viernes, 19 de agosto de 2016

El fin del giro a la izquierda

El fin del giro a la izquierda 

 

OPINIÓN de Franco Gamboa Rocabado, Bolivia.- El famoso giro a la izquierda que comenzó en América Latina a comienzos de los años 2000 llegó a su fin. Primero porque casi todos los partidos de izquierda en América Latina como el Partido Socialista Unido de Venezuela (PSUV), cayeron en un profundo desprestigio debido a las estrategias autoritarias que practicaron, y en segundo lugar, porque decepcionaron a sus bases con la promesa populista de un socialismo que terminó reviviendo una conducta irresponsable donde destaca la violencia, intolerancia e ineficiencia secular en el manejo de un Estado, exhausto frente al gasto público e inerme ante una burocracia que jamás derrotó la corrupción. Difundieron el socialismo del siglo XXI sin considerar la solidaridad democrática, ni el compromiso con los principios de humanidad igualitaria, anulando así la reinterpretación utópica de la política porque se negaron a ver el largo plazo como un sistema democrático abierto a ideas distintas y demandas para derrotar la pobreza.
La izquierda desmanteló sus movimientos armados y trató de orientarse hacia una dirección que archivó para siempre las utopías revolucionarias. Éstas intentaron alimentar la creencia donde el capitalismo podía y debía desaparecer; sin embargo, el giro a la izquierda dejó de desarrollar la ideología como interpretación teórica para visualizar un hombre nuevo y una sociedad sin formas de explotación. La izquierda armada hizo todo lo posible por destruir los sistemas democráticos para permanecer en el poder, como si enriquecerse y aprovecharse de las facilidades que permite administrar un Estado fueran el objetivo más preciado.

Al calor de la efervescencia ideológica de la Revolución rusa de 1917, nadie imaginó que las doctrinas marxistas y leninistas fueran a fracasar en algún momento. Todo lo contrario, se creyó firmemente en el éxito indiscutible de las tesis de Marx porque éste habría descubierto las leyes del desarrollo de la historia, identificando al mismo tiempo las contradicciones más profundas del capitalismo que conducirían a su inevitable desaparición.

Cualquier posición política en contra de la ideología del derrumbe capitalista y la revolución acaudillada por el movimiento obrero era calificada de revisionista, mentira o, simplemente, una traición al socialismo científico. Sin embargo, en el siglo XXI, una serie de partidos de izquierda en América Latina y Bolivia traicionó los principios fundamentales del marxismo-leninismo, especialmente aquellos relacionados con la utopía revolucionaria. El abandono de las utopías hizo del giro a la izquierda únicamente un movimiento hacia el lado oscuro: el fatal pragmatismo para ganar elecciones, conformar alianzas con sectores de la derecha, atraer a un electorado multi-clasista y, silenciosamente, diseñar estrategias que destruirían por completo la vieja confianza en el hundimiento definitivo del capitalismo.

El revisionismo del marxismo fue, simultáneamente, una necesidad para comprender la desaparición de la Unión Soviética y el fracaso del eurocomunismo en 1991,

así como el antídoto para reinsertarse en la política. Las posiciones de izquierda marxistas, leninistas, maoístas y obreristas, dieron paso al nacimiento de los operadores políticos: líderes y activistas que dejaron de creer en las utopías de transformación profunda de la realidad social, afirmando más bien que la adaptación a la economía de mercado y el uso de los recursos de poder, si se capturaba el control del Estado, constituían el verdadero triunfo.

Llegar al poder con el fin de aprovechar el aparato público, tener influencia y riqueza, reemplazó a la utopía que trataba de romper con la enajenación del capitalismo post-industrial. La izquierda sin utopías y sin ideología revolucionaria acabó por perder el control de sí misma y por desaprovechar sus posibilidades de renovación hacia el futuro. El pragmatismo de la nueva izquierda latinoamericana está tenazmente influido por la constante obsesión para convertirse en una fuerza electoral que invoque, esta vez, al populismo, entendido como un discurso político cuyo propósito es ganar votos a como dé lugar al hacer ver que se defienden los intereses de los más necesitados, pero en función de un uso instrumental y manipulable de la democracia.

Después de caído el Muro de Berlín (1989) y desaparecida la Unión Soviética, la izquierda en América Latina desmanteló sus movimientos armados y trató de orientarse hacia una dirección que ya no alimentaba el espíritu de transgresión del capitalismo, sino todo lo contrario: pasar por alto la ideología y romper con los sistemas democráticos para permanecer en el poder en caso de conseguirlo. Esto es lo que caracterizó al impulso populista, caudillista y antidemocrático de Hugo Chávez (1954-2013) en Venezuela, al cinismo de Daniel Ortega en Nicaragua y la persistencia de Raúl y Fidel Castro como la dictadura cubana más tradicional que se acostumbró a gobernar sobre una sociedad profundamente desigual. La utopía de izquierda perdió su marco de referencia, en la medida en que las acciones políticas dejaron de identificarse con las convicciones que buscaban superar el orden capitalista, olvidando por completo la imagen del reino de la libertad, como había sido establecido por Marx.

Es necesario debatir cómo y por qué el giro a la izquierda en América Latina y Bolivia tuvo resultados decepcionantes, específicamente entre los años 2000-2016, debido a que los regímenes como el de Hugo Chávez alentaron la idea de un socialismo postmoderno que, en el fondo, crucificó las utopías revolucionarias, llevando a cabo tretas jurídicas, intensa propaganda electoralista para plantear la reelección presidencial indefinida y denunciando constantes complots del imperialismo en contra de la izquierda del siglo XXI.

El mandato de Chávez en Venezuela de 1999 a 2013 mostró claramente cómo se reprodujo una cultura autoritaria que instaló en el poder a una élite militar que nada tenía que ver con el pasado socialista, marxista o revolucionario que dominó la historia desde 1917 hasta la destrucción del comunismo en Europa del Este. La llamada revolución bolivariana de Chávez fue una extraña mezcla de radicalismo discursivo y promesas de un mundo mejor, a partir de una visión de gastos dispendiosos desde el Estado que desembocaron en un chantaje emocional permanente. El giro a la izquierda vendió la idea del fracaso democrático del sistema de partidos tradicionales de orientación liberal y centro-derecha, nutriéndose de los resultados perversos que generaron las políticas de mercado entre 1989 y los años 2000.

La izquierda de Daniel Ortega con el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en Nicaragua, el mismo Partido de los Trabajadores (PT) de Ignacio Lula da Silva en Brasil, Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, solamente expresan que la toma del poder no fue capaz de sobrepasar los horizontes del pensamiento tradicional. Difundieron el discurso del socialismo del siglo XXI sin considerar que la transformación de las condiciones existentes, dependían de una reinterpretación utópica de la política revolucionaria.

De esta forma, el hecho de quebrar el orden existente quedó desplazado por el predominio de un conjunto de acciones electoralistas que ofrecieron implementar políticas sociales dentro de los cánones del capitalismo financiero post-industrial. Reconocieron que el mundo social y político era una realidad cerrada y definitiva sin necesidad de ninguna utopía. La ideología izquierdista se contentó con conocimientos y propuestas asistencialistas, en gran medida dirigidas hacia el pasado: viejas posiciones progresistas identificadas con los pobres. Valoró únicamente la lucha electoral, explicando que era posible combinar las políticas de ayuda a los necesitados, junto con políticas económicas de corte liberal y globalizado.

Alcanzar el poder, mantenerlo a toda costa y no estar convencida plenamente de la consolidación de la democracia, condujo a la izquierda hacia una parálisis, una conducta vertical, intolerante, autoritaria en la toma de decisiones y proclive al olvido de un elemento esencial de la ideología: pensar en aquello que todavía no ha llegado a ser por medio de una utopía política que visualice los elementos de futuro auténtico. Una clase de conciencia transformadora que dé cuenta de lo todavía no consciente, de aquello que anticipe una nueva sociedad donde impere el reino de la libertad sin dominación.

La izquierda privilegió a los operadores políticos con la capacidad para alcanzar resultados inmediatistas. Se alimentaron pugnas entre facciones con el fin de hacer plenamente justificable cualquier alianza como parte del realismo político: maniobrar en el terreno que fuere, acrecentar el poder de dichos operadores e imponer intereses sectarios a cualquier precio. Esto es lo que desprestigió al PT en Brasil con el escándalo de corrupción en Petrobras que alcanzó proporciones ciclópeas, involucrando a dirigentes de izquierda y derecha.

En varias ocasiones, los operadores políticos fueron saludados como el baluarte más importante. Para ellos, el realismo político estaba antes que cualquier acción racional dirigida hacia la toma de decisiones sobre bases técnicas, estudiadas y a partir de una ideología coherente. Por lo tanto, la traición de principios, el complot y la apostasía se incorporaron como instrumentos normales en la agenda del fin justifica los medios. Son los operadores quienes pretenden eternizar la entronización en el poder los caudillos de izquierda, negándose a cualquier actitud democrática y anteponiendo la manipulación sobre el diálogo o la aceptación tolerante del contrincante.

La izquierda del siglo XXI terminó por apuntalar la influencia del capitalismo financiero post-industrial. Ni Brasil, Argentina, Bolivia, Cuba, Venezuela, Ecuador o Nicaragua redujeron la pobreza en 50 por ciento de la población que vive con menos de dos dólares al día. Dilapidaron los recursos fiscales sin diversificar la economía, nunca reformaron las universidades y tampoco impulsaron una nueva generación de dirigentes demócratas, con el fin de articular un programa de gobierno que posibilite el acercamiento a diferentes grupos de la oposición y a sectores intelectuales, cuya legitimidad radica en la moral y no en el cálculo para eternizarse en el poder.

En la gestión legislativa, las fuerzas de izquierda tampoco plantearon agendas ambiciosas y sus gestiones para conseguir financiamiento internacional dirigido a muchos programas gubernamentales, son un constante fracaso. La izquierda nunca logró vencer el escepticismo que las clases medias, los intelectuales demócratas y los científicos tienen sobre la inoperancia gubernamental y las incoherencias de una izquierda que tiende a despreciar la racionalidad en la administración del Estado y su imprescindible reforma. Los operadores jamás reconocieron los estímulos transformadores de las utopías políticas, por ser identificadas con ilusiones nada realistas.

¡Así no más son las cosas!, reclaman los operadores. Lo cierto es que éstos jamás estarán dispuestos a sacrificar sus privilegios y porciones de poder, en beneficio de un nuevo trabajo ideológico y utopista. Tal vez estas limitaciones son las que no pueden lograr que la izquierda pueda seguir comprometiéndose con proyectos colectivos que demanden ceder espacios para reconocer los aportes democráticos de todo tipo de adversarios. Los operadores políticos de izquierda siempre estarán diseminando la estrategia de tensión: intrigas, amenazas, prebendalismo, odios personales y enajenación de las utopías. La práctica política en la actualidad reclama sensatez y una nueva moral, antes que el pragmatismo ciego esparcido por los traidores de principios que terminaron aplastando la ingenua confianza en el giro a la izquierda del siglo XXI.
*Sociólogo, doctor en ciencia política y relaciones internacionales, miembro de Yale World Fellows Program; catedrático de la Universidad Mayor de San Andrés, La Paz, Bolivia, franco.gamboa@gmail.com

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