"No hay nada de sagrado en el libre cambio o la libre movilidad de capitales"
Entrevista aparecida en el número 126 de
la revista 'Papeles de relaciones ecosociales y cambio global'.
Traducida por José Bellver.
Es profesor de economía en la Universidad de Paris-Sorbonne e investigador del Centre d’Économie de la Sorbonne
06/09/14 · 7:42
¿Asistimos a un cierre definitivo de las vías del progreso social desde el final de los años setenta? ¿Qué cambios en las relaciones de poder han precedido a este fenómeno? ¿Cuáles serían las posibilidades para una renovación? Quienes han padecido las transformaciones sociales de los últimos treinta años se hacen estas preguntas a diario –a menos de que hayan renunciado, tras haberse arrodillado frente a la derrota de las utopías. El libro de Gérard Duménil y Dominique Lévy, publicado en enero de 2014 por Éditions La Découverte aborda estas cuestiones. En el mismo, dibujan el panorama de una "gran bifurcación" donde se oponen las iniciativas de derechas y aquellas de una verdadera izquierda. Las preguntas de Bruno Tinel les sumergen en la trama de presupuestos teóricos, de análisis concretos de mecanismos y de exhortaciones políticas que componen esta obra.
Considerando que, a pesar de la magnitud de la crisis, todo parece hoy anclado en una profundización del neoliberalismo, ¿no se habría perdido entonces la partida, jugada definitivamente en detrimento del progreso social? ¿Volverá a emprenderse el rumbo de la Historia a partir de nuevas bifurcaciones?
Lo propio de una bifurcación es que existan al menos dos rutas. Una de las dos es aquella que persigue las dominaciones sociales cuya reafirmación ha estado marcada por el neoliberalismo a partir de los años ochenta. El libro confronta la tesis thatcheriana del "no hay alternativa": la izquierda ha abierto otra vía. Evidentemente, no estamos afirmando que se dibuje hoy claramente un movimiento en esta dirección, pero sí sostenemos que un orden social de progreso es posible. Está por conquistar, tal como viene a sugerir el subtítulo del libro. Si bien hay que evitar el optimismo beatífico, conviene también tomar distancia con respecto al argumento del irrealismo. Considerado desde el punto de vista de las primeras décadas posteriores a la segunda guerra mundial, los logros del neoliberalismo eran difícilmente concebibles y, sin embargo, “ellos” lo han conseguido.El “gran golpe” de las clases capitalistas en el neoliberalismo es el de haber conseguido asociar a los cuadros a la tarea de restaurar espectacularmente sus poderes y sus rentas
En términos más generales, hay que hacerse a la idea de que el capitalismo neoliberal no es el fin de la historia. El capitalismo continúa transformándose. La principal de sus transformaciones ha sido la de su estructura de clases. Nosotros defendemos la tesis de que existe una estructura tripolar en el capitalismo contemporáneo: capitalistas, cuadros y clases populares de obreros y desempleados. El “gran golpe” de las clases capitalistas en el neoliberalismo es el de haber conseguido asociar a los cuadros a la tarea de restaurar espectacularmente sus poderes y sus rentas. No sorprenderá a nadie que los cuadros financieros hayan entrado en el baile, pero que los cuadros técnicos y administrativos se hayan unido al movimiento resulta más asombroso. Incluso los cuadros de profesiones intelectuales y artísticas han seguido ampliamente esos pasos. A la violencia de las prácticas neoliberales en materia de políticas económicas y de gestión se ha venido a sumar una gran oleada de devastación ideológica, que logra hacer que todo proyecto de «bifurcación» hacia otras vías parezca incongruente. Los cuadros, al cambiar de bando, han condenado las utopías.
El último capítulo del libro, consagrado a lo «político», aquí y ahora, gira enteramente en torno a la exigencia de la disolución de esa alianza en la cumbre de las jerarquías sociales, y del restablecimiento de un compromiso «a la izquierda» entre clases populares y cuadros tal como aquel que había animado las dinámicas económicas y políticas de la posguerra. Abordar esta bifurcación “en el buen sentido”, es decir hacia la izquierda, es restablecer dicha configuración de la alianza. Pero se trata, evidentemente, de un primer paso, dado que los errores del pacto social de la posguerra no deben de repetirse; aquellos que han conducido a la degeneración de este orden social hasta llegar al neoliberalismo, y no a su superación más allá de las lógicas capitalistas –o llegaremos, en otros contextos, al cierre de vías que supuestamente podrían llevar al socialismo.
Si la gran bifurcación define bien opciones alternativas de derechas y de izquierdas, cada una de sus vías posee sus propias características. A la derecha, el neoliberalismo se halla frente a sus propias contradicciones, de las cuales la crisis fue y sigue siendo, en Estados Unidos y en Europa, una de sus manifestaciones. Se dibujan ya los rasgos de un nuevo orden social, siempre a la derecha, en el que los poderes de los cuadros de los sectores privados y públicos se reforzarían y el liderazgo de las clases capitalistas se mermaría. Jugando un poco con las palabras, lo llamamos neogerencialismo. Las empresas ya no estarían plenamente sometidas a los criterios bursátiles, la producción sería en parte relocalizada hacia los territorios nacionales, las políticas económicas estarían dirigidas hacia objetivos destinados a interrumpir la erosión de la hegemonía de los viejos centros. Algunas de estas transformaciones ya se han iniciado en Estados Unidos, tendiendo hacia un neoliberalismo administrado, es decir un neoliberalismo que es cada vez menos liberal, una forma preliminar de neogerencialismo. Estas dinámicas intervencionistas e industrialistas no habían desaparecido plenamente en Europa, notablemente en Alemania, a pesar de los disparates provocados por la financiarización en países como Francia o España; están esperando, por tanto, a su reanimación.
En la izquierda tampoco existe únicamente una modalidad. Una renovación de tales dinámicas se habría confrontado igualmente a sus contradicciones, sobre todo aquellas derivadas de la naturaleza de esa alianza en tanto que alianza de clases –entre clases populares y cuadros– y no la alianza entre componentes de una supuesta gran clase de asalariados. En una alianza tal entre clases distintas, la práctica de la democracia es un ejercicio acrobático que no permite descanso alguno en la lucha de las clases populares, por mucho que deseemos convertirla en trampolín para saltar hacia sociedades de progreso más avanzadas.
¿Podrían ustedes recordarnos, de forma más precisa, cuál es, según su opinión, la especificidad del neoliberalismo a la vista de lo que ha sido el orden social que lo ha precedido o de los que pudieran seguirlo?
Sin duda hay que volver a decir aquí que por orden social entendemos la configuración de relaciones de dominación y alianzas entre las diferentes clases en un periodo determinado. Por ejemplo, el orden social característico de las sociedades de los viejos centros durante las primeras décadas de la posguerra se caracterizaba por la alianza entre las clases populares y las clases de cuadros, en una situación en la cual los capitalistas –sobre todo sus fracciones superiores– veían sus poderes y rentas sensiblemente limitados. Tomando la noción en un sentido amplio, podemos hablar de socialdemocracia, lejos del uso que se hace presuntamente para hablar del Gobierno francés actual. Este orden social fue establecido tras la crisis de 1929 y la segunda guerra mundial, en una trayectoria directa de continuidad con el movimiento obrero, como en Suecia o en Francia, o en circunstancias fuertemente influenciadas por la fuerza ascendente de ese proyecto de transformación gradual del capitalismo, frecuentemente calificados peyorativamente de «reformistas». Estas transformaciones han perdido radicalidad gradualmente, pero los rasgos característicos de esas décadas aparecen con una especial nitidez cuando se las compara con los treinta años de neoliberalismo que siguieron a la desintegración de ese orden social.Las tasas de inversión y de crecimiento de los países del centro disminuyeron gradualmente al tiempo que un desempleo crónico, más o menos disimulado, se fue imponiendo en el seno de unas economías cada vez más abiertas al comercio internacional y en las que los flujos de inversiones directas al extranjero no dejaban de crecer
El libro recuerda estos contrastes en cuanto a los mecanismos que gobiernan las dinámicas sociales, pero también cómo sobresalen ante el examen de los datos históricos. La primera de las características de la posguerra, la más conocida, fue una forma de progreso social, en la cual se conjugaban la elevación de los niveles de vida para la mayor parte de la población, los avances de la protección social y de los servicios públicos, la educación y la cultura. Pero no hay que esconder los aspectos negativos ligados al medio ambiente en el contexto del productivismo que prevalecía por entonces, por no hablar del imperialismo tan característico de dicho periodo como de épocas anteriores. Este nuevo curso de acontecimientos fue llevado a cabo por las luchas de las clases populares de las que resultaría una democracia; siempre de clase, pero que hacía hueco a partidos y organizaciones portadoras de ciertos intereses de las clases populares. Las gestiones tenían otros objetivos que la maximización de las cotizaciones bursátiles: el “progreso técnico”, el crecimiento, etc. Las políticas económicas apuntaban hacia metas similares. Los datos revelan una disminución considerable de las desigualdades de ingresos, un nivel relativamente débil de rentas de la propiedad, economías todavía enfocadas hacia los territorios nacionales y, sobre todo, una inversión productiva importante y un crecimiento sostenido.
Todo cambió con la imposición del nuevo orden social neoliberal. La súbita remontada de las desigualdades se manifestó en el aumento de las rentas del capital –intereses y dividendos–, el alza rápida de los salarios más elevados, y el estancamiento de los poderes de compra para la gran mayoría de los demás asalariados. Las tasas de inversión y de crecimiento de los países del centro disminuyeron gradualmente al tiempo que un desempleo crónico, más o menos disimulado, se fue imponiendo en el seno de unas economías cada vez más abiertas al comercio internacional y en las que los flujos de inversiones directas al extranjero no dejaban de crecer. No sólo se produjo una huida de capitales de las metrópolis, sino que las grandes sociedades por acciones empleaban sus beneficios y sus préstamos en la recompra de sus propias acciones de cara a inflar sus cotizaciones bursátiles o evitar su caída. Los déficit del comercio exterior se acrecentaron; las deudas explosionaban. En todos estos ámbitos, evidentemente, se produjeron importantes diferencias entre países, por no hablar de las distancias mantenidas o tomadas por los procesos de neoliberalización por parte de ciertas regiones del mundo, como China, Corea, América Latina, manteniéndose todas ellas como partes interesadas en la mundialización neoliberal.
Definen ustedes la configuración emblemática del neoliberalismo como «neoliberalismo anglosajón», «un modelo, un imperio» dice el título del capítulo. ¿En qué consiste este modelo?
Cabe precisar aquí la caracterización del neoliberalismo expresada anteriormente. Este orden social se define por la dominación de las fracciones superiores de las clases capitalistas, en alianza con los cuadros de los sectores públicos y privados. Evidentemente, esta alianza es aún más fuerte cuanto más nos acercamos a las cúspides de las jerarquías; se ejerce en contra de las clases populares. En esta alianza, la cuestión del liderazgo es importante. Típicamente, en el neoliberalismo, este liderazgo lo ejercen las fracciones superiores de las clases capitalistas. Estas dominan y podemos afirmar, sin simplificar demasiado, que los cuadros gestionan (en las empresas) y gobiernan (en las instituciones estatales y paraestatales) en función de los intereses de las clases capitalistas, sabiendo que sus intereses propios se han vuelto convergentes. A ello cabe añadir que las instituciones financieras, el pilar de este orden social, ejercen de intermediarias de este poder capitalista. La propiedad del capital está organizada en «redes», en el sentido de que se concentra en un sistema de instituciones financieras que se poseen mutuamente de forma amplia mediante la tenencia recíproca de acciones, y que poseen una importante fracción de las sociedades no financieras. El contacto se establece entre esta gran red y los altos directivos en el seno de las juntas de accionistas y de los consejos de administración. En nuestras sociedades, estas instituciones forman un auténtico gobierno en paralelo, el centro económico institucional que, de hecho está estrechamente ligado a las instancias políticas en el sentido tradicional, tanto por medio de relaciones informales como mediante el paso de uno de estos centros al otro por parte de ciertos individuos.Con el fin de reflejar mejor estas configuraciones, hemos definido el concepto de Finanzas. Por ello, entendemos: las fracciones superiores de las clases capitalistas y lo que podemos calificar como «sus» instituciones financieras, no sólo las instituciones de esta red de la propiedad, sino también los bancos, fondos especulativos (hedge funds), fondos mutuos o de pensiones, gestoras de cartera, etc., hasta los bancos centrales o el FMI. La forma más elaborada de neoliberalismo es propia del mundo anglosajón, Estados Unidos y el Reino Unido. Su principal característica es la fortísima dominación de las clases capitalistas. Toma formas institucionales muy precisas. Los representantes de las sociedades financieras hacen frente a los gestores de las sociedades no financieras para imponer las reglas del gobierno de empresa neoliberal, a saber: todo para los mercados financieros (la maximización de las cotizaciones en bolsa). Los agentes de lo que se designa como «activismo accionarial» son una minoría de fondos especulativos muy potentes, que el Wall Street Journal designa como «los ogros de los consejos de administración».
¿Se ha difundido este orden social neoliberal de manera homogénea entre los países que componen el viejo centro o subsisten más bien configuraciones diferenciadas? En el caso europeo, ¿han seguido todos los países la misma trayectoria? ¿En qué se ven reflejadas las posibles divergencias entre países vecinos?
Este modelo no se ha impuesto verdaderamente en Europa. Para comprenderlo hay que añadir, a la descripción precedente de las instituciones de propiedad y de gestión, que la alta gestión está igualmente estructurada en la red de participaciones recíprocas de administradores de sociedades pertenecientes a varios consejos de administración. Todo este bonito mundo, gestores de terreno y representantes de los propietarios, se encuentra en estos consejos, en aquello que llamamos la «interfaz propiedad-gestión».En el neoliberalismo anglosajón, las redes de participación cruzada en los diversos consejos de administración han sido desmanteladas, mientras que sobreviven ampliamente en Europa, lo que asegura una cierta autonomía de los altos directivos. Constatamos incluso que las redes europeas se han reforzado después del inicio de la crisis. Pero las vías seguidas en Francia y en Alemania son también distintas. Habría que ampliar el foco hacia otros contextos, en Europa del Norte, donde países como los Países Bajos poseen enormes patrimonios en el resto del mundo, o bien los del Sur europeo, como España o Grecia. Y, más allá de los centros, habría que hablar de países como China, que está construyendo un amplio sector capitalista, pero cuya economía está fuertemente dirigida.
Es difícil decir en qué se basan esas diferencias. Son la herencia de circunstancias históricas, tanto en los planos económicos como políticos.
En el capítulo 7, proponen una aproximación afinada de cómo se estructura el sistema financiero en relación con las redes de propiedad. ¿En qué trabajos se apoyan ustedes? ¿Cuáles son sus principales resultados? ¿Cómo se dibujan las relaciones entre Estados Unidos y el resto del mundo?
Ahora disponemos de un conjunto de estudios realizados por especialistas en redes complejas, todavía poco conocidos entre los economistas, de las estructuras de propiedad y de control en 2007. Hay referencias a ellos en el libro. Se fundan sobre un conjunto muy amplio de datos: 37 millones de agentes, individuos y empresas, pertenecientes a la cuasi-totalidad de países del mundo, y alrededor de 13 millones de vínculos de propiedad –las tenencias de acciones. Estos estudios se refieren a las 43.000 empresas transnacionales del mundo y todas las sociedades e individuos que tienen una relación de propiedad directa o indirecta con estas empresas. Las relaciones de propiedad definen redes.Existen pequeñas “familias”, pero el principal descubrimiento es la existencia de una enorme “componente conexa” que reúne a las mayores empresas transnacionales, 80% de las sociedades consideradas en el estudio, que obtienen el 94% de los beneficios de todas las sociedades transnacionales. Esta gran componente tiene la forma de una corbata de pajarita: el nudo central propiamente dicho y los dos bucles laterales. Uno de esos bucles es pequeño y agrupa sociedades o individuos que poseen sociedades pertenecientes al nudo central o al otro bucle. El nudo central es una red inextricable de sociedades muy mayoritariamente financieras, que se pertenecen mutuamente y, sobre todo, poseen las sociedades del otro bucle que agrupa la gran masa de sociedades no financieras. Este nudo central, muy financiero, reúne solo 1.347 sociedades de las que tres cuartas partes de las acciones pertenecen a otras sociedades situadas en este mismo conjunto.
Cabe subrayar que, en tanto que neo-gerencialismo, se trata de un orden social de derechas. No obstante, en Alemania los gobiernos no han tratado de construir los castillos de naipe financieros condenados al desmoronamiento como en Francia, y una gran parte de las empresas persiguen estrategias industriales
Estos estudios definen el “control” por la posesión de al menos un 50% de las acciones. Vemos entonces que 737 propietarios, si actuaran colectivamente, controlarían las empresas transnacionales que representan el 80% del valor de todas las sociedades del mundo; entre sus propietarios, puede haber sociedades o individuos (multimillonarios). Acercándonos más a las cimas, pueden identificarse 50 agentes, todos de empresas que ejercen el mayor control en el plano mundial. Vemos que 45 de estos agentes son sociedades financieras y cuatro son holdings. El dominio de Estados Unidos es aquí aplastante: prácticamente la mitad de estas sociedades. Le sucede el Reino Unido, con ocho sociedades, y después Francia, con cinco. Alemania está poco presente (con solo dos sociedades), lo que hay que unir a los comentarios realizados más arriba en relación a las respectivas vías seguidas por Alemania y Francia. En este libro se reproduce el diagrama de la red de 18 sociedades financieras que coronan el dispositivo, y sus vínculos recíprocos; se trata de una entidad muy anglosajona, si bien la Europa continental está también representada (5 sociedades de 18).
Estos estudios definen igualmente a las «comunidades», es decir subconjuntos de sociedades ligadas bastante estrechamente entre sí. La presencia de sociedades de un mismo país que estructuran estos subconjuntos permite identificarlas como comunidades nacionales, y no comunidades de empresas de un mismo sector (que se unirían independientemente de su nacionalidad). Pero empresas de otra diversidad de países están igualmente presentes y ligadas a las sociedades del país dominante que define la comunidad. Algunas de estas comunidades son muy abiertas, en el sentido en que las sociedades de diversas nacionalidades asociadas son numerosas. No sorprenderá constatar que la principal de estas entidades es la de Estados Unidos; le sigue la del Reino Unido. En ambos casos, en torno a la mitad de las sociedades pertenece al país en cuestión, y la otra mitad es extranjera. La situación es bastante diferente en Europa continental. Entre los «grandes» –a excepción de los Países Bajos, donde la comunidad está muy abierta al resto del mundo– las comunidades de los demás países son muy cerradas. Por ejemplo, la comunidad francesa está formada en un 79% por sociedades del país. Las dos comunidades alemanas están igualmente muy cerradas. Puede citarse el sorprendente caso de Japón donde el 75% de las empresas en el estudio pertenecen a la comunidad de Estados Unidos; asombrará menos saber que más de la mitad de las empresas israelíes forman parte de la comunidad estadounidense.
Estos estudios proporcionan una imagen llamativa de la propiedad capitalista, una verdadera internacional del capital. En particular, el corazón financiero del sistema evoca directamente el componente institucional de lo que llamamos “las finanzas”. El dominio anglosajón, sobre todo de los Estados Unidos, es esplendoroso: un imperio. Pero estos estudios revelan igualmente ciertas formas de autonomía europea (hablando de Europa continental). Este último carácter poseería consecuencias significativas ante la hipótesis de un escenario de transformación social más radical en Europa que en Estados Unidos, tal como aquel evocado al final del libro.
El marco institucional europeo es compartido por varios países que lo han construido gradualmente desde hace seis décadas para la integración económica; sin embargo, las economías nacionales que la componen parecen hoy en día muy desigualmente afectados por la crisis, de forma especialmente grave en el Sur. ¿Qué opinan sobre este aspecto?
En el análisis de la actual situación en Europa, hay que distinguir entre las características específicas del proyecto original de la integración europea y las transformaciones neoliberales. El Tratado de Roma reflejaba las opciones del pacto social de la posguerra. Se optó por la economía de mercado en lugar de por la planificación burocrática de tipo soviético, pero el tratado ratificaba el carácter intervencionista de las economías de la época, incluyendo la característica planificación francesa. Las fronteras económicas nacionales se expandieron hacia las de la Comunidad. La idea misma de mercado común implicaba el libre comercio interno, pero permitía las protecciones de cara al resto del mundo; de manera muy explícita, los flujos de capital debían ser liberados dentro de la Comunidad, pero se podían mantener frente al exterior. Estas disposiciones hicieron de los países menos avanzados del sur de Europa los destinatarios privilegiados de la inversión de los países más avanzados. La progresión gradual de las reformas neoliberales y la “revolución” del mismo nombre en la década de 1980 alteraron profundamente esta primera configuración (antes de la entrada de un país como España en la Comunidad). El Tratado de Maastricht de 1992 es emblemático de este cambio: disolución del mercado común en el libre comercio mundial y la liberalización de los movimientos de capital también a nivel mundial. ¿Qué quedaba entonces del proyecto original frente a la imposición de nuevos criterios de gestión y políticas neoliberales en Europa?Países como España o Grecia conocieron en el contexto de la construcción europea tasas de crecimiento netamente más elevadas que Francia o Alemania, y esto hasta la crisis de 2008. Desde el punto de vista del crecimiento, no se observa ninguna ruptura tras la creación del euro, ni ningún estancamiento antes de la crisis. Un país como España –al que el libro dedica un espacio especial– en el que la industria representa una parte de la actividad total superior a la de Francia, estaba embarcado en un proceso rápido de mutación económica. Coexistían en él un sector dinámico y un sector menos competitivo. Este debía de haber desaparecido o modernizarse gradualmente, pero el choque de la crisis le ha golpeado con brutalidad. La eliminación de este sector se produce en la crisis con extrema violencia, la de las quiebras y los despidos, mientras que el sector avanzado se mantiene eficiente, especialmente en términos de exportación. Ello no significa que todo fuera bien en España antes de la crisis; existían por ejemplo niveles de inflación demasiado elevados. A pesar de los créditos europeos, las nuevas reglas neoliberales prohibían las fuertes políticas industriales que hubieran debido de acompañar esta mutación –y que eran y son absolutamente necesarias–, de la misma manera que el apoyo a la actividad económica en oposición a las políticas de austeridad. Pero España, en particular, se había comprometido con las alocadas vías de la financiarización neoliberal, evidentes en la burbuja inmobiliaria y en el crecimiento de la deuda de los sectores privados –familias y empresas– y no del Estado. El peso de esta deuda parece ahora considerable, en una configuración similar a la que prevalece en Estados Unidos.
Pero la gran “heterogeneidad” que analiza el libro, reflejada igualmente en los grados de severidad de la crisis, ¡es aquella que opone Alemania y Francia!
¿Qué aspectos pondrían de manifiesto que la estrategia adoptada por las clases dominantes en Francia para insertarse en el neoliberalismo ha sido un fracaso? ¿En qué medida ha rechazado Alemania el neoliberalismo y cuál ha sido la contrapartida? ¿Sería deseable para los trabajadores tratar de reproducir esta estrategia en otros países?
Es preciso partir de las dinámicas industriales. Alemania es un gran país industrial. En 2012, la participación de la industria en el PIB era del 26% frente a un 13% en Francia. Sin embargo, cuando se estudia el crecimiento de la industria en ambos países, se observan cambios bastante paralelos hasta mediados de la década de 2000. La divergencia se ha producido por tanto hace una decena de años. Mientras que el superávit comercial alemán fue recuperado en la década de 2000, Francia se enfrentaba a importantes déficits. Con la crisis de 2008, el sector industrial sufrió un prolongado hundimiento, para luego estabilizarse en un nivel bajo, mientras que la contracción continuaba en España y Grecia, y la industria alemana se estaba recuperando. “Algo”, por lo tanto, había pasado en Francia en la década de los 2000, cuya naturaleza está aún por determinar.Hoy en día, un proyecto de renovación política a través de la confrontación con las finanzas mundiales, en particular las estadounidenses, y el cambio radical que ello implica en el seno de la mundialización neoliberal, no está al alcance de un país europeo por sí solo
Puede invocarse como explicación el alza comparativa de los costes laborales en Francia desde mediados de los años noventa y las políticas antisociales alemanas en beneficio de los empresarios. A nuestro parecer la principal fuente de la discrepancia radica, sin embargo, en distintas trayectorias de los dos países, es decir, en un plano mucho más fundamental. Alemania ha seguido siendo relativamente inmune a las tendencias de la financiarización neoliberal. El caso de este país es ejemplar, en este sentido, debido a la supervivencia de las estructuras heredadas, aunque renovadas, de la posguerra, aquellas del capitalismo «renano». Parece que parte del sistema productivo mantiene un alto grado de autonomía en relación con las finanzas: los mercados no lo gobiernan todo. Los estudios hablan de estructuras «gerencialistas-industrialistas». Algunas características similares sobreviven en Francia, pero en un grado menor. Sobre todo, los gobiernos sucesivos, en la misma lógica que aquella que condujo a Maastricht, han aplicado desde los años noventa un amplio programa de reformas del sector financiero heredado de la postguerra (ampliamente público o mutualista), como expresión de un proceso de financiarización de gran amplitud. Estas iniciativas se han dirigido a la catástrofe y, a veces, al escándalo (basta pensar en el Crédit Lyonnais en Natixis o en Dexia para convencerse de ello). Estas diferentes estrategias entre Alemania y Francia están igualmente reflejadas en el comportamiento de las inversiones directas en el extranjero, muy industriales y dirigidas hacia Europa del Este en el caso de Alemania, y financieros y en todas direcciones en el caso de Francia.
Estas diferencias son tales que podría ponerse en tela de juicio la pertinencia de la caracterización de Alemania como sociedad y economía neoliberal. Apoyamos la tesis de una forma de hibricidad. Alemania es en parte neoliberal y, en parte, no lo es. Hablar de hibricidad requiere especificar al menos dos aspectos. Uno de ellos es claramente neoliberal, el otro es lo que hemos definido como “neo-gerencialismo”. Las reglas disciplinarias “de mercado” que imponen a los gestores los únicos criterios de los propietarios están, ya lo hemos dicho, menos instalados en Europa que en el mundo anglosajón, pero podemos añadir aquí: «sobre todo en Alemania». Este neo-gerencialismo es así parcialmente nuevo, como lo indica el prefijo, pero también es la prolongación de ciertos rasgos institucionales heredados de la posguerra. Cabe subrayar que, en tanto que neo-gerencialismo, se trata de un orden social de derechas. No obstante, en Alemania los gobiernos no han tratado de construir los castillos de naipe financieros condenados al desmoronamiento como en Francia, y una gran parte de las empresas persiguen estrategias industriales.
¿Les interesaría a las clases populares una generalización de tales orientaciones? En un orden social neo-gerencial, la alianza entre las clases capitalistas y las clases de los cuadros sigue siendo firme. Desde el punto de vista de las clases populares, las derechas se parecen. La estabilidad del empleo se ha pagado cara en Alemania debido a la reducción de los poderes adquisitivos y de la protección social, así como la multiplicación de los minijobs. Puede, por tanto, ponerse en duda que el neogerencialismo interese a las clases populares.
¿Qué habría que hacer, por tanto, para renovar la mejora de la situación de la mayoría? ¿En qué medida el espacio nacional es insuficiente para ello? ¿En qué medida puede ser, al contrario, una palanca para un nuevo acuerdo de clase a nivel europeo? ¿O la escala nacional simplemente no es pertinente?
En Europa, los debates de los diversos componentes de la izquierda radical han tendido a centrarse en un retorno al proteccionismo, a la unidad europea y la eventual salida del euro. Todas estas cuestiones, evidentemente, se abordan. El libro tiende a poner el acento sobre dos tipos de consideraciones que podemos tratar aquí. Se sitúan, respectivamente, en los planos económico y político.En el plano económico, insistimos sobre el carácter primordial de la cuestión de la propiedad y de la gestión. El libro trata de ponerle cara a las redes de la gran propiedad y de la alta gestión. En nuestra opinión, ningún cambio serio es posible sin una toma de control fuerte y la reconfiguración de estas estructuras de toma de decisiones. Toda política proteccionista o de restricción a la movilidad de los capitales entraría directamente en conflicto con aquellos centros en los que se toman las grandes decisiones. Así ocurriría tanto en el plano europeo como en el de un país concreto que quedara aislado de las estructuras europeas. Estas dificultades son bien conocidas y llevan el nombre de la cuestión del poder.
Si una verdadera alternativa de izquierda se diseñara en un gran país europeo, desembocando en la reivindicación de una revisión de los tratados europeos opuesta a la dirección hacia la que se reorientan constantemente, cabría imaginar un potente despertar de las luchas en numerosos países
Concierne tanto al centro político institucional como al centro económico institucional. En tanto en cuanto no se rompa la alianza en la cúspide entre propietarios y altos gestores, siempre que los segundos compartan el poder con los primeros, ninguna política alternativa podrá ser llevada a cabo por ningún gobierno de izquierda. El primer desafío es romper esta alianza y definir nuevas reglas, lo cual puede hacerse a través de la ley. Se trata de impedir las posiciones dominantes de las sociedades financieras en los consejos de administración y las prácticas de los fondos especulativos que apuntan a someter la acción de los gestores empresariales a los intereses de las finanzas. La ley debería igualmente prohibir la indexación de las remuneraciones de los dirigentes en base a los resultados bursátiles, o las prácticas de recompra de sus propias acciones por parte de las empresas emisoras. Obviamente, podemos predecir la salida de los grandes accionistas cuyos poderes e intereses se verían comprometidos, lo cual sería una liberación. Sería entonces función de las propias empresas realizar compras mutuas, retomando de esta manera las prácticas de la posguerra. El Estado podría implicarse también en ciertos casos, incluida la nacionalización, sobre todo de los sectores financieros de países como Francia. Esta fuga de los grandes accionistas permitiría la puesta en marcha de nuevas formas de gestión enfocadas hacia la inversión en el territorio a partir de los beneficios “conservados” y del crédito.
Tal transformación en la cúspide de la pirámide sería un requisito previo para el desarrollo de nuevas políticas en materia de producción, de inversión, de cambio técnico, de empleo, de protección del medio ambiente, políticas que son todas ellas incompatibles con las estructuras de poder actuales. Si las mundializaciones económica, cultural y política deben seguir siendo un objetivo, hay que acabar lo más pronto posible con la mundialización neoliberal, inmediata y brutal, cuyo objetivo es el de poner a competir a todos los trabajadores del mundo en beneficio de los pudientes. No hay nada de sagrado en el libre cambio o la libre movilidad de capitales. Los países menos avanzados tienen derecho al desarrollo, y las clases populares de los países de los viejos centros deben trabajar para preservar los logros de sus conquistas en los planos sociales, económicos y políticos, y culturales. También están obligados a dar ejemplo en la lucha contra el calentamiento global. Un gobierno de izquierdas debería, por tanto, trabajar en el establecimiento de acuerdos entre países o regiones del mundo en la búsqueda de intereses recíprocos y en la muestra de solidaridad de los más avanzados, lo que no está ocurriendo en la Organización Mundial del Comercio.
La dimensión de las relaciones internacionales es aquí crucial. En el libro sostenemos la tesis de los efectos socialmente destructivos que han tenido las pretensiones hegemónicas de los Estados Unidos en la posguerra ante las dinámicas de progreso. Desde este punto de vista, nada ha cambiado realmente. A nuestros ojos, hoy en día, un proyecto de renovación política a través de la confrontación con las finanzas mundiales, en particular las estadounidenses, y el cambio radical que ello implica en el seno de la mundialización neoliberal, no está al alcance de un país europeo por sí solo. Esto supondría tener instituciones financieras fuertes, de control retomado, y una moneda igualmente fuerte, no en el sentido de una tasa de cambio elevada sino en relación con su capacidad de imponerse en las transacciones financieras mundiales (frente a los «mercados» de las finanzas mundiales, sobre todo anglosajonas). El desmembramiento de la zona euro o la salida de ciertos países jugando la carta del aislamiento sería desastroso. Las devaluaciones que permitiría tendrían efectos positivos moderados para las sociedades exportadoras que compensaría poco sus inconvenientes: alza de los precios de las importaciones, revalorización de las deudas externas y pulverización o destrucción del proyecto europeo. La resolución de la crisis de los países de Europa donde esta es más severa pasa por políticas macroeconómicas, industriales y financieras muy fuertes, contrarias a los principios neoliberales o neogerenciales.
En el plano político, la tarea es triple. En primer lugar, cada una de las dos clases que componen la alianza debe encontrar formas de organización y de acción eficaces y democráticas. La acción de las clases populares debe estar respaldada por la actividad –el «activismo», podríamos decir– de sus organizaciones (partidos, sindicatos y asociaciones), más allá de sus divisiones internas. La cuestión de la democracia interna de las clases de cuadros y de la coherencia de sus acciones se plantea también, dado que estas están fraccionadas –cuadros del sector privado y del sector público, cuadros técnicos y financieros o cuadros de las profesiones intelectuales– y sus intereses en cierta medida divergentes. En segundo lugar, las dos clases deben encontrar las formas de una cooperación necesariamente, también, conflictiva. Hay que estar al mando de los órganos parlamentarios, gobiernos e instituciones paragubernamentales, como los bancos centrales y los organismos centrales europeos en programas conjuntos. En este campo, la simple evocación de la naturaleza de la nueva alianza entre clases populares y clases de cuadros subraya la dificultad del ejercicio de un poder compartido –un «compromiso»– entre clases. En tercer lugar, las clases populares (y los cuadros subalternos) han de poner en marcha, sin diferir, la gran dinámica de la superación de la alianza por arriba, es decir por un progreso constante de la iniciativa popular. Ello supone la implicación gradual de sectores más amplios en los procesos de toma de decisiones en los planos local y central. Las lecciones del precedente de la postguerra son aquí de importancia primordial: se trata de impedir la degeneración del compromiso amortizando la dinámica de tal superación.
Está muy extendida la idea de que las divisiones y heterogeneidades, tanto económicas como políticas, a través de Europa, condenan cualquier cambio político radical propuesto, incluso si toman forma en un país. Hay que rechazar enérgicamente este argumento. Si una verdadera alternativa de izquierda se diseñara en un gran país europeo, desembocando en la reivindicación de una revisión de los tratados europeos opuesta a la dirección hacia la que se reorientan constantemente, cabría imaginar un potente despertar de las luchas en numerosos países. La existencia de «otros» no es más que un pretexto para la pasividad en los contextos nacionales.
Investigación Marxista
Para facilitar la lectura de esta entrevista hemos separado una de las preguntas de la entrevista, publicada en el número 126 de la Revista Papeles.Este nuevo libro se inscribe por tanto en la trayectoria de vuestros anteriores trabajos, en los que se mezcla una problemática marxista relativa a las dinámicas históricas y las estructuras de clase, y el análisis concreto de mecanismos económicos. Los dos primeros capítulos, de corte más «histórico-teórico», definen las grandes líneas de esta problemática. ¿Pueden ustedes recordarnos sus principales rasgos? ¿Hay algo nuevo en estas?
¡Nos gusta describir el uso que hacemos del análisis marxista como “fundamentalista y revisionista”! Del lado del fundamentalismo, y desde el punto de vista de la historia, continuamos concibiendo la historia de las sociedades humanas en términos de sucesiones de modos de producción –una bella secuencia y bien ligada a la dinámica de las fuerzas productivas–, y nos agarramos firmemente a la concepción de las luchas de clases como motor de las dinámicas históricas. Ponemos el acento sobre el proceso de socialización de la producción –la adquisición de caracteres colectivos–, permitiendo esta noción pensar en la persecución de la transformación de las relaciones de producción en el seno del capitalismo, por tanto, no solamente como expresión del paso de un modo de producción a otro. No vemos en ello una “revisión”, sino una “explicitación”, porque esa noción atraviesa El Capital. En este campo histórico, nuestro revisionismo se atiene principalmente a la consideración de la estructura de clase tripolar mencionada y a la posible superación del capitalismo por un nuevo modo de producción que denominamos “cuadrismo”. En el plano de los mecanismos económicos, se trata menos de “revisar” que de “prolongar” porque Marx ha hecho mucho pero existen ámbitos en los cuales no pudo concluir, por ejemplo, el de la teoría de la crisis –a falta de datos y herramientas teóricas, particularmente de tipo formal. Y sobre todo, el capitalismo ha continuado metamorfoseándose; y algunas escuelas heterodoxas, como el keynesianismo, han hecho aportaciones.Con respecto a nuestros anteriores trabajos, especialmente The Crisis of Neoliberalism, mantenemos nuestra tesis fundamental de la naturaleza de clase del neoliberalismo –que habíamos esbozado a mediados de los años noventa– como el restablecimiento de los poderes y rentas de las clases capitalistas. Era una interpretación enteramente novedosa en aquella época, y convertida hoy casi en banal en la izquierda, aunque frecuentemente formulada con un vocabulario que evita la impactante referencia a las «clases» o confundiendo continuadamente el neoliberalismo –un orden social– con la ideología neoliberal, o con el capitalismo en general. En este libro, perseguimos la profundización en el aspecto más reciente en nuestros análisis, concerniente al papel de los cuadros en dichas transformaciones sociales y económicas.
¿Hay algo realmente nuevo en todo ello? Estos dos capítulos reúnen algunos análisis que han sido publicados en números recientes de Actuel Marx. Las piezas del puzle se van colocando gradualmente. Surgen nuevas nociones, especialmente aquella de Estado bipolar, que reúne un centro político institucional y un centro económico institucional. Pero el libro intenta dar con una presentación más coherente de lo que define su título: la gran bifurcación. Aquí también, fundamentalismo y revisionismo se mezclan estrechamente, según una perspectiva que podríamos calificar de determinismo histórico relativo, porque pensamos que no debe de renunciarse a la identificación de un sentido de la historia, sino que debe de concebirse como aún más sometido a la lucha de clases de lo que Marx pensaba, una cuestión de grados, en nuestra opinión. Ese es precisamente el sentido de la noción de bifurcación: un camino bastante bien trazado pero abierto a varias vías alternativas.
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