Samer
al-Arja era un niño palestino de tres años que corría alegre entre los
callejones del campo de refugiados de Tal-as Sultan, situado al norte de
la ciudad de Rafah, pegado a ella, en la franja de Gaza, casi tocando
los muros y el alambre de espino que la separan de Egipto y del mundo.
De los ciento cincuenta mil habitantes de Rafah, cien mil viven en los
míseros campos de refugiados que la rodean.
La mayor parte de la ciudad fue demolida por el ejército israelí entre el año 2000 y el 2004: el general Yom-Tov Samia, jefe del comando sur del Tsahal israelí fue tajante, entonces: había que demoler trescientos metros a cada lado de la línea fronteriza, sin que importase cuántas casas desaparecerían. Con excavadoras blindadas Caterpillar D9 los militares israelíes, sin advertir previamente a la población, iniciaron redadas nocturnas: derribaron en unos meses 1.700 casas palestinas. Solamente en mayo de 2004, destruyeron trescientas viviendas, diez hogares palestinos cada día. La feroz campaña militar se basaba en la hipótesis de que cada palestino es un posible terrorista, y cada hogar de los territorios ocupados un punto para lanzar ataques. Ese mismo mes, el gobierno israelí aprobó un plan para ampliar las demoliciones: miles de palestinos quedaron sin hogar, pero eso no importaba al sanguinario Ariel Sharón, primer ministro de Israel en aquellos días.
El 20 de mayo de 2004, el Tsahal atacó el campo de refugiados donde vivía Samer: era la operación Arco Iris, lanzada para destruir los pasos subterráneos por donde se abastece precariamente la población gazatí, en condiciones inimaginables, y por donde pasan también algunas armas para los combatientes que resisten la ocupación israelí. La familia de Samer huyó de los bombardeos y llegó al barrio de al-Jneina. El 21 de mayo, mientras la población palestina intentaba resistir con las manos desnudas, arrancando coraje de la desesperación, una bomba lanzada por los militares israelíes cayó cerca del edificio donde Samer y su familia se habían refugiado. La explosión aterrorizó a Samer, cuyos tres años de vida no le habían preparado para la destrucción y las bombas, y perdió el conocimiento.
Sus padres, desesperados, lo llevaron al hospital de Rafah, pero los médicos palestinos sólo pudieron certificar su muerte. ¿Un niño de tres años puede morir de un ataque al corazón? Había muerto de miedo.
El derecho internacional impone obligaciones a todos los países, también a las potencias ocupantes de territorios ajenos: entre otros, el deber de distinguir a la población civil de los combatientes armados, y, además, el de proteger a la población de los territorios ocupados o controlados. Sin embargo, Israel, acostumbrado a hacer caso omiso de cualquier norma de conducta humanitaria, lanzó, en el verano de 2014, un apocalíptico castigo con la operación Margen protector: mató a 2.310 palestinos (entre ellos, 469 niños, según UNICEF), hirió a más de 12.000 (de los que 3.000 eran niños) y sus bombardeos convirtieron a medio millón de palestinos en refugiados y desplazados. En los pobres hospitales de Gaza, adonde llegaban los coches y ambulancias que trasladaban a los heridos, a veces cadáveres despedazados, los médicos debían limpiar con mangueras la sangre de los heridos que llenaba los suelos de los quirófanos.
Israel ejecuta demoliciones ilegales, obliga a desplazamientos forzosos, deja a miles de personas sin hogar, se desentiende de los problemas de los palestinos que han sido forzados a huir, y se niega a pagar ningún tipo de reparaciones por la destrucción causada, además de ordenar a sus francotiradores que disparen a matar, como se vio en abril y mayo de 2018 en las semanas de protestas que siguieron a la Gran Marcha de Retorno palestina. Esa actuación define a un Estado terrorista.
Todos los niños palestinos padecen problemas de ansiedad por el acoso y la guerra que impone Israel, y muchos mueren, como Samer, pero la mayoría de los israelíes prefieren ignorarlo: Yom-Tov Samia es ahora un general retirado que vive en Tel-Aviv; es presidente de varias compañías de logística, sistemas de control y seguridad, y no sabe nada de Samer Al-Arja, el niño palestino que murió de miedo en Rafah.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.
La mayor parte de la ciudad fue demolida por el ejército israelí entre el año 2000 y el 2004: el general Yom-Tov Samia, jefe del comando sur del Tsahal israelí fue tajante, entonces: había que demoler trescientos metros a cada lado de la línea fronteriza, sin que importase cuántas casas desaparecerían. Con excavadoras blindadas Caterpillar D9 los militares israelíes, sin advertir previamente a la población, iniciaron redadas nocturnas: derribaron en unos meses 1.700 casas palestinas. Solamente en mayo de 2004, destruyeron trescientas viviendas, diez hogares palestinos cada día. La feroz campaña militar se basaba en la hipótesis de que cada palestino es un posible terrorista, y cada hogar de los territorios ocupados un punto para lanzar ataques. Ese mismo mes, el gobierno israelí aprobó un plan para ampliar las demoliciones: miles de palestinos quedaron sin hogar, pero eso no importaba al sanguinario Ariel Sharón, primer ministro de Israel en aquellos días.
El 20 de mayo de 2004, el Tsahal atacó el campo de refugiados donde vivía Samer: era la operación Arco Iris, lanzada para destruir los pasos subterráneos por donde se abastece precariamente la población gazatí, en condiciones inimaginables, y por donde pasan también algunas armas para los combatientes que resisten la ocupación israelí. La familia de Samer huyó de los bombardeos y llegó al barrio de al-Jneina. El 21 de mayo, mientras la población palestina intentaba resistir con las manos desnudas, arrancando coraje de la desesperación, una bomba lanzada por los militares israelíes cayó cerca del edificio donde Samer y su familia se habían refugiado. La explosión aterrorizó a Samer, cuyos tres años de vida no le habían preparado para la destrucción y las bombas, y perdió el conocimiento.
Sus padres, desesperados, lo llevaron al hospital de Rafah, pero los médicos palestinos sólo pudieron certificar su muerte. ¿Un niño de tres años puede morir de un ataque al corazón? Había muerto de miedo.
El derecho internacional impone obligaciones a todos los países, también a las potencias ocupantes de territorios ajenos: entre otros, el deber de distinguir a la población civil de los combatientes armados, y, además, el de proteger a la población de los territorios ocupados o controlados. Sin embargo, Israel, acostumbrado a hacer caso omiso de cualquier norma de conducta humanitaria, lanzó, en el verano de 2014, un apocalíptico castigo con la operación Margen protector: mató a 2.310 palestinos (entre ellos, 469 niños, según UNICEF), hirió a más de 12.000 (de los que 3.000 eran niños) y sus bombardeos convirtieron a medio millón de palestinos en refugiados y desplazados. En los pobres hospitales de Gaza, adonde llegaban los coches y ambulancias que trasladaban a los heridos, a veces cadáveres despedazados, los médicos debían limpiar con mangueras la sangre de los heridos que llenaba los suelos de los quirófanos.
Israel ejecuta demoliciones ilegales, obliga a desplazamientos forzosos, deja a miles de personas sin hogar, se desentiende de los problemas de los palestinos que han sido forzados a huir, y se niega a pagar ningún tipo de reparaciones por la destrucción causada, además de ordenar a sus francotiradores que disparen a matar, como se vio en abril y mayo de 2018 en las semanas de protestas que siguieron a la Gran Marcha de Retorno palestina. Esa actuación define a un Estado terrorista.
Todos los niños palestinos padecen problemas de ansiedad por el acoso y la guerra que impone Israel, y muchos mueren, como Samer, pero la mayoría de los israelíes prefieren ignorarlo: Yom-Tov Samia es ahora un general retirado que vive en Tel-Aviv; es presidente de varias compañías de logística, sistemas de control y seguridad, y no sabe nada de Samer Al-Arja, el niño palestino que murió de miedo en Rafah.
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