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disidentia.comLa verdadera guerra de culturas
Luis I. Gómez Fernández
La derecha conservadora española está poniendo el grito en el cielo tras la decisión del presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, de permitir que el Aquarius, el barco de la ONG SOS Méditerranée y Médicos Sin Fronteras,
con 629 inmigrantes a bordo, atraque en Valencia después de ser
denegado el pertinente permiso en Italia y Malta. Algunos hay que
hablan del comienzo de una nueva invasión. Otros de los problemas presupuestarios que tales decisiones acarrean.
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No voy a extenderme en este último punto, porque considero que el sistema español de ayudas sociales no sufrirá grandes trastornos con los poco más de 600 nuevos “pobres”. Efectivamente, no han contribuido a la caja en la que pagamos todos, pero precisamente eso es ser solidario: dar al que no tiene ni nunca tuvo. Cuentas deberíamos hacer, y seriamente por cierto, si se tratase de 6.000, o 60.000 nuevos receptores netos de ayuda. ¿Cómo ayudar? ¿Cuánto tiempo? ¿Con qué medios?
No, hoy quiero hablarles de la vertiente cultural del asunto. Porque no olvidemos que “ellos” no son “de casa”. ¿Quiénes somos “nosotros”? ¿Y qué queremos llegar a ser? Como sociedad, pregunto. Como nación. ¿Nación? Si desde la pregunta “¿Quiénes somos?” desembocamos de manera inmediata y estúpida en la “nación“, debemos reconocer que nuestra mente sigue arraigada en el pasado Siglo XX.
Los problemas complejos de una sociedad cada vez más globalizada e internamente cada vez más diversa no se pueden manejar con esta herramienta. El recurso a la cultura nacional, que pretende fortalecer a la comunidad, es un gesto únicamente conservador que no nos ayuda a resolver los problemas de mañana.
Sin embargo, todo aquél que rechace frontalmente la búsqueda de una cultura que podamos designar como nuestra pasa por alto otra verdad importante: las personas anhelan la pertenencia a un grupo. La gente quiere ser parte de algo, parte de una comunidad, una historia, una idea. Aquellos que no quieren que se busque esta comunidad en naciones, religiones o los colores de piel deben hacer una mejor oferta que satisfaga esa necesidad de pertenencia que todos compartimos.
Cualquier discusión significativa sobre una cultura rectora, vamos a llamarla así, comienza con la pregunta de qué debe caracterizar una cultura para poder cumplir ese papel: como resultado de la inmigración y el enorme impulso a la liberalización de los derechos individuales (pensemos en las minorías sexuales), la diversidad de las sociedades occidentales crece constantemente, y eso es bueno. Tanto la Constitución Española como la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea contienen la no discriminación y están comprometidos con esta diversidad social.
Una cultura rectora para el siglo XXI debe, sobre todo, lograr un objetivo: construir puentes. Puentes entre las identidades y situaciones de vida cada vez más diversas dentro de las sociedades modernas y puentes entre las antiguas naciones, cada vez más entrelazadas. Tiene que estar abierta a todas estas identidades y las diferentes formas en que nos vemos a nosotros mismos.
Aquí hablamos de una cultura rectora abierta que es más un “Canon de Valores Directores” que subjetivamente permita más espacios para diferentes percepciones en aquello que no es fundamental. Es decir, en aquello que no afecte en su integridad a los derechos humanos, los principios de la ilustración y de la democracia.
Sin embargo, poner las palabras al mismo nivel que un acto, por ejemplo cuando hablamos de que las palabras pueden “ejercer violencia”, sacude los cimientos de nuestra civilización. Tal y como dice Gérard Biard, el editor de Charlie Hebdo: “Crecer como ciudadano significa aprender que algunas ideas, palabras o imágenes pueden ser impactantes. Estar conmocionado es parte del debate democrático, recibir un disparo no “.
Si queremos defender a Europa, o al “Occidente”, contra la ola de nacionalismo y populismo, pero también contra el pragmatismo absurdo del “no hay alternativa” y el relativismo de la izquierda, no podemos obviar el proyecto liberal y emancipatorio de la Ilustración, y volver a sacarle punta para este el siglo XXI que estamos abriendo. Tenemos que redescubrir las ganas por mantener una discusión clara y un discurso civilizado, racional.
Y no, no estoy hablando de una cultura europeizada: estrictamente hablando, esta es una cultura rectora abierta, porque el compromiso con la Ilustración, los derechos humanos y la democracia no es una cuestión de origen, sino de la actitud: a “nosotros” pertenece quien lo desea, sin importar de dónde venga, sin importar su género, religión o etnia.
La única guerra de culturas, el único “choque de civilizaciones” que realmente existe es aquel entre la Ilustración y la Contra-Ilustración, cuyo frente se extiende por todos los estados nacionales y espacios culturales tradicionales. Termino citando a Albus Dumbledore: “Las diferencias en el hábito y el lenguaje son irrelevantes si nuestros objetivos son iguales y nuestros corazones están abiertos“.
Foto Mantas Hesthaven
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No voy a extenderme en este último punto, porque considero que el sistema español de ayudas sociales no sufrirá grandes trastornos con los poco más de 600 nuevos “pobres”. Efectivamente, no han contribuido a la caja en la que pagamos todos, pero precisamente eso es ser solidario: dar al que no tiene ni nunca tuvo. Cuentas deberíamos hacer, y seriamente por cierto, si se tratase de 6.000, o 60.000 nuevos receptores netos de ayuda. ¿Cómo ayudar? ¿Cuánto tiempo? ¿Con qué medios?
No, hoy quiero hablarles de la vertiente cultural del asunto. Porque no olvidemos que “ellos” no son “de casa”. ¿Quiénes somos “nosotros”? ¿Y qué queremos llegar a ser? Como sociedad, pregunto. Como nación. ¿Nación? Si desde la pregunta “¿Quiénes somos?” desembocamos de manera inmediata y estúpida en la “nación“, debemos reconocer que nuestra mente sigue arraigada en el pasado Siglo XX.
Los problemas complejos de una sociedad cada vez más globalizada e internamente cada vez más diversa no se pueden manejar con esta herramienta. El recurso a la cultura nacional, que pretende fortalecer a la comunidad, es un gesto únicamente conservador que no nos ayuda a resolver los problemas de mañana.
Sin embargo, todo aquél que rechace frontalmente la búsqueda de una cultura que podamos designar como nuestra pasa por alto otra verdad importante: las personas anhelan la pertenencia a un grupo. La gente quiere ser parte de algo, parte de una comunidad, una historia, una idea. Aquellos que no quieren que se busque esta comunidad en naciones, religiones o los colores de piel deben hacer una mejor oferta que satisfaga esa necesidad de pertenencia que todos compartimos.
Cualquier discusión significativa sobre una cultura rectora, vamos a llamarla así, comienza con la pregunta de qué debe caracterizar una cultura para poder cumplir ese papel: como resultado de la inmigración y el enorme impulso a la liberalización de los derechos individuales (pensemos en las minorías sexuales), la diversidad de las sociedades occidentales crece constantemente, y eso es bueno. Tanto la Constitución Española como la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea contienen la no discriminación y están comprometidos con esta diversidad social.
Una cultura rectora para el siglo XXI debe, sobre todo, lograr un objetivo: construir puentes. Puentes entre las identidades y situaciones de vida cada vez más diversas dentro de las sociedades modernas y puentes entre las antiguas naciones, cada vez más entrelazadas. Tiene que estar abierta a todas estas identidades y las diferentes formas en que nos vemos a nosotros mismos.
Una cultura rectora abierta tiene tres elementos: derechos humanos, ilustración y democraciaHablamos de una cultura rectora abierta cuyos fundamentos se componen de tres elementos apenas distinguibles: derechos humanos, ilustración, democracia. Evidentemente, esto deja en la obsolescencia aquello que “tradicionalmente” se entiende por “cultura”: la suma de características históricas y sociales que definen un grupo humano de manera integrativa en el propio grupo pero que funcionan hacia afuera de manera jerárquica (“mi” cultura debe ser la que se imponga) y diferenciadora: “mi” cultura no es como la tuya.
Aquí hablamos de una cultura rectora abierta que es más un “Canon de Valores Directores” que subjetivamente permita más espacios para diferentes percepciones en aquello que no es fundamental. Es decir, en aquello que no afecte en su integridad a los derechos humanos, los principios de la ilustración y de la democracia.
Sin Ilustración no hay derechos humanos
La separación de palabras y acciones es históricamente uno de los pilares de la Ilustración europea: las balas matan, las palabras no; esta visión era y es fundamental para entender el derecho a la libertad de expresión. Debe recordarse que este punto de vista no es ni único ni obligatorio, sino que se basa en un acuerdo social: las palabras se ubican sistemáticamente en algún lugar entre los pensamientos y las acciones.Las palabras se ubican sistemáticamente en algún lugar entre los pensamientos y las accionesLos actos a menudo están prohibidos porque limitan la libertad de otros de forma material, los pensamientos no pueden ser prohibidos. A diferencia de los pensamientos -por muy abominables que estos sean-, las palabras no siempre permanecen sin consecuencias, y ello es lo que tienen en común con las acciones.
Sin embargo, poner las palabras al mismo nivel que un acto, por ejemplo cuando hablamos de que las palabras pueden “ejercer violencia”, sacude los cimientos de nuestra civilización. Tal y como dice Gérard Biard, el editor de Charlie Hebdo: “Crecer como ciudadano significa aprender que algunas ideas, palabras o imágenes pueden ser impactantes. Estar conmocionado es parte del debate democrático, recibir un disparo no “.
No hay derechos humanos sin la comprensión de que todos los seres humanos son igualesQuien defiende poner en primer lugar los derechos humanos y civiles, nunca debe olvidar: no hay derechos humanos sin el universalismo de la Ilustración. Más allá de todos los reveses, de todos los crímenes que se han cometido, la Ilustración es el proyecto verdaderamente emancipatorio que ha convertido a Europa y Occidente en lo que es hoy: no hay derechos humanos sin la comprensión de que todos los seres humanos son iguales.
Si queremos defender a Europa, o al “Occidente”, contra la ola de nacionalismo y populismo, pero también contra el pragmatismo absurdo del “no hay alternativa” y el relativismo de la izquierda, no podemos obviar el proyecto liberal y emancipatorio de la Ilustración, y volver a sacarle punta para este el siglo XXI que estamos abriendo. Tenemos que redescubrir las ganas por mantener una discusión clara y un discurso civilizado, racional.
No importa de dónde vienes sino a dónde quieres ir
Finalmente, en tiempos de migración global, una cultura rectora moderna debería ser al mismo tiempo una promesa y una amenaza. Una promesa para todos los que quieran “participar” en esta cultura rectora: “les recibimos con los brazos abiertos, sin importar su procedencia, sin importar su religión o el color de la piel; vengan, aquí tienen su sitio”. En segundo lugar, una amenaza para todos los que no se identifican con nuestra cultura rectora: “¡Mejor vayan a otro lugar o quédense donde están! Nunca se sentirán como en casa, y en nuestras escuelas educaremos a sus hijos en nuestros principios de igualdad, laicidad, libertad y democracia”.Y no, no estoy hablando de una cultura europeizada: estrictamente hablando, esta es una cultura rectora abierta, porque el compromiso con la Ilustración, los derechos humanos y la democracia no es una cuestión de origen, sino de la actitud: a “nosotros” pertenece quien lo desea, sin importar de dónde venga, sin importar su género, religión o etnia.
El único “choque de civilizaciones” que realmente existe es aquel entre la Ilustración y la Contra-IlustraciónNo lo hacen aquellos que se comprometen con el fanatismo burdo, el nacionalismo, las religiones o cosas similares, ni siquiera si sus antepasados ya estaban cazando por la zona durante la Edad del Bronce. La intelectual negra lesbiana del Bronx es una de nosotros. Los activistas de los derechos civiles de Myanmar son de los nuestros. El activista saudí Raif Badawi es uno de los nuestros, así como los valientes hombres iraníes fotografiados en hijab junto a sus mujeres pelo al aire en protesta contra las leyes discriminatorias de su país. Intelectuales como Salman Rushdie están con nosotros, así como la polémica Ayaan Hirsi Ali.
La única guerra de culturas, el único “choque de civilizaciones” que realmente existe es aquel entre la Ilustración y la Contra-Ilustración, cuyo frente se extiende por todos los estados nacionales y espacios culturales tradicionales. Termino citando a Albus Dumbledore: “Las diferencias en el hábito y el lenguaje son irrelevantes si nuestros objetivos son iguales y nuestros corazones están abiertos“.
Foto Mantas Hesthaven
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