por Luca Siniscalco* – Resumen: El posmodernismo se presenta de manera confusa, casi bifronte. Decir pos
es filosóficamente un no decir, en cuanto la colocación temporal de una
noción no establece el contenido explicativo ni, sobre todo, de verdad.
Para considerar la transfiguración del todo profana del posmodernismo
intentaremos valernos de la contribución de dos estudiosos
contemporáneos de gran estatura y, para permanecer en el campo de las
anomalías, de antitética procedencia cultural. Nos referimos a Mario
Tronti, padre del operaismo [obrerismo] italiano y fino filósofo
político, y de Alexandr Dugin, tradicionalista y eurasista ruso.
Palabras clave: posmodernismo; Tronti; Zizek; Heidegger; Dugin.
El
eco evoliano de este título pretende, entre lo serio y lo gracioso,
evocar un problema cultural – y por qué no, espiritual – de nuestra
época. Al igual que en el siglo pasado un “idealista mágico” ha puesto
de manifiesto la naturaleza ambivalente del espiritualismo, forma
degenerada de la espiritualidad tradicional, es hoy oportuno denunciar
la estructura ambigua y escurridiza del posmodernismo, hijo espurio de
la modernidad. Filiación de signo negativo aquella detectada por Evola;
partenogénesis de signo dudoso, digna de un debate, el del paradigma
político, cultural y existencial del posmodernismo. Porque si bien todos
los ismos merecen reservas – y Nietzsche ya lo ha dicho todo al
respecto – el estatuto del posmodernismo es precursor de dinámicas
perennemente inestables, resbaladizas, claroscuras. A ratos inefable,
este Jano bifronte – sobre cuya propia existencia autónoma, desvinculada
de la moderna, se complace el debate teórico – comporta infinitos
problemas de definición. Se cierne como una quimera, el sueño monstruoso
que todos soñamos en los momentos de lucidez y que la vigilia de la
razón deja olvidado en nombre del sensus communis.
Este sueño une felizmente dos lugares del imaginario: la realización personal ofrecida por la versión 2.0 del American dream
– aquella en la que triunfa la Coca-Cola Light, la bebida que mantiene
su propia identidad ficticia negándose nihilísticamente a sí misma,
presentándose como pura apariencia, promesa artificial de una sustancia
que no se ha materializado nunca, por emplear una bella imagen de Slavoj
Žižek; el cambio total de las principales categorías conceptuales de la
modernidad. El posmodernismo es, en efecto, pos-liberalismo,
pos-ideologismo, pos-capitalismo, la superación de los principios del
racionalismo, el dualismo, el sustancialismo, el naturalismo. Decir pos
es filosóficamente un no decir, en cuanto la colocación temporal de una
noción no establece el contenido explicativo ni, sobre todo, de verdad.
Para
no abrir todavía agujeros abismales de pensamiento, y para volver al
título del presente artículo, quisiéramos limitarnos a considerar el
posmodernismo en su dinámica de cambio total de lo moderno contra sí
mismo. La inversión dialéctica de las categorías conceptuales y la
heterogénesis de los fines son dos procesos bien conocidos por el
pensamiento occidental. La Dialéctica de la Ilustración, de
Adorno y Horkheimer, es un magistral ejercicio de pensamiento en esta
dirección. Para considerar la transfiguración del todo profana del
posmodernismo intentaremos valernos de la contribución de dos estudiosos
contemporáneos de gran estatura y, para permanecer en el campo de las
anomalías, de antitética procedencia cultural. Nos referimos a Mario
Tronti, padre del operaismo [obrerismo] italiano y fino filósofo
político, y de Alexandr Dugin, tradicionalista y eurasista ruso. Las
reflexiones de los dos autores, caracterizadas por “visiones del mundo”
indudablemente distintas, pueden en nuestra opinión dialogar de modo
eficaz en relación a la crítica de la problemática posmodernista. Pueden
hacer eso ya que ambas identifican la génesis del posmodernismo en un
cambio total de la modernidad sobre y contra sí misma. Máscara
modernísima y rostro no moderno, entonces.
Para
Tronti el proyecto de lo moderno, que se presenta en un primer momento
como la utopía del hombre renacentista para poder concretarse en el
sueño de liberación del marxismo, es originariamente el proyecto de una
absoluta soberanía del hombre sobre el mundo y sobre sí mismo. Este
impulso libertario – en cuanto animado por una tensión inaudita hacia la
liberación del hombre de los vínculos espirituales, políticos, sociales
y económicos – fracasó frente a la ocupación de la modernidad de parte
del capitalismo y de la concepción burguesa de la vida. «Desde un cierto
momento en adelante – escribe Tronti en su Dello spirito libero
-, ser moderno ha coincidido con ser para el desarrollo de la sociedad
capitalista» (p. 19). Si para el estudioso el comunismo «tiene el deber
político, dentro de la crítica de lo moderno, de sustraer la idea de
libertad al horizonte burgués, dejando al capitalismo su democracia» (p.
54), esto ocurre en cuanto lo moderno ha escondido su propio rostro más
genuino bajo la máscara tardo-burguesa de un salvaje posmodernismo.
Ello se manifiesta en inquietantes cambios totales de sentido y de valor
de las excrecencias de la vieja sociedad burguesa capitalista todavía
moderna: se cumple en la economía financiera, que sustituye al
capitalismo liberal clásico; en la democracia de los “últimos hombres”,
que reemplaza los grandes modelos institucionales parlamentarios; en el
mundialismo y en la globalización, que socavan los Estados nación; en la
sociedad líquida de la imagen y de lo virtual, que pone fin a
los valores burgueses; en el progresismo, en lo políticamente correcto y
en el culto laico de los derechos humanos, que sustituyen una
perspectiva cultural y existencial conservadora y comunitaria.
Son, estas figuras del reino de la cantidad
– para decirlo como Guénon -, manifestaciones de un intento apresurado
de salir impetuosamente del novecientos y de su movilización total para
saltar directamente al siglo siguiente. Terminar con la modernidad, es
decir, sin hacer seriamente las cuentas. «Los cantores de lo moderno,
todos los ex de cualquier cosa, y pos de ellos mismos, divididos entre
aspirantes liberales al gobierno y contestatarios radicales de la
oposición, aceptaron la invitación, cantando y bailando sobre los
escombros de los muros. Se puso en movimiento una rendición para ganar
una puerta de salida tras el novecientos» (p. 14). Sin embargo, lo que
sale por la puerta vuelve siempre por la ventana. Y la modernidad,
póstuma a sí misma, se vuelve a presentar como el fantasma de sus mismas
propias aspiraciones. Sobre un plano estrictamente político, Tronti
tiene las ideas muy claras: es inútil pensar demasiado sobre sistemas
democráticos alternativos al occidental dominante, que ya tiene
omnipresentemente moldeado el imaginario colectivo. Es tiempo de
elaborar un modelo que sea verdaderamente “otro”, incluso bajo un perfil
terminológico. Escribe en efecto: «La democracia política está hecha.
Hace falta hablar de democracia real, como en un tiempo no muy lejano se
hablaba de socialismo real. Pero no para distinguirlo, como incluso
entonces se hizo, de un socialismo todavía posible, diferente de aquel
degenerado. Sino para decir que el socialismo era aquello y que si se
quería otra cosa había que encontrar otra palabra. Así hoy para la
democracia. Finalizó el plazo para un uso diferente del concepto.
Demasiado fuerte es el poder de quien se lo ha apropiado, digamos que
para sus fines. Es más difícil en este punto expropiar a los
propietarios de la idea que imaginar/plantearse una nueva. Como para una
ruina rural: se hace antes, y es más económico, demoler y reconstruir
que mantener y restaurar» (pág. 183). De esta ruina atractiva pero
internamente vacía, Tronti denuncia las ambigüedades y la sumisión al
Capital, que encuentra justificación cultural dentro de un pensamiento
débil, esencialmente “antiprofético”, en cuanto «la voz profética alza
hoy el vuelo no al crepúsculo, sino en plena noche, después de que
finalmente ha pasado el día de los grandes relatos. Sólo se puede
preguntar al centinela en qué fase está la noche. Y sólo sentir la
respuesta de no preguntar, ya que todavía es medianoche» (p. 210).
Aquel decir profético de que «es pensamiento fuerte, que se encuentra gritando en un tiempo de silencio» (ibid) es más bien un logos de verdad,
una tarea de aquel «espíritu libre» que en la prosa de Tronti se
concreta de modo undívago en el militante comunista, en el librepensador
y en el místico cristiano. De hecho, «no hay una verdad que difundir,
sino que hay una verdad que buscar. El absolutismo, ya sea religioso o
político, es el mal en sí. Pero el relativismo es una cómoda ruta de
escape hacia un bien a buen precio» (p. 223). La ecuación entre
posmodernismo relativista y absolutismo capitalista está trazada. La
invitación rememorante al “pensamiento de libertad”, como instancia
subversiva, en contraste con el mantra igualitarista de la libertad de
pensamiento, es un legado importante del ensayo de Tronti.
Y
con la citada ecuación estaría sin duda de acuerdo Dugin, que también
reconoce en el posmodernismo un aseveramiento grotesco y paródico de los
peores aspectos de la modernidad. En realidad Dugin, como
tradicionalista, condena lo moderno en su totalidad, a diferencia de
Tronti. No obstante, si su hostilidad frente al Kali Yuga, la
oscura edad contemporánea, lo induce a emplear expresiones a ratos
apocalípticas para describir la era posmoderna, no es menos cierto que
el pensador ruso capta con extrema delicadeza la naturaleza proteica,
hasta localizar en ella posibilidades operativas que la modernidad ya
había sustraído. Una vez más, máscara modernísima y rostro no moderno –
aunque de signo contrario al indicado por Tronti, esta vez. Sí, porque
si bien el posmodernismo delinea «la “gran parodia”, el reino del
“diablo especular”, el espacio de la “tesitura demoníaca”» (A. Dugin, Eurasia. Vladimir Putin e la grande politica,
p. 50), también ha puesto de manifiesto la quiebra de la modernidad en
su procedencia racionalista, ilustrada y progresista. «Hoy en día – dice
Dugin – sabemos, en particular gracias a Foucault, Deleuze o
Feyerabend, que los métodos de la racionalidad tienen un carácter
intrínsecamente mutilador y opresivo. La posmodernidad liquida la
modernidad» (ibidem). En el ensayo The Fourth Political Theory, el tradicionalista ruso proporciona un marco mucho más estructurado de su lectura del posmodernismo.
Lo
que surge es una noción compleja, una Medusa, en términos simbólicos,
que petrifica a la modernidad incapaz de sostener la mirada sobre la
imagen de su propia aberración. Esta gorgona posmoderna se desenvuelve
dentro de una nueva topografía política, dentro de la cual la polaridad
derecha/izquierda es sustituida por el dualismo centro (conformismo) /
periferia (disidencia). En esta dinámica, los principios clásicos del
modernismo se esfuman en los del posmodernismo: la presión ideológica se
reduce, pero se vuelve más penetrante; la dictadura de las ideas se
invierte en la dictadura de las cosas, reificándose ulteriormente; la
herencia de la izquierda trotskista y anárquica, confusamente mezclada
con intuiciones dispersas de los “filósofos de la sospecha” (Freud, Marx
y Nietzsche, según una famosa definición de Paul Ricoeur), del
existencialismo y del estructuralismo, crea un nuevo milieu cultural,
dentro del cual todo es superestructura y la instancia de liberación
tradicionalmente incorporada en la idea clásica de revolución es
englobada por el sistema y domesticada en su interior; el liberalismo
clásico se convierte en el posliberalismo, celebrado por la llegada del
“fin de la historia” (Francis Fukuyama) en la liquidez de la global market society,
donde los conflictos son reducidos al mínimo. Un sueño de olvido y de
alienación de la propia conciencia. Un sueño que el renacimiento de los
conflictos culturales y religiosos, de los cuales fue profeta el
inoportuno y desoído Samuel P. Huntington, ha roto. Sin embargo, el
posmodernismo, cual ideología occidental, permanece. Se manifiesta,
según Dugin, en una serie de principios, teóricos y prácticos: el
rechazo de la razón (Deleuze y Guattari); la renuncia a la idea moderna
del hombre como medida de todas las cosas (“la muerte del hombre”); la
superación de todos los tabúes sexuales y del concepto mismo de
perversión; la renuncia a toda identidad, en una posantropología del
“rizoma” (Deleuze); la destrucción de todo orden y jerarquía social en
favor de una anarquía controlada por los flujos de capital. Estos
elementos, que Dugin mira con una crítica radical, ofrecen por otro
lado, mediante el desenmascaramiento del modernismo, oasis, en
sentido jüngeriano, de los cuales comenzar en la dirección de un
paradigma alternativo. La connivencia entre las fuerzas de la izquierda
“anticonformista” y el sistema posliberal es evidente: «La Cuarta Teoría
Política – escribe Dugin planteando un modelo político y cultural
alternativo – debe extraer su “inspiración oscura” de la posmodernidad,
de la liquidación del programa de la Ilustración y del advenimiento de
la sociedad del simulacro, interpretando este proceso como un
incentivo para la batalla, antes que como un destino» (pág. 23). Lo
moderno, en su perspectiva histórica lineal y monótona, ya no responde a
criterios hermenéuticos adecuados para interpretar lo real, no
ideológica y abstractamente por lo menos. La posmodernidad desgarra el
velo de Maya en la debacle del racionalismo: el superamiento del
dualismo gnoseológico y epistemológico defendido por el pensamiento
posmoderno puede ser, según Dugin, convertido en un retorno al arcaísmo
de un pensamiento premoderno renovado. ¿Realismo mágico? Precisamente a
este paradigma mira Dugin, revelando una afinidad paradójica entre
posmodernismo y tradicionalismo, especialmente en el tema del rechazo de
la dualidad. Este antidualismo que en el posmodernismo asume los rasgos
de lo virtual, está más cerca – aunque parece contrario a la intuición
afirmarlo – del modelo de la Cuarta Teoría Política que todas las
configuraciones anteriores. Dugin afirma: «Entonces podemos plantear la
pregunta: ¿cómo se relaciona nuestro tradicionalismo o la nueva
metafísica [la nueva ontología propuesta por Dugin en su ensayo] con la
posmodernidad? Los considero muy cercanos. La virtualidad prueba a
mezclar los campos semánticos de las columnas en un plano horizontal, de
manera que se vuelven indistinguibles.
Podemos decir que el rizoma de Deleuze es una parodia posmoderna y posestructural del Dasein
de Heidegger. Son parecidos y con frecuencia son descritos en los
mismos términos. Pero hay que prestar atención a cómo el postmodernismo
resuelve el problema de la inversión del orden de las columnas. Resuelve
el problema refiriéndose a la superficie» (pp. 182-3). Si la Cuarta
Teoría Política, según Dugin, devuelve a la luz un núcleo originario y
dormido del hombre, el posmodernismo hace lo mismo, eliminando cualquier
forma de superestructura. Su límite, sin embargo, se deposita en su
inmanencia intrínseca: «El mayor problema de la posmodernidad es la
eliminación de toda orientación vertical tanto en términos de altura,
como de profundidad» (p 183.). El posmodernismo desarrolla una filosofía
terrenal del caos y del instinto. Dugin apunta en su lugar a una
metafísica del caos, en sentido griego. Por lo tanto, la confusión del
posorden del cosmos posmoderno contra la primacía ontológica del
preorden del caos helénico. Sobre esta colina se combate la batalla, el
desenmascaramiento de los polos de lo moderno y de lo antiguo dentro de
la posmodernidad. «Si es cierto que cada uno tiene la antigüedad que se
merece – escribe Tronti -, entonces cada uno tiene también la modernidad
que se merece. Lo propio moderno es el propio presente. Nuestro
presente no es aquel en el que vivimos. Este es el presente de los
otros, y también se lo merecen. Nuestro presente es aquel en el que
habríamos querido vivir: allí se desarrolla cotidianamente, y se enrolla
como la serpiente, nuestra existencia de pensamiento. El genuino,
auténtico existir» (p. 71).
* Luca Siniscalco,
nacido 1991, se graduó en Ciencias Filosóficas con una tesis de
Estética sobre la revista «Antaios». Actualmente colabora con la Cátedra
de Estética de la Universidad de Milán. Es redactor de «Antarès –
Prospettive Antimoderne» (Edizioni Betti) y colaborador de «Barbadillo» y
«La Tigre di Carta». Sus artículos y ensayos han aparecido en revistas,
periódicos y en varias antologías. Entre sus últimos trabajos se
incluyen: Tra il dire e la paura: uno spazio del simbolico, en AA.VV., Non aver paura di dire…, Heliopolis Edizioni, Pesaro 2015; Un idealista magico nella Lega Teosofica Indipendente, en J. Evola, L’individuo e il divenire del mondo, a cargo di G. de Turris, con un ensayo introductorio de R. Gasparotti, Edizioni Mediterranee, Roma 2015; Ernst Jünger “luogotenente del nulla” en «Filosofia e nuovi sentieri/ISSN 2282-5711», 13 dicembre 2015; Scorcio effimero dell’eterno verde, en AA.VV., Le figure del pensiero, Sillabe di Sale, Condove 2016.
(Traducción: Página Transversal).
Fuente: Filosofia e nouvi sentieri.
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