Este
libro investiga los diversos proyectos y realizaciones parciales de los
autores e instituciones de la Ilustración, en el siglo XVIII, que son
definitivamente ejecutados en la centuria siguiente por el liberalismo,
en el marco de la Constitución de 1812 y sus continuadoras, hasta hoy.
Sobre
la pobreza los ilustrados preconizan la sustitución de la caridad,
eclesiástica y privada, por la beneficencia, o asistencia estatal a los
menesterosos. Herrera compendia lo que formulan Bernardo Ward, José
Campillo, Campomanes, Jovellanos y alguna de las Sociedades Económicas
de Amigos del País. A continuación explora el enfoque programático de
las Cortes de Cádiz, que culminaría en la Ley de Beneficencia de 1822,
promulgada en el sangriento Trienio Liberal, o Constitucional,
(1821-1823).
En
la educación, considerando la enseñanza primaria, secundaria y
universitaria, el libro escruta el pensamiento de los ilustrados
españoles, Feijoo, Sarmiento, Isla, Hervás, Saavedra Fajardo (aunque
éste difícilmente puede ser considerado integrante de la Ilustración),
Mayans, Jovellanos y otros. Examina también la intervención estatal en
materia educativa durante el siglo XVIII y escudriña lo realizado por
las Cortes de Cádiz, que califica con la frase “el Estado como motor de la reforma de la Enseñanza”. Destina un subcapítulo a la “educación de la Mujer”, lo que muestra el interés que el ente estatal ha tenido y tiene por lograr el dominio ideológico de las féminas.
Se
adentra luego en la investigación de la sanidad, exponiendo cuál fue la
legislación sanitaria estatal promulgada en Cádiz sobre salud, medicina
y cirugía, primando el análisis de las Bases para el Proyecto de
Reglamento General sobre la Salud Pública. Constata que en nombre de la
salud se realiza por el liberalismo una “política restrictiva de las libertades individuales”, deteniéndose en el cotejo del Proyecto de Código Sanitario de 1822, entre otros textos normativos de la época.
La
conclusión es que el libro de Herrera confirma lo ya conocido, que la
revolución liberal fue, ante todo, un descomunal incremento del aparato
estatal[1].
Aquélla se marca como meta primera dominar, someter y sobreoprimir de
la forma más completa a las clases populares. Éstas son forzadas a
abandonar los sistemas autogestionados para trabajar y producir, evitar
la pobreza, autoeducarse, conservar la salud, etc., a fin de dejar sitio
a los nuevos procedimientos, dirigistas, paternalistas y autoritarios,
esto es, estatales, caros e ineficientes además. En efecto, en el siglo
XIX hubo mucha más pobreza, epidemias y analfabetismo que en el
precedente, por causa del intervencionismo estatal y del ascenso del
capitalismo, propiciado por aquél.
Hasta
el momento no hay apenas estudios sistemáticos sobre la vida de las
gentes del común con anterioridad a la revolución liberal y
constitucional que investiguen sus sistemas concretos de satisfacción de
las necesidades básicas a través de la ayuda mutua, asistencia vecinal,
apoyo de unos a otros, solidaridad de oficios, trabajo en común,
cooperación horizontal, intercambio equitativo de servicios,
reciprocidad interpersonal, abnegación universal, respaldo
intergeneracional, desautorización moral del egotismo, voluntad personal
de servir y otros equivalentes. Los textos institucionales ocultan esta
parte, decisiva, de la realidad social del pasado para promover
torticeramente su monomanía, que el pueblo no ha sido ni es ni será
nunca capaz de autogobernarse, por lo que ha de ser gobernado por el
ente estatal.
El
libro no entra en el examen de los otros componentes de la revolución
liberal, de los que se citarán los siete más importantes: crecimiento en
flecha del aparato militar, expansión patológica de los cuerpos
policiales, aumento de los tributos a satisfacer por las clases
modestas, inflación de altos funcionarios, auge de los mecanismos
destinados al adoctrinamiento, instauración de instituciones políticas
para la negación de facto de la soberanía popular (el parlamento y los
partidos políticos en primer lugar) y desarrollo a la sombra del Estado
del capitalismo, en tanto que propiedad privada concentrada y absoluta.
Tal es el marco en que tiene lugar lo que Herrera investiga.
La
consecuencia última es un colosal retroceso de las capacidades
populares para regir sus propias vidas, una nulificación de la soberanía
popular real (el liberalismo utiliza demagógicamente tal expresión para
referirse a la soberanía del Estado, en tanto que gran tirano
colectivo), un no-ser de las libertades reales practicadas por las
clases modestas, una aculturación y pérdida de saberes aterradoras.
Al
reducir a la persona a simple cosa manejada desde arriba, desde las
instituciones, se la degrada, disminuye, embrutece y encanalla. Cuando
ya no es actora y responsable de su propia vida, cuando no se
autogobierna, su calidad media, intelectual, convivencial, moral,
volitiva y física, disminuye de manera calamitosa, lo que se observa en
el presente.
Una
tarea estratégica ahora es revertir lo realizado por la revolución
liberal, hacer que las formas y modos dirigistas y autoritarios,
sustentados en los cuerpos de funcionarios, en la tiranía de la ley
positiva y en la apropiación por el ente estatal de una porción cada día
mayor del producto económico total, sean sustituidos por procedimientos
participativos, métodos igualitarios y sistemas de ayuda mutua,
autogestionados y democráticos, sin funcionarios y sin empresarios. Eso
significa en sí misma un enorme avance, revolucionario, un vivir
radicalmente de otro modo para ser de otro modo, una transformación
cualitativa que supere y rechace el mero cambio cuantitativo (mantener
lo que hay pero con más riqueza y más consumo “para todos”).
Quienes
proponen el desarrollo del Estado, y del capitalismo de Estado, como
supuesto remedio a los males sociales se sitúan en la estela de la
Ilustración, al servicio de la monarquía “absoluta”, y de la revolución
liberal, por más que en su maquiavelismo verbal abominen de “las
políticas neoliberales”. Son parte estructural de las fuerzas de la
reacción y fuerza de reserva de la burguesía.
El
desenvolvimiento del así llamado movimiento obrero bajo la tutela del
Estado (que en España tuvo un hito con la fundación del PSOE en 1879)
otorgó un nuevo impulso al programa liberticida y antipopular de la
revolución liberal, por tanto, al desarrollo del capital y al bienestar
de la burguesía, al preconizar un estatismo creciente y omnipresente.
Desde sus orígenes, los “partidos obreros” han sido parte del orden
constituido, al ser instituciones auxiliares del Estado, destinadas a
facilitar la ampliación de éste, como procedimiento para evitar procesos
revolucionarios proletarios y populares.
La
culminación de la estatización de las condiciones de existencia de las
clases populares ha sido la instauración del Estado de bienestar. Éste,
la expresión mayor de la sociedad-granja, impone llevar una vida de
cerdos, irresponsable, no participativa y exenta de libertad, sin
grandeza, rastrera y dudosamente humana, solitaria, insociable y sin
afectos, abocada a la tristeza y la depresión, volcada en producir y
consumir, simplemente zoológica, ajena a los bienes del espíritu.
Se
suele presentar el Estado de bienestar como una “conquista” cuando es
una imposición de los poderes constituidos. En Alemania lo inicia
Bismarck, el gran militarista, lo desarrollan los nazis y culminan los
democristianos de la postguerra. En Italia es Mussolini quien sienta las
primeras bases y los partidos de la derecha posteriores a 1945,
vinculados al Vaticano, las fuerzas que le otorgan el impulso
definitivo. En España es Franco el que crea el Estado de bienestar, con
la legislación de 1963. En otros países ha sido la socialdemocracia, en
cooperación con los partidos de derechas, quien lo ha constituido.
Por
tanto, resulta abusivo decir que es la izquierda quien lo defiende
mientras la derecha lo privatiza. En realidad, la izquierda, allí donde
gobierna, comunidades autónomas o ayuntamientos, ha privatizado tanto o
más que la derecha[2].
Ambas coinciden en lo esencial, mantener el Estado de bienestar en
tanto que necesidad estratégica de la patronal y el ente estatal. En
este asunto, como en todos los importantes, izquierda y derecha son
iguales.
[1]Esto,
negado contra toda evidencia por la historiografía progresista, que
sacrifica la verdad a sus intereses políticos, es reconocido por Simone
Weil en “Algunas reflexiones sobre los orígenes del hitlerismo”, obra de 1939 contenida en “Escritos históricos y políticos”. Arguye que la revolución francesa y Napoleón tienen al “Estado como fuente única de autoridad y objeto exclusivo de devoción”.
Frente a esto hay que situar al pueblo/pueblos, libre y soberano,
emancipado de la tutela estatal, autogobernado y autoorganizado, en
tanto que gran y decisivo valor político.
[2]Una ardorosa defensa del Estado de bienestar lo realizó Mariano Rajoy el 1-3-2011, afirmando que su origen está en “los democristianos y conservadores”, lo
que es bastante cierto. Tal declaración de principios la ha mantenido
posteriormente con actos, desde el gobierno. En lo que miente es en
calificar de “gratuitas”la
prestaciones, pensiones y servicios de aquél. No, no son gratuitas sino
carísimas. Y las pagan íntegramente los trabajadores. Gracias a ellas
medra el gran capital privado, la industria farmacéutica por ejemplo. Y con todo ello la banca.
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