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disidentia.comEl uso político de la inmigración y el populismo xenófobo
Jorge Vilches
El hecho de que hubiera más periodistas, políticos y médicos en Valencia, España, que inmigrantes que llegaron en el barco Aquarius, y ninguno para atender a los mil que el mismo día llegaron a Cádiz, es una muestra de cómo el marketing político bastardea un drama y cómo funciona el periodismo. Esto fue el primer paso para el acuerdo entre los primeros ministros de Francia y España, Emmanuel Macron y Pedro Sánchez:
multar a los países que no acepten sus cuotas de inmigrantes y
refugiados (que no son lo mismo), y crear campos de concentración que
reciban a estas personas.
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La inmigración se va a convertir en la cuestión política más importante de los próximos años. Ya lo es en Estados Unidos, que es la antesala sociológica de lo que ocurre en Europa desde la década de 1960. De hecho, ya es el elemento político decisivo en Polonia, Austria, Hungría, Checoslovaquia, Italia y Gran Bretaña, y está afectando al voto en Alemania, Suecia, Noruega y Francia.
Por supuesto, esa integración internacionalista se hace fomentando otras maneras comerciales: la economía alternativa. De esta manera, aprovechan el impulso de la globalización para dirigir al inmigrante contra los dos pilares del sistema: los valores europeos democráticos y la economía de mercado. Así tenemos la paradoja de que Pedro Sánchez rechace la Navidad pero felicite el Ramadán.
El capitalismo se convirtió en antónimo de humanitarismo, por lo que todo lo que fuera acabar con la forma de explotación capitalista era en beneficio del ser humano. En conclusión, a mayor comunismo, más humanista se era. Esto se rodeó de un discurso emocional sobre la pobreza y el proletariado, el vínculo entre el ser social y la conciencia política, y presentaron a santos laicos, como Pablo Iglesias Posse, el fundador del Partido Socialista Obrero Español. En esta trampa cayó incluso José Ortega y Gasset, que fue quien primero dijo, en 1910, que el líder socialista era como un “santo”.
Las izquierdas no hacen referencia a la ayuda en origen; esto es, a programas gubernamentales que permitan el desarrollo de las sociedad pobres. Consideran que esto es extender la globalización neoliberal, convertir a esos pueblos en subalternos de Occidente, y encerrarlos en una espiral de explotación.
Su política se centra, como vemos, en las maneras y presupuestos para acogerlos en la Unión Europea. El motivo lo escribí más arriba: son instrumentos de cambio social con una enorme carga moral y emocional. Además, su presencia en Europa sirve para testimoniar su discurso político: el capitalismo occidental mata en el Tercer Mundo, y por eso huyen.
Alemania casi duplicó el número de censados entre 2014 y 2015, llegando al millón y medio. Estas cifras son irreales porque no se censan todos los que se quedan o los que están de paso a otro país. El número de extranjeros residentes en la Unión Europea en 2016 era de 8,7 millones en Alemania, 5,6 en Reino Unido, 5 en Italia, 4,4 en España y otros tantos en Francia. En esos cinco países estaba el 76 % del número total de la UE, aunque más llamativa era la situación, por ejemplo, de Luxemburgo o Malta, donde son la mitad de la población total.
La inmigración y su residencia van a ser, como decía al inicio, la cuestión política del siglo XXI. Las izquierdas saben lo que está haciendo, y cierta derecha ha optado por un nacionalpopulismo escalofriante. Falta por ver si surge la sensatez liberal que tome al inmigrante como persona, no como integrante útil o despreciable de un sujeto colectivo.
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La inmigración se va a convertir en la cuestión política más importante de los próximos años. Ya lo es en Estados Unidos, que es la antesala sociológica de lo que ocurre en Europa desde la década de 1960. De hecho, ya es el elemento político decisivo en Polonia, Austria, Hungría, Checoslovaquia, Italia y Gran Bretaña, y está afectando al voto en Alemania, Suecia, Noruega y Francia.
La inmigración descontrolada, alentada por el establishment anima el surgimiento de comunitarismos defensivos que toman forma de nacionalpopulismosLa inmigración descontrolada, alentada por el establishment y las izquierdas, está animando el surgimiento de comunitarismos defensivos que cobran la forma de nacionalpopulismos. Esto genera un batalla ideológica sobre el individuo, la familia, la sociedad, la cultura, la educación, la religión, la economía y el Estado, que en el resto de Occidente está siendo decisiva. En España todavía no. Explicaré a continuación por qué las izquierdas son tan proclives a la inmigración.
Por qué la izquierda es tan proclive a la inmigración
La primera razón es el internacionalismo, que es el mismo fenómeno de la globalización, el multiculturalismo, pero sin el control de los gobiernos. Los globalizadores pretenden la integración del inmigrante en las formas económicas y políticas propias del capitalismo democrático, pero los internacionalistas dicen que esto supone traer mano de obra barata para la reproducción del sistema de explotación.Se trata de convertir al inmigrante en un elemento de cambio social: sus costumbres, formas sociales y creencias serían mejores que las occidentalesLa solución, dicen, es aprovechar las políticas de integración para convertir al inmigrante en un elemento de cambio social: sus costumbres, formas sociales y creencias son buenas y mejores que las occidentales. Es más; merecen una protección oficial, alegan, porque sufrieron la opresión del capitalismo europeo, que los empobreció y obligó a emigrar. El conjunto cambia la sociedad existente.
Por supuesto, esa integración internacionalista se hace fomentando otras maneras comerciales: la economía alternativa. De esta manera, aprovechan el impulso de la globalización para dirigir al inmigrante contra los dos pilares del sistema: los valores europeos democráticos y la economía de mercado. Así tenemos la paradoja de que Pedro Sánchez rechace la Navidad pero felicite el Ramadán.
Dirigen al inmigrante contra los dos pilares del sistema: los valores europeos democráticos y la economía de mercadoLa superioridad moral de la izquierda juega un papel importante. Es un complejo que arrastran desde mediados del XIX, y que hoy, incluso, alguno reivindica sin vergüenza. El motivo es que creen que el humanitarismo es propio de la izquierda, que heredó los valores cristianos de ayuda al prójimo, fraternidad y solidaridad. Esto, seguro que lo desconocen, procede de la Revolución Francesa y su religión política. Y hay que decirlo: hasta el papa León XIII, a finales del siglo XIX, asumió ese papel y lenguaje de la izquierda.
El capitalismo se convirtió en antónimo de humanitarismo, por lo que todo lo que fuera acabar con la forma de explotación capitalista era en beneficio del ser humano. En conclusión, a mayor comunismo, más humanista se era. Esto se rodeó de un discurso emocional sobre la pobreza y el proletariado, el vínculo entre el ser social y la conciencia política, y presentaron a santos laicos, como Pablo Iglesias Posse, el fundador del Partido Socialista Obrero Español. En esta trampa cayó incluso José Ortega y Gasset, que fue quien primero dijo, en 1910, que el líder socialista era como un “santo”.
Se ha imbricado en la mentalidad occidental la idea de que la libertad debe estar al servicio de la fraternidad y que la igualdad es la equiparación materialEsta concepción dotó de un contenido y adjetivo potentes a la democracia: o era social, no era democracia. Existe una tradición de considerar al voto popular como corrector del capitalismo desde 1830, pero la idea ya está muy perfeccionado e imbricada en la mentalidad occidental. ¿Cuál es esa idea? Que la libertad debe estar al servicio de la fraternidad, y la igualdad concebida como equiparación material. La existencia de una masa importante de inmigrantes irregulares, con su enorme peso moral sobre las conciencias de los confortables europeos, es una ayuda imprescindible para conseguir esta transformación.
Las izquierdas no hacen referencia a la ayuda en origen; esto es, a programas gubernamentales que permitan el desarrollo de las sociedad pobres. Consideran que esto es extender la globalización neoliberal, convertir a esos pueblos en subalternos de Occidente, y encerrarlos en una espiral de explotación.
Su política se centra, como vemos, en las maneras y presupuestos para acogerlos en la Unión Europea. El motivo lo escribí más arriba: son instrumentos de cambio social con una enorme carga moral y emocional. Además, su presencia en Europa sirve para testimoniar su discurso político: el capitalismo occidental mata en el Tercer Mundo, y por eso huyen.
La presencia de los inmigrantes en Europa sirve para testimoniar el discurso político de la izquierda: el capitalismo occidental mata en el Tercer Mundo, por eso huyenLa inmigración masiva cambia y amplía las funciones del Estado y su normativa en seguridad, educación y sanidad. Supone un repunte del estatismo, tanto económico como moralizante. Es la ingeniería social en pleno esplendor. La población autóctona visibiliza bien el coste económico de la integración, y las desviaciones sociales indeseadas, como el aumento del espectro de los delitos (sobre todo las drogas y el maltrato machista) y de la población reclusa (tres de cada diez presos son extranjeros).
Una percepción injusta
Pero esta percepción es injusta. Procede del uso que la izquierda hace de los inmigrantes no como individuos sino como sujetos colectivos, haciendo de ellos un todo que los perjudica. A esto hay que añadir la estrategia izquierdista de convertir cada cuestión de la vida pública en un conflicto político. Esa visión de la sociedad dividida en colectivos que chocan con el sistema ha hecho que aumente el nacionalpopulismo xenófobo en el EEUU y buena parte de Europa.Alemania casi duplicó el número de censados entre 2014 y 2015, llegando al millón y medio. Estas cifras son irreales porque no se censan todos los que se quedan o los que están de paso a otro país. El número de extranjeros residentes en la Unión Europea en 2016 era de 8,7 millones en Alemania, 5,6 en Reino Unido, 5 en Italia, 4,4 en España y otros tantos en Francia. En esos cinco países estaba el 76 % del número total de la UE, aunque más llamativa era la situación, por ejemplo, de Luxemburgo o Malta, donde son la mitad de la población total.
La inmigración y su residencia van a ser, como decía al inicio, la cuestión política del siglo XXI. Las izquierdas saben lo que está haciendo, y cierta derecha ha optado por un nacionalpopulismo escalofriante. Falta por ver si surge la sensatez liberal que tome al inmigrante como persona, no como integrante útil o despreciable de un sujeto colectivo.
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