viernes, 18 de diciembre de 2015

Argentina ¿Cómo conseguir 50 mil pesos en un mes? Petróleo y armas: autopsia de una ciudad liberada.

Argentina ¿Cómo conseguir 50 mil pesos en un mes? Petróleo y armas: autopsia de una ciudad liberada. 
 
 
 
 
 18/12/2015 1:36:30 p.m.
POR GUSTAVO FIGUEROA /Resumen Latinoamericano /Periferia/ diciembre 2015.-
“… ¿cómo me llegó un arma y no me llegó otra cosa? ¿Por qué hasta los 16 años no apareció nada, ni nadie; ni ninguna actividad de ningún tipo…? (…) Una actividad cultural, artística, deportiva, científica, médica, psicológica; de radio, de televisión…Nada. Ni el fútbol…. ¡Y son 16 años! -que fue cuando caí preso-. En cambio me cayeron armas. ..”
Control remoto.
  • El hijo de Daniel llegó a la “polle” con un auto nuevo. Se bajó, presiono un control remoto y el auto se estaciono solo…
  • ¿Tiene un Bora? ¿Pero cuántos años tiene ese pibe?
  • ¡Es más chico que yo! Debe tener 20.
  • ¿20 años? ¿Y qué hace?
  • Entró en una petrolera hace un par de meses. Gana 25 mil pesos por quincena.
La división: paredones imaginarios.
La calle Inspector Daniel Gatica es una calle principal que divide y atraviesa toda la ciudad de Neuquén. También es conocida por conducir, en los meses de verano, a los jóvenes y a las familias de los barrios populares de la ciudad, al Río Limay. Este río como la calle conforman una combinación binaria simbólica. Cuando alguien menciona sus nombres, tácitamente está refiriéndose a lugares marginales, a personas “perdidas”; a prácticas culturales “oscuras”: “Nadie sabe lo que hacen ahí”. “Son todos vagos y delincuentes”. “Es un negrerío ese lugar”, arremeten los mayores. “Entra si querés, salí si podés”. “Tenés que entrar con una puñalada de ventaja”, agregan jocosamente los más jóvenes.
Esta calle conduce a los “cabezas” de la ciudad al río: pibes de “gorrita” que caminan con el torso desnudo, portando zapatillas Topper y moviendo sus remeras de un lado a otro del cuerpo, como si intentarán espantar la muerte de sus espaldas. Todos los días emprenden una lenta peregrinación desde el oeste de la ciudad hacia el sur. Portan botellas de plástico cortadas a la mitad, repletas de vino con jugo de naranja y hielo. Y un sol abrazador de 40 grados que les impacta sobre el cuerpo provocando que el paso sea torpe y lento. Uno puede ver desde lejos su piel blancuzca, deshidratada y vulnerable. Oír sus risas desenfrenadas. Palpitar su electricidad inquieta y desbordante.
Del otro lado, pero a la misma altura, y sobre el mismo río, como parte de un mismo brazo, nace el balneario Río Grande. Sobre una avenida -la Avenida Argentina- de doble mano se pasean los “chetos” en autos importados. Dan vueltas por la arteria principal de la ciudad en motos de alta cilindrada. Se retan picadas. Se muestran soberbios con ropa Lacoste, Rusty, Levi y Merrell. Caminan despreocupados. Compran cervezas artesanales. Trasladan reposeras, heladeras portátiles y mascotas recién bañadas.
De ese lado de la ciudad reinan los club privados, las casas con tejas y patios de césped; los chalet con piscina y quinchos con asador.
En cambio, a ambos lados de la calle Gatica se emplazan los barrios Don Bosco II, III y los “Polvorines” -un reciente asentamiento de personas provenientes de diferentes puntos de la ciudad y del país- con sus calles de tierra y sus casas grises, mal revocadas; pasadas a humedad.
“Don Bosco” y “Polvorines” conforman una dualidad bélica – católica simbólica con huellas de pistolas y ceremonias de venganza.
Dentro de las calles linderas a Inspector Gatica existe un escenario virulento de disputas, venganzas y traiciones. En su extensión, como en la de otros barrios estratégicos de la ciudad, se ilustra una explícita y magnífica obra residual -propia de las políticas económicas exclusivas que, como una gotera incesante, han logrado erosionar el cuerpo de los más jóvenes; de los pibes y adolescentes de la ciudad-.
Mientras un sector social se autodestruye fundido en traiciones, sangre y pólvora de armas cortas otro sector se sumerge en las dádivas del petróleo exquisito y selecto.  Nada más precipitado que los extremos más incongruentes. En el valle neuquino, como en una gran olla se cuece la desigualdad, la asimetría y el desequilibrio social con elementos persuasivos tan invisibles y coercitivos para la percepción humana como la misma contaminación que se camufla en las aguas de los brazos hídricos de la región, que contiene enfrentados, como víctimas de un mismo verdugo, a “chetos” y “cabezas”.
24 de diciembre 2014. 12: 50 hs. La intersección.
Los meses de diciembre en Neuquén son calurosos y secos. El asfalto comienza a brillar y luego de las dos de la tarde los paseantes prefieren refugiarse cerca de ventiladores y aires acondicionados. Yo me preparaba para cumplir con esa consigna. Caminaba a dos cuadras de mi casa por calle Gatica. Desde el punto que transitaba, a dos cuadras, vi dos camionetas de policías y un tumulto de personas. Cuando me acerque un poco más reconocí la parte de adelante de una ambulancia. Peatones, vecinos y ciclistas se detenía a ver qué era lo que ocurría entre las camionetas, sobre el césped de una avenida de doble mano. Decidí acercarme a la esquina más próxima. Se trataba de la intersección de las calles Gatica y Avenida Houssay. Sólo me separaba de los protagonistas una calle. Ahí, entre el movimiento de los policías y los enfermeros yacía un cuerpo derrumbado convaleciente. Los enfermeros movían los brazos de un lado para otro. La persona parecía no inmutarse. No vi sangre, ni signos de violencia aparentes en las piernas o los brazos de la persona. Sabía que era un joven. Supuse que había sido víctima del alcohol y el exceso. Y que los festejos de nochebuena habían comenzado impacientes unas cuantas horas antes. Una deducción apresurada, claro. Al otro día los medios locales informaron con certeza y frialdad el verdadero parte médico.
“Otro homicidio, ahora en el barrio Don Bosco”.
La disputa y la “justicia económica”.
Según las pericias médicas a Matías Beltrán le ingresó una bala en el abdomen, proveniente de un revólver 9 milímetros. Beltrán no tenía otros signos de violencia. Una bala en el estómago había bastado para quitarle la vida en un par de horas.
Cuando yo lo vi aún estaba con vida, inconsciente, pero con vida. 12: 30 Beltrán fue sorprendido con una balacera. Según el parte médico murió al llegar al hospital Castro Rendón -ubicado a unas cuarenta cuadras de donde fue hallado- a causa de un shock hipovolémico.
Las especulaciones sobre el caso, por parte de los periodistas ilustrados de la región, no se hicieron esperar. A las pocas horas de su muerte los medios más leídos de la ciudad habían inventado a una mujer como la responsable del desenlace. Y sumaron un ingrediente, siempre efectivo para estos casos: “muerte en una disputa entre bandas por una mujer”. Un título imbatible y alentador para el público atento: “¡Viste, siempre está metida una pendeja!” “¡Pendejas putas!” “Drama de polleras”. “¡Que se maten todos! ¡Negros de mierda!”. Los receptores de los mensajes de los periodistas terminaron de cerrar el círculo sensacionalista: la razón de por qué Beltrán terminó muerto se aloja directamente en las prácticas sexuales de una chica y en la condición morena de sus protagonistas. Para esta clase de medios -con sus respectivos lectores- sexo y negros es comparable con una guerra insufrible. Nunca cabe, dentro de los análisis de estos periodistas y líderes de opinión, la pregunta de César González: ¿por qué llegó primero un arma y no un libro? ¿Por qué era esperable que Beltrán, como otros jóvenes de la misma edad y en la misma “franja” de peligro, terminará en una escena trágica? ¿Tiene qué ver realmente con su color de piel? ¿Con su forma de hablar? ¿U opera un extraña “justicia económica” cerca de su voluntad?
Los millones de Cristian.
Cristian sueña ser millonario. Le gusta tomar fernet y pasear a su chica en auto por la calle “cheta” de la ciudad. No fuma porro, ni se droga. Está siempre vestido de manera prolija. Usa pantalones ajustados y buzos con capucha de colores. “Hay que vivir bacan amigo”, lo confirma. Cristian es generoso y servicial. Siempre está atento a acompañar a cualquier amigo. “No te deja tirado nunca, el Cristian”, avisan orgullosos amigos y familiares. Pero a veces liga. Le caen de arriba golpes que nunca pidió. Un día lo encararon un par. El más alto le pegó un culatazo en el ojo. Casi lo pierde. El loco le rompió la tela ocular. “Casi no veo de ese ojo”, se queja resignado Cristian. El médico le diagnóstico una visión de 0,7 para su ojo izquierdo. “Menos diez de ojo”, le contestó él. “La bronca era con otros, pero ligue yo”, culmina irónico.
Cristian conocía a Matías Beltrán. “Con el ‘chirola’ nos criamos juntos”, relata mientras se prende un cigarrillo cerca de mí, abajo de un rancho de chapas. “Yo me enteré al otro día que lo habían matado. La noche anterior que le dispararon lo había visto por el barrio”, recuerda con precisión y asombro. “El pibe la hizo mal. Le disparó al estómago con una bala con punta hueca. Le entró por el estómago y le dio vueltas dentro”, me ilustra con la mano, haciendo girar el dedo índice en el aire, como si fuera un médico forense. “Lo rompió todo”.
Nadie en el barrio Don Bosco parece conocer al pibe que mató a Beltrán. Nadie sabe si había o no una chica en medio de la disputa. Si el pibe era o no del barrio. Y si realmente existía un hermano igual a él.  Pero lo que sí es certero es la bala con punta hueca que ingresó al estómago de Beltrán. Lo que sí es seguro es que el “chirola” no pertenecía a ninguna banda, como algunos redactores locales con poco profesionalismo periodismo se apuraron a sentenciar desde sus asientos roñosos.
Ni en los códigos del barrio existe una razón justificable para hacer callar a pibes como el “chirola”; de esa forma, tan expeditivamente, sin mediar palabra.  “El chirola tenía problemas. No hablaba bien. Yo lo conocía de chico”, me confirma Cristian. “Era atrevido, pero andaba más solo que acompañado.”
Sin duda Guillermo Morales se equivocó. ¡Y lo va a pagar caro! Con 27 años ya se cargó a otro pibe como él y le espera una condena ejemplar de diez años con ocho meses; en primer lugar por ser pobre y en segunda instancia por venir del barrio pobre.
No alcanza con ser pobre en el presente. También existe la pesada herencia, que inmoviliza, detiene y acongoja en una especie de vómito social en el cual cualquier fulano tiene permitido escupir.
El hermano de Beltrán.
El hermano de Beltrán vende, durante los meses de verano, churros y bolas de fraile en el Río Grande. ¡Le vende manteca a los “chetos”! Mantiene un cierto parecido con su hermano. En realidad, son casi iguales. Flacos, altos, de piel blanca. Y cachetes colorados. Quién ve sus fotos nota el pronunciado estrabismo de ambos. Alguien los podría haber confundido. Pero él, el vendedor de churros, siempre anda vestido como un vendedor de churros: con un guardapolvo blanco con manchas de dulce de leche en las mangas y unas bolsas de plásticos transparentes saliendo de la cintura. Es inconfundible. Quizás ese traje improvisado lo haya salvado alguna vez de una posible confusión, trágica e incorregible. Lo cierto es que ahí está. Incluso en los meses de otoño e invierno encuentra un lugar para apoyar su mesa de madera portátil, junto a sus dulces aceitosos. “El churrero se las banca todas”, claman los cercanos, como si se estuviera refiriendo a un mártir bíblico. Es que el invierno patagónico es duro. Si bien el centro de Neuquén está concentrado dentro de un valle, el fresco de las mañanas invernales congela las manos y la cara. Llega a acariciar los huesos. Irrita el sistema nervioso. Pero el churrero está ahí siempre. De temprano. Se detiene en esquinas estratégicas del centro de la ciudad. No se va hasta que no haya vaciado las bandejas negras que pasea por toda la ciudad. No se va hasta que sólo quede sobre las bandejas los restos de azúcar de sus panes dulces. “Chupar frío y resistir”, ese es su lema. Casi no habla. Menciona precios y cantidades. Es constante y severo. La muerte de su hermano pareciera haberle pasado por un costado. Pero claro, su trabajo y contexto le ha enseñado a no sentir, a no quejarse. A no mostrar sus emociones. “Vos cállate y vende” pareciera decirle todos los días una extraña justicia. El churrero trabaja para otro, claro. Él tan sólo tiene 25 años.
El factótum de Andrés.
Andrés como Henry Chinasky -el alter ego de Charles Bucowsky en factótum- transita la brutalidad de los trabajos torpes y sin sentido: picador de hielo, apilador de maderas, ayudante de albañil -de esos que sólo alcanzan herramientas-. Vive la incómoda miseria de la irrepresentabilidad; de eso que no puede ser actuado. De aquello que no existe. Lo que no tiene nombre. Andrés vive el anonimato más marginal y funesto. Transita lacónico el tiempo.
Andrés era amigo también del “chirola”. Aparecen juntos en varias fotos de facebook. “Ranchaban”, por las tardes, en esquinas y plazas. Veían el tiempo morir sobre sus caras, mientras conducían motos 150. Intercambiaban, saludos y frases, en la misma plazoleta donde apareció Beltrán con un disparo en el abdomen.
“Al chirola le gustaba andar en la calle. Pasaba siempre por acá”. Los ojos de Andrés se llenan de lágrimas, por su amigo, pero también porque sabe que le podría haber pasado a él. Siempre hay un arma ardiendo por ser usada en el barrio. Porque en definitiva la muerte está tan cerca que desenfoca. Se torna, de tan cerca, imposible reconocerla. Pero uno sale afuera y está ahí. Siguiéndole los pasos, como se los seguía al “chirola”; de cerca, casi inaudibles.
Andrés intenta abrirse paso, en una moto scooter de 100 cilindradas, por la ínfima y miserable rendija de realidad que la sociedad ha dejado para él. Lleva siempre unos anteojos de colores y una gorra gastada de tanto uso. Su cuerpo diminuto resiste el peso pesado que le impone el desgaste del tiempo, la rutina avara de las jornadas de trabajo infeliz, la osadía de la voluntad juvenil. Los escasos alimentos intelectuales que recorren su infancia cautiva. El sofocante clima de claustro que limita hasta concluir en una pereza depresiva. “Andresito”, como le dicen en el barrio, resiste. El pibe de oro, el de la sonrisa eterna. Ese pibe querido por el barrio, se pasea todos los días sobre una cuerda, haciendo equilibrio sobre la fatalidad y la “erosión” social. La inminente caída social le mete presión, lo empuja cada vez que se descuida. ¡Dale, cáete! ¿Quién lo salvará a “Andresito”? ¿Saldrá ileso? ¿O algo o alguien le acercarán un revolver viejo y cargado con balas huecas para que su mundo, finalmente se convierta en una ruleta rusa? Matar o dejar que te maten. “Andresito” nunca haría algo así. Todos en el barrio lo sabemos. Pero a veces tanto tirar de la cuerda; tanto meter presión. Tanto anonimato y exclusión…que hasta el más duro se ablanda; hasta el más sincero se corrompe.
La extraña justicia que gana terreno sigilosamente eliminando jóvenes y adolescentes.
Un día Milton no aguanto más y se pegó un tiro. Jugaba al básquet conmigo. Crecimos juntos o más bien cerca. No éramos tan amigos. Pero cada tanto nos cruzábamos. Milton era como Andrés. Tenía la misma sonrisa. Aunque tímida, y como escondida. Milton no hablaba mucho. Y no le gustaba que lo molesten. No se metían con nadie. Quería mucho a su madre, que hacía de todo para ayudarlo a él y a sus cinco hermanos. Un día Milton se fue y no lo pudimos creer. Era un pibe bueno hasta el cansancio. Pero alguien o algo le acercó un arma -como asegura César González que se la acercaron a el-.
Quizás sea más fácil así: dejar a los pibes abandonados, postergados, inválidos socialmente hasta cuando ya no aguanten más y ahí si el arma, la bala, la cárcel. El encierro, la muerte. La renuncia. El claustro. La represión. La condena. El dolor. El homicidio. La sangre. Y las penas de las madres que lloran muertas en vida.
Por esos días también se fue un amigo de Milton: Gastón. Apareció ahorcado en la ribera del Limay. Y, más reciente, los pibes esos que terminaron con la vida de Galar porque tenía cara de “pancho” (inocente). También están los amigos que se desconocieron y se terminaron apuñalando dos días después que Morales le disparara a Beltrán: 23 puñaladas le esparció a su amigo. Ahí nomas a una diez cuadras de donde encontraron al “chirola”. Y Daniel Chandía que acuchilló a su hermano en una reunión familiar -a solo dos cuadras, también, de donde recibió el disparo Beltrán-.
¡Se hace tan carne que los pibes que uno vio crecer -con los que uno creció- se esfumen en el aire tempranamente! ¡Se hace tan carne verlos representar escenas de riesgo! Pateando la miseria, esquivando el abandono y la ausencia. Se hace tan carne ver como los pibes se entrenan para servir a su muerte temprana que uno no se da ni cuenta que, finalmente, la muerte siempre estuvo respirando cerca, escupiendo sus resinas de pólvora casi sobre las zapatillas. Uno se va moviendo sobre perdigones y miseria. Trata de alzar la vista y concentrarse. Pero cerca caen cuerpos. Cuerpos jóvenes. De pibes conocidos. Y no estoy hablando de una guerra o una dictadura. Estoy hablando de procesos lentos, casi imperceptibles. De una extraña “justicia económica” que se encarga de eliminar las vidas que transitan las fronteras, las periferias más recluidas de la sociedad; una extraña, aunque aceitada justicia que como el agua del río Limay va, cada año, comiendo más ribera. Así se llevan a los pibes de mi barrio, y de otros aún más recluidos, casi como ganando terreno.
La ciudad del progreso y del oro negro se mueve vertiginosamente. Es una balanza asimétrica e insostenible. Mientras jóvenes de todas las clases sociales acceden a autos importados, terrenos y propiedades lujosas algo o alguien se encarga de acercarles a los otros pibes -a los que no se esforzaron, a los que no rinden; a los que no entran dentro de los cupos del progreso- armas, “puntas”, “revoleos”, “cometas”, “agites”. “Secuencias”, “viajes”, “brillos”. “Movidas”.
¿Neoliberalismo? ¿Políticas de exclusión? ¿Neoconservadurismo? ¿Políticas represivas y reaccionarias? Conceptos y palabras que se diluyen en el agua turbia como la misma sangre que corre sobre el Río Limay; como todos los tóxicos que arroja la producción extractivista de la provincia progresista y que circulan furtivos y rasantes por los órganos vitales de “chetos” y “cabezas”; de aliados y víctimas.
La ciudad binaria: petróleo y armas o como conseguir 30 mil pesos en un mes.
Siempre me he movilizado caminando. La misma ciudad te lo permite. Neuquén no es muy grande. Hay de todo. Pero no es muy grande. El centro abarca de ancho unas quince cuadras. Desde Intendente Mango a Entre Ríos. Y otras quince de largo, desde la orilla del Río Grande hasta la Plaza de las Banderas -el mirador de la ciudad-.
Deambulo con mi cámara y observó el lento movimiento de los edificios. Son pocos. Pero hay más que hace cinco años. Los nuevos son lujosos. Son como barrios privados extendidos de forma vertical. Dentro viven personas mayores, profesionales y burgueses. En sí, casi toda la ciudad tiene una vista de casas bajas. De uno o dos pisos. No más. También transito barrios humildes, de calles de tierra. Y lo que encuentro no es nada original: por un lado, barrios periféricos -densos, aislados y empobrecidos- y por otro, un sector -minoritario- modernos, ostentosos y centrales.
Mientras las edificaciones suntuosas aumentan, las fuerzas de seguridad desaparecen y los índices de delito -protagonizado por adolescentes y jóvenes- se precipitan dramáticamente.
Según los diarios locales “La Mañana del Sur” y “Diario Río Negro” hubo 52 y 49 homicidios (respectivamente) en toda la provincia durante 2013. El Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación informó que la provincia de Neuquén sufrió un considerable y abrupto aumento de su población penal desde el año 2006 -con 13 ingresos- hasta el 2014 -año en el cual ingresaron 83 nuevos reclusos- alcanzando un total de 340 pesos para fin de ese año -el mismo año en que asesinaron a Beltrán-. El Ministerio también informó que de los 340 reclusos, 145 habían cometidos homicidios dolosos, mientras que 63 había sido condenados por robo/ o tentativa de robo, representando, de esta manera, más del 60 por ciento de la población total de la provincia.
¿Cuál es el deseo -y eje central- en común del ciudadano neuquino? ¿Armas? ¿Comercio ilegal? ¿Juego? ¿Drogas? ¿Prostitución? ¿Cuáles es el punto donde se conectan todas estas actividades? ¿Por qué?
El petróleo es la actividad por excelencia de la región. Perece, en la actualidad, la producción de pera y manzana al lado de este gigante negro. Agoniza sobre la ruta 22. Deja caer sus frutos sobre el asfalto, para pudrirse intactos.
Como en la droga, los líderes mayores intentan acaparar el mercado eliminando la competencia. Y con ello se elimina el trabajador humilde -aunque denigrado- para sustituirlo por empleados ostentosos, demandantes y consumistas.
¿Y qué consumen estos empleados? ¿O qué es lo que el mercado coloca a su disposición? Armas, comercio ilegal, juegos, drogas y prostitución. ¿Qué pueden comprar estos empleados? El propio mercado. Ellos lo retroalimentan. Lo imponen por demanda y financiación. Hace de la ilegalidad un producto cultural. Ellos, como el resto de los jóvenes, pueden encontrar con facilidad grandes dosis de cocaína, un creciente mercado automotor. Innumerables casinos y recintos prostibularios. Pueden encontrar una ciudad, dispuesta a servir y asistirlos como príncipes. ¿Pero qué ocurre cuando un joven de un barrio popular no alcanza el nivel de vida que exige este tipo de entretenimientos y consumos?
¿De qué manera un joven de un barrio popular puede acceder a una vida de 50 mil pesos mensuales?
El dolor del doliente.
Don Bosco III es un barrio con calles de tierra, grandes patios enrejados y pocos profesionales entre sus vecinos, pero con autos de alta gama estacionados en las veredas. Este contraste escénico es consecuencia  directa de la “meritocracia” y el esfuerzo individual reinante dentro de la ciudad sureña. Se trata de una ecuación económica que se encarga de reforzar el logro y progreso personal en detrimento -y por encima- de la presencia y la interacción de la propia comunidad. ¿Pero qué es lo que le puede llegar a ocurrir a un pibe de un barrio popular cuando ve que muchos de los amigos con los que se ha criado descienden de camionetas Hilux, Dodge Ram o F100 Duty -las preferidas de los petroleros-? ¿Qué ocurre con su moral cuando ven a sus amigos o conocidos pasear por la ciudad en un auto Volkswagen Sirocco, BMW o Vento?
A Beltrán lo encontraron en una de las únicas calles asfaltadas del barrio. Cuando lo vi estaba tirado boca arriba con dos enfermeros que lo asistían y la ambulancia dispuesta a llevarlo a un hospital. Había varios vecinos observando la escena. Pero “chirola” no mostró signos de vida, en ningún momento. ¿Convaleciente? ¿Desmayado? Nunca me imaginé que estuviera muerto. No había sangre. No había movimientos precipitados en las personas que lo asistían. Los testigos no mostraban gesto de pánico, ni de horror – considerando que era un joven de 27 años-. Había un gesto de naturalización en los espectadores. Como si fuera un caso más. ¡Claro que era un caso! Pero un caso más de pibes que mueren inmolados por la presión del aislamiento, la postergación, la exclusión y el abandono.
Hacía calor. “Chirola” vestía zapatillas deportivas, un short y una camisa a rayas. Guillermo Isaac Morales de 27 años lo siguió mientras caminaba por avenida Houssay. Y sin mediar palabra le efectuó varios disparos al cuerpo. Una de las balas ingresó en el estómago, ultimando a Beltrán. ¿Una deuda pendiente? ¿Una traición amorosa? ¿Celos? ¿Orgullo? ¿El impulso oscuro y austero de alguien que desprecia la vida; de alguien que ha mamado desprecio?
El dolor del doliente es el de que está continuamente infringiendo dolor, autolacerandose o produciendo dolor a partir del dolor que le ha causado otro. El doliente ha recibido dolor como caricia. Su ternura radica en poder izar la laceración como doctrina. “Yo te voy a arruinar a vos”, replican “gallitos” y altivos. No se callan, ni bajan la guardia. “De arriba no te la vas a llevar”, responden furiosos. Y se “dan” sin miramiento, ni contemplación. “No te vas a poder ni parar guacho”, advierten eufóricos. Y continúan en la contienda verbal. No se cansan. No aflojan. Van convencidos de que tienen que lastimar. Ahí radica la adrenalina. No hay paracaídas, ni parapente. No hay Sky, ni tablas de surf. La adrenalina se esconde en un vino en caja, arriba de una moto 250. En levantarse ocho llantas de autos en una noche. No hay plata para otra cosa. Ni “pinta”. Ni “filo”. Ni “cancha”. Tampoco financiación. “Es la que hay, guacho”.
Son pocos los ciudadanos que conocen el significado de la palabra Neuquén. Desconocen que es una palabra en lengua mapuche (mapudungun). Y qué significa correntoso. Lo desconocen un poco por pereza, pero en gran medida porque el ciudadano promedio no quiere al ser mapuche, o le han enseñado a no quererlo, o más precisamente se lo han negado. ¿Cómo querer algo que no existe? “Hay que despreciar al que aparenta no tener”. Y la misma lógica se podría aplicar sobre los inmigrantes; sobre los extranjeros “que nos vienen a robar el trabajo”. En definitiva, se podría aplicar sobre cualquier grupo o sector pobre de la sociedad. Ahora bien, ¿qué sucede si a hace desprecio cotidiano e infundado lo financiamos con un nivel de vida inalcanzable? ¿Qué tal si a hace desprecio cotidiano le ofrecemos 50 mil pesos al mes? ¿Quién puede despreciar semejante oferta? Poder y exclusividad. ¿Y qué sucede con los que no pueden ocupar un puesto dentro de las dádivas “legales” del progreso petrolero? ¿Pasarán a ocupar la franja oscura, marginal y violenta? ¿Se convertirán en los “pasivos sociales” de una extraña “justicia económica”? ¿Habrá que crear más y mejores cárceles?
Texto y fotografías: Gustavo Figueroa.
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