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Guatemala. 2015: vuvuzelas. 2018: movilización popular
En
2015 Guatemala vivió una gran crisis política que terminó con el
encarcelamiento del por entonces binomio presidencial (Otto Pérez Molina
y Roxana Baldetti).
El lema de aquel entonces era la lucha contra la corrupción. Se decía en ese momento, y ahora se puede afirmar con firmeza, que toda esa movilización anticorrupción tenía que ver, fundamentalmente, con un plan finamente trazado por Washington.
Dos motivos lo fundamentan: 1) la decisión política de intentar transparentar las mafiosas y corruptas políticas centroamericanas, que tal como están ahora, constituyen una bomba de tiempo que expulsa gente hacia el territorio norteamericano y, al mismo tiempo, representan un peligro de posible “ingobernabilidad” (visto desde la lógica capitalista del imperio, de ahí que montaron el Plan Alianza para la Prosperidad); y 2) ser un laboratorio de pruebas para las recetas anticorrupción con las que, posteriormente, el gobierno estadounidense pudo mover gobiernos díscolos en otras latitudes (Brasil, Argentina, etc.).
El experimento fue todo un éxito. La población, básicamente clase media urbana, se indignó profundamente ante las denuncias aparecidas, y en una demostración de civismo (muy bien manejado con técnicas de manipulación social), una buena cantidad de población salió a protestar a la plaza. La movilización, de todos modos, era bastante limitada (lo cual hacía pensar en quién y para qué movía todo eso): entonar el himno nacional, sonar vuvuzelas, vociferar contra los funcionarios corruptos y volverse a la casa. No había, en sentido estricto, un proyecto político de cambio. Ninguna fuerza popular-de izquierda-revolucionaria pudo aprovechar el descontento para ir más allá, pues toda la iniciativa mostró desde un inicio que no apuntaba a cambiar nada. Puro gatopardismo. De todos modos, esos acontecimientos sirvieron para fomentar un calor popular antes inexistente.
La crisis política abierta ese año se cerró con una elección amañada, donde apareció un candidato a la medida: un actor que personificó el papel de “presidenciable no corrupto”. El circo mediático estuvo bien montado, a tal punto que permitió que Jimmy Morales llegara a la presidencia. Rodeado de militares vinculados a la guerra interna y a grupos mafiosos de oscuro pasado –todos ligados al Estado contrainsurgente y a los negocios sucios que el mismo permitió–, la crisis terminó y todo pareció volver a la “normalidad”.
Pero esa “normalidad” en Guatemala significa explotación, miseria, exclusión. Pasaron las movilizaciones sabatinas con muchas vuvuzelas del 2015 y todo siguió igual en la base: 60% de la población bajo el límite de pobreza, desnutrición crónica (quinto puesto en el mundo), desocupación, salarios de hambre, analfabetismo, racismo y patriarcado, manipulación burda de las grandes masas, valores misóginos, homofóbicos y ultraconservadores. Era obvio que ese montaje anticorrupción funcionó como distractor. Los problemas fundamentales no se tocaron.
Pero la población del país no es solo la clase media urbana que “civilizadamente”, al ritmo de vuvuzelas, se indignó por el robo de algunos funcionarios. Movimientos populares de base, campesinos e indígenas en lo fundamental, siguieron protestando tal como lo venían haciendo desde siempre, sin la caja de resonancia de los medios comerciales de comunicación. Esas reivindicaciones (mejores condiciones de vida, tierra para los campesinos pobres, mejora salarial, servicios básicos decentes, etc.) se continuaron levantando siempre, aunque no inundaran las plazas ni aparecieran en la televisión.
Tanto esas protestas como las investigaciones contra la corrupción llevadas adelante por la CICIG y el Ministerio Público (en tanto parte de la iniciativa estadounidense de transparentar las mafias del Triángulo Norte de Centroamérica), fueron acorralando a la administración de Morales. El llamado Pacto de corruptos (empresarios, clase política, militares, todos moviéndose con criterio mafioso) se empezó a sentir nervioso por ambos motivos. La movilización popular siempre es molesta para las clases dominantes; y si a eso se suma la posibilidad de ser investigada por corrupta, tenemos el cuadro actual: reacciona mostrando los dientes. De ahí que 1) hace lo imposible por evitar las investigaciones cerrando el paso a la CICIG, y 2) comenzó un sistemático ataque a luchadores populares con métodos de la guerra contrainsurgente (van 18 muertos este año, con total impunidad).
Pero la gente no se quedó callada. Hoy existe una movilización popular distinta a la del 2015: hay conducción política producto de la articulación de distintos grupos de base, hay proyecto claro (pedir la renuncia del elenco gobernante y el llamado a una Asamblea Constituyente), y ya no hay el miedo de años atrás.
El escenario no es pre-revolucionario ni por asomo; pero abre posibilidades interesantes para el campo popular.
El lema de aquel entonces era la lucha contra la corrupción. Se decía en ese momento, y ahora se puede afirmar con firmeza, que toda esa movilización anticorrupción tenía que ver, fundamentalmente, con un plan finamente trazado por Washington.
Dos motivos lo fundamentan: 1) la decisión política de intentar transparentar las mafiosas y corruptas políticas centroamericanas, que tal como están ahora, constituyen una bomba de tiempo que expulsa gente hacia el territorio norteamericano y, al mismo tiempo, representan un peligro de posible “ingobernabilidad” (visto desde la lógica capitalista del imperio, de ahí que montaron el Plan Alianza para la Prosperidad); y 2) ser un laboratorio de pruebas para las recetas anticorrupción con las que, posteriormente, el gobierno estadounidense pudo mover gobiernos díscolos en otras latitudes (Brasil, Argentina, etc.).
El experimento fue todo un éxito. La población, básicamente clase media urbana, se indignó profundamente ante las denuncias aparecidas, y en una demostración de civismo (muy bien manejado con técnicas de manipulación social), una buena cantidad de población salió a protestar a la plaza. La movilización, de todos modos, era bastante limitada (lo cual hacía pensar en quién y para qué movía todo eso): entonar el himno nacional, sonar vuvuzelas, vociferar contra los funcionarios corruptos y volverse a la casa. No había, en sentido estricto, un proyecto político de cambio. Ninguna fuerza popular-de izquierda-revolucionaria pudo aprovechar el descontento para ir más allá, pues toda la iniciativa mostró desde un inicio que no apuntaba a cambiar nada. Puro gatopardismo. De todos modos, esos acontecimientos sirvieron para fomentar un calor popular antes inexistente.
La crisis política abierta ese año se cerró con una elección amañada, donde apareció un candidato a la medida: un actor que personificó el papel de “presidenciable no corrupto”. El circo mediático estuvo bien montado, a tal punto que permitió que Jimmy Morales llegara a la presidencia. Rodeado de militares vinculados a la guerra interna y a grupos mafiosos de oscuro pasado –todos ligados al Estado contrainsurgente y a los negocios sucios que el mismo permitió–, la crisis terminó y todo pareció volver a la “normalidad”.
Pero esa “normalidad” en Guatemala significa explotación, miseria, exclusión. Pasaron las movilizaciones sabatinas con muchas vuvuzelas del 2015 y todo siguió igual en la base: 60% de la población bajo el límite de pobreza, desnutrición crónica (quinto puesto en el mundo), desocupación, salarios de hambre, analfabetismo, racismo y patriarcado, manipulación burda de las grandes masas, valores misóginos, homofóbicos y ultraconservadores. Era obvio que ese montaje anticorrupción funcionó como distractor. Los problemas fundamentales no se tocaron.
Pero la población del país no es solo la clase media urbana que “civilizadamente”, al ritmo de vuvuzelas, se indignó por el robo de algunos funcionarios. Movimientos populares de base, campesinos e indígenas en lo fundamental, siguieron protestando tal como lo venían haciendo desde siempre, sin la caja de resonancia de los medios comerciales de comunicación. Esas reivindicaciones (mejores condiciones de vida, tierra para los campesinos pobres, mejora salarial, servicios básicos decentes, etc.) se continuaron levantando siempre, aunque no inundaran las plazas ni aparecieran en la televisión.
Tanto esas protestas como las investigaciones contra la corrupción llevadas adelante por la CICIG y el Ministerio Público (en tanto parte de la iniciativa estadounidense de transparentar las mafias del Triángulo Norte de Centroamérica), fueron acorralando a la administración de Morales. El llamado Pacto de corruptos (empresarios, clase política, militares, todos moviéndose con criterio mafioso) se empezó a sentir nervioso por ambos motivos. La movilización popular siempre es molesta para las clases dominantes; y si a eso se suma la posibilidad de ser investigada por corrupta, tenemos el cuadro actual: reacciona mostrando los dientes. De ahí que 1) hace lo imposible por evitar las investigaciones cerrando el paso a la CICIG, y 2) comenzó un sistemático ataque a luchadores populares con métodos de la guerra contrainsurgente (van 18 muertos este año, con total impunidad).
Pero la gente no se quedó callada. Hoy existe una movilización popular distinta a la del 2015: hay conducción política producto de la articulación de distintos grupos de base, hay proyecto claro (pedir la renuncia del elenco gobernante y el llamado a una Asamblea Constituyente), y ya no hay el miedo de años atrás.
El escenario no es pre-revolucionario ni por asomo; pero abre posibilidades interesantes para el campo popular.
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