'Aquí no hay sueño americano, aquí no hay futuro'
Hay indocumentados que nunca logran conquistar el 'sueño
americano'. La recesión de 2008 en Estados Unidos hizo que perdieran
todo; los paros en el área de la construcción acabaron con su principal
fuente de trabajo
Los Ángeles, California.- Una vez que lograste librar la muerte del camino y llegaste a Estados Unidos, dice Ramón Castro, lo primero que quieres es levantar la cabeza y asomarte por la ventana de la camioneta en la que te cruzó el pollero.
Quieres ver los grandes edificios de 50 pisos que se elevan a lo alto
y, cuando se refleja el sol en sus ventanales, pareciesen de oro.
“Te imaginas que llegarás y vivirás ahí en uno de ésos”, recuerda con una risa larga Ramón Castro, un inmigrante que llegó a Los Ángeles el 4 de julio de 2002, el día de la independencia de Estados Unidos.
Graduado como técnico electricista, llegó por recomendación de unos amigos en su natal Culiacán, Sinaloa. Le platicaron que en Estados Unidos había mucho trabajo en la remodelación de viviendas.
Dice Ramón que aquel día que llegó a Los Ángeles, California, sí vivió en un edificio de ésos: pero en compañía de otros siete amigos, porque en Estados Unidos las rentas por un pequeño espacio rebasan los mil 500 dólares mensuales; esa cantidad ningún obrero la puede pagar.
“Me acomodé con mis ‘compas’ electricistas, n’hombre hubiera visto en el puro Downtown, imagínese, era un cuartito como de tres por cuatro metros, era puros colchones todo el cuarto. Nada más sobraba un cuadrito chiquito donde había una estufita”, recuerda.
Ahí se dio cuenta de que a pesar de librar la muerte, aún estaba muy lejos de alcanzar la meta que se fijó al abandonar su tierra. Estados Unidos no era lo que le habían platicado, y lo que más le impresionó es que ni siquiera tenían un baño, había que salir a un pasillo donde se compartía con todos los del edificio.
“Pero luego luego agarré trabajo y me empezó a ir bien, entonces me casé al año y tuve un hijo. Nos fuimos a vivir a Corona, afuera de la ciudad, y teníamos un departamentito chiquito, pero estábamos muy contentos”.
Poco a poco la vida de Ramón se acomodaba, trabajaba duro, pero había encontrado en Paty, su esposa, la vida que soñaba. “Hasta el 19 de diciembre de 2013, como lo recuerdo, llegaron en la noche, ya estaba dormido, escuché un ruido muy fuerte y me levanté asustado, creí que eran unos ladrones. Era Inmigración, alguien me había denunciado”.
Fue deportado por Tijuana, aun así confiaba en que volvería a Estados Unidos y recuperaría su trabajo. Por eso aprovechó la deportación para visitar a su madre en Culiacán, Sinaloa. Ya había contactado a un pollero que en febrero próximo lo regresaría con su familia.
Se acabó
Si Ramón tuviera que recordar la fecha y la hora en que empezó “la pesadilla”, serían las nueve de la noche del 26 de diciembre. Como todos los días, levantó el teléfono y llamó a su esposa. Le contó que recién había conseguido trabajo para juntar dinero. Ella le platicó que estaba preparando buñuelos. “Cómo me haces falta, m’hijo”, suspiró Paty al otro lado de la línea.
“Fue la última vez que hablamos, yo regresé de trabajar y mi madre me avisó que le había dado un infarto a mi Paty y murió”, dice Ramón, un hombre de bigote bien recortado y ojos tristes, quien baja los parpados lentamente. Aguanta la respiración, tratando de asfixiar el sollozo que trae atorado en la garganta, pero sutilmente se le escapa en una lágrima.
“Imagínate qué sentí, impotencia. No pude despedirme”. Ahora sólo da pequeños detalles: que les entregaron el cuerpo 10 días después; que tuvo un funeral muy bonito. “Yo lo prometí: para el 14 de febrero voy a estar allá, m’hija, y se lo cumplí, el 14 de febrero, agarrado de la mano de mi niño, llegué al pie de la tumba de Paty y la llené de rosas rojas y gladiolas, pasamos todo el día en el panteón”.
El problema es que cuando Paty murió y en ausencia de Ramón, el gobierno tomó custodia de su hijo. Lo reclamó su cuñada.
Sin trabajo y sin papeles no se le permitió al migrante quedarse con Ramón Jr. Desde entonces Ramón se convirtió en indigente.
”¿Que cómo acabé así? Todo fue culpa de un patrón, cuando regresé a Estados Unidos empecé a trabajar otra vez en la remodelación de casas. Una máquina para destapar drenajes me agarró el brazo y casi me lo corta. El patrón no quiso curarme y tras seis meses se me inmovilizó el brazo”.
El patrón, un mexicano originario de Guadalajara, le contestó que no le iba pagar nada y que si quería ir al doctor se despidiera de su empleo; había una larga fila de migrantes queriendo trabajar. “Aguanté, aguanté hasta que un día ya no me podía levantar, ahí pensé: no, mi salud, mi vida y mi hijo están primero que esto”.
Entonces Ramón decidió hablar con un abogado, y por ello su jefe lo despidió. Después de años de trabajo no recibió ninguna indemnización, y la situación se le complicó porque también se quedó sin hogar, pues vivía en las casas que remodelaba.
“Con mis suegros no me puedo quedar porque el gobierno les dio un departamentito donde sólo pueden vivir ellos dos; y mi cuñada, pues ella tenía a mi niño y el Seguro Social checa que nadie —sólo ella y él— vivan ahí, si no también se lo quitan, así que no podía arriesgarlos”.
Ramón no se consideró un sin hogar, homeless como les llaman en Estados Unidos, porque primero se quedó en una camioneta Blazer que le prestaba un amigo. “Pero como el carro era de la compañía, el patrón le dijo que si me dejaba dormir ahí, también a él lo correría”.
Después durmió en el Metro, aprendió que podía agarrar la ruta más larga hasta un lugar llamado Long Beach. Pero un día se quedó sin dinero hasta para el ticket: sin familia, sin amigos ni trabajo acabó durmiendo bajo los puentes de la ciudad. “O en el monte, ay, sentía bien gacho, aún siento...”.
Hasta que el 2 de abril de 2014 —el día de su cumpleaños— un ex compañero de trabajo lo llevó a un albergue llamado Guadalupe, al este de la ciudad. Fue su regalo de cumpleaños que le permitieran pasar sus noches en un lugar caliente y le sirvieran su menudito.
Hoy, al pie de un comedor para gente sin hogar, me muestra dos fotografías: en la mano izquierda sostiene la imagen de una mujer blanca con párpados coloreados de azul y el pelo rubio. Es el retrato que repartieron el día del funeral de su esposa. “Te recordamos y amamos, Paty”. En la otra, un retrato escolar de su hijo, que se llama Ramón, como él, y quien, de hecho, es idéntico: los mismos ojos rasgados, el pelo ralo y una sonrisa tímida.
“Ahora me doy cuenta que yo nunca viví el sueño americano, eso creen todos, que van a venir a... yo vivía bien feliz en mi tierra”, dice y añade que la única razón por la que permanece en Estados Unidos es por su hijo Ramón.
Migrantes traicionados
Raquel Román es directora del Guadalupe Homeless Project, una iniciativa creada para ayudar a los migrantes que se encuentran en situación de calle en Estados Unidos. Cuenta que en 2008, cuando inició la recesión, notaron que comenzaban a registrarse cambios en las personas que llegaban a los albergues.
Eran personas que tenían un oficio, un trabajo y que incluso tenían una casa o departamento, pero no documentos para vivir legalmente en el territorio estadounidense. “Nos dimos cuenta de que otros albergues no los querían recibir porque no tenían documentos”.
La recesión en Estados Unidos hizo que perdieran todo, hubo paros en el área de la construcción, que era el principal espacio donde los migrantes trabajaban.
Según información del Departamento del Trabajo en Estados Unidos, ese año se perdieron más de 34 mil empleos en la construcción y 24 mil en la manufactura. Analistas económicos coincidieron que el sector más afectado fue la construcción donde se registró el mayor desempleo de mexicanos.
El Banco de México también informó que en 2008, el 21% de los migrantes que vivían en Estados Unidos trabajaban en la construcción y el 14%, en la manufactura. “Y muchos de ellos no han podido recuperarse y se quedaron sin hogar, en la indigencia y no han podido salir de eso”, explica Raquel.
Para muchos mexicanos que se quedaron sin hogar, la depresión es doble, pues se sienten traicionados. Jorge es un michoacano que llegó a Estados Unidos hace 28 años. Ahora se cepilla los dientes en un baño comunitario para gente sin hogar en Los Ángeles.
Con la crisis inmobiliaria también se quedó sin trabajo, era carpintero y se acabaron los turnos y las horas extras. Recuerda que cuando le iba bien, él lo dio todo por su familia y sus hermanos. El hombre de piel color chocolate, de ojos negros intensos y bigote al ras de los labios, tiene la mirada perdida cuando habla.
“Se acabó el sueño americano, se acabó todo. Aquí ya no hay futuro, me quedé como homeless y así quedamos muchos”, recuerda que durante casi tres décadas ayudó a su madre y sus hermanos en México, les mandaba todo lo que ganaba y él se quedaba con lo básico.
Ahora que Jorge necesita ayuda, todos le dieron la espalda, “ellos me traicionaron, yo di todo por ellos y ellos me traicionaron”. Como un objeto que, cuando no funciona, se tira a la basura y se olvida para siempre. Repite y repite con tristeza: “Les di mi corazón y me traicionaron”.
“Te imaginas que llegarás y vivirás ahí en uno de ésos”, recuerda con una risa larga Ramón Castro, un inmigrante que llegó a Los Ángeles el 4 de julio de 2002, el día de la independencia de Estados Unidos.
Graduado como técnico electricista, llegó por recomendación de unos amigos en su natal Culiacán, Sinaloa. Le platicaron que en Estados Unidos había mucho trabajo en la remodelación de viviendas.
Dice Ramón que aquel día que llegó a Los Ángeles, California, sí vivió en un edificio de ésos: pero en compañía de otros siete amigos, porque en Estados Unidos las rentas por un pequeño espacio rebasan los mil 500 dólares mensuales; esa cantidad ningún obrero la puede pagar.
“Me acomodé con mis ‘compas’ electricistas, n’hombre hubiera visto en el puro Downtown, imagínese, era un cuartito como de tres por cuatro metros, era puros colchones todo el cuarto. Nada más sobraba un cuadrito chiquito donde había una estufita”, recuerda.
Ahí se dio cuenta de que a pesar de librar la muerte, aún estaba muy lejos de alcanzar la meta que se fijó al abandonar su tierra. Estados Unidos no era lo que le habían platicado, y lo que más le impresionó es que ni siquiera tenían un baño, había que salir a un pasillo donde se compartía con todos los del edificio.
“Pero luego luego agarré trabajo y me empezó a ir bien, entonces me casé al año y tuve un hijo. Nos fuimos a vivir a Corona, afuera de la ciudad, y teníamos un departamentito chiquito, pero estábamos muy contentos”.
Poco a poco la vida de Ramón se acomodaba, trabajaba duro, pero había encontrado en Paty, su esposa, la vida que soñaba. “Hasta el 19 de diciembre de 2013, como lo recuerdo, llegaron en la noche, ya estaba dormido, escuché un ruido muy fuerte y me levanté asustado, creí que eran unos ladrones. Era Inmigración, alguien me había denunciado”.
Fue deportado por Tijuana, aun así confiaba en que volvería a Estados Unidos y recuperaría su trabajo. Por eso aprovechó la deportación para visitar a su madre en Culiacán, Sinaloa. Ya había contactado a un pollero que en febrero próximo lo regresaría con su familia.
Se acabó
Si Ramón tuviera que recordar la fecha y la hora en que empezó “la pesadilla”, serían las nueve de la noche del 26 de diciembre. Como todos los días, levantó el teléfono y llamó a su esposa. Le contó que recién había conseguido trabajo para juntar dinero. Ella le platicó que estaba preparando buñuelos. “Cómo me haces falta, m’hijo”, suspiró Paty al otro lado de la línea.
“Fue la última vez que hablamos, yo regresé de trabajar y mi madre me avisó que le había dado un infarto a mi Paty y murió”, dice Ramón, un hombre de bigote bien recortado y ojos tristes, quien baja los parpados lentamente. Aguanta la respiración, tratando de asfixiar el sollozo que trae atorado en la garganta, pero sutilmente se le escapa en una lágrima.
“Imagínate qué sentí, impotencia. No pude despedirme”. Ahora sólo da pequeños detalles: que les entregaron el cuerpo 10 días después; que tuvo un funeral muy bonito. “Yo lo prometí: para el 14 de febrero voy a estar allá, m’hija, y se lo cumplí, el 14 de febrero, agarrado de la mano de mi niño, llegué al pie de la tumba de Paty y la llené de rosas rojas y gladiolas, pasamos todo el día en el panteón”.
El problema es que cuando Paty murió y en ausencia de Ramón, el gobierno tomó custodia de su hijo. Lo reclamó su cuñada.
Sin trabajo y sin papeles no se le permitió al migrante quedarse con Ramón Jr. Desde entonces Ramón se convirtió en indigente.
”¿Que cómo acabé así? Todo fue culpa de un patrón, cuando regresé a Estados Unidos empecé a trabajar otra vez en la remodelación de casas. Una máquina para destapar drenajes me agarró el brazo y casi me lo corta. El patrón no quiso curarme y tras seis meses se me inmovilizó el brazo”.
El patrón, un mexicano originario de Guadalajara, le contestó que no le iba pagar nada y que si quería ir al doctor se despidiera de su empleo; había una larga fila de migrantes queriendo trabajar. “Aguanté, aguanté hasta que un día ya no me podía levantar, ahí pensé: no, mi salud, mi vida y mi hijo están primero que esto”.
Entonces Ramón decidió hablar con un abogado, y por ello su jefe lo despidió. Después de años de trabajo no recibió ninguna indemnización, y la situación se le complicó porque también se quedó sin hogar, pues vivía en las casas que remodelaba.
“Con mis suegros no me puedo quedar porque el gobierno les dio un departamentito donde sólo pueden vivir ellos dos; y mi cuñada, pues ella tenía a mi niño y el Seguro Social checa que nadie —sólo ella y él— vivan ahí, si no también se lo quitan, así que no podía arriesgarlos”.
Ramón no se consideró un sin hogar, homeless como les llaman en Estados Unidos, porque primero se quedó en una camioneta Blazer que le prestaba un amigo. “Pero como el carro era de la compañía, el patrón le dijo que si me dejaba dormir ahí, también a él lo correría”.
Después durmió en el Metro, aprendió que podía agarrar la ruta más larga hasta un lugar llamado Long Beach. Pero un día se quedó sin dinero hasta para el ticket: sin familia, sin amigos ni trabajo acabó durmiendo bajo los puentes de la ciudad. “O en el monte, ay, sentía bien gacho, aún siento...”.
Hasta que el 2 de abril de 2014 —el día de su cumpleaños— un ex compañero de trabajo lo llevó a un albergue llamado Guadalupe, al este de la ciudad. Fue su regalo de cumpleaños que le permitieran pasar sus noches en un lugar caliente y le sirvieran su menudito.
Hoy, al pie de un comedor para gente sin hogar, me muestra dos fotografías: en la mano izquierda sostiene la imagen de una mujer blanca con párpados coloreados de azul y el pelo rubio. Es el retrato que repartieron el día del funeral de su esposa. “Te recordamos y amamos, Paty”. En la otra, un retrato escolar de su hijo, que se llama Ramón, como él, y quien, de hecho, es idéntico: los mismos ojos rasgados, el pelo ralo y una sonrisa tímida.
“Ahora me doy cuenta que yo nunca viví el sueño americano, eso creen todos, que van a venir a... yo vivía bien feliz en mi tierra”, dice y añade que la única razón por la que permanece en Estados Unidos es por su hijo Ramón.
Migrantes traicionados
Raquel Román es directora del Guadalupe Homeless Project, una iniciativa creada para ayudar a los migrantes que se encuentran en situación de calle en Estados Unidos. Cuenta que en 2008, cuando inició la recesión, notaron que comenzaban a registrarse cambios en las personas que llegaban a los albergues.
Eran personas que tenían un oficio, un trabajo y que incluso tenían una casa o departamento, pero no documentos para vivir legalmente en el territorio estadounidense. “Nos dimos cuenta de que otros albergues no los querían recibir porque no tenían documentos”.
La recesión en Estados Unidos hizo que perdieran todo, hubo paros en el área de la construcción, que era el principal espacio donde los migrantes trabajaban.
Según información del Departamento del Trabajo en Estados Unidos, ese año se perdieron más de 34 mil empleos en la construcción y 24 mil en la manufactura. Analistas económicos coincidieron que el sector más afectado fue la construcción donde se registró el mayor desempleo de mexicanos.
El Banco de México también informó que en 2008, el 21% de los migrantes que vivían en Estados Unidos trabajaban en la construcción y el 14%, en la manufactura. “Y muchos de ellos no han podido recuperarse y se quedaron sin hogar, en la indigencia y no han podido salir de eso”, explica Raquel.
Para muchos mexicanos que se quedaron sin hogar, la depresión es doble, pues se sienten traicionados. Jorge es un michoacano que llegó a Estados Unidos hace 28 años. Ahora se cepilla los dientes en un baño comunitario para gente sin hogar en Los Ángeles.
Con la crisis inmobiliaria también se quedó sin trabajo, era carpintero y se acabaron los turnos y las horas extras. Recuerda que cuando le iba bien, él lo dio todo por su familia y sus hermanos. El hombre de piel color chocolate, de ojos negros intensos y bigote al ras de los labios, tiene la mirada perdida cuando habla.
“Se acabó el sueño americano, se acabó todo. Aquí ya no hay futuro, me quedé como homeless y así quedamos muchos”, recuerda que durante casi tres décadas ayudó a su madre y sus hermanos en México, les mandaba todo lo que ganaba y él se quedaba con lo básico.
Ahora que Jorge necesita ayuda, todos le dieron la espalda, “ellos me traicionaron, yo di todo por ellos y ellos me traicionaron”. Como un objeto que, cuando no funciona, se tira a la basura y se olvida para siempre. Repite y repite con tristeza: “Les di mi corazón y me traicionaron”.
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