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kaosenlared.netEl mundo es un negocio
El neoliberalismo es un imaginario moral y metafísico según el
cual las relaciones de propiedad capitalistas proporcionan un patrón
universal de interpretación Network, un mundo implacable, la despiadada
película satírica sobre el mundo de la televisión, que se estrenó en
1976, es especialmente recordada por el personaje de Howard Beale, el
desquiciado presentador de noticias protagonizado […]
El neoliberalismo es un imaginario moral y metafísico según el cual las relaciones de propiedad capitalistas proporcionan un patrón universal de interpretación
Network, un mundo implacable, la despiadada película satírica sobre el mundo de la televisión, que se estrenó en 1976, es especialmente recordada por el personaje de Howard Beale, el desquiciado presentador de noticias protagonizado por Peter Finch, que instaba a la audiencia a asomarse a la ventana y gritar “¡Estoy más que harto y pienso seguir soportándolo!”. Beale canalizaba así la frustración y el enfado de la gente y se convertía en “el profeta loco de las ondas” y en el personaje televisivo número uno. Sin embargo, en una de sus diatribas saca a la luz un turbio negocio emprendido por la dirección de la cadena, y Arthur Jensen (Ned Beatty), alto ejecutivo de la misma, decide meter en vereda a Beale y recordarle cómo funciona el mundo actual. Jensen manda llamar al profeta a la sala de juntas de la empresa –“Valhalla” como la llama– y suelta fuego y azufre en la escena más amenazante y lúcida de la película. Mientras brama contra Beale las acusaciones de “de entrometerse en las fuerzas primarias de la naturaleza”, pone de manifiesto los principios fundacionales de una cosmología profundamente capitalista:
La existencia de un único sistema de sistemas holístico. Un único sistema… entrelazado, en constante interacción, multivariado y multinacional dominado por el dólar… Un sistema monetario internacional capaz de condicionar toda vida en este planeta. Este es el actual orden natural de las cosas. La estructura atómica –y subatómica– y galáctica de las cosas hoy en día… No existe América como tal, ni la democracia. Sólo IBM e IT &T y AT&T y Dupont, Dow, Union Carbide y Exxon. Estas son las naciones de hoy… en un mundo de corporaciones colegiadas, supeditadas inexorablemente a las leyes inmutables del mundo de los negocios. El mundo es un negocio, Mr Beale. Así ha sido desde que el hombre salió arrastrándose del fango.
“He visto el rostro de Dios”, murmura el alborotador anonadado. “Puede que tenga razón, Mr Beale”, responde Jensen. Si bien, en este relato escatológico, estructurado en torno a la hermenéutica del dinero, el capitalismo ha suplantado a Dios, y es el Alfa y Omega de la historia de la humanidad.
La gran cadena del mercado
Aquella diatriba de Jensen, cuyo estreno coincide con el advenimiento de la era dorada inaugurada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, es una sinopsis descarada de la ontología del dinero propia del neoliberalismo. No creo que sea necesario convencer al público lector de Baffler del carácter pernicioso de la economía política del neoliberalismo, esa última innovación del engranaje capitalista productor de injusticia, humillación y violencia. Ahora bien, el neoliberalismo es algo más que la liberalización del comercio, la privatización de los servicios públicos, o la implantación del modelo de la empresa corporativa en lo poco que queda del sector público (“gobernar como se administra una empresa”), con un mercado exento del control democrático. El neoliberalismo es un imaginario moral y metafísico según el cual las relaciones de propiedad capitalistas proporcionan un patrón universal para interpretar el mundo.
“No hay alternativa” como declaró Thatcher en su día, porque verdaderamente no la hay; hay un único sistema de sistemas holístico, el capitalismo que todo lo impregna. “Con el neoliberalismo”, afirma Wendy Brown en El pueblo sin atributos (2016), “el mercado se convierte en… la única y verdadera forma que adopta toda actividad”. Si antes era el foro en el que tenía lugar la producción y el intercambio de mercancías –una prueba nociva e ineludible de nuestra servidumbre al reino de las necesidades materiales– el Mercado adopta un carácter platónico bajo la tutela de los ideólogos neoliberales, y se convierte en una ontología, una hermenéutica, y la ética que guía a la guardia pretoriana de filósofos-capitalistas.
Philip Mirowski alcanza a captar las ambiciones supramundanas de la ideología neoliberal en su libro Nunca dejes que una crisis te gane la partida (2014). Según el autor, los neoliberales erradican todo atisbo resistente e irritante para ellos de distinción entre el Estado, la sociedad y el mercado, y reconfiguran tanto la personalidad del individuo como el cosmos de acuerdo a la lógica de la razón mercenaria. El humanismo neoliberal concibe un “yo emprendedor”, según explica Mirowski, un catálogo de talentos y cualidades vendibles: “un producto a la venta, un anuncio andante… un batiburrillo de activos para invertir… un inventario de deudas que recortar, externalizar, vender en corto, cubrir y minimizar”. De acuerdo a este “catecismo de metamorfosis continua”, el humano neoliberal debe renunciar “a su “arrogancia egoísta” –es decir, a su resistencia a las leyes inmutables de los negocios– para postrarse humildemente… ante la sabiduría del universo”, inscrita en las vicisitudes del mercado. De acuerdo al imaginario neoliberal, las leyes del movimiento del capitalismo comparten un mysterium tremendum superior, y la libertad es servir al régimen de venalidad que ordena y santifica el Logos.
Si bien no es más que un recurso metafórico para Mirowski, lo cierto es que su referencia al “catecismo” alude al carácter religioso del neoliberalismo. Dios ha tenido varios aspirantes a su trono desde que (presuntamente) fuera derrotado en el siglo XIX. Entre los posibles sustitutos de la Verdad y la Bondad universales que él mismo estipulara antes de la Ilustración, estarían la Ciencia, la Nación, el Socialismo, el Fascismo y –como apunta Terry Eagleton– la Cultura. Si bien para muchos los rasgos de nuestra era secular son la ironía, el desencanto y la desconfianza en la “metanarrativa”, el neoliberalismo es un relato sobre la naturaleza de la realidad, y una interpretación beatífica de la ciudad celestial del capital corporativo, a pesar del barniz profano y tecnocrático de la econometría y los tejemanejes de las políticas públicas. Como diría Eagleton, los neoliberales reemplazan la cultura por el mercado, el sustituto de la divinidad tradicional de la Modernidad. Si las religiones abrahámicas veían al hombre y a la mujer a imagen y semejanza de Dios, el neoliberalismo crea el yo emprendedor a imagen y semejanza del Mercado. El Mercado impregna la Gran cadena del Ser; es la esencia de la divinidad neoliberal. El Mercado no se limita a distribuir bienes y recursos, sino que es la arquitectura ontológica del universo, una quintaesencia infalible y pansófica, cuya sabiduría supera a la de cualquier pobre humano falible. El mundo es un negocio, Mr Beale; el dinero es el maná y el élan vital, y el Mercado es la estructura atómica –y subatómica– y galáctica de las cosas. Es la suplantación más reciente de Dios.
Obviamente, la santidad del capitalismo no es una idea novedosa en el contexto de la historia norteamericana. Desde los puritanos a los mormones o los evangelistas contemporáneos, el cristianismo protestante ha proclamado desde tiempo atrás la buena nueva de que las relaciones de propiedad mercenarias fueron creación del Todopoderoso, y que el éxito de la competitividad empresarial es la guinda de la bendición providencial. Pero también se ha producido un giro secular, cuyo primer representante fue Ralph Waldo Emerson, que con sus alabanzas astrales al mercado entonadas antes de la guerra civil americana, durante el momento crítico de la llamada “Revolución del Mercado”, que dio rienda suelta a la industria norteamericana, prefiguraron en buena medida la ideología neoliberal.
Si Cristo advirtió a sus seguidores que Dios y Mammón eran antagónicos e irreconciliables, Emerson proclamó que el espíritu que animaba al mundo natural era el valor de cambio: “Nada existe por capricho en la Naturaleza, todo se vende”. Una década más tarde, en La riqueza, una de sus disertaciones más famosas, reimpresa numerosas veces, Emerson señalaba al comercio como vehículo sacramental de las energías cósmicas. Emanando de Dios, “las leyes de la naturaleza se descubren en el comercio, de la misma manera que la pila de un juguete descubre los efectos de la electricidad”. Y, dado que el comercio, el dinero y la industria eran portadores de un significado moral, ontológico y teológico, Emerson elevaba a canon bíblico la literatura en auge sobre la economía burguesa. “La economía política es un libro tan adecuado para aprender sobre la vida del hombre… como cualquier otra Biblia”. La economía política, como advertía en The Young American (1844), era una versión escalofriantemente maltusiana del capitalismo. Al contemplar cómo crecía a su alrededor “la economía trituradora” –que “machaca y constriñe” a sus “pobres individuos–, al autor se maravillaba de la “cruel bondad de servir al conjunto incluso en detrimento de cada miembro”. “Nuestra condición es comparable a la de los pobres lobos”, reflexionaba. “Con que alguno cojee un poco… el resto de la manada se lo devorara sin piedad”. La despiadada lucidez del sabio de Concord presagiaba el humanismo lobuno de Wall Street.
Un nuevo cielo, una nueva tierra
El movimiento neoliberal, asentado en los departamentos de Ciencia Política y de Economía de la Universidad de Chicago y en la infame Mont Pelerin Society, que emergió a mediados del siglo XX, era el heredero legítimo del trascendentalismo mercantilista de Emerson. A pesar de que tanto Ludwig von Mises como Friedrich Hayek, y otros padres fundadores, eran ateos o agnósticos, atribuían al mercado capitalista una autoridad ontológica ilimitada. En la cosmología neoliberal que esbozaron en sus obras –y que Ayn Rand adaptó a su obra de ficción y filosófica– el mercado impregna el cosmos; el dinero es el referente de la rectitud; la pericia financiera, tecnológica o profesional es la representación empírica de la bienaventuranza; y el empresario agresivo, sin remordimiento alguno, es el ideal de una existencia superior.
Mises y Hayek compartían su hostilidad hacia las restricciones que imponía la religión tradicional a la par que veneraban al Mercado. Mises escribió –desde la poltrona de su puesto académico no remunerado en NYU (pero financiado por el William Volker Fund)–, dos de los textos fundacionales del neoliberalismo: Socialismo (1922; 2009) y La acción humana (1949; 2015). En su obra Socialismo, Mises pretendía desacreditar no solo al movimiento político epónimo, sino a toda forma de oposición al modelo económico y a la moral capitalistas, incluyendo incluso al cristianismo. Mises defendía que, puesto que Jesús y sus discípulos mostraron “su resentimiento hacia los ricos […] el cristianismo no puede vivir codo con codo con el capitalismo”. Hayek, agnóstico que valoraba la religión únicamente por la sombra de santidad que arrojaba sobre la propiedad privada y el modelo de familia patriarcal, sostenía en su tercer tomo de Derecho, legislación y libertad (1979; 2014) –una especie de Summa Theologica del neoliberalismo– que “la moral que predicaban los profetas y filósofos” había inhibido la expansión del capitalismo. La civilización moderna pudo emerger, proseguía, sólo gracias a que “se ignoró a aquellos moralistas indignados”.
No obstante, el enfoque de la economía política de ambos autores confería al dinero y al mercado un estatus ontológico tan robusto y fundamental como la escolástica a la figura de Dios en el medioevo. Mises replanteaba con dureza en su adusta colección de ensayos recogidos en La mentalidad anticapitalista (1956; 2011), el principio de escasez, la premisa ontológica que se cuela en todos los cursos de introducción a la economía: “la naturaleza no es dadivosa, es tacaña”. A lo largo de su obra, Mises argumentaba que la cicatería de la naturaleza imponía la necesidad de economizar y requería evaluar la economía desde los criterios competitivos y monetarios, punto de vista que resonaba ligeramente al concepto de “compensación” de Emerson. En breves palabras, secundaba la opinión de Emerson sobre el carácter intrínsecamente capitalista de la naturaleza. El dinero tuvo un papel indispensable, escribiría en 1920, “a la hora de determinar el valor de las mercancías de fabricación”. Además, dado que “es imposible hablar de producción racional” sin hablar de dinero –“racional” aquí referido a rentabilidad– el modo de producción socialista “jamás podrá regirse por consideraciones económicas”. Una sociedad socialista, guiada por la asignación de recursos y de trabajo de acuerdo a criterios distintos a los del valor, no podría ser racional, según Mises. La racionalidad del cálculo monetario aplicaba a las personas el mismo criterio que a las mercancías: “el hombre trata el trabajo de los demás como a cualquier otro factor de producción o material escaso”, como un recurso “que se compra y se vende en el mercado”. Toda su argumentación giraba en torno a la capacidad de la alquimia del dinero para transfigurar la razón: si el dinero regula tanto el valor como la racionalidad de la producción, entonces tanto la moral como la razón tienen un carácter crematístico. El dinero determina la totalidad de la vida en este planeta.
El furor por el orden espontáneo
Mises era muy consciente de la revolución moral que conllevaba este enfoque: el crecimiento económico y la acumulación del capital alcanzaban el estatus de bienes trascendentales, por encima de cualquier consideración ética. Para este iracundo erudito del Mercado, la medida de la productividad marginal era el único barómetro de la dignidad y la justicia. “Ningún principio religioso o ético puede justificar unas políticas cuyo objetivo sean la sustitución de un sistema social en el cual el output por unidad de input sea menor, por un sistema en que sea mayor”. Los cimientos de semejante defensa incondicional de la hegemonía moral y epistémica de las economías clásica y austríaca se sentaban en La acción humana, su obra maestra, a juicio de sus acólitos. Dicho leviatán era todo un tratado sobre “praxeología” –la conducta humana es intencional, no es reflexiva ni está determinada por elementos inconscientes–; en esta obra, Mises afirmaba que la economía es la “filosofía de la vida y de la acción humanas” y “el núcleo de la civilización y de la existencia del hombre”. Mises coronaba a la economía como la reina de todas las ciencias ya que representaba el fundamento de “todos los logros morales, intelectuales, técnicos y terapéuticos de los últimos [y escasos] siglos”.
Hayek, el menos beligerante de los dos padrinos del neoliberalismo, era además el más diligente en términos filosóficos. Venerado por su libro Camino de la servidumbre (1944; 2011), una obra abiertamente polémica, fue más minucioso en otras obras como Los fundamentos de la libertad (1960; 2008), Estudios de filosofía, política y economía (1967; 2012), y su trilogía Derecho, legislación y libertad. En gran parte, los elogios prodigados hacia su figura provenían de su desprecio hacia lo que él consideraba una presunción epistemológica de la izquierda liberal y socialista derivada de su soberbia por pretender la planificación y la regulación de la economía mediante la intervención política razonada. Para sus muchos admiradores, su genialidad y sabiduría radicaban en su insistencia en las virtudes de la humildad y la ignorancia, que permitían que surgiera un “orden espontáneo”, sin la intervención magistral de gobiernos ineptos.
Sin embargo, el propio Hayek reconocía que dicho “orden espontáneo” era una creación del capital y del Estado, cuya invención debería permanecer oculta a ojos del conjunto de la sociedad. Su ontología neoliberal del “orden espontáneo”, una obra maestra que pasará a los anales de la sofistería, ha sido la última mentira piadosa en la ristra de falacias encubiertas que se remontan hasta el origen platónico de la filosofía occidental (Leo Strauss, el defensor acérrimo y reaccionario de Platón, era uno de los compañeros de Hayek en Chicago).
¿Cómo funcionaba exactamente este subterfugio? El pensamiento de Hayek, como el resto de los sistemas neoplatónicos que recurren a la racionalización del engaño, definía profusamente la distinción entre La Verdad, con mayúsculas, y el pequeño mundo de las apariencias. Hayek propuso el reino de cosmos –el orden imparcial y espontáneo– y el reino que él mismo bautizó con el nombre de taxis: el de la maestría del artificio premeditado. Bajo este planteamiento, cosmos representa “la más alta sabiduría supraindividual” –la Sabiduría del Universo, por así decirlo– cuya sagacidad supera a la de cualquier individuo o grupo, por muy inteligentes y formados que estos estén. Ciertamente, Hayek desestimaba toda apelación a la comprensión racional de cosmos; “por lo general, no sabemos quién lo haría mejor”, por lo que deberíamos dejar las decisiones en manos de “un proceso que no acertamos a controlar”.
La mente del mercado
El significado de la indeterminación ontológica que se le planteaba aquí a la economía es muy evidente: la planificación es imposible porque se basa en la creencia falaz y arrogante de que “la razón es capaz de manipular directamente todos los detalles de una sociedad compleja”. Contra la impudicia de los defensores de la planificación y de los burócratas, Hayek proponía la feliz ignorancia de los competidores en el mercado, que actuaban desde la modestia de “lo poco que necesitan saber quienes participan para tomar la decisión acertada”. Lo que Hayek alababa en Camino de la servidumbre, “las fuerzas impersonales y aparentemente irracionales del mercado”, se convirtió en un decálogo ontológico, en el maná profano del progreso histórico. “Lo que ha permitido en el pasado el crecimiento de la civilización ha sido el sometimiento de los hombres a las fuerzas impersonales del mercado”. El capitalismo constituye la más alta manifestación del Logos que recorre el universo.
Esa elevación por parte de Hayek de la indeterminación fundamental del mercado desregulado hasta convertirla en un principio ontológico central, es clave para entender no sólo su elogio perverso de la ignorancia como virtud, sino su aversión mal disimulada hacia los gobiernos democráticos. Condenaba todo intento de los gobiernos por difundir el conocimiento acerca de las condiciones del mercado “como irracionalismo incompleto y por lo tanto erróneo”. Se oponía a los límites democráticos sobre los mecanismos del mercado, no sólo porque despreciaba la capacidad intelectual de los ciudadanos de a pie, sino porque en su opinión equivalía a un acto fútil de insolencia contra el orden sacrosanto de las cosas –entrometerse en las fuerzas primarias de la naturaleza. “No hay suficientes razones para creer que, si en algún momento la altura de conocimiento que poseen algunos estuviera al alcance de todos, se produciría una sociedad mejor”. Hayek optaba por desacreditar cualquier esfuerzo por alentar el control popular sobre el poder del capital, y a menudo se alababa la supuesta sensatez de su apuesta por las limitaciones de la razón humana. “La altura de conocimiento que poseen algunos” era nefanda si se aplicaba a la regulación del ámbito empresarial y del desarrollo tecnológico, en interés de una sociedad democrática. “Es cuanto menos posible, en principio, que un gobierno democrático tenga una deriva totalitaria y que un gobierno autoritario se base en principios liberales” –léase aquí autoritario como cualquier intento antinatural de modificar o dirigir la espontaneidad cósmica del mercado.
Los señores del mal gobierno
Así, el control democrático del mercado representa un intento por sustituir taxis por cosmos –un escandaloso sacrilegio ontológico, una interferencia en las fuerzas primarias de la naturaleza.
Sin embargo, cosmos acabó siendo también una invención, toda vez que Hayek dejó claro que detrás de la magia de la contingencia del mercado, se escondían el capital y el Estado. Como él mismo admitió, “el orden que aún deberíamos definir como espontáneo” de hecho se basaba en “normas que son por completo resultado de un diseño deliberado”. Cosmos no era más que taxis ocluido por toda la palabrería filosófica sobre la “espontaneidad”. La humilde sumisión del Logos al mercado no era de hecho un reconocimiento a la Sabiduría del Universo; era “un método de control social”, Hayek admitía en Camino de la servidumbre –una forma de reconciliarnos con un orden social capitalista que debería considerarse superior desde nuestra ignorancia de sus resultados concretos”. (En referencia al filósofo medieval islámico, Ibn Rush, Mirowski caracteriza todo esto de “doctrina de doble efecto”: una para los dirigentes y la intelligentsia, y otra para la plebe ingenua.) Es más, miren a su alrededor, nos decía Hayek: todos hemos concedido al mercado nuestro consentimiento para que gobierne porque, insistía con zalamería, “toda vez que aceptamos las normas del juego y nos beneficiamos de sus resultados, constituye una obligación moral respetar los resultados incluso si estos nos acaban perjudicando”. Es decir, la libertad es subordinarse si no a un mayor y mejor conocimiento, sí a las maquinaciones de la élite en el poder.
Hayek se dio cuenta de que el carácter autoritario de las fuerzas del mercado se disimulaba mejor disfrazándolo de tradición y religión. “La sumisión a las normas y convenciones inexplicadas, cuya relevancia e importancia no acertamos a entender en toda su magnitud” –normas y convenciones diseñadas bastante deliberadamente por el propio Hayek– “y la indispensable veneración a la tradición para el funcionamiento de una sociedad libre”. (Este fervor funcionalista por la sabiduría tradicional como mecanismo de control social atravesaba profundamente todo el pensamiento de Hayek; incluso antes de que emigrara a Inglaterra, adelantándose a la invasión nazi de Austria, ya era un Tory anglófilo del sector duro, e incluso quiso originariamente llamar al grupo Mont Pelerin, la Acton Tocqueville Society.)
Al reconocer abiertamente que las normas de la empresa competitiva persisten en el tiempo porque “los grupos que las pusieron en práctica lo hicieron mejor y desplazaron a los demás”, ahondaba aún más en la idea de que los ganadores visten su victoria con los ropajes que dicta “la tradición y la costumbre”. (No hay alternativa porque nunca la ha habido; así ha sido desde que el hombre salió arrastrándose del fango.) Si la tradición no acertaba a provocar una sumisión incontestable a la sabiduría del Mercado, siempre estaba la opción de que Dios –cercenada adecuadamente Su desaprobación de la codicia– resurgiera de las profundidades del mausoleo de la historia. Hayek, contrario a la religión si esta se convertía en un obstáculo para la acumulación del capital, reconocía su utilidad a la hora de consagrar la moral burguesa. “Las únicas religiones que han sobrevivido” comentaba poco antes de morir, “son aquellas que apoyan la propiedad y la familia”. Y por si no bastara con la tradición y con Dios, el fascismo siempre era un recurso fiable, aunque más burdo. Ya en la década de los años veinte del siglo pasado, Mises alabó a Benito Mussolini por construir una dictadura favorable a la iniciativa privada, librándose de la oposición socialista; años más tarde, el general Augusto Pinochet reclutó a Hayek, Friedman y otros miembros de la Escuela de Chicago, para montar el laboratorio neoliberal en Chile. (Del mismo modo, los ejecutivos de la cadena se cargaron a Howard Beale en plena emisión, al desplomarse sus índices de audiencia).
La fe de los hacedores
Hayek y Mises, respetuosos como eran con la moral protestante y el decoro teológico, evitaron atacar abiertamente al cristianismo. Su cosmología del mercado, destinada a los intelectuales conservadores, fue asimilada selectiva y juiciosamente por la intelligentsia de derechas. (Como ha sugerido Corey Robin, la mentalidad reaccionaria rara vez demuestra un compromiso inquebrantable con la ortodoxia si están en juego el poder y el dinero.) Lo que escandalizaba a los conservadores como William F. Buckley Jr. del enfoque de Ayn Rand no era tanto que renegara de la religión, sino que se saltara ostentosamente las normas de la cortesía teológica, un elemento esencial del credo conservador anticomunista de posguerra.
El ateísmo abiertamente beligerante de Rand es fundamental a la hora de entender sus novelas y tratados filosóficos, que comprenden un enfoque del mundo espantosamente coherente, basado en la ontología monetaria. Menospreciaba al cristianismo, al que consideraba “la mejor guardería del comunismo”, y con ello denigraba la caridad tildándola de vicio y pérfida afronta para quienes eran productivos y meritorios, y que, como Atlas, cargaban con las masas indistinguibles sobre sus espaldas. Afirmaba que “la mayor perversión de la caridad” residía en su desprecio por el éxito como criterio para juzgar la valía humana. Al ignorar la “verdadera valía” de la gente –valor que determina únicamente el mercado– los caritativos tiran margaritas a los cerdos mediocres, otorgándoles “beneficios morales o espirituales, como el amor, el respeto y la consideración que han de ganarse los mejores hombres”.
Sin embargo, Rand en realidad estaba creando una nueva religión. Era una auténtica “diosa del mercado”, como la apodaba Jennifer Burns, y tanto ella como su querido catequismo del mercado –bajo la típica etiqueta tan épica como impúdica del objetivismo– han engendrado un cruel canon exegético de amplio espectro. Las descripciones del objetivismo como “religión” o “culto” se originaron casi a la par que el movimiento, y la disputa interpretativa entre las dos organizaciones objetivistas –el Ayn Rand Institute y el Institute for Objectivist Studies– es tan enconada como cualquier otra disputa confesional entre los profetas convictos del apocalipsis protestante. Contenían todos los elementos esenciales para cualquier culto: un fundador venerado; experiencias cuasi ritualizadas de conversión (muchos ex objetivistas hablan de sus momentos de “epifanía”); textos sagrados (pasajes a menudo memorizados y citados de un modo parecido a las “pruebas textuales” de la Biblia de los evangelistas); y las riñas intestinas personales y entre facciones (la más cruenta se produjo entre Rand y Nathaniel Branden, su anterior segundo de abordo y amante). El objetivismo comparte sin dudas importantes elementos estructurales con otras fes, basadas en un fuerte personalismo, improvisadas en la posguerra, tales como la cienciología (Jeff Walker, autor del instructivo a la par que torpe libro, The Ayn Rand Cult, compara a Rand con Mary Baker Eddy, L. Ron Hubbard y Werner Erhard).
Incluso si dejamos a un lado la beligerante credulidad de los seguidores de Rand (de la que doy buena fe a partir de mis propios altercados infructuosos con miembros de mi propia familia extensa), Rand presenta los credos fundacionales del objetivismo, como si de los fundamentos de un sucedáneo de religión se tratara, y son a la vez precursores de la confesión neoliberal, y ramificaciones de la misma. Se pueden citar ejemplos con pelos y señales en la propia obra de Rand, tanto la publicada como la no publicada. “Una nueva fe es necesaria”, planteaba Rand, “una serie positiva, definitiva, de nuevos valores y una nueva interpretación de la vida”. “Le daremos a la gente una fe”, le confesó a una amiga en una ocasión, “un sistema de creencias positivo, claro y consistente”. El “objetivismo” era esa forma de fe –“era el trabajo preliminar espiritual, ético y filosófico para creer en el sistema de la libre empresa”. Cuando John Galt trazó el símbolo del dólar en los cielos, como explicaba en la conclusión de su obra La rebelión de Atlas (1957; 2009), representaba la culminación inexorable y burda de la teología encubierta del dineroteísmo.
El canto a mí mismo
La divinización del dinero a la que recurría Rand surgió en su segunda, y a menudo olvidada, novela Himno, escrita en 1937 y publicada en Estados Unidos en 1946 por Leonard Read, un hombre de negocios evangelista de Los Ángeles, y director de la Foundation for Economic Education de derechas, uno de los centros más destacados de la ideología libertaria en la etapa de posguerra. (Una vez más, vemos como tanto en los albores de la confrontación de la guerra fría, como en la etapa decadente del culto a Trump, la defensa del capitalismo supera las diferencias religiosas, de otro modo insuperables.) Himno se sitúa en un futuro postcapitalista deprimente, de colectivización de enjambre, donde los ciudadanos recurren al “nosotros” para hablar de sí mismos como individuos, y narra la liberación de “Equality 7-2521”, que descubre la palabra tabú “yo” en una caja fuerte con libros de “los tiempos innombrables”. Equality adopta el nombre de “Prometeo”, y su amante, “Liberty 3000” el de “Gea”, la madre tierra de los antiguos griegos. Prometeo y Gea se divinizan: “Este dios, esta única palabra: ‘Yo’”, Pometeo se regocija al decirlo mientras nombra a Gea “la madre de un nuevo tipo de dioses”. A través del personaje de Prometeo, Rand explica la teología intrépida, lunática incluso, de un individualismo sin límites: “No requiero ninguna garantía para ser, ni ninguna palabra de aprobación sobre mi ser. Yo soy la garantía y la aprobación… Este milagro de mí mismo es y ha de ser mío, para guardarlo y respetarlo… ¡ante el que yo mismo me arrodillo!” Prometeo se reconoce a sí mismo como único dios, dueño y devoto de su propia divinidad.
Posteriormente, Rand transfigura en sus novelas y en su pensamiento filosófico esta divinización desvergonzada del ser en una moral pecuniaria y una sensibilidad ontológica. Su dramatis personae paradigmática –Howard Roark de El manantial (1943; 2005) y Galt y el magnate del cobre, Franciso d´Anconia en La rebelión de Atlas– pasean por sus páginas como Ubermenschen capitalistas, que se vanaglorian de su maestría profesional, que se duplican como si de prodigios de la excelencia existencial se trataran. Dominique Francon, a la que viola Roark y que posteriormente se convertiría en su mujer, describe a su marido-violador como “el rostro de dios” –que recuerda al temor reverencial de aquel crítico de la arquitectura que le veía como “un hombre religioso… puedo verlo en sus edificios”. La fe de Roark se basa en él mismo como “creador” y “motor” que, como si de una deidad se tratara, es “auto suficiente, auto motivado, auto generado.” Como Roark, Galt habita en un lugar bañado por los rayos y asediado por la manada: “La quebrada de Galt”, el santuario resistente de la libre empresa en el mundo colectivista de La rebelión de Atlas; la “utopía de la codicia”, se jacta Galt, “un paraíso que puede ser todo tuyo”.
Así, para Rand el cielo es un mercado competitivo, y la divinidad resulta ser una de las funciones de la productividad, evaluada y sacramentalizada por medio del dinero. Rand –como Mises, Hayek y el principio de cosmos–, convirtió el fetichismo de la mercancía en norma catequística inflexible. “Existimos para obtener recompensas”, como asevera Galt en una de sus diatribas monótonas e interminables; y, como afirma D´Anconia, “el dinero es el barómetro de la virtud de una sociedad”.
El amor de Rand por el dinero –fetichizado en el broche de diamante con forma de dólar que a menudo lucía– como fuente de todo bien, constituía una inversión deliberada de la moralidad tradicional, una Regla de Oro para la modernidad capitalista. El comercio, explicaba en La virtud del egoísmo (1964; 2010), es “el único principio ético racional que se aplica a todas las relaciones humanas, personales y sociales, privadas y públicas, espirituales y materiales”. El yo empresarial randiano “no pretende ser amado por sus debilidades ni defectos, sino tan sólo por sus virtudes”; mantiene una estricta contabilidad ética, “gana lo que gana y no toma ni da nada que no se merezca”. Hasta el amor romántico se guía por la equivalencia abstracta de la razón monetaria, constituyendo, en opinión de Rand, un “pago espiritual” prestado por “el placer personal, egoísta, que obtiene un hombre de las virtudes del carácter del otro”. Rand auguró este principio en Himno, cuando Prometeo se otorga el cetro de una divinidad tacaña y afirma –o más bien alerta– que los demás deberán “ganarse mi amor” a partir de ahora.
Maniqueos de la relación monetaria
Provisto de un mayor peso intelectual gracias a la economía filosófica de Mises y Hayek, este sería “El mensaje” –como decía con sorna Whittaker Chambers en su tristemente célebre destripamiento de La rebelión de Atlas en National Review–, la revelación final que desgarra el mundo en dos, entre “los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad” –o, como Rand concebía tal distancia abismal, “los que hacen”, “los que fabrican” y los “que crean” , contra “los gorrones”, “los saqueadores” y “las almas de segunda mano”; la apoteosis personificada del humanismo de mercado contra una chusma de bobos existenciales. Chambers, si bien sigue siendo el diablo en la demonología de izquierdas gracias al papel que jugó en garantizar el encarcelamiento por espionaje de Alger Hiss, captó el carácter esencialmente religioso de la obra magna de Rand, augurio cáustico y de gran popularidad de la ontología monetaria del neoliberalismo. Esta era la fábula de la “economía trituradora” de Emerson personificada en los ciudadanos avariciosos de la quebrada de Galt. La racionalidad mercenaria de Mises, defendida en la monetización del amor; el concepto de cosmos de Hayek, representado en los avatares capitalistas prometeicos y su heroísmo de mercado.
Para Chambers, las blasfemias de Rand eran resultado de su inmadurez y les auguraba un poder de influencia pasajero –“como de fórmulas magistrales”, se burlaba, un “brebaje” que “probablemente no tuviera unos efectos nocivos duraderos”. Pero Chambers no fue capaz de imaginar hasta qué punto y con qué rapidez se extendería el cáncer del atractivo de Rand, ni hasta qué punto llegaría la dominación del Mercado a recorrer la moral y el imaginario ontológico de las élites financieras, tecnológicas y políticas de Estados Unidos. Sesenta años más tarde, los libros de Rand siguen aportando montañas de dinero a sus editores, mientras el portavoz Paul Ryan –un católico devoto de La rebelión de Atlas– ha podido ver hecha realidad su fantasía de fiestón desenfrenado tras la destrucción del New Deal y la reconfiguración del país en un diorama continental del Elysium libertario de Galt.
Ryan no debería acarrear con toda la culpa de este desastre; todos los presidentes de EE.UU. desde Reagan han agachado la cabeza y hecho la debida genuflexión ante “la magia del mercado”, en palabras de Gipper, y los dos partidos políticos mayoritarios rivalizan por la posición de sínodos de la interpretación de la Iglesia del neoliberalismo, implantada por casi todo el mundo. Hoy en día, los discípulos más radicales de la divinidad neoliberal residen en Silicon Valley, la quebrada desde la que los “innovadores” y los “disruptores” –encarnados por Peter Thiel, el plutócrata vampírico y cofundador de Pay Pal, entusiasta del objetivismo y recientemente galardonado con el premio vitalicio al logro por el Hayek Institute–, se beatifican a sí mismos como la avant-garde de su especie, con derecho a trastocar y destruir toda vida que se les ponga por delante y obstaculice la “ocurrencia creativa” de turno a la que pretendan aplicar la última tecnología. Algunos aspiran, incluso, a alcanzar la vida eterna en el reino empíreo de la singularidad tecnológica, y subir a la nube su conciencia antes de que expiren sus cuerpos corpóreos.
¿Y qué pueden hacer los infieles del neoliberalismo para contrarrestar el dineroteísmo hegemónico? Aunque la mayor parte de la izquierda sigue defendiendo una interpretación secular, desencantada del mundo, según la cual la hegemonía del neoliberalismo es un opiáceo más –interpretación que podría atraer a un número creciente de millenials carentes de Iglesia o religión–, lo más probable es que la mayor parte de los norteamericanos estarían más dispuestos a responder a una crítica del capitalismo inspirada en la religión. Sin embargo, encomendarse a una organización religiosa podría ser un gesto más bien inútil; la mayor parte de los curas, sea cual sea su confesión, están comprados y reciben su salario en la moneda ideológica del culto al dinero. Como siempre, el testimonio profético tendrá que venir de algún lugar ajeno al encantamiento de los templos del capitalismo. A lo largo de la historia de EE.UU. han surgido mensajeros aislados de una variedad de religiones para declarar en contra del reino del Dólar Todopoderoso. Personajes como el reverendo Dr. William J. Barber y Jonathan Wilson-Hartgrove han demandado la “tercera Reconstrucción” de la economía política de la nación. Sin embargo, hasta que no seamos capaces de ver una alternativa lo suficientemente cautivadora, capaz de ganar popularidad y que haga frente a la moral neoliberal y a su imaginario ontológico –una “visión pasional” en palabras de William James, que ponga en tela de juicio que el mundo es un negocio–, nos veremos obligados a vivir de acuerdo a las normas de la dominación del dólar, seamos o no creyentes.
Eugene McCarraher es profesor asociado de Historia en Villanova University.
Traducción de Olga Abasolo.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.
ctxt.es/es/20180613/Politica/20140/Eugene-McCarraher-The-Baffler-dios-dinero-economia-mercado.htm
El neoliberalismo es un imaginario moral y metafísico según el cual las relaciones de propiedad capitalistas proporcionan un patrón universal de interpretación
Network, un mundo implacable, la despiadada película satírica sobre el mundo de la televisión, que se estrenó en 1976, es especialmente recordada por el personaje de Howard Beale, el desquiciado presentador de noticias protagonizado por Peter Finch, que instaba a la audiencia a asomarse a la ventana y gritar “¡Estoy más que harto y pienso seguir soportándolo!”. Beale canalizaba así la frustración y el enfado de la gente y se convertía en “el profeta loco de las ondas” y en el personaje televisivo número uno. Sin embargo, en una de sus diatribas saca a la luz un turbio negocio emprendido por la dirección de la cadena, y Arthur Jensen (Ned Beatty), alto ejecutivo de la misma, decide meter en vereda a Beale y recordarle cómo funciona el mundo actual. Jensen manda llamar al profeta a la sala de juntas de la empresa –“Valhalla” como la llama– y suelta fuego y azufre en la escena más amenazante y lúcida de la película. Mientras brama contra Beale las acusaciones de “de entrometerse en las fuerzas primarias de la naturaleza”, pone de manifiesto los principios fundacionales de una cosmología profundamente capitalista:
La existencia de un único sistema de sistemas holístico. Un único sistema… entrelazado, en constante interacción, multivariado y multinacional dominado por el dólar… Un sistema monetario internacional capaz de condicionar toda vida en este planeta. Este es el actual orden natural de las cosas. La estructura atómica –y subatómica– y galáctica de las cosas hoy en día… No existe América como tal, ni la democracia. Sólo IBM e IT &T y AT&T y Dupont, Dow, Union Carbide y Exxon. Estas son las naciones de hoy… en un mundo de corporaciones colegiadas, supeditadas inexorablemente a las leyes inmutables del mundo de los negocios. El mundo es un negocio, Mr Beale. Así ha sido desde que el hombre salió arrastrándose del fango.
“He visto el rostro de Dios”, murmura el alborotador anonadado. “Puede que tenga razón, Mr Beale”, responde Jensen. Si bien, en este relato escatológico, estructurado en torno a la hermenéutica del dinero, el capitalismo ha suplantado a Dios, y es el Alfa y Omega de la historia de la humanidad.
La gran cadena del mercado
Aquella diatriba de Jensen, cuyo estreno coincide con el advenimiento de la era dorada inaugurada por Margaret Thatcher y Ronald Reagan, es una sinopsis descarada de la ontología del dinero propia del neoliberalismo. No creo que sea necesario convencer al público lector de Baffler del carácter pernicioso de la economía política del neoliberalismo, esa última innovación del engranaje capitalista productor de injusticia, humillación y violencia. Ahora bien, el neoliberalismo es algo más que la liberalización del comercio, la privatización de los servicios públicos, o la implantación del modelo de la empresa corporativa en lo poco que queda del sector público (“gobernar como se administra una empresa”), con un mercado exento del control democrático. El neoliberalismo es un imaginario moral y metafísico según el cual las relaciones de propiedad capitalistas proporcionan un patrón universal para interpretar el mundo.
“No hay alternativa” como declaró Thatcher en su día, porque verdaderamente no la hay; hay un único sistema de sistemas holístico, el capitalismo que todo lo impregna. “Con el neoliberalismo”, afirma Wendy Brown en El pueblo sin atributos (2016), “el mercado se convierte en… la única y verdadera forma que adopta toda actividad”. Si antes era el foro en el que tenía lugar la producción y el intercambio de mercancías –una prueba nociva e ineludible de nuestra servidumbre al reino de las necesidades materiales– el Mercado adopta un carácter platónico bajo la tutela de los ideólogos neoliberales, y se convierte en una ontología, una hermenéutica, y la ética que guía a la guardia pretoriana de filósofos-capitalistas.
Philip Mirowski alcanza a captar las ambiciones supramundanas de la ideología neoliberal en su libro Nunca dejes que una crisis te gane la partida (2014). Según el autor, los neoliberales erradican todo atisbo resistente e irritante para ellos de distinción entre el Estado, la sociedad y el mercado, y reconfiguran tanto la personalidad del individuo como el cosmos de acuerdo a la lógica de la razón mercenaria. El humanismo neoliberal concibe un “yo emprendedor”, según explica Mirowski, un catálogo de talentos y cualidades vendibles: “un producto a la venta, un anuncio andante… un batiburrillo de activos para invertir… un inventario de deudas que recortar, externalizar, vender en corto, cubrir y minimizar”. De acuerdo a este “catecismo de metamorfosis continua”, el humano neoliberal debe renunciar “a su “arrogancia egoísta” –es decir, a su resistencia a las leyes inmutables de los negocios– para postrarse humildemente… ante la sabiduría del universo”, inscrita en las vicisitudes del mercado. De acuerdo al imaginario neoliberal, las leyes del movimiento del capitalismo comparten un mysterium tremendum superior, y la libertad es servir al régimen de venalidad que ordena y santifica el Logos.
Si bien no es más que un recurso metafórico para Mirowski, lo cierto es que su referencia al “catecismo” alude al carácter religioso del neoliberalismo. Dios ha tenido varios aspirantes a su trono desde que (presuntamente) fuera derrotado en el siglo XIX. Entre los posibles sustitutos de la Verdad y la Bondad universales que él mismo estipulara antes de la Ilustración, estarían la Ciencia, la Nación, el Socialismo, el Fascismo y –como apunta Terry Eagleton– la Cultura. Si bien para muchos los rasgos de nuestra era secular son la ironía, el desencanto y la desconfianza en la “metanarrativa”, el neoliberalismo es un relato sobre la naturaleza de la realidad, y una interpretación beatífica de la ciudad celestial del capital corporativo, a pesar del barniz profano y tecnocrático de la econometría y los tejemanejes de las políticas públicas. Como diría Eagleton, los neoliberales reemplazan la cultura por el mercado, el sustituto de la divinidad tradicional de la Modernidad. Si las religiones abrahámicas veían al hombre y a la mujer a imagen y semejanza de Dios, el neoliberalismo crea el yo emprendedor a imagen y semejanza del Mercado. El Mercado impregna la Gran cadena del Ser; es la esencia de la divinidad neoliberal. El Mercado no se limita a distribuir bienes y recursos, sino que es la arquitectura ontológica del universo, una quintaesencia infalible y pansófica, cuya sabiduría supera a la de cualquier pobre humano falible. El mundo es un negocio, Mr Beale; el dinero es el maná y el élan vital, y el Mercado es la estructura atómica –y subatómica– y galáctica de las cosas. Es la suplantación más reciente de Dios.
Obviamente, la santidad del capitalismo no es una idea novedosa en el contexto de la historia norteamericana. Desde los puritanos a los mormones o los evangelistas contemporáneos, el cristianismo protestante ha proclamado desde tiempo atrás la buena nueva de que las relaciones de propiedad mercenarias fueron creación del Todopoderoso, y que el éxito de la competitividad empresarial es la guinda de la bendición providencial. Pero también se ha producido un giro secular, cuyo primer representante fue Ralph Waldo Emerson, que con sus alabanzas astrales al mercado entonadas antes de la guerra civil americana, durante el momento crítico de la llamada “Revolución del Mercado”, que dio rienda suelta a la industria norteamericana, prefiguraron en buena medida la ideología neoliberal.
Si Cristo advirtió a sus seguidores que Dios y Mammón eran antagónicos e irreconciliables, Emerson proclamó que el espíritu que animaba al mundo natural era el valor de cambio: “Nada existe por capricho en la Naturaleza, todo se vende”. Una década más tarde, en La riqueza, una de sus disertaciones más famosas, reimpresa numerosas veces, Emerson señalaba al comercio como vehículo sacramental de las energías cósmicas. Emanando de Dios, “las leyes de la naturaleza se descubren en el comercio, de la misma manera que la pila de un juguete descubre los efectos de la electricidad”. Y, dado que el comercio, el dinero y la industria eran portadores de un significado moral, ontológico y teológico, Emerson elevaba a canon bíblico la literatura en auge sobre la economía burguesa. “La economía política es un libro tan adecuado para aprender sobre la vida del hombre… como cualquier otra Biblia”. La economía política, como advertía en The Young American (1844), era una versión escalofriantemente maltusiana del capitalismo. Al contemplar cómo crecía a su alrededor “la economía trituradora” –que “machaca y constriñe” a sus “pobres individuos–, al autor se maravillaba de la “cruel bondad de servir al conjunto incluso en detrimento de cada miembro”. “Nuestra condición es comparable a la de los pobres lobos”, reflexionaba. “Con que alguno cojee un poco… el resto de la manada se lo devorara sin piedad”. La despiadada lucidez del sabio de Concord presagiaba el humanismo lobuno de Wall Street.
Un nuevo cielo, una nueva tierra
El movimiento neoliberal, asentado en los departamentos de Ciencia Política y de Economía de la Universidad de Chicago y en la infame Mont Pelerin Society, que emergió a mediados del siglo XX, era el heredero legítimo del trascendentalismo mercantilista de Emerson. A pesar de que tanto Ludwig von Mises como Friedrich Hayek, y otros padres fundadores, eran ateos o agnósticos, atribuían al mercado capitalista una autoridad ontológica ilimitada. En la cosmología neoliberal que esbozaron en sus obras –y que Ayn Rand adaptó a su obra de ficción y filosófica– el mercado impregna el cosmos; el dinero es el referente de la rectitud; la pericia financiera, tecnológica o profesional es la representación empírica de la bienaventuranza; y el empresario agresivo, sin remordimiento alguno, es el ideal de una existencia superior.
Mises y Hayek compartían su hostilidad hacia las restricciones que imponía la religión tradicional a la par que veneraban al Mercado. Mises escribió –desde la poltrona de su puesto académico no remunerado en NYU (pero financiado por el William Volker Fund)–, dos de los textos fundacionales del neoliberalismo: Socialismo (1922; 2009) y La acción humana (1949; 2015). En su obra Socialismo, Mises pretendía desacreditar no solo al movimiento político epónimo, sino a toda forma de oposición al modelo económico y a la moral capitalistas, incluyendo incluso al cristianismo. Mises defendía que, puesto que Jesús y sus discípulos mostraron “su resentimiento hacia los ricos […] el cristianismo no puede vivir codo con codo con el capitalismo”. Hayek, agnóstico que valoraba la religión únicamente por la sombra de santidad que arrojaba sobre la propiedad privada y el modelo de familia patriarcal, sostenía en su tercer tomo de Derecho, legislación y libertad (1979; 2014) –una especie de Summa Theologica del neoliberalismo– que “la moral que predicaban los profetas y filósofos” había inhibido la expansión del capitalismo. La civilización moderna pudo emerger, proseguía, sólo gracias a que “se ignoró a aquellos moralistas indignados”.
No obstante, el enfoque de la economía política de ambos autores confería al dinero y al mercado un estatus ontológico tan robusto y fundamental como la escolástica a la figura de Dios en el medioevo. Mises replanteaba con dureza en su adusta colección de ensayos recogidos en La mentalidad anticapitalista (1956; 2011), el principio de escasez, la premisa ontológica que se cuela en todos los cursos de introducción a la economía: “la naturaleza no es dadivosa, es tacaña”. A lo largo de su obra, Mises argumentaba que la cicatería de la naturaleza imponía la necesidad de economizar y requería evaluar la economía desde los criterios competitivos y monetarios, punto de vista que resonaba ligeramente al concepto de “compensación” de Emerson. En breves palabras, secundaba la opinión de Emerson sobre el carácter intrínsecamente capitalista de la naturaleza. El dinero tuvo un papel indispensable, escribiría en 1920, “a la hora de determinar el valor de las mercancías de fabricación”. Además, dado que “es imposible hablar de producción racional” sin hablar de dinero –“racional” aquí referido a rentabilidad– el modo de producción socialista “jamás podrá regirse por consideraciones económicas”. Una sociedad socialista, guiada por la asignación de recursos y de trabajo de acuerdo a criterios distintos a los del valor, no podría ser racional, según Mises. La racionalidad del cálculo monetario aplicaba a las personas el mismo criterio que a las mercancías: “el hombre trata el trabajo de los demás como a cualquier otro factor de producción o material escaso”, como un recurso “que se compra y se vende en el mercado”. Toda su argumentación giraba en torno a la capacidad de la alquimia del dinero para transfigurar la razón: si el dinero regula tanto el valor como la racionalidad de la producción, entonces tanto la moral como la razón tienen un carácter crematístico. El dinero determina la totalidad de la vida en este planeta.
El furor por el orden espontáneo
Mises era muy consciente de la revolución moral que conllevaba este enfoque: el crecimiento económico y la acumulación del capital alcanzaban el estatus de bienes trascendentales, por encima de cualquier consideración ética. Para este iracundo erudito del Mercado, la medida de la productividad marginal era el único barómetro de la dignidad y la justicia. “Ningún principio religioso o ético puede justificar unas políticas cuyo objetivo sean la sustitución de un sistema social en el cual el output por unidad de input sea menor, por un sistema en que sea mayor”. Los cimientos de semejante defensa incondicional de la hegemonía moral y epistémica de las economías clásica y austríaca se sentaban en La acción humana, su obra maestra, a juicio de sus acólitos. Dicho leviatán era todo un tratado sobre “praxeología” –la conducta humana es intencional, no es reflexiva ni está determinada por elementos inconscientes–; en esta obra, Mises afirmaba que la economía es la “filosofía de la vida y de la acción humanas” y “el núcleo de la civilización y de la existencia del hombre”. Mises coronaba a la economía como la reina de todas las ciencias ya que representaba el fundamento de “todos los logros morales, intelectuales, técnicos y terapéuticos de los últimos [y escasos] siglos”.
Hayek, el menos beligerante de los dos padrinos del neoliberalismo, era además el más diligente en términos filosóficos. Venerado por su libro Camino de la servidumbre (1944; 2011), una obra abiertamente polémica, fue más minucioso en otras obras como Los fundamentos de la libertad (1960; 2008), Estudios de filosofía, política y economía (1967; 2012), y su trilogía Derecho, legislación y libertad. En gran parte, los elogios prodigados hacia su figura provenían de su desprecio hacia lo que él consideraba una presunción epistemológica de la izquierda liberal y socialista derivada de su soberbia por pretender la planificación y la regulación de la economía mediante la intervención política razonada. Para sus muchos admiradores, su genialidad y sabiduría radicaban en su insistencia en las virtudes de la humildad y la ignorancia, que permitían que surgiera un “orden espontáneo”, sin la intervención magistral de gobiernos ineptos.
Sin embargo, el propio Hayek reconocía que dicho “orden espontáneo” era una creación del capital y del Estado, cuya invención debería permanecer oculta a ojos del conjunto de la sociedad. Su ontología neoliberal del “orden espontáneo”, una obra maestra que pasará a los anales de la sofistería, ha sido la última mentira piadosa en la ristra de falacias encubiertas que se remontan hasta el origen platónico de la filosofía occidental (Leo Strauss, el defensor acérrimo y reaccionario de Platón, era uno de los compañeros de Hayek en Chicago).
¿Cómo funcionaba exactamente este subterfugio? El pensamiento de Hayek, como el resto de los sistemas neoplatónicos que recurren a la racionalización del engaño, definía profusamente la distinción entre La Verdad, con mayúsculas, y el pequeño mundo de las apariencias. Hayek propuso el reino de cosmos –el orden imparcial y espontáneo– y el reino que él mismo bautizó con el nombre de taxis: el de la maestría del artificio premeditado. Bajo este planteamiento, cosmos representa “la más alta sabiduría supraindividual” –la Sabiduría del Universo, por así decirlo– cuya sagacidad supera a la de cualquier individuo o grupo, por muy inteligentes y formados que estos estén. Ciertamente, Hayek desestimaba toda apelación a la comprensión racional de cosmos; “por lo general, no sabemos quién lo haría mejor”, por lo que deberíamos dejar las decisiones en manos de “un proceso que no acertamos a controlar”.
La mente del mercado
El significado de la indeterminación ontológica que se le planteaba aquí a la economía es muy evidente: la planificación es imposible porque se basa en la creencia falaz y arrogante de que “la razón es capaz de manipular directamente todos los detalles de una sociedad compleja”. Contra la impudicia de los defensores de la planificación y de los burócratas, Hayek proponía la feliz ignorancia de los competidores en el mercado, que actuaban desde la modestia de “lo poco que necesitan saber quienes participan para tomar la decisión acertada”. Lo que Hayek alababa en Camino de la servidumbre, “las fuerzas impersonales y aparentemente irracionales del mercado”, se convirtió en un decálogo ontológico, en el maná profano del progreso histórico. “Lo que ha permitido en el pasado el crecimiento de la civilización ha sido el sometimiento de los hombres a las fuerzas impersonales del mercado”. El capitalismo constituye la más alta manifestación del Logos que recorre el universo.
Esa elevación por parte de Hayek de la indeterminación fundamental del mercado desregulado hasta convertirla en un principio ontológico central, es clave para entender no sólo su elogio perverso de la ignorancia como virtud, sino su aversión mal disimulada hacia los gobiernos democráticos. Condenaba todo intento de los gobiernos por difundir el conocimiento acerca de las condiciones del mercado “como irracionalismo incompleto y por lo tanto erróneo”. Se oponía a los límites democráticos sobre los mecanismos del mercado, no sólo porque despreciaba la capacidad intelectual de los ciudadanos de a pie, sino porque en su opinión equivalía a un acto fútil de insolencia contra el orden sacrosanto de las cosas –entrometerse en las fuerzas primarias de la naturaleza. “No hay suficientes razones para creer que, si en algún momento la altura de conocimiento que poseen algunos estuviera al alcance de todos, se produciría una sociedad mejor”. Hayek optaba por desacreditar cualquier esfuerzo por alentar el control popular sobre el poder del capital, y a menudo se alababa la supuesta sensatez de su apuesta por las limitaciones de la razón humana. “La altura de conocimiento que poseen algunos” era nefanda si se aplicaba a la regulación del ámbito empresarial y del desarrollo tecnológico, en interés de una sociedad democrática. “Es cuanto menos posible, en principio, que un gobierno democrático tenga una deriva totalitaria y que un gobierno autoritario se base en principios liberales” –léase aquí autoritario como cualquier intento antinatural de modificar o dirigir la espontaneidad cósmica del mercado.
Los señores del mal gobierno
Así, el control democrático del mercado representa un intento por sustituir taxis por cosmos –un escandaloso sacrilegio ontológico, una interferencia en las fuerzas primarias de la naturaleza.
Sin embargo, cosmos acabó siendo también una invención, toda vez que Hayek dejó claro que detrás de la magia de la contingencia del mercado, se escondían el capital y el Estado. Como él mismo admitió, “el orden que aún deberíamos definir como espontáneo” de hecho se basaba en “normas que son por completo resultado de un diseño deliberado”. Cosmos no era más que taxis ocluido por toda la palabrería filosófica sobre la “espontaneidad”. La humilde sumisión del Logos al mercado no era de hecho un reconocimiento a la Sabiduría del Universo; era “un método de control social”, Hayek admitía en Camino de la servidumbre –una forma de reconciliarnos con un orden social capitalista que debería considerarse superior desde nuestra ignorancia de sus resultados concretos”. (En referencia al filósofo medieval islámico, Ibn Rush, Mirowski caracteriza todo esto de “doctrina de doble efecto”: una para los dirigentes y la intelligentsia, y otra para la plebe ingenua.) Es más, miren a su alrededor, nos decía Hayek: todos hemos concedido al mercado nuestro consentimiento para que gobierne porque, insistía con zalamería, “toda vez que aceptamos las normas del juego y nos beneficiamos de sus resultados, constituye una obligación moral respetar los resultados incluso si estos nos acaban perjudicando”. Es decir, la libertad es subordinarse si no a un mayor y mejor conocimiento, sí a las maquinaciones de la élite en el poder.
Hayek se dio cuenta de que el carácter autoritario de las fuerzas del mercado se disimulaba mejor disfrazándolo de tradición y religión. “La sumisión a las normas y convenciones inexplicadas, cuya relevancia e importancia no acertamos a entender en toda su magnitud” –normas y convenciones diseñadas bastante deliberadamente por el propio Hayek– “y la indispensable veneración a la tradición para el funcionamiento de una sociedad libre”. (Este fervor funcionalista por la sabiduría tradicional como mecanismo de control social atravesaba profundamente todo el pensamiento de Hayek; incluso antes de que emigrara a Inglaterra, adelantándose a la invasión nazi de Austria, ya era un Tory anglófilo del sector duro, e incluso quiso originariamente llamar al grupo Mont Pelerin, la Acton Tocqueville Society.)
Al reconocer abiertamente que las normas de la empresa competitiva persisten en el tiempo porque “los grupos que las pusieron en práctica lo hicieron mejor y desplazaron a los demás”, ahondaba aún más en la idea de que los ganadores visten su victoria con los ropajes que dicta “la tradición y la costumbre”. (No hay alternativa porque nunca la ha habido; así ha sido desde que el hombre salió arrastrándose del fango.) Si la tradición no acertaba a provocar una sumisión incontestable a la sabiduría del Mercado, siempre estaba la opción de que Dios –cercenada adecuadamente Su desaprobación de la codicia– resurgiera de las profundidades del mausoleo de la historia. Hayek, contrario a la religión si esta se convertía en un obstáculo para la acumulación del capital, reconocía su utilidad a la hora de consagrar la moral burguesa. “Las únicas religiones que han sobrevivido” comentaba poco antes de morir, “son aquellas que apoyan la propiedad y la familia”. Y por si no bastara con la tradición y con Dios, el fascismo siempre era un recurso fiable, aunque más burdo. Ya en la década de los años veinte del siglo pasado, Mises alabó a Benito Mussolini por construir una dictadura favorable a la iniciativa privada, librándose de la oposición socialista; años más tarde, el general Augusto Pinochet reclutó a Hayek, Friedman y otros miembros de la Escuela de Chicago, para montar el laboratorio neoliberal en Chile. (Del mismo modo, los ejecutivos de la cadena se cargaron a Howard Beale en plena emisión, al desplomarse sus índices de audiencia).
La fe de los hacedores
Hayek y Mises, respetuosos como eran con la moral protestante y el decoro teológico, evitaron atacar abiertamente al cristianismo. Su cosmología del mercado, destinada a los intelectuales conservadores, fue asimilada selectiva y juiciosamente por la intelligentsia de derechas. (Como ha sugerido Corey Robin, la mentalidad reaccionaria rara vez demuestra un compromiso inquebrantable con la ortodoxia si están en juego el poder y el dinero.) Lo que escandalizaba a los conservadores como William F. Buckley Jr. del enfoque de Ayn Rand no era tanto que renegara de la religión, sino que se saltara ostentosamente las normas de la cortesía teológica, un elemento esencial del credo conservador anticomunista de posguerra.
El ateísmo abiertamente beligerante de Rand es fundamental a la hora de entender sus novelas y tratados filosóficos, que comprenden un enfoque del mundo espantosamente coherente, basado en la ontología monetaria. Menospreciaba al cristianismo, al que consideraba “la mejor guardería del comunismo”, y con ello denigraba la caridad tildándola de vicio y pérfida afronta para quienes eran productivos y meritorios, y que, como Atlas, cargaban con las masas indistinguibles sobre sus espaldas. Afirmaba que “la mayor perversión de la caridad” residía en su desprecio por el éxito como criterio para juzgar la valía humana. Al ignorar la “verdadera valía” de la gente –valor que determina únicamente el mercado– los caritativos tiran margaritas a los cerdos mediocres, otorgándoles “beneficios morales o espirituales, como el amor, el respeto y la consideración que han de ganarse los mejores hombres”.
Sin embargo, Rand en realidad estaba creando una nueva religión. Era una auténtica “diosa del mercado”, como la apodaba Jennifer Burns, y tanto ella como su querido catequismo del mercado –bajo la típica etiqueta tan épica como impúdica del objetivismo– han engendrado un cruel canon exegético de amplio espectro. Las descripciones del objetivismo como “religión” o “culto” se originaron casi a la par que el movimiento, y la disputa interpretativa entre las dos organizaciones objetivistas –el Ayn Rand Institute y el Institute for Objectivist Studies– es tan enconada como cualquier otra disputa confesional entre los profetas convictos del apocalipsis protestante. Contenían todos los elementos esenciales para cualquier culto: un fundador venerado; experiencias cuasi ritualizadas de conversión (muchos ex objetivistas hablan de sus momentos de “epifanía”); textos sagrados (pasajes a menudo memorizados y citados de un modo parecido a las “pruebas textuales” de la Biblia de los evangelistas); y las riñas intestinas personales y entre facciones (la más cruenta se produjo entre Rand y Nathaniel Branden, su anterior segundo de abordo y amante). El objetivismo comparte sin dudas importantes elementos estructurales con otras fes, basadas en un fuerte personalismo, improvisadas en la posguerra, tales como la cienciología (Jeff Walker, autor del instructivo a la par que torpe libro, The Ayn Rand Cult, compara a Rand con Mary Baker Eddy, L. Ron Hubbard y Werner Erhard).
Incluso si dejamos a un lado la beligerante credulidad de los seguidores de Rand (de la que doy buena fe a partir de mis propios altercados infructuosos con miembros de mi propia familia extensa), Rand presenta los credos fundacionales del objetivismo, como si de los fundamentos de un sucedáneo de religión se tratara, y son a la vez precursores de la confesión neoliberal, y ramificaciones de la misma. Se pueden citar ejemplos con pelos y señales en la propia obra de Rand, tanto la publicada como la no publicada. “Una nueva fe es necesaria”, planteaba Rand, “una serie positiva, definitiva, de nuevos valores y una nueva interpretación de la vida”. “Le daremos a la gente una fe”, le confesó a una amiga en una ocasión, “un sistema de creencias positivo, claro y consistente”. El “objetivismo” era esa forma de fe –“era el trabajo preliminar espiritual, ético y filosófico para creer en el sistema de la libre empresa”. Cuando John Galt trazó el símbolo del dólar en los cielos, como explicaba en la conclusión de su obra La rebelión de Atlas (1957; 2009), representaba la culminación inexorable y burda de la teología encubierta del dineroteísmo.
El canto a mí mismo
La divinización del dinero a la que recurría Rand surgió en su segunda, y a menudo olvidada, novela Himno, escrita en 1937 y publicada en Estados Unidos en 1946 por Leonard Read, un hombre de negocios evangelista de Los Ángeles, y director de la Foundation for Economic Education de derechas, uno de los centros más destacados de la ideología libertaria en la etapa de posguerra. (Una vez más, vemos como tanto en los albores de la confrontación de la guerra fría, como en la etapa decadente del culto a Trump, la defensa del capitalismo supera las diferencias religiosas, de otro modo insuperables.) Himno se sitúa en un futuro postcapitalista deprimente, de colectivización de enjambre, donde los ciudadanos recurren al “nosotros” para hablar de sí mismos como individuos, y narra la liberación de “Equality 7-2521”, que descubre la palabra tabú “yo” en una caja fuerte con libros de “los tiempos innombrables”. Equality adopta el nombre de “Prometeo”, y su amante, “Liberty 3000” el de “Gea”, la madre tierra de los antiguos griegos. Prometeo y Gea se divinizan: “Este dios, esta única palabra: ‘Yo’”, Pometeo se regocija al decirlo mientras nombra a Gea “la madre de un nuevo tipo de dioses”. A través del personaje de Prometeo, Rand explica la teología intrépida, lunática incluso, de un individualismo sin límites: “No requiero ninguna garantía para ser, ni ninguna palabra de aprobación sobre mi ser. Yo soy la garantía y la aprobación… Este milagro de mí mismo es y ha de ser mío, para guardarlo y respetarlo… ¡ante el que yo mismo me arrodillo!” Prometeo se reconoce a sí mismo como único dios, dueño y devoto de su propia divinidad.
Posteriormente, Rand transfigura en sus novelas y en su pensamiento filosófico esta divinización desvergonzada del ser en una moral pecuniaria y una sensibilidad ontológica. Su dramatis personae paradigmática –Howard Roark de El manantial (1943; 2005) y Galt y el magnate del cobre, Franciso d´Anconia en La rebelión de Atlas– pasean por sus páginas como Ubermenschen capitalistas, que se vanaglorian de su maestría profesional, que se duplican como si de prodigios de la excelencia existencial se trataran. Dominique Francon, a la que viola Roark y que posteriormente se convertiría en su mujer, describe a su marido-violador como “el rostro de dios” –que recuerda al temor reverencial de aquel crítico de la arquitectura que le veía como “un hombre religioso… puedo verlo en sus edificios”. La fe de Roark se basa en él mismo como “creador” y “motor” que, como si de una deidad se tratara, es “auto suficiente, auto motivado, auto generado.” Como Roark, Galt habita en un lugar bañado por los rayos y asediado por la manada: “La quebrada de Galt”, el santuario resistente de la libre empresa en el mundo colectivista de La rebelión de Atlas; la “utopía de la codicia”, se jacta Galt, “un paraíso que puede ser todo tuyo”.
Así, para Rand el cielo es un mercado competitivo, y la divinidad resulta ser una de las funciones de la productividad, evaluada y sacramentalizada por medio del dinero. Rand –como Mises, Hayek y el principio de cosmos–, convirtió el fetichismo de la mercancía en norma catequística inflexible. “Existimos para obtener recompensas”, como asevera Galt en una de sus diatribas monótonas e interminables; y, como afirma D´Anconia, “el dinero es el barómetro de la virtud de una sociedad”.
El amor de Rand por el dinero –fetichizado en el broche de diamante con forma de dólar que a menudo lucía– como fuente de todo bien, constituía una inversión deliberada de la moralidad tradicional, una Regla de Oro para la modernidad capitalista. El comercio, explicaba en La virtud del egoísmo (1964; 2010), es “el único principio ético racional que se aplica a todas las relaciones humanas, personales y sociales, privadas y públicas, espirituales y materiales”. El yo empresarial randiano “no pretende ser amado por sus debilidades ni defectos, sino tan sólo por sus virtudes”; mantiene una estricta contabilidad ética, “gana lo que gana y no toma ni da nada que no se merezca”. Hasta el amor romántico se guía por la equivalencia abstracta de la razón monetaria, constituyendo, en opinión de Rand, un “pago espiritual” prestado por “el placer personal, egoísta, que obtiene un hombre de las virtudes del carácter del otro”. Rand auguró este principio en Himno, cuando Prometeo se otorga el cetro de una divinidad tacaña y afirma –o más bien alerta– que los demás deberán “ganarse mi amor” a partir de ahora.
Maniqueos de la relación monetaria
Provisto de un mayor peso intelectual gracias a la economía filosófica de Mises y Hayek, este sería “El mensaje” –como decía con sorna Whittaker Chambers en su tristemente célebre destripamiento de La rebelión de Atlas en National Review–, la revelación final que desgarra el mundo en dos, entre “los hijos de la luz y los hijos de la oscuridad” –o, como Rand concebía tal distancia abismal, “los que hacen”, “los que fabrican” y los “que crean” , contra “los gorrones”, “los saqueadores” y “las almas de segunda mano”; la apoteosis personificada del humanismo de mercado contra una chusma de bobos existenciales. Chambers, si bien sigue siendo el diablo en la demonología de izquierdas gracias al papel que jugó en garantizar el encarcelamiento por espionaje de Alger Hiss, captó el carácter esencialmente religioso de la obra magna de Rand, augurio cáustico y de gran popularidad de la ontología monetaria del neoliberalismo. Esta era la fábula de la “economía trituradora” de Emerson personificada en los ciudadanos avariciosos de la quebrada de Galt. La racionalidad mercenaria de Mises, defendida en la monetización del amor; el concepto de cosmos de Hayek, representado en los avatares capitalistas prometeicos y su heroísmo de mercado.
Para Chambers, las blasfemias de Rand eran resultado de su inmadurez y les auguraba un poder de influencia pasajero –“como de fórmulas magistrales”, se burlaba, un “brebaje” que “probablemente no tuviera unos efectos nocivos duraderos”. Pero Chambers no fue capaz de imaginar hasta qué punto y con qué rapidez se extendería el cáncer del atractivo de Rand, ni hasta qué punto llegaría la dominación del Mercado a recorrer la moral y el imaginario ontológico de las élites financieras, tecnológicas y políticas de Estados Unidos. Sesenta años más tarde, los libros de Rand siguen aportando montañas de dinero a sus editores, mientras el portavoz Paul Ryan –un católico devoto de La rebelión de Atlas– ha podido ver hecha realidad su fantasía de fiestón desenfrenado tras la destrucción del New Deal y la reconfiguración del país en un diorama continental del Elysium libertario de Galt.
Ryan no debería acarrear con toda la culpa de este desastre; todos los presidentes de EE.UU. desde Reagan han agachado la cabeza y hecho la debida genuflexión ante “la magia del mercado”, en palabras de Gipper, y los dos partidos políticos mayoritarios rivalizan por la posición de sínodos de la interpretación de la Iglesia del neoliberalismo, implantada por casi todo el mundo. Hoy en día, los discípulos más radicales de la divinidad neoliberal residen en Silicon Valley, la quebrada desde la que los “innovadores” y los “disruptores” –encarnados por Peter Thiel, el plutócrata vampírico y cofundador de Pay Pal, entusiasta del objetivismo y recientemente galardonado con el premio vitalicio al logro por el Hayek Institute–, se beatifican a sí mismos como la avant-garde de su especie, con derecho a trastocar y destruir toda vida que se les ponga por delante y obstaculice la “ocurrencia creativa” de turno a la que pretendan aplicar la última tecnología. Algunos aspiran, incluso, a alcanzar la vida eterna en el reino empíreo de la singularidad tecnológica, y subir a la nube su conciencia antes de que expiren sus cuerpos corpóreos.
¿Y qué pueden hacer los infieles del neoliberalismo para contrarrestar el dineroteísmo hegemónico? Aunque la mayor parte de la izquierda sigue defendiendo una interpretación secular, desencantada del mundo, según la cual la hegemonía del neoliberalismo es un opiáceo más –interpretación que podría atraer a un número creciente de millenials carentes de Iglesia o religión–, lo más probable es que la mayor parte de los norteamericanos estarían más dispuestos a responder a una crítica del capitalismo inspirada en la religión. Sin embargo, encomendarse a una organización religiosa podría ser un gesto más bien inútil; la mayor parte de los curas, sea cual sea su confesión, están comprados y reciben su salario en la moneda ideológica del culto al dinero. Como siempre, el testimonio profético tendrá que venir de algún lugar ajeno al encantamiento de los templos del capitalismo. A lo largo de la historia de EE.UU. han surgido mensajeros aislados de una variedad de religiones para declarar en contra del reino del Dólar Todopoderoso. Personajes como el reverendo Dr. William J. Barber y Jonathan Wilson-Hartgrove han demandado la “tercera Reconstrucción” de la economía política de la nación. Sin embargo, hasta que no seamos capaces de ver una alternativa lo suficientemente cautivadora, capaz de ganar popularidad y que haga frente a la moral neoliberal y a su imaginario ontológico –una “visión pasional” en palabras de William James, que ponga en tela de juicio que el mundo es un negocio–, nos veremos obligados a vivir de acuerdo a las normas de la dominación del dólar, seamos o no creyentes.
Eugene McCarraher es profesor asociado de Historia en Villanova University.
Traducción de Olga Abasolo.
Este artículo se publicó originalmente en inglés en The Baffler.
ctxt.es/es/20180613/Politica/20140/Eugene-McCarraher-The-Baffler-dios-dinero-economia-mercado.htm
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