viernes, 27 de mayo de 2016

México, entre la violencia y las transnacionales

México, entre la violencia y las transnacionales



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Erika González* // “La soberanía del Estado ha sido vaciada, privatizada y entregada a entes individuales”. Así condensa Ana Esther Ceceña, coordinadora del Observatorio Latinoamericano de Geopolítica e investigadora de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la situación socioeconómica de su país. Y es que México es un ejemplo en la aplicación del paradigma neoliberal, como muestran los tratados comerciales que ha firmado con 45 países, los 33 acuerdos de protección y promoción recíproca de inversiones que tiene en vigor y su reciente inclusión en el Tratado de Asociación Transpacífico (TPP).
Los sucesivos gobiernos mexicanos, las instituciones financieras internacionales y las potencias económicas han tejido una tupida red de normas que han conseguido —especialmente, desde la entrada en funcionamiento en 1994 del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA, por sus siglas en inglés)— un triple objetivo: la liberalización y mercantilización de bienes, servicios, suelo y recursos naturales; la desregulación de las normas que regulan los derechos laborales, sociales, ambientales e indígenas; el blindaje de los intereses de las empresas transnacionales. Es el escenario perfecto para la expansión de los negocios de numerosas multinacionales en sectores como la agricultura, la alimentación, la industria manufacturera, las telecomunicaciones, la electricidad, las infraestructuras, las finanzas, el turismo y los hidrocarburos.
“Se ha producido una mercantilización en las políticas públicas. Un cambio de institucionalidad por la que las transnacionales generan situaciones de hecho que posteriormente se legalizan por el Estado”, apunta Ceceña para explicar el poder actual de las grandes corporaciones en su país. Junto a ella, en un seminario internacional celebrado la semana pasada en la UNAM, diferentes activistas sociales, líderes comunitarios y miembros de sectores críticos de la academia demostraron cómo hay una línea de continuidad entre los crecientes beneficios de las multinacionales y el contexto de violaciones sistemáticas de los derechos humanos. Todos ellos y ellas presentaron, a través de diversos estudios y testimonios de las personas afectadas, un capitalismo que avanza destruyendo el patrimonio natural, cultural y social de la población mexicana y que es “cada vez más excluyente y menos capaz de garantizar la reproducción de la sociedad en la que actúa”.
Economía criminal y violencia
Los diferentes casos que se fueron exponiendo a lo largo del seminario sirven para mostrar dos patrones en los que se mueven las empresas transnacionales: por un lado, la utilización de vías tanto legales como ilegales para asegurarse la tasa de ganancia; por otro, la participación directa o indirecta en un contexto de violencia que sirve para el control de la población, que se resiste ante la creciente exclusión y sometimiento de los territorios a la lógica del máximo beneficio.
Estas dos cuestiones se repiten, con mayor o menor intensidad, en todo continente americano; eso sí, en el México de hoy, como en la Colombia de los años ochenta y noventa, cobran una especial relevancia al combinarse con las dinámicas del narcotráfico. El profesor de la UPV/EHU Juan Hernández Zubizarreta plantea, en este sentido, cómo se da una profunda desviación del poder en el gobierno mexicano que no es “ajena a una economía criminal que se cruza con la economía ilícita de guante blanco”. La imbricación de la economía legal e ilegal, como analiza Sandy Ramírez, investigadora del Laboratorio de Estudios sobre Empresas Transnacionales, puede mostrarse a través de dos ejemplos: uno, el lavado de dinero del narcotráfico por entidades financieras como el HSBC, Citigroup y Santander, denunciados por permitir el blanqueo a través de sus cuentas; otro, la relación entre los cárteles del narcotráfico en Michoacán que controlan la explotación de hierro y transnacionales como Ternium, Arcelor Mittal y Endeavour Silver, entre otras.
La extensión de prácticas violentas se produce hasta tal punto que llegan a formar parte de la lógica cotidiana. Desde 2005, más de 25.000 personas han sido desaparecidas y 80.000, asesinadas; más de 20.000 familias han sido desplazadas. Y estos crímenes, en su mayoría, han quedado impunes por “una confluencia de intereses entre gobiernos, policía y delincuencia organizada”, en palabras de Hernández Zubizarreta. La violencia es utilizada como un instrumento de control social para el “disciplinamiento” de la población, tanto en los territorios donde se llevan a cabo las actividades ilícitas como en aquellas zonas donde se implantan proyectos económicos que benefician a las élites nacionales e internacionales: infraestructuras viales y energéticas, minas, yacimientos petrolíferos, agroindustria, especulación urbanística...
El mismo patrón que en Honduras, hace un par de meses, dio lugar al asesinato de Berta Cáceres y de otros cuatro miembros del COPINH, tras resistirse a la implantación en su territorio de una gran central hidroeléctrica, se replica a diario en México. Y en ello están implicadas grandes empresas, seguridad privada, fuerzas de la seguridad del Estado y organizaciones criminales. Asesinatos como el de Bernardo Méndez, por oponerse a la mina de Fortuna Silver Mines en Oaxaca; los de Ismael Solorio y Manuela Solís, quienes denunciaron los impactos de la minera MAG Silver en Sonora; o el de Betty Cariño, impulsora de la resistencia a la minera New Gold en San Luis Potosí, así lo muestran. (Estas tres transnacionales mineras, por cierto, tienen su sede en el mismo país: Canadá).
Extensión de los conflictos socioambientales
Este es el contexto en el que hoy, en México, se desarrollan más de 100 conflictos por el territorio causados por intereses empresariales, que han sido documentados en una investigación encabezada por Enrique Pineda, profesor del Centro de Estudios Sociológicos de la UNAM. Se han sistematizado así numerosos ejemplos de la disputa que enfrenta a comunidades rurales e indígenas, principalmente, con proyectos que pretenden ampliar la frontera extractiva y agroindustrial, construir grandes infraestructuras y mercantilizar el suelo y la naturaleza.
Uno de ellos es el que en 2014 inició la empresa La Peineta Minera en el territorio de la comunidad Comcáac, en el Estado de Sonora. La amenaza que suponía su actividad extractiva a la conservación del territorio, la biodiversidad y las formas de vida tradicional fueron rechazadas por gran parte de la población. Frente a esta movilización social en su contra, la estrategia empresarial ha sido, como en otros muchos episodios similares, negociar acuerdos con quien se avino a concertar e intensificar las amenazas y las agresiones con quien no quiere negociar. Este último es el caso de Gabriela Molina, integrante de Defensores del Territorio Comcáac, cuya actividad en defensa del territorio la ha convertido en un objetivo de las amenazas; a pesar de ello, sigue afirmando que “la tierra no está en venta ni es negociable”.
Un año más tarde, el proyecto minero se frenó: la movilización popular y la vía judicial paralizaron una actividad empresarial que era ilegal, pues no contaba con una evaluación ambiental ni se había realizado una consulta previa libre e informada, violando el convenio 169 de la OIT. Pero ahora se ha iniciado un nuevo proyecto de generación de electricidad, en el que la población tampoco ha sido consultada y se teme que suponga la pérdida de una zona protegida y clave: la isla Tiburón.
Frente a este conflicto y otros muchos que se están desplegando en México, surge la necesidad de “alzar la voz colectiva, llevar lejos las experiencias y denunciar la generalizada situación nacional de despojo del territorio”. Eso dice la convocatoria, lanzada en abril de este año, de la campaña nacional en defensa de la Madre Tierra y el territorio, que hace un llamamiento a la movilización de las comunidades rurales, indígenas y urbanas. Hasta noviembre, estas difundirán sus historias de resistencia frente al control y la mercantilización del territorio, los impactos de lo que las elites políticas y económicas llaman “progreso”, y las alternativas de vida y gobierno que demuestran que, aquí y ahora, es posible una forma de vivir que defienda un “presente y futuro digno de todas y todos”.
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