La bestia de la desigualdad que políticos y expertos alimentan
Benegas y Blanco
11-14 minutes
Una de las falacias que ha cobrado fuerza durante la Gran Recesión
ha sido la peculiar y dogmática explicación de la “desigualdad”. Según
éste enfoque, el problema es que mientras el 99% de la población ha
sufrido una importante reducción de ingresos, el 1% los habría
incrementado o, cuando menos, mantenido. Pero, dado que doblegar a ese
poderoso 1% de aviesos multimillonarios, grandes rentistas y magnates
entraña mucha dificultad, las administraciones pospondrían este objetivo
para el largo plazo (es decir, ya se verá). A corto, ponen el foco
sobre las “desigualdades” dentro del 99% restante de la población.
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Así, tal y como advierten los que defienden las políticas fiscales como herramientas básicas de reequilibrio, el enemigo a batir en España sería un tipo de familia formado por una pareja con dos hijos
y unos 4.416 euros de ingresos brutos, porque esta unidad familiar
entraría dentro del 50% más rico de la sociedad. Sus ingresos serían
tres veces superiores a los de la mitad inferior de ingresos (unos 1.465
euros) y 9,1 veces superiores a los que obtiene el 10% menos
desfavorecido (485 euros).
Toda la retórica pretendidamente empírica que se ha
establecido en torno al mantra de la “desigualdad” está destinada a
ocultar los verdaderos problemas de fondo
En realidad, toda la retórica pretendidamente empírica que se ha establecido en torno al mantra de la desigualdad
está destinada a ocultar los verdaderos problemas de fondo y evitar que
el ciudadano formule preguntas incómodas. Mientras se señala a los
ricos, a los magnates, a los aviesos especuladores y, finalmente, a las
clases medias como responsables indirectos del empobrecimiento de
muchos, se oculta que uno de los principales agentes generadores de “desigualdades” son las Administraciones Públicas.
Casi la mitad del Producto Interior Bruto tiene un solo dueño
Ríanse de los grandes y maléficos magnates, de los siniestros
especuladores. Son unos enanos en comparación con el verdadero campeón
del acopio de ingresos: el Estado. Nadie en ningún país desarrollado
puede emular el poder de un puñado de políticos que deciden el destino de cientos de miles de millones de euros cada año.
Si además, por ejemplo, sumáramos las familias políticas europeas y la
riqueza que controlan, nos percataríamos de que son éstas las que
manejan unos ingresos completamente inalcanzables para el más voraz de
los magnates.
Ríanse de los grandes y maléficos magnates, de los
siniestros especuladores. Son unos enanos en comparación con el
verdadero campeón del acopio de ingresos
Así es, en el mundo desarrollado, es el Estado quien detrae casi el 50% de los ingresos de cada sociedad, es decir, más de la mitad de la renta total va a parar a manos de políticos y burócratas: la gente trabaja de media seis meses al año para el Estado.
Se supone que estos impuestos se redistribuyen equitativamente mediante
servicios y prestaciones. Pero esta es solo la teoría; en la realidad,
como dice el refrán, quien parte y reparte se queda la mejor parte.
Lo que ha puesto de relieve la Gran recesión es, en efecto, que
existe una “desigualdad” creciente, pero no sólo entre los
multimillonarios y quienes no lo son, sino entre quienes trabajan para el sector privado y quienes se encuentran, de un modo u otro, en la órbita de la Administración.
Los primeros han sufrido un fuerte reajuste, y en la mayoría de los
casos no recuperarán, ni de lejos, los niveles de renta previos a la
crisis. Por el contrario, el ámbito relacionado con el sector público
soportó una pérdida de poder adquisitivo más bien coyuntural,
de modo que, tras diez años de recesión, se han invertido las tornas.
Hoy el sector público genera unos ingresos medios sensiblemente
superiores al sector privado.
Lo que ha puesto de relieve la Gran recesión es que
existe una “desigualdad” creciente, pero no sólo entre los
multimillonarios y quienes no lo son, sino entre quienes trabajan para
el sector privado y quienes se encuentran en la órbita de la
Administración
¿Cómo es posible que un Estado que supuestamente ha de contrarrestar
la desigualdad mediante nuevas y venturosas políticas fiscales sea en
realidad uno de los principales generadores de desigualdad? Precisamente
porque la excesiva recaudación de impuestos responde a unos gastos que,
en gran medida, son innecesarios para la sociedad: sólo útiles para políticos y burócratas. Y también porque la acción política establece fuertesbarreras de entrada a la economía
que, paradójicamente, empobrecen a la gente corriente y enriquecen a
quienes disponen de más y mejores recursos para sortear esas barreras.
Unos agentes que casualmente se encuentran muy cercanos al poder
político.
La desigualdad no es un problema económico sino político
Es bien conocida la tendencia de los gobiernos hacia un abultado
déficit público y hacia la acumulación de deuda. Pero, al contrario de
lo que pregonan ciertos expertos, el problema no es que el Estado
recaude poco o mal para financiar unos gastos necesarios. En realidad,
ni la solución al déficit pasa por subir impuestos, ni por reestructurar
la política fiscal hasta dar con una solución milagrosa: el problema no es económico sino político.
La clase política, los burócratas y los expertos tienen intereses propios, que son diferentes a los de la sociedad
Por definición, la recaudación del Estado siempre será insuficiente
porque, ante un aumento de ingresos públicos, los gobernantes tienden a
reaccionar gastando todavía más. Como la Reina Roja en Alicia a través del espejo,
los recaudadores deben correr cada vez más deprisa… para mantenerse en
el mismo lugar. El motivo es simple: la clase política, los burócratas y
los expertos tienen intereses propios, diferentes a los de la sociedad. Ayúdanos
a seguir desmontando tabúes y arrojando luz sobre temas deliberadamente
ignorados. Sé nuestro pequeño mecenas voluntario.
La idea de que quienes se encuentran en la órbita de la
Administración tienden a anteponer sus intereses a los del público fue
expuesta por el economista norteamericano William Niskanen en su ya clásico Bureaucrats and politicians
(1975). En ausencia de controles externos eficaces, los burócratas
muestran una fuerte inclinación a maximizar el presupuesto del que
disponen, pero no necesariamente a mejorar la calidad de los servicios
prestados.
Quienes dirigen los organismos públicos se interesarían por su propio
bienestar, que incluye el sueldo, otras gratificaciones y
prerrogativas, el tamaño y la calidad de sus instalaciones, el número de
subordinados…; en definitiva, el poder del que gozan y exhiben. Y todo
esto solo puede crecer si aumenta el presupuesto público. Los burócratas manifiestan una clara preferencia a gastar en todas aquellas partidas que expandan el tamaño de la administración:
creación de observatorios, de organismos que supuestamente controlen a
otros organismos, de servicios para realizar infinidad de informes que,
claro está, recomendarán gastar más y crear más y más burocracia.
Los políticos también se alimentan del gasto público creciente pues
permite multiplicar órganos administrativos que, aunque tengan una
utilidad dudosa, sirven para colocar a los militantes del partido,
amigos y familiares. También permite expandir sus redes clientelares y
subsidiar a multitud de activistas en favor de causas diversas… que
pueden proporcionar votos. Al final, el beneficiado de las milagrosas políticas de gasto no es el ciudadano común,
mucho menos el más necesitado, sino los políticos, los burócratas, los
activistas y todos aquellos que revolotean alrededor del Estado.
El término “elusión fiscal” sirve para establecer un
nuevo tipo de delito: el delito moral. Así, desde el poder, y aun sin
justificación legal, el contribuyente díscolo puede ser perseguido
Esta dinámica conduce también a una marcada asimetría en la evolución
de impuestos y gasto público. Ambos tienden a aumentar con facilidad,
pero muestran una enorme resistencia a la disminución: es lo que Alan Peacock y Jack Wiseman denominaron el efecto trinquete.
En épocas de recaudación muy elevada, se expanden alegremente las
estructuras administrativas, se convierten los ingresos excepcionales en
gastos permanentes, se añade más personal, nuevas estructuras que… muy
difícilmente desaparecen cuando llega la crisis. De esta forma los Presupuestos del Estado siempre crecen a largo plazo, para satisfacción de gobernantes, burócratas, expertos y activistas.
Para lapidar cualquier resistencia legal a la proliferación de
políticas fiscales cada vez más expeditivas, expertos y activistas
crearon el concepto de elusión fiscal, un
término vejatorio que sirve para estigmatizar a cualquiera que se
resista a pagar más de lo debido. En realidad, la elusión fiscal no es
más que acogerse a la leyes para reducir en lo posible la carga
impositiva. Sin embargo, este oscuro término tiene una función clara:
establecer, al margen de la ley, un nuevo tipo de crimen: el delito moral. Así, aun sin argumento legal alguno, el contribuyente díscolo puede ser perseguido y vilipendiado.
Queridos expertos, el empobrecimiento tiene un nombre: hiperregulación
Pero los impuestos y la creación de burocracia excesiva e inútil no
es la única vía por la que el Estado crea desigualdad: también lo hace
estableciendo leyes, normas y regulaciones cada vez más numerosas y
complejas. Esta línea de actuación tiene como objetivo restringir la competencia
de manera que sólo unas pocas empresas puedan operar, cobrar precios
más elevados y obtener suculentos beneficios que, de un modo u otro,
compartirán con quienes legislan y controlan la administración.
Políticos y expertos tienen la pésima costumbre de proponer una ley, norma o regulación adicional para resolver cada problema, engordando así una una floreciente industria dedicada a identificar problemas
que nadie antes había percibido. Pero, a la postre, las leyes que
promulgan benefician sólo a unos pocos: a quienes obtienen el privilegio
de ver reducida la competencia en su sector.
La mejor forma de desenmascarar al experto travestido de
Robin Hood es preguntarle de dónde obtiene o espera obtener sus ingresos
El coste de la hiperregulación acaba recayendo sobre los consumidores
en forma de sobreprecio, pero también sobre muchos pequeños empresarios
que se ven obligados a cerrar su negocio. Esta cadena de sucesos
desemboca en desempleo, en un endeble tejido económico, en la abundancia de contratos precarios
y, en consecuencia, en “desigualdad” y pobreza inducidas. Más trabas,
más barreras, más cargas impiden a los ciudadanos encontrar un empleo o
ganarse la vida dignamente.
Dejen ya la cantinela, dejen de insistir en las prodigiosas bondades
de las nuevas políticas fiscales. Avanzar hacia la verdadera Igualdad,
con mayúsculas, exige antes de nada eliminar barreras, abrir oportunidades para todo el mundo. Garantizar unas normas sencillas, estables, comprensibles e iguales para todos.
Pocas leyes pero claras y justas. Y contener un gasto público desmedido
dirigido a crear más burocracia para favorecer a determinados grupos.
En definitiva, es urgente denunciar el abuso, detener cuanto antes
esa enorme bestia generadora de desigualdad y pobreza que han liberado
los políticos y que alimentan a todas horas ciertos expertos. Conviene
desconfiar de aquellos que ensalzan las políticas fiscales como una vía
para mejorar el bienestar general pues, cuando alcanzan el poder, suelen
acabar promoviendo los intereses de su propio grupo.
Y la mejor forma de desenmascarar a esos expertos travestidos de Robin Hood que
proponen combatir la desigualdad mediante políticas fiscales, es
preguntarles de dónde obtienen o esperan obtener sus ingresos. Porque
raro será el que aspire a ganarse el pan más allá de la órbita de la
Administración… o de la política.
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