pesado lastre para su
economía. En segundo lugar, con la desaparición de las dictaduras en
Portugal, Grecia y España durante la década de 1970, la Comunidad
Europea descubrió una nueva vocación: la ingeniería social en su periferia cercana,
creando con dinero canalizado a través de la fundación Friedrich Ebert
partidos de centroizquierda amables con el capital –el Partido
Socialista portugués, el PSOE, el PASOK– que iban a apacentar a las
nuevas democracias hasta introducirlas en la OTAN. ¿Cuáles fueron los
resultados para las relaciones internas y externas de Europa?
En términos cívico-democráticos, la
coyuntura de las décadas de 1970 y 1980 –la Europa de los Doce– tuvo
bastante éxito. La Comunidad Europea estaba casi totalmente dirigida
desde arriba, por reuniones en la cumbre e instituciones supranacionales
que no debían rendir cuentas a nadie. Pero en España existía un apoyo popular genuino
a la integración europea y también se celebraron con éxito los
referéndums de adhesión del Reino Unido e Irlanda; hacia finales de la
década de 1980 hasta el Partido Laborista británico se había vuelto
proeuropeo. El nivel de vida estaba aumentando en casi todas partes;
pese al marco atlantista y de libre mercado del Acta Única Europea, el
proyecto era considerado socialmente liberal y suavemente
socialdemócrata.
En términos geopolíticos, los resultados
eran mixtos. El intento de crear un sistema monetario europeo capaz de
competir con el dólar había fracasado. La segunda oleada de ampliaciones
fue considerada un éxito y la Comunidad Europea tenía ahora una población de 300 millones de habitantes, superando
a Estados Unidos; pero el proyecto de Europa como tercera fuerza se
había visto socavado por la expansión de la OTAN y la implantación de
misiles Cruise y Pershing en Gran Bretaña y Alemania. El caballo de
Troya estaba muy dentro de las murallas.
En términos de equilibrios
interestatales, la asociación franco-alemana parecía disfrutar de una
edad de oro mientras Delors dirigía una Comisión dinámica y se
registraba un fuerte crecimiento económico alemán. Pero,
retrospectivamente, el liderazgo diplomático francés se estaba viendo
sometido ya a la fuerte presión de Gran Bretaña, que desempeñó un papel
central en la redacción del Tratado de 1986. Dentro de la propia
Francia, la perspectiva gaullista de las élites políticas, intelectuales
y mediáticas estaba siendo desplazada por un liberalismo atlantista
ajeno al pensamiento estratégico independiente tradicional. Entretanto,
el marco alemán se había afianzado como moneda europea de reserva
durante las turbulencias monetarias de la década de 1970; en el momento
de la firma del Tratado de Roma la economía alemana solo era una sexta
parte mayor que la francesa, en 1973 era una vez y media mayor. Francia
se estaba viendo presionada tanto diplomáticamente desde el oeste como
económicamente desde el este. El equilibrio entre los dos Estados
principales de la Unión estaba empezando a cambiar.
Nuevo momento crítico y reorientación
La segunda sacudida exógena fue la
desintegración del bloque soviético en 1989, que ofreció una posibilidad
de refundación para la entidad política europea, que había sido
concebida y desarrollada como institución occidental en el marco de la
Guerra Fría. La cuestión más inmediata fue la unificación de Alemania.
¿Cómo debía proceder? ¿Debía ser neutral o miembro de la OTAN el nuevo
Estado? ¿Hasta qué punto alteraría una Alemania unida el equilibrio
interno de la UE, y qué relación tendría esta con los demás países que
antes pertenecían al Consejo de Ayuda Mutua Económica (COMECON)?
La cuestión de la unificación alemana
iba a ofrecer la clave para el resto. Había que elegir entre dos vías:
la primera era el proceso plenamente democrático-constitucional previsto
por el artículo 146 de la Ley Básica alemana (Grundgesetz für die
Bundesrepublik Deutschland), con consulta popular en ambos lados; este
enfoque estaba implícito en los Diez Puntos de Helmut Kohl de noviembre
de 1989, que supusieron la primera propuesta de unificación con una fase
de transición de «estructuras confederales» entre las dos Alemanias.
Pero el artículo 146 significaba dejar abierta la cuestión de la
neutralidad o la pertenencia a la OTAN, cuestión sobre la que los
dirigentes políticos de Alemania Occidental estaban divididos. Oskar
Lafontaine, el candidato a canciller del SPD, era lo bastante distante
con respecto a la alianza atlántica como para alarmar a Washington. La
opinión pública se inclinaba por la neutralidad; la expansión de la OTAN
incorporando a la RDA era considerada –no sin razón–, junto con la
imposición por Reagan de los misiles nucleares, como un acto de agresión
occidental.
El reconocimiento occidental de una
Alemania unida estaba en manos de las cuatro potencias ocupantes:
Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia y la Unión Soviética. Washington
convirtió la pertenencia a la OTAN en condición para la unificación y
arrojó todo su peso en favor de Kohl, quien ahora pidió la rápida
incorporación individual de los nuevos Länder a la República Federal tal
como era –esto es, dentro de la OTAN– a tenor del artículo 23 de la Ley
Básica, un oscuro mecanismo que se había utilizado para la
incorporación del Sarre en la década de 1950. Esto tenía como respaldo
lo que parecía una promesa brillante: un tipo de cambio de 1 por 1 entre
los dos marcos alemanes, lo que permitió a la CDU de Kohl obtener una
victoria abrumadora en las elecciones de marzo de 1990 en la RDA, pero
que también llevó a la bancarrota a la industria de Alemania Oriental.
Los líderes soviéticos bufaron al principio sobre la expansión de la
ORAN, pero la caída abismal del precio del petróleo se estaba
demostrando económicamente catastrófica para la URSS. Gorbachov arrojó
la toalla en mayo de 1990 y en otoño pidió un crédito de 15.000 millones
de marcos alemanes. Las voces de Günter Grass y de otros que pedían un proceso constituyente democrático cayeron en oídos sordos.
La respuesta francesa –y europea– a la
perspectiva de una Alemania económicamente preponderante fue acordar
como condición para la unificación que la soberanía del Bundesbank
quedara inmersa en una nueva institución supranacional. Delors y su
comité de banqueros centrales habían redactado ya un proyecto para una
moneda única. A diferencia del Plan Werner, de la década de 1970, que
incluía una política fiscal común con una considerable dimensión social,
el Plan Delors reflejaba la pujanza de las ideas de Milton Friedman
durante la década de 1980 y situaba como tarea principal del Banco Central Europeo el control de la inflación.
El euro se presentaba como una brillante solución tecnocrática, que no
solo diluiría la influencia alemana, sino que obligaría a los antiguos y
nuevos Estados miembros a alinear sus economías, ya que la devaluación
dejaría de ser una opción viable. Muchos advirtieron en aquel momento
que la moneda única considerada por Delors no neutralizaría el
predominio alemán, sino que lo entronizaría. Mitterrand, en cambio,
consideraba en diciembre de 1989 un gran triunfo diplomático lograr el
acuerdo de Kohl para el Plan Delors, formalizado en el Tratado de
Maastricht de 1991. El electorado y la clase política francesa se
dividieron por la mitad sobre Maastricht y el referéndum se aprobó por
los pelos, con el 51 frente al 49 por 100 de los participantes. El
Bundesbank se cobró su precio: el Pacto de Estabilidad y Crecimiento de
1998 impuso límites fiscales estrictos, aunque las decisiones sobre
impuestos, pensiones, subsidio de desempleo, sanidad, educación y gasto
social, consideradas lo bastante sensibles como para requerir
legitimación electoral, quedaron en manos de los Gobiernos nacionales.
La contabilidad creativa y los pródigos créditos de la burbuja
globalizadora contribuyeron a suavizar el impacto del régimen del BCE
durante la primera década de existencia del euro.
Las relaciones con los países que antes
habían pertenecido al Comecon siguieron el modelo de la absorción de la
RDA. Contrariamente a la sugerencia francesa de que la Europa occidental
y la oriental constituyeran una asociación genérica fuera del marco de
la UE, y siguiendo las prescripciones anglo-estadounidense, cada país
fue reclutado individualmente para la Unión, que mantuvo su estructura
previa. No hubo un proceso constitucional-democrático ni una refundación de la entidad europea
pese a que su carácter se hubiera alterado radicalmente: la Unión
contaba ahora con una población de 500 millones de habitantes y poseía
su propia moneda y su Banco Central. En términos alemanes, se había
aplicado el artículo 23 de la Ley Básica (Grundgesetz), no el artículo
146. Al complejo institucional de la década de 1950 se le hicieron unas
pequeñas modificaciones: se ajustaron los pesos relativos en el Consejo
Europeo, se crearon dos puestos nuevos y se realizó un intento de
presentar los tratados como una Constitución, con un preámbulo muy
rimbombante: valores universales, imperio de la ley y el derecho,
igualdad, solidaridad, paz.
Las decisiones tomadas en Maastricht
tardaron algunos años en desarrollarse: el euro alcanzó un
funcionamiento pleno en 2001; la incorporación de los nueve primeros
países miembros del antiguo Comecon tuvo lugar en 2004, y tras ellos
llegaron Rumanía y Bulgaria en 2007; las instituciones se ajustaron
finalmente en el Tratado de Lisboa de 2007, después de la debacle del
tratado constitucional en 2005. ¿Cómo afectaron a las asimetrías de la
ue?
En términos democráticos, Maastricht
aportó una ampliación decisiva de la brecha entre gobernantes y
gobernados. La arquitectura del sistema del euro se diseñó
deliberadamente para resultar inmune a las presiones electorales. Con el
desplazamiento general hacia el neoliberalismo, durante la era de
Maastricht se vio también la obliteración de cualquier política real en
pro de una «Europa social»; la nivelación hacia abajo sustituyó a la
nivelación por arriba de los Doce, al tiempo que comenzaba a aumentar el
desempleo estructural. Las privatizaciones y la contracción de los
derechos sociales ampliaron la distancia entre los de «arriba» y los de
«abajo». La competencia de libre mercado quedó inscrita como principio fundacional en el Tratado Constitucional de 2004,
lo que constituyó una de las principales razones para su rechazo en los
referéndums de 2005. El surgimiento de mayorías populares contra la
dirección posterior a Maastricht que tomaba la Unión Europea en países
fundadores como Francia y los Países Bajos señaló una nueva fase en su
deterioro. Fueron dejadas de lado por los gobernantes europeos, como lo
fue el surgimiento de una corriente euroescéptica en Inglaterra. El
Tratado, excepto su preámbulo, quedó reafirmado en Lisboa.
En términos de las relaciones
interestatales, el acuerdo de Maastricht formalizó un nuevo conjunto de
asimetrías estructurales. El establecimiento del bloque de la Eurozona
llevó a una integración intensificada del núcleo, combinada con una
dinámica centrífuga en la periferia, que afectaba en particular a Gran
Bretaña. Dentro de la Eurozona surgió una nueva jerarquía entre los
Estados miembros como respuesta a las restricciones impuestas por el
Pacto de Estabilidad: países poderosos como Alemania o Francia pudieron
saltarse impunemente las reglas fiscales en las recesiones de 2001-2002,
mientras que otros más débiles, como Portugal, se vieron obligados a
obedecerlas. En tercer lugar, la expansión hacia el este abandonó el
principio de igualdad entre los Estados miembros: los fondos
estructurales y regionales que la Comisión puso a disposición de los
antiguos países del Comecon eran una miseria comparados con los que se
habían donado a España, Grecia, Portugal e Irlanda. Entre los nuevos
incorporados, Polonia, blanco principal de la inversión alemana,
consiguió un trato mucho más solícito que el resto.
En términos geopolíticos, el final de la
Guerra Fría podría haber traído el amanecer de una auténtica autonomía
de la UE en la escena mundial, pero lo que trajo fue una subordinación
más completa al liderazgo estadounidense en una otan ampliada, de la que
Francia se convirtió en miembro a todos los efectos. El inicio de la
era de Maastricht se vio acompañado por una desastrosa iniciativa
austro-alemana para alentar la secesión de Eslovenia y Croacia, mientras
Washington se mantenía ocupado en el golfo Pérsico; pero tales
ambiciones fueron inmediatamente bloqueadas por Estados Unidos una vez
que percibió lo que estaba sucediendo. Sobre cuestiones de importancia
militar y estratégica, la cadena de mando real seguía yendo desde
Washington a Londres, París o Berlín, en una estructura clásica de radios desde un centro.
La guerra de la OTAN en 1999 contra Yugoslavia fue una operación
deliberadamente ejemplar a este respecto: dirigida por Estados Unidos,
con fuerzas e ideólogos alemanes, franceses y británicos en papeles
secundarios. La diplomacia supranacional de la UE operó a un nivel más
bajo, realizando el trabajo de base para la OTAN a través de la
intromisión ahora automática de la Comisión en los asuntos políticos y
económicos de sus vecinos para extender una periferia segura cada vez
más amplia y profunda para la acumulación de capital.
La primacía alemana no ha sido el resultado de una toma unilateral del poder, sino que se forjó paso a paso en una lucha política prolongada desde febrero de 2010
Los desequilibrios políticos de la
Unión Europea –aún más que los económicos– fueron cuidadosamente
implementados por el bloque de Maastricht. Cuando el final de la Guerra
Fría puso sobre la mesa la cuestión de Europa, la mayor preocupación de
Estados Unidos –con el apoyo de las élites eurooccidentales– fue evitar
el riesgo de un momento democrático-constitucional. Washington reafirmó
su primacía como dirigente de la OTAN, primero, en el proceso de
unificación alemán y, luego, en cada nueva incorporación. Francia, en
lugar de insistir en una refundación constitucional de la nueva Europa,
apostó por un ajuste tecnocrático a través de una política monetaria
supranacional. La posición de Washington era totalmente racional,
ajustada a sus propios intereses; las ilusiones de Mitterrand y de
Delors iban, en cambio, a contribuir a pavimentar el camino para el
eclipse de Francia.
Una hegemonía encrespada
Maastricht puso en vigor tres asimetrías
corrosivas: relaciones interestatales sesgadas, formas de gobierno
oligárquicas y subordinación geopolítica. La crisis financiera ha
supuesto desde entonces un giro aún más tóxico. El resultado ha sido una
ampliación sin precedentes del control autocrático de la Comisión y,
tras él y por encima, una centralización sin precedentes del poder extralegal de la oficina de la canciller alemana.
En una entidad política que en otro tiempo se enorgullecía del Estado
de derecho, la toma de decisiones en la cumbre está ahora a la vez
informalizada y personalizada. La primacía alemana no ha sido, empero,
el resultado de una toma unilateral del poder, sino que se forjó paso a
paso en una lucha política prolongada desde febrero de 2010, cuando las
cadenas de deuda que llegaban en último término hasta Wall Street se
rompieron por su eslabón más débil, Grecia. Las participaciones
bancarias francesas se desplomaron mientras los libros falsificados de
Atenas salían a la luz, encolerizando al ministro de Finanzas alemán
desde 2009, Wolfgang Schäuble. El secretario del Tesoro de Obama ofreció
un resumen característicamente crudo de la posición de Berlín: «Les
vamos a dar a los griegos una lección. Nos mintieron, se aprovecharon de
nosotros, derrocharon nuestra ayuda y vamos a aplastarlos». La
respuesta de Geithner dictaba la pauta de lo que vino después: «Podéis
pisar el cuello de esos chicos si eso es lo que queréis hacer», le dijo a
Schäuble, pero Berlín debía dar también a los inversores lo que
querían: Alemania tenía que suscribir una porción significativa de la
deuda pública griega en vez de rescindirla y no condonarla –el «corte de
pelo» de los acreedores de Grecia que querían Merkel y Schäuble– y
permitir una compra a gran escala de bonos por el Banco Central Europeo,
contrariamente a los postulados monetarios alemanes.
La famosa respuesta de Merkel fue: «No
habrá garantías sin control». Se le dio a la Troika –los funcionarios
del BCE, la Comisión y el FMI– el mando de la economía griega y se
acordó un crédito de rescate en términos punitivos; el dinero no iría a
«los griegos», por supuesto, sino a los bancos franceses y alemanes. En
octubre de 2010 se produjo un intento de rebelión franco-alemán, cuando
los bancos irlandeses se balanceaban al borde del abismo. Merkel quería
hacer de la reestructuración de la deuda una condición para futuros
créditos de emergencia; el apoyo de Sarkozy significaba que Francia
quedaría exenta del «control» fiscal alemán. La respuesta estadounidense
era predecible: «Estaba jodidamente al borde de la apoplejía»,
recordaba Geithner, y el rescate irlandés se produjo sin el corte de
pelo de los acreedores; se reafirmó el engañoso compromiso del ministro
irlandés de Finanzas Brian Joseph Lenihan de suscribir cada penique del
préstamo de la City de Londres. Desde finales de 2010 Francia se
convirtió en el aliado más estrecho de Washington en la crisis de la
Eurozona. El Gobierno de Sarkozy desempeñó un papel agresivo en obligar a
Grecia e Italia a asumir el rescate; el primer acto de Hollande como
presidente fue recomendar a los griegos que votaran contra Syriza en las
elecciones de junio de 2012. Pero la campaña del Tesoro estadounidense
tuvo también el respaldo de prácticamente todo el establishment político
europeo, incluidos los socialdemócratas alemanes y los medios de
comunicación internacionales, que presentaron el rescate de los
inversores como una iniciativa progresista, proeuropea y suavemente
socialdemócrata, y criticaron la «renuencia» de Alemania a desempeñar el
papel hegemónico que le correspondía.
Una vez descartada la reestructuración
de la deuda, la carga caería en el «control». Mientras las huelgas y los
disturbios se multiplicaban en el continente, cada gesto alemán hacia
los mercados financieros –el rescate griego y la compra de bonos por el
BCE en 2010; su operación de refinanciación a largo plazo por billones
de euros en diciembre de 2011; el programa de transacciones monetarias
directas en septiembre de 2012, dos meses después del discurso de Draghi
del «cueste lo que cueste»– se vio acompañado, paso a paso, por una
ampliación de su poder ejecutivo autocrático. El sistema de semestres europeo (2010)
obligaba a los Estados miembros a someter presupuestos anuales a la
Comisión para su aprobación antes de que pudieran ser discutidos por los
parlamentos nacionales; el Pacto Euro Plus (2011) les obligaba a reducir los costes laborales y elevar la productividad; el Pacto Fiscal (2012),
a incluir límites de déficit del estilo Tea Party en sus constituciones
nacionales. Bloques de la legislación europea –el Paquete de Seis
(2012) y el Paquete de Dos (2013)– endurecieron el régimen económico de
«vigilancia y puesta en vigor» de la Comisión.
Mientras sucedía esto, el peso político
de Alemania se vio apalancado por su preeminencia política. El acuerdo
final –entre Washington y los mercados financieros, por un lado, y
Berlín, por el otro– compensaba las garantías alemanas e inyecciones de
dinero en efectivo en los bancos por valor de billones de euros con una
pérdida decisiva de soberanía económica de los demás Estados de la
Eurozona; Zapatero, Berlusconi, Papandreu, Samaras, Coelho y Kenny se
vieron obligados a obedecer el dictado alemán sobre política fiscal o
tirar la toalla. Pero, hasta la fecha, esa hegemonía alemana ha
resultado extrañamente encrespada. Aunque saque una cabeza a las demás
potencias europeas, Alemania nunca ha sido lo bastante grande como para
ejercer una primacía desenvuelta sobre ellas. Desde la época de la Liga
de Delos (siglo V a. C.), el liderazgo estable de una federación de
Estados ha requerido una tercera parte al menos del peso demográfico,
económico y militar total. Alemania cuenta con alrededor del 17 por 100
de la población y el PIB de la UE, y sigue por detrás de Francia y Gran
Bretaña en armamento. Su preponderancia desde 2011 descansa, en primer
lugar, en un poder económico coercitivo y, en segundo lugar, en
un reconocimiento tácito de los demás Estados de que los inversores y el
Tesoro estadounidense consideran a la canciller alemana como jefa
ejecutiva de toda Europa. Los demás Estados apenas pueden
impugnar su predominio, habiendo respaldado la campaña de Washington y
Wall Street para que Berlín asuma ese papel. Alemania está comenzando ya
a beneficiarse de la naturaleza acumulativa del poder: Merkel es
tratada como emperatriz de Europa en sus raras visitas a los demás
Estados y durante el año pasado los gobernantes y fabricantes de opinión
europeos han comenzado a dirigirse a Berlín para consultar las
decisiones sobre cuestiones puramente políticas –la actitud con respecto
a Ucrania, el nombramiento del presidente de la Comisión– que no tienen
nada que ver con la deuda.
Pero Berlín tiene como desventaja la
oposición interna a las actividades del BCE entre sectores sustanciales
de la clase gobernante y los medios alemanes; ha alcanzado el liderazgo
de Europa traicionando los postulados históricos nacionales sobre la
«financiación monetaria». La política de Merkel con respecto a la
Eurozona es también criticada por los trabajadores cuya situación
económica se ha visto notablemente deteriorada desde las reformas à la Thatcher
del SPD en 2004; la flexibilización cuantitativa debe hacerse de
puntillas, de manera que los votantes alemanes apenas la perciban. El
ascenso de Alternative für Deutschland es particularmente irritante para
Merkel, ya que ese partido anuncia ruidosamente hasta el último detalle
de lo que Frankfurt está a punto de hacer. Dentro de la Eurozona, la
hegemonía alemana afronta la irritación popular frente a sus
instrumentos de dominación, el Directorio Económico de la Comisión y la
Troika. La coerción es evidente a ese respecto; el consentimiento, en
cambio, se da a regañadientes. Y aunque el poder de Berlín en el siglo
XXI es de un carácter muy diferente al de momentos anteriores de
expansión imperial –y no solo porque no es una decisión soberana por su
parte: Alemania se ha visto impulsada a él y la determinación soberana
reside en último término al otro lado del Atlántico–, sus emisarios
están, sin embargo, siguiendo los pasos de sus antepasados en muchos
lugares de Europa, incluida Grecia, donde el gran «no» de 2011 era un
eco directo de la Resistencia. ¿Hasta qué punto ha afectado esa
preponderancia a las asimetrías de la UE?
En términos de las relaciones
interestatales, el equilibrio básico franco-alemán ha quedado destruido.
¿Por qué ha ofrecido Francia tan escasa oposición a lo que Ulrich Beck
ha denominado «Euroalemania»? La respuesta habitual es que la economía
francesa está demasiado lastrada por sus legados estatistas para que la
voz del Elíseo tenga mucha autoridad; pero las cifras no lo corroboran.
En muchos aspectos –deuda pública, renta familiar, infraestructura,
industria– Francia está en mejor situación que el Reino Unido. El
liderazgo francés en Europa dependía de su ventaja diplomática y
militar, no de la producción económica; es esta la que se ha visto
socavada ahora, tanto ideológicamente, con el aumento del atlantismo
francés, como geopolíticamente: el final de la Guerra Fría colapsó gran
parte del margen de maniobra para una diplomacia francesa independiente y
de equilibrio entre las dos superpotencias. La alineación con Estados Unidos durante la crisis de la Eurozona ha sellado el destino de Francia.
Un momento significativo se produjo en la cumbre de 2010 en Deauville,
con el fracasado intento franco-alemán de trazar una línea independiente
de Washington. Sarkozy, en palabras del secretario del Tesoro, esperaba
«conseguir que Merkel retirara su propuesta de “unión fiscal”, muy dura
para él políticamente, al significar que Francia aceptaba caer bajo el
predominio de Alemania en lo que atañe a la política fiscal». París está
actualmente a la espera de saber si su presupuesto para 2015 satisfará o
no a los hombres de Schäuble en Bruselas.
En el frente geopolítico, Berlín se ha
hecho cargo de la política europea con respecto a Ucrania de un modo que
habría sido impensable hace tan solo tres años. París y Londres han
sido marginados y la canciller se ha postulado como coordinadora de las
sanciones occidentales contra Putin mientras Obama permanece ocupado en
otras regiones del mundo. Desde Maastricht, la simbiosis OTAN-UE ha
mantenido una lógica expansionista; la crisis de la Eurozona no ha hecho
nada para disminuir sus ambiciones. La política de la Comisión ha dado
rienda suelta a los Estados miembros con políticas más agresivas hacia
el este –Suecia, Polonia, los países bálticos–, que vienen agitando
desde hace tiempo por un reforzamiento de la OTAN en la frontera con
Rusia. Cuando la brutalidad de la política de Yanukovich facilitó una
protesta masiva contra su Gobierno a finales de 2013, el Departamento de
Estado trató automáticamente de dirigirla, dejando a la Unión Europea
la tarea de darle consistencia sobre el terreno. El orden jerárquico se
evidenció en la promoción de sus candidatos: el favorito estadounidense,
Yatsenyuk, se convirtió en primer ministro, mientras que Klitschko, el
hombre de Alemania, ha quedado únicamente como alcalde de Kiev. Fue la
negativa del Gobierno de Yatsenyuk a negociar un acuerdo regional en
marzo de 2014 la que dio lugar a la movilización en el este, con el
respaldo de Rusia, que oscilaba entre la actitud defensiva y el
aventurerismo. La estrategia occidental ha sido igualmente
contradictoria. Rusia no es la URSS, sino un Estado capitalista, que
Estados Unidos quiere atraer a su órbita, al tiempo que bloquea una
alianza chino-rusa; pero ha impulsado incansablemente la expansión
OTAN-UE; tras pisotear los acuerdos de 1990 con Moscú, ha avanzado en la
mayor parte del glacis exsoviético y solo se le ha puesto freno en la cuenca de Dombás.
En términos cívico-democráticos, la dura
política de clase del régimen de rescate/austeridad ha depositado un
pesado lastre sobre la democracia representativa en los Estados
miembros. Partidos de gobierno históricos han quedado prácticamente
desmantelados en Irlanda y Grecia. Coaliciones nacionales de
centroizquierda y centroderecha –«el gobierno mediante cártel», como lo
llamó Peter Mair– se están convirtiendo en la nueva norma de la Europa
en crisis. En Grecia, la coalición entre Nueva Democracia y el PASOK
recibió en 2012 el apoyo de solo el 30 por 100 del electorado total,
principalmente pensionistas, amas de casa y votantes rurales; las
ciudades y la población en edad de trabajar votaron por Syriza. En
Francia, el rechazo popular ha impulsado un ascenso sin precedentes del
apoyo al Frente Nacional, que barrió la escena en las elecciones al
Parlamento Europeo de 2014 y es probable que lleve a Marine Le Pen a la
segunda vuelta de las elecciones presidenciales en 2017. Casi dos
terceras partes de los alemanes, austriacos y holandeses expresaron su
«desconfianza» en la UE en las encuestas del Eurobarómetro de los
últimos años. En todo el continente la modificación de la actitud hacia
la UE desde la década de 1980 ha sido espectacular. Un resultado de esa desafección generalizada es el bloqueo institucional. Los líderes europeos no se atreven a arriesgarse a una consulta popular en ningún nuevo tratado.
¿El remedio?
Los defensores de la Unión después de
Maastricht tienen una respuesta muy simple para esos desequilibrios: el
Parlamento europeo. Cada ampliación del control de la Comisión se ha
visto acompañado por gestos de asentimiento a una compensación que
ampliaría los poderes de «codecisión» del Parlamento. ¿Qué significa eso
en la práctica? Su objetivo, como sugiere el propio término, es el
consenso: el acuerdo a tres entre la Comisión, que es la única que puede
poner en marcha directivas y regulaciones europeas, el Parlamento, que
puede enmendarlas, y el Consejo, cuerpo interestatal que tiene el poder
de decisión último. El Parlamento tendría así la opción entre participar
en el consenso –ofreciendo enmiendas aceptables– o ser ignorado.
El meollo de la codecisión radica en que
es gestionada por los dirigentes de los grupos políticos. Los dos
mayores –el Partido Popular Europeo, de centroderecha, y el de los
Socialistas y Demócratas, de centroizquierda– quedaron establecidos
desde las primeras décadas del Parlamento. Con la llegada de las
elecciones directas en 1979, llevaron de la mano a los parlamentarios
neófitos. Durante la década de 1980 Egon Klepsch, máximo dirigente del
Partido Popular Europeo, y Rudi Arndt, líder de los socialdemócratas,
eran ambos políticos veteranos de la República de Bonn –el primero,
asociado a Erhard y el segundo, alcalde de Frankfurt– que encabezaron
una Große Koalition, lubricada por la familiaridad durante mucho tiempo
con las minucias de los procedimientos europarlamentarios y los puestos
de mando que las delegaciones alemanas mantenían en cada grupo. Dada la
magnitud de su mayoría conjunta, cualquier cosa que los dos líderes
acordaran era automáticamente aprobada. La conferencia de los dirigentes
de grupo, junto con su personal y el del Secretariado, se convirtió así
en el centro neurálgico del Parlamento, decidiendo los nombramientos
para las dos docenas de comités –pesca, agricultura, competencias,
finanzas, economía, etcétera– que realizan el trabajo real de redactar
enmiendas para las directivas de la Comisión, bajo el cabildeo a gran
escala de las corporaciones y (en mucha menor medida) los sindicatos y
las ONG. Una vez que los comités han acordado la redacción de una
enmienda, está prácticamente asegurado que será adoptada por el
Parlamento. Los jefes de partido presentan entonces la enmienda a los
representantes de la Comisión y el Consejo, con el propósito de alcanzar
un acuerdo final. La dinámica consensual de la codecisión se ve
reforzada por la cortesía: el entorpecimiento de las reuniones –la única
táctica de oposición disponible– se considera poco educada.
Cuando comenzaron a resultar elegidas
fuerzas «externas» marginales –la izquierda y los verdes en la década de
1980, los euroescépticos en la de 1990–, se les ofrecieron fondos,
oficinas y personal de apoyo para unirse al sistema de los grupos
parlamentarios en los niveles más bajos, proporcionales a su tamaño. Los
rebeldes fueron suavemente absorbidos en los mecanismos del Parlamento
para su neutralización y despolitización. Gramsci habría sonreído. Los
límites a la actividad no consensuada quedaron ilustrados en la década
de 1990 cuando el centroizquierda disfrutó temporalmente de una ventaja
de sesenta escaños sobre el Partido Popular Europeo. El dirigente de
aquel grupo, Jean-Pierre Cot (Parti Socialiste), seguido desde 1994 por
Pauline Green (laborista), trató de movilizar la «mayoría progresista»
del Parlamento en favor de la Europa social y los derechos de los
trabajadores. No avanzaron mucho en términos tangibles contra la
tendencia antiobrera prevaleciente de los criterios de convergencia de
Maastricht, y las delegaciones del Partido Laborista y el SPD se echaron
atrás en cuanto sus partidos entraron en el Gobierno en sus propios
países, abandonando las agendas de la «Europa social». Los intentos de
los verdes de defender comisarios de centroizquierda corruptos
resultaron contraproducentes, contribuyendo a la dimisión en masa de la
desgraciada Comisión Santer. En las elecciones de 1999 el PPE mejoró sus
posiciones y en 2004 se restauró la Große Koalition como la mejor forma
de asegurar que la asamblea fuera «gobernable», según la reveladora
frase del funcionario en jefe del Parlamento.
En toda Europa los Parlamentos
nacionales se han hecho cada vez más insensibles a la presión desde
abajo, mientras que los programas de los principales partidos se iban
haciendo casi indistinguibles. Pero el Europarlamento está más avanzado
que ninguno de ellos en términos de falta de rendición de cuentas y de
absorción en el poder ejecutivo-administrativo. La rendición de cuentas
solo opera aquí hacia arriba –la necesidad de alcanzar un consenso con
la Comisión y el Consejo para que cualquier enmienda sea integrada– y
nunca hacia abajo. Los líderes de los grupos políticos nunca tienen que
responder frente a los miembros de los partidos en conferencias anuales;
no son revocables, sus escaños están eficazmente garantizados. El
modelo es el de los partidos de notables del siglo XIX, más que el de
los partidos de masas del siglo XX. El papel del Parlamento durante la
crisis de la Eurozona fue ejemplar a este respecto: los líderes de la
Große Koalition, Joseph Daul y Martin Schulz, orquestaron el
asentimiento del Parlamento a cada ampliación del poder autocrático,
acelerando algunas de sus medidas más flagrantes. Una vez que el
resultado quedaba asegurado, se exhibían como paladines del pueblo
corrigiendo una o dos de las lagunas de la directiva de la Comisión para
limitar las bonificaciones de los banqueros, siendo recompensados con
la cobertura admirativa de la prensa europea.
Toma del poder
El Europarlamento es ahora una
institución sustancial, que ocupa más de un millón de metros cuadrados
en Bruselas y emplea a unos 10.000 funcionarios, ayudantes y
traductores, además de los 751 miembros elegidos. Ha acumulado un
significativo peso burocrático y, siguiendo la lógica de la construcción
de instituciones, se esfuerza por obtener más territorio, mejores
posiciones y un papel más destacado entre las estructuras dominantes de
la UE; su Comité de Asuntos Constitucionales, con un amplio personal de
funcionarios de gran experiencia, está volcado en ese propósito, aunque
cabe decir que nunca ha habido una campaña extraparlamentaria de masas
para respaldarlo. El vuelco autocrático de Europa desde la crisis se ha
convertido en una oportunidad de oro para el Parlamento y sus
partidarios, que proclaman que es la única institución que puede ofrecer
una legitimación compensatoria del comportamiento de la Troika, el
endurecimiento del poder de la Comisión y el papel totalmente
extraconstitucional de la canciller alemana.
La lógica política de esa apuesta por la
influencia quedó clara en la campaña de 2014 para conseguir que
Jean-Claude Juncker, el desacreditado ex primer ministro de Luxemburgo,
fuera nombrado presidente de la Comisión. Esto suponía pasar por encima
de la ley europea, ya que los tratados dicen claramente que el Consejo
debe elegir al presidente para que el Parlamento lo respalde o lo vete.
Como parte de su afán de influencia, los líderes de los partidos del
Parlamento insistían en elegir los Spitzenkandidaten [primeros
candidatos de la lista] para la presidencia; el candidato del grupo que
obtuviera más votos en las elecciones de 2014 sería considerado el jefe
idóneo de la Comisión. Aunque los líderes del centroizquierda (Schultz),
liberales (Guy Verhofstadt) y verdes (Dany Cohn-Bendit) se pronunciaron
ruidosamente contra el sistema de los Spitzenkandidaten, era obvio que
el PPE obtendría el porcentaje más alto del voto popular, alrededor del
12 por 100 del total del electorado europeo, como así sucedió.
En su elección de candidato, los
dirigentes del PPE pretendían, presumiblemente, recompensar a un viejo
amigo, Jean-Claude Juncker, presidente del grupo de la Eurozona durante
la crisis y practicante arquetípico de la política de compinches de la
UE, quien ha sido durante dos décadas primer ministro del Gran Ducado de
Luxemburgo, notorio por la laxa regulación de su sector financiero y
las «cartas de patrocinio» que prácticamente eximían del impuesto de
sociedades a las multinacionales. Juncker fue finalmente obligado a
dimitir en julio de 2013 por haber encubierto el escándalo del Srel, el
servicio secreto del ducado (vigilancia ilegal, filtración de
información confidencial para obtener ventajas comerciales, corrupción
sistemática y encubrimiento de una red golpista similar a Gladio que
llegó a poner una serie de bombas en edificios públicos a mediados de la
década de 1980 para elevar la tensión política y fomentar el «miedo a
los rojos»). La responsabilidad por las explosiones conducía
aparentemente hasta la familia real, el corazón podrido de ese
pintoresco mini-Estado. La Srel guardaba, al parecer, grabada desde
principios de la década de 2000 una conversación de Juncker con el gran
duque Henri, en la que hablaban de la participación del hermano del gran
duque, el príncipe Jean, en la campaña de bombas. A principios de 2013
una investigación parlamentaria, en paralelo con un juicio muy demorado
de oficiales de policía relacionados con las bombas, sacó a la luz gran
parte del escándalo. En marzo de 2014 la asamblea electoral del PPE
reunida en Dublín no vaciló, sin embargo, en nominar a Juncker para la
Presidencia de la Comisión.
Después de las elecciones de mayo de
2014 había todavía cierta incertidumbre sobre si el Parlamento
conseguiría imponer su candidato, desafiando la letra del Tratado; pero
de lo que no había ninguna duda era de quién decidiría la cuestión. En
la nueva entidad informal que constituye Europa desde 2011, solo había
una persona –la canciller alemana– que pudiera decidir si el decrépito
Spitzer Kandidat del PPE sería nombrado para el puesto máximo de
Bruselas. En los medios europeos no se oía ni un susurro al
respecto; se daba por hecho que la palabra de Merkel equivalía a la ley
en Europa. Por otra parte, su decisión no se debía únicamente a los
intereses nacionales alemanes –Alemania quiere mantener a Gran Bretaña
en la UE, como fuerza conservadora aneja, y el nombramiento de Juncker
era un regalo a los euroescépticos británicos–, sino a la situación
doméstica de la CDU. En Alemania la Große Koalition de cerebros formada
por la prensa Springer, el SPD y el último representante de la escuela
de Frankfurt, Jürgen Habermas, declaró que sería escandaloso que Juncker
no obtuviera el puesto, llegando a exclamar Habermas que sería como
«una bala en el corazón del proyecto europeo» si ese maloliente
albañalero no se convertía en presidente. Después de martillear a la
opinión pública, Merkel se dispuso a cosechar los beneficios de la
campaña de Springer; Juncker fue debidamente ungido. Poco después se
hicieron públicos un montón de documentos detallando las reducciones de
impuestos «especiales» por valor de miles de millones de dólares que
Luxemburgo había concedido, bajo la supervisión de Juncker, a compañías
transnacionales que operaban en la Unión Europea. Sin ninguna sorpresa,
la mayoría del Parlamento aprobó una moción de confianza en su favor.
Como había dicho poco antes Martin Schulz, a la cabeza del Parlamento
desde 2012: «Es nuestro presidente».
Sugerir que esa anexión extralegal de
poderes por el Parlamento equivale a una democratización supone un
desafío a la lógica política. Juncker no es responsable frente al
electorado europeo, ni siquiera frente al 12 por 100 que votó por los
candidatos de centroderecha. En realidad solo tiene que rendir cuentas a
la figura que realmente lo nombró, la canciller alemana. La
distribución de puestos en su nueva Comisión y la creación unilateral de
vicepresidentes especiales, todos ellos figuras de la línea dura
proausteridad, como el ministro de Finanzas alemán, llevan esa marca.
Ese era el resultado previsible del proceso de los Spitzenkandidaten. El
Grupo de Izquierda del Parlamento debería haber evitado concederle
legitimación compitiendo con él con la «lista Alexis Tsipras». Una cosa
es participar en el proceso electoral y potenciar la mayor cantidad de
posibilidades para la solidaridad y el debate transnacional, y otra
muy distinta otorgar credenciales a la idea de que las pretensiones
egoístas del Parlamento y las disputas por el territorio hacen a la UE
más democrática. El Europarlamento, basando su actuación en la
codecisión, no puede, estructuralmente, ofrecer el único componente
esencial que requiere una auténtica democracia en funcionamiento: la
oposición.
Wolfgang Streeck argumenta en la
conclusión de Buying Time que una democratización genuina de Europa
estaría obligada a tener en cuenta las múltiples diferencias
históricamente arraigadas entre sus pueblos:
Ninguna democracia europea puede desarrollarse sin una subdivisión federal y amplios derechos de autonomía local, sin derechos de los grupos que protejan las muchas identidades de Europa y las comunidades territoriales […]. Una Constitución europea tendría que hallar formas de dar cauce a los intereses tan diferentes de países como Bulgaria y los Países Bajos, así como afrontar los problemas no resueltos de Estados-nación incompletos como España o Italia, cuya diversidad interna de identidades e intereses habría que afrontar […]. Una Europa democrática solo puede configurarse si esas diferencias son reconocidas en forma de derechos autonómicos.
Streeck prosigue afirmando que para
cualquier entidad política heterogénea son decisivas las reglas
constitucionales que gobiernan sus finanzas. Se necesitarían amplias
subdivisiones federales para equilibrar la autonomía regional con la
solidaridad colectiva y habría que determinar qué derechos fiscales
debería tener cada parte en el conjunto. Esta perspectiva es
diametralmente opuesta a la que trata de derivar de las arcaicas
instituciones políticas europeas un gobierno continental unitario y
autocrático, con una asamblea codecisoria que no rinde cuentas como
fachada democrática.
Perspectivas
¿Cuáles serán las consecuencias de las
torsiones europeas –interestatales, geopolíticas, democráticas– durante
los próximos años? Tendrán que coexistir con el sombrío trasfondo social
y político de la crisis de la Eurozona: elevado desempleo y
sistemas de bienestar mermados; electorados resentidos; punto muerto
institucional; Estados paralizados por la deuda, cuyos pagos de
intereses se tragan gran parte de su presupuesto. La frágil naturaleza de la hegemonía alemana será puesta a prueba en múltiples ocasiones.
En términos de las relaciones
interestatales, es más probable que los límites del liderazgo alemán se
manifiesten más mediante intrigas y renuencias que como una rebelión
abierta, aunque el intento de Merkel de obligar a todos los Gobiernos de
la Eurozona a firmar un «contrato» explicitando sus objetivos
económicos, el último paso hacia la unión fiscal, fue derrotado en
primavera (al igual que «reforma», que en otro tiempo significaba
mejoras para la mayoría y ahora significa reducir los costes laborales,
«unión» ya no significa en el contexto europeo una asociación
voluntaria para la solidaridad mutua, sino la imposición de controles
ordoliberales de línea dura sobre el gasto social de cada país). Francia
e Italia insisten en salvar sus propios presupuestos pero no parecen
dispuestos a encabezar una alianza antialemana. El único riesgo
potencial sería una rebelión de masas… o Le Pen.
En términos cívico-democráticos, aunque
los Gobiernos de toda la Eurozona dejaron atrás una primera ronda de
movilizaciones de masas contra el nuevo orden, hay buenas razones para
esperar que se reproduzcan, de lo que quizá pueda ser un anuncio la
oleada de protestas en toda Irlanda contra el impuesto sobre el agua.
Para las generaciones desheredadas, a la vez instruidas y subempleadas,
la crisis social y económica ha acelerado el vaciamiento de la
democracia representativa en Europa y la homogeneización programática de
los partidos gobernantes. En ese vacío han aparecido nuevas
organizaciones políticas con distintos matices. Las batallas electorales
pueden dar lugar a un resquebrajamiento desde abajo del consenso de
Berlín. En España, el silencio cómplice que ha gobernado durante mucho
tiempo las componendas políticas y de negocios se ha roto bajo la
presión financiera. Las filtraciones sobre fraudes y corrupción han
tocado a muchas figuras de primera fila, empezando por Rajoy y la
familia real, a una escala que recuerda los escándalos de Tangentopoli
en Italia en la década de 1990. Podemos, el partido recién fundado de
los indignados, aparece en las encuestas con una expectativa de voto
superior al 20 por 100, por delante del PSOE, y ha construido «círculos»
locales en todo el país. Se habla de que en las próximas elecciones se
puede dar una Große Koalition entre el PP y el PSOE para hacerle frente.
La tensión es también muy alta en Grecia, donde podría haber elecciones
en febrero de 2015 si el Gobierno de coalición no es capaz de reunir
los 180 votos que necesita para instalar un nuevo presidente. Las
encuestas más recientes dan a Syriza una clara ventaja del 33 por 100,
mientras que Nueva Democracia se mantiene en torno al 26 por 100 y el
PASOK, en el 5 por 100. La política de Syriza no se ha formulado todavía
plenamente en público, pero sus líneas generales suponen negociaciones
con el liderazgo de la Eurozona –esto es, Berlín– sobre la
reestructuración de la deuda y un plan de desarrollo sostenible, al
tiempo que se descartan quiebras unilaterales o una ampliación del
déficit. Concretamente, como sugirió Tsipras en un discurso en
Tesalónica en septiembre, eso podría incluir repartos de emergencia de
alimentos y programas sanitarios, restaurando el salario mínimo anterior
a 2010 y los niveles de las pensiones y anulando los nuevos impuestos
regresivos. Desde el día de su toma de posesión, un gobierno de Syriza
tendría que afrontar huelgas en los mercados financieros y un frente de
hierro desde Berlín, Frankfurt y Bruselas y, sin duda, también París.
Corre el riesgo de tener que optar entre movilizarse para defender sus
reivindicaciones o rendirse y retirarse en beneficio de Amanecer Dorado.
En términos geopolíticos, la primacía
alemana ha supuesto de momento pocas diferencias sustantivas con la
política de la UE-OTAN; pero puede estar cambiando la propia Alemania.
La prensa atlantista alienta desde hace tiempo a la República Federal a
convertirse en un país «normal», esto es, capaz de infligir el castigo
apropiado a los supuestos oponentes del orden dominante. La suposición
general en Occidente es que Alemania es una fuerza de moderación frente a
Rusia; sin embargo, Merkel, en línea con Washington, se ha ido
decantando cada vez más hacia el bando de los halcones. Uno de sus
portavoces en política exterior ha dicho que las buenas relaciones con
Rusia podrían no restaurarse «sin cambios políticos espectaculares en
Moscú». Aunque Francia y Alemania habían pedido en 2008 que se retrasara
la entrada de Ucrania y Georgia en la OTAN, la canciller proclama ahora
que la ue «no se rendirá ante Moscú», y que «eso no se aplica
únicamente a Ucrania, sino también a Moldavia y a Georgia. Si la
situación se prolonga, tendremos que preguntarnos por Serbia, tendremos
que preguntarnos por los países balcánicos occidentales». Esa es la
nueva Euroalemania, el resultado que la integración pretendía evitar.
Este artículo pertenece al número 90 de la versión en castellano de la New Left Review, editada por Traficantes de Sueños en colaboración con la Secretaria de Educación Superior, Ciencia, Tecnología e Innovación de Ecuador.
Fuente: https://www.diagonalperiodico.net/panorama/27069-la-situacion-politica-la-union-europea.html