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Capitalismo y subjetividad. ¿Qué sujeto, qué vínculo y qué libertad?
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Vivimos
en un mundo cada vez más homogéneo en su empuje mercantilizador, todo se hace
equivalente como mercancía. Más homogéneo y sin embargo menos igualitario.
Hoy ese mundo único del capital y las mercancías está habitado por muchos
mundos separados por muros, guerras, legislaciones de excepción y desiguales
condiciones de vida para la misma dignidad en la existencia, la de todos y la
de cualquiera. Hay acuerdo en denominar a esta situación como capitalismo
aunque luego podamos añadir algunos adjetivos más o menos clarificadores:
global, contemporáneo, tardío, posmoderno... Forma parte de la situación la
extensión de la percepción de que no hay alternativas a ella. A pesar de la
proliferación de los malestares insistimos en apagar el fuego con la misma
llama que lo alimenta.
La idea principal es que somos, en cierta medida, cómplices con lo que nos esclaviza. Este es el poder más efectivo, aquél que, in-visibilizando las huellas de su funcionamiento, pone a nuestros deseos a funcionar como el aliado más fiel de su despliegue. Sin embargo, esta herida es precisamente lo que nos salva. Si el capitalismo necesita de nuestra complicidad subjetiva es precisamente porque sin ella no podría sostenerse. Desde luego, un cambio político no es sólo subjetivo, individual o colectivo, pero tampoco puede no serlo.
La pregunta relevante es la que se interroga por la concepción de sujeto en la que podemos depositar nuestra confianza para sostener un proceso de emancipación cuando vemos que el capitalismo funciona articulado con un discurso sobre la libertad de elección y la autonomía individual que, finalmente, nos hace menos libres y más incapaces de transformar lo que ya está naturalizado como el único horizonte de lo posible, el del propio capitalismo.
Parte 1. El capitalismo y la producción de subjetividad
El capitalismo no es sólo una forma de organización de los modos de producción —un sistema económico constituido sobre la lógica desigualitaria de la acumulación de beneficio— sino también un modo de subjetivación. No es el único posible, no es necesario ni obligatorio y convive en cada sujeto de manera singular con otros procesos subjetivantes. Considerarlo de esta manera nos permite señalar al proceso ambivalente de constitución de un sujeto como punto de apoyo de las palancas del poder que sostienen hoy de manera casi global la hegemonía del capitalismo.
Constatamos a diario en nuestras propias vidas cómo nuestros afectos y deseos, por ejemplo, no se enfrentan naturalmente al poder, sino que también actúan como sus aliados. Y si efectivamente la subjetividad deseante puede oponerse a algunas formas de coerción, también es vehículo de dominación y sujeción. Basta observar cómo es movilizada en la publicidad para que voluntariamente persiga su propia servidumbre. Es en este sentido en el que hablamos de ambivalencia.
Todo se hace disponible
Vivimos bajo el telón de fondo de una condición omnicomprensiva universal y abstracta que convierte todo en equivalente-intercambiable, todo se hace disponible como mercancía. Marx ya nos lo enseñó al analizar el capitalismo mediante la figura de la “forma mercancía” y de su abstracción (las mercancías toman su valor en su intercambio en el mercado —valor de cambio— y no a partir de su capacidad de satisfacer necesidades —valor de uso—). El mundo se convierte en una gran red de objetos-mercancías. Todo estaría disponible aquí y ahora ¿por qué esperar? Es la promesa de la sociedad de la comunicación (todo es comunicable); de la tecno-medicalización de la vida biológica (todo es/será curable con un medicamento) y de la psíquica y social (todo malestar debe y puede ser anestesiado si aplicamos la técnica adecuada); y también de la del fin de la política mediante la pura gestión técnicoadministrativa de lo social-despolitizado (en el marco del parlamentarismo y la democracia electoral); en definitiva, de la desaparición de todo resto ingobernable en cualquier ámbito de la vida.
Esta hiperconectividad sin límite, estructurante de lo social, se alimenta paradójicamente de la proliferación infinita de diferencias y particularidades que impedirían toda estructuración fija y definitiva. Así, los sujetos-individuos ya no dependerían ni se deberían a ningún orden por encima de ellos (Alemán, 2008). Tenemos evidencias en nuestro día a día de esta tendencia fragmentadora y del empuje a la desaparición de toda referencia estructurante fija por “encima” del sujeto: la crisis de las instituciones y sus formas de autoridad simbólica (los padres, maestros, médicos,...), del trabajo como vínculo social estable, etc. (1). A las bondades de la desaparición (o la disminución) de algunas formas de control tradicionales tenemos que añadir hoy otras formas de dominación para las que no encontramos un horizonte claro de superación, nos referimos a aquellas que se despliegan como “servidumbre voluntaria” (La Boétie, 2008) contando precisamente con la libertad (formal) de elección de ese sujeto que se ha liberado del peso institucional.
Por tanto, nos encontramos paradójicamente con la universalización de una condición estructurante —la abstracción capitalista que todo lo convierte en mercancía, donde el único valor es el de cambio— bajo el debilitamiento de las estructuraciones sociales mediante el empuje hacia la fragmentación, la incertidumbre y el cambio continuo, no sólo como experiencia de vida sino incluso como ideal a alcanzar.
No hay experiencias de límite, no hay corte, ni freno al deseo alimentado en el mercado como necesidad. Cualquier experiencia de finitud es vivida como una amenaza que debe ser aplacada. Basta con observar en la televisión el dopping legal (ginseng, jalea real, vitaminas, bacterias intestinales, entre otras), obligatorio para tener el cuerpo sincronizado con el exigente reloj capitalista; los nuevos médicos-policías científicos que aparecen en los hospitales de las series de moda para protegernos de nuestro peligroso cuerpo enfermable; los programas sanitario-educativos que contribuyen a extender la medicalización a cualquier comportamiento que escapa a la norma; las terapias breves televisadas que nos devuelven en 20 minutos el sentido perdido de toda una vida; o las liposucciones y cirugías que nos convierten de la noche a la mañana en un cuerpo feliz (Ema, 2007).
El mercado opera como una red-rizoma de conexiones en la que pareciera que nada falta y en el que producción y deseo se vinculan en un circuito que moviliza hasta lo más íntimo de la subjetividad. En tanto que sujetos deseantes somos obligados a alcanzar libremente nuestra propia singularidad subjetiva consumiendo los objetos que el mercado propone para satisfacer nuestro deseo. Pero nunca el objeto es suficiente para satisfacerlo, y así el consumo nos hace más infelices y nos obliga a seguir buscando en el mercado lo que todavía nos falta. De este modo interiorizamos como mecanismo de control una autoexigencia de plenitud que no descansa (por ejemplo, bajo la obligación de disfrutar y de ser felices). Es el mismo mecanismo de las bebidas refrescantes. A diferencia del agua que satisface nuestra necesidad fisiológica y detiene la sed, cuanta más “coca-cola” bebemos, más deseo-sed tenemos (Žižek, 2002).
Marx y Lacan, la plusvalía y el plus-de gozar
Ya hay algo en la propia estructura afectivo-deseante de los sujetos que nos permite convertirnos en cómplices del capitalismo. En este sentido podemos afirmar que el capitalismo es hoy triunfante porque esta muy bien engrasado con nuestra estructura subjetiva. Esta cuestión la detectó de modo clarividente el psicoanalista y actualizador de la obra de Freud, Jacques Lacan, hace algunos años.
Lacan (1977) nos indica que Marx con su noción de plusvalía localizó no sólo un simple proceso económico, sino también, en paralelo, un modo de funcionamiento de nuestra economía subjetiva. Los humanos no poseemos un programa natural de actuación que nos daría acceso a la felicidad. Nuestro “manual de instrucciones” se pierde en el momento de nuestra inmersión en el mundo, social y significante, del lenguaje. Lacan señala que es precisamente nuestra introducción en el lenguaje la que permite que un ser viviente se constituya en un sujeto, pero ello se produce a costa de la pérdida de toda dimensión esencial natural en su vida. Lacan se refiere a esta pérdida primordial de diferentes modos: la perdida del “goce natural de la vida”, del “ser”, o de la “identidad del sujeto” (Castrillo, 2008). Así, nuestra vida está atravesada por el intento de recuperación de esta pérdida y por el manejo de las implicaciones afectivas de esta condición que es a la vez motor de nuestra creatividad y potencia. No nos referimos a la recuperación de una satisfacción afectiva (“pulsional”, en términos psicoanalíticos) plena que, en realidad, nunca se tuvo, y que no podrá ser alcanzada bajo ninguna forma de armonía, sino al empuje a alcanzar esa satisfacción —que Lacan denomina “goce”— que puede funcionar incluso contra todo equilibrio, placer y equilibrio subjetivo, como comprobamos, por ejemplo, en cualquier tipo de adicción.
Así, esta satisfacción ambivalente que reviste nuestras relaciones y encuentros con los objetos de nuestro mundo se produce simultáneamente a partir de una pérdida y de una ganancia, un plus. La pérdida viene de la constatación de la imposibilidad de recuperar esa satisfacción primordial perdida, un goce completo y total. Funciona así como un recordatorio de nuestra limitación que nos dice: “no, no es esto lo que buscamos”. La ganancia, el plus, llega porque, aunque no sea de manera plena, sí hay acceso a una satisfacción parcial que tiene que ver con la aproximación a ese punto de satisfacción imposible. Como si nos contentáramos por un breve momento diciendo “esta vez no llegué, pero he estado muy cerca”. Este acercamiento que bordea ese lugar imposible —el agujero del goce pleno— nos procura un plus de satisfacción que reviste esa práctica, objeto o relación con el valor de ese tesoro oculto irrecuperable que lo convierte en causa de nuestro deseo. A este “algo más” que el propio objeto concreto, Lacan lo denomina como “plus-de gozar” (2008).
La paradoja de esta ganancia-pérdida que divide al sujeto (2) es que se satisface en su no satisfacción. Y puede llegar a funcionar de manera tiránica sobre éste si se instala como un bucle recursivo sin corte alguno. Exactamente a lo que nos empuja la lógica del capitalismo. A vivir en el ciclo continúo del consumo que se levanta sobre un desequilibrio constitutivo, la propia imposibilidad de una satisfacción o resolución definitiva.
Este modo de funcionamiento del plus-de gozar puede anudarse con un imperativo subjetivo que nos empuja a continuar con la búsqueda de esta satisfacción imposible. Como detectó Lacan, al revisar la noción de “super-yo”propuesta por Freud, esta voz interior que se escucha como un mandato que viene de fuera, no es ya la voz de la prohibición (con la que se encontró Freud en su tiempo) sino el mismo mandato social capitalista a gozar de modo absoluto y sin límite.
Así, hoy en día comprobamos cómo nos constituimos, en tanto que subjetividades deseantes, asfixiadas por la obligación de disfrutar, de gozar, de ser felices en todo momento.
El capitalismo utiliza el resorte subjetivo del plus-de gozar para empujarnos hacia la superación de esa imposibilidad constitutiva (la de alcanzar esa satisfacción plena perdida). Sin embargo, esa imposibilidad es insuperable, y nuestro fracaso, avivado por el modo de funcionamiento del “plus-de gozar”, nos vuelve a empujar, si cabe con más fuerza, a seguir buscando en el mercado lo que todavía nos falta. Hoy en día, cuando prácticamente todo se convierte en mercancía, se pone a nuestra disposición una gama infinita de objetos de todo tipo, muchos de ellos especialmente revestidos de un halo tecno-científico que los dota de propiedades casi mágicas: máquinas de gimnasia pasiva, alimentos milagrosos, productos anti envejecimiento, libros de autoayuda con la última verdad sobre la felicidad, etc. Todos se anuncian como respuestas inmediatas y finales al interrogante por el goce perdido. Pero nunca el objeto funciona como ese satisfactor inmediato prometido. El voraz super-yo capitalista vuelve entonces a la carga con una exigencia de satisfacción que cada vez se hace mayor.
Marx se refiere al “apetito insaciable” del capitalista que le obliga a poner en circulación constantemente el beneficio obtenido. El “apetito insaciable de ganar” funciona entonces como causa del proceso “constantemente renovado” de obtención de beneficio.
Plusvalía y plus-de gozar funcionan como motor impulsor, como causa del deseo, del proceso de producción de mercancías, por un lado, y de nuestra forma de gozar, por otro (3). Y gracias a que la circulación de plusvalía supone una forma subjetiva de gozar, el modo capitalista de producción económica encuentra un cómplice en nuestra estructura subjetiva. Por esto mismo la interrupción del capitalismo es tan problemática, porque hay una cierta recuperación del “goce perdido” mediante los objetos convertidos en mercancía que inundan nuestras vidas, ya no sólo para quien pone en circulación el capital para producir y obtener beneficio, sino para todos los sujetos que habitamos en el capitalismo también como consumidores.
(Des) vinculación social
El capitalismo propone un tipo de experiencia marcada por el individualismo y la fragmentación que nos homogeneiza en nuestras diferencias. Promueve la ocultación de cualquier límite, corte, o división subjetiva bajo la promesa del completamiento mediante los objetos. En este marco, las diferencias, fomentadas como ruptura y liberación de cualquier estructuración coercitiva, son reducidas a un mero deslizamiento entre fragmentos de lo que no cambia, lo Uno-Todo del propio capitalismo como trasfondo universal abstracto.
No hay vínculo social si no hay posibilidad de descompletamiento o fractura de la identidad, sin división subjetiva. Esta es la condición que nos expone al encuentro con el otro y lo Otro, no sólo con aquello que viene de fuera y que es ajeno a nosotros mismos, sino también con su correlato “interior”, lo extranjero en el propio sujeto.
Es solamente constatando y haciéndonos cargo de esta dimensión de imposibilidad que podemos hablar de un vínculo propiamente social. Un vínculo que se establece sin respetar el cálculo del beneficio y la cuantificación del intercambio (por ejemplo, como mercancía) que objetualiza a quien se relaciona y a la relación misma. Un tipo de vínculo que no permite establecer ninguna proporción, ningún equilibrio recíproco porque se constituye dando lo que no se tiene (4), es decir, encarnando en ese “don” la misma imposibilidad de una relación proporcionada y simétrica (Alemán, 1999). Es social, por tanto, porque no cesa de movilizar la construcción de una experiencia y punto de vista común para el que no hay fundamento.
En este sentido, podemos decir que el tipo de relación que propone el capitalismo es un no-vínculo social, es sólo una mera conexión que conlleva finalmente el aislamiento, ya sea individual o envuelto en la red-multitud, en su repetición de lo mismo. Podemos reconocer este modo de (des)vinculación observando el modo de goce que el capitalismo propone en su exigencia de placer y felicidad por encima de todo. Se trata de un goce solipsista conectando al sujeto con los objetos que le prometen la felicidad. Así, de este sujeto sometido al mandato del objeto bajo la ilusión de su autonomía y de libertad (de mercado) se deriva un sujeto hiperfragmentado en sus múltiples conexiones parciales con los objetos que insisten en alimentar su insatisfacción.
Podemos contraponer a esta lógica de la conexión impulsada por el placer, la de un vínculo social que tomaría su forma paradigmática en (una determinada concepción de) el amor y la amistad (5). En ellos podemos encontrar ese carácter de apuesta infinita que, en tanto que apertura a la diferencia-alteridad que impide la totalización de lo Uno, se sostiene en el tiempo por el compromiso subjetivo con la construcción de un punto de vista común a partir de (lo) Dos. Así, el vínculo social como encuentro bajo la condición de la diferencia-alteridad —que rompe toda posibilidad de reconciliación y armonía— confirma que es posible construir una experiencia común y colectiva del mundo (Badiou, 2002b y 2008a).
Frente al mandato de la felicidad y el placer, la apuesta y el compromiso por la experiencia en común del amor. En este preciso sentido, el amor, como un tipo de vínculo que no clausura la alteridad, podría verse como un principio para una práctica política enfrentada al capitalismo.
Parte 2. El fetiche del sujeto autónomo y la libertad de la elección
Hoy podemos describir el capitalismo contemporáneo a partir de sus efectos de fragmentación subjetiva, debilitamiento de los vínculos sociales y de todo un conjunto de experiencias de inseguridad e incertidumbre vital. En los últimos años se ha puesto nombre a este empuje desestabilizador refiriéndose a diferentes “crisis”. Desde un punto de vista eurocéntrico hablamos, por ejemplo, de la del Estado de Bienestar (como forma de Estado más o menos implantada, pero también como modelo al que aspirar); de la estabilidad de la condición salarial (que facilitaba el acceso a la ciudadanía vía empleo); del disciplinamiento institucional que procuraban a los sujetos modos de identificación simbólica relativamente estables; o de la de los Cuidados (Precarias a la Deriva, 2006) en su distribución asimétrica entre los sexos de las tareas necesarias para la reproducción material-afectiva de la vida. Así podemos afirmar que hoy la tendencia estructurante del capitalismo contemporáneo, lo que se instala como normalidad reguladora, es paradójicamente la fragmentación y la incertidumbre desestructurante.
En este contexto convive como ideal de subjetividad normativa la del sujeto liberal autónomo y capaz de decidir libremente el curso de sus acciones a partir de su razón transparente (que le permite distanciarse de sus condicionantes y elegir de acuerdo a sus intereses), heredero de las concepciones de individuo que, al menos de desde la Modernidad, se han vinculado a la idea de autonomía, autodeterminación y autoconciencia para llevar a cabo un proyecto de autorrealización propia (Zamora, 2004). El análisis de esta contradicción aparente (fragmentación subjetiva vs. sujeto completo, autónomo y autodeterminado en su libertad) nos va a permitir mostrar el relevante papel de esta concepción liberal de sujeto en el engranaje de los mecanismos contemporáneos del poder.
La sumisión consentida y la libertad de elección
En su “Tratado de la servidumbre liberal” el psicólogo social experimental Jean- León Beauvouis realiza un completo análisis crítico del funcionamiento “sociocognitivo” de la sumisión en el marco de la “democracia” como “sistema de poder” (Beauvois, 2009, p. 33). En concreto, del papel de los ideales psicológicos del liberalismo desde los que se considera a los sujetos como individuos autónomos, unificados y autosuficientes que son causa y origen de lo que les acontece.
Beauvois (2009) observa cómo en diferentes situaciones experimentales la declaración de libertad de elección por parte de los experimentadores es utilizada para lograr que los sujetos experimentales decidan llevar a cabo finalmente lo que no querían hacer. En uno de estos experimentos, por ejemplo, dos grupos de voluntarios acceden a participar en una situación en la que tendrán que aplicar, en tanto que instructores de un falso programa de aprendizaje, descargas de hasta 100 voltios a un igual. Estos mismos voluntarios habían declarado su oposición a infligir daño en investigaciones científicas unas semanas atrás en un estudio. A uno de los grupos se le hace explícitamente una declaración de libertad del tipo “entiendo que ustedes no quieran hacer esto...; pero pueden decidir libremente...”; el otro no cuenta con la declaración de esta posibilidad. En ambos grupos el mismo porcentaje de personas acepta el papel asignado. Aquellos a quienes se les reconoce y recuerda explícitamente su libertad de elección escogen libremente lo mismo que aquellos a quienes (implícitamente) se les niega tal posibilidad.
¿Podemos pensar que en nuestra propia vida cotidiana ocurre algo similar? Esta es la tesis que sostiene el autor a partir del análisis de ésta y otras situaciones experimentales: los presupuestos liberales sobre la autonomía y la libertad de acción funcionan hoy en día de tal modo que obligan a los sujetos a realizar comportamientos que no querrían hacer de otro modo. Según Beauvois (2009), los sujetos que participamos de la ideología liberal encontramos en ella un modo de racionalización de nuestros comportamientos de modo que, atribuyendo su origen a elementos subjetivos “internos”, a nuestras propias decisiones, terminamos por actuar de un modo que consideraríamos, para otros o para nosotros mismos en otra situación, como inaceptable. De este modo el poder que se despliega sobre los sujetos sosteniéndose en un conjunto de presupuestos ideológicos sobre ellos mismos que, una vez interiorizados, facilitan su propia servidumbre al poder. Este análisis nos permite ejemplificar un primer modo de ejercicio del poder que se sostiene en una concepción liberal del sujeto: la aceptación de nuestra sumisión consentida en nombre de la libertad de elección individual.
La producción de deseos
Pero podemos ir más allá de este mecanismo liberal de poder para mostrar otro más sutil y eficaz si cabe. No se trataría solamente de someterse forzadamente a los dictados de un agente o agencia exterior para llevar a cabo un comportamiento no deseado, sino de la producción subjetiva de un deseo propio, interior y espontáneo para los propios sujetos, que los encadenaría voluntariamente al mandato que los esclaviza.
Un ejemplo paradigmático de este mecanismo podemos encontrarlo en los concursos televisivos en los que toda una legión de profesores, jurados, entrenadores personales, etc. evalúan y moldean a los entregados aspirantes a cantantes, bailarines, modelos... para que todos terminen cantando, bailando y desfilando de acuerdo a los cánones más exitosos del mercado. Eso sí, siempre desde la invitación a que sean “ellos mismos”, expresando de manera espontánea su individualidad más auténtica y profunda. Así podrán satisfacer —“sólo tienes que proponértelo para alcanzarlo”— sus deseos más íntimos y personales, aquellos que han sido producidos y alimentados por la propia industria del espectáculo (por ejemplo, el acceso inmediato al reconocimiento del Otro —el público— mediante la “fama”). Hablamos por tanto, ya no de la sumisión consentida al mandato coercitivo de un agente exterior, sino a la propia producción de nuestro deseo de responder a ese mandato. Se trata así, no sólo de aceptar las obligaciones que se nos imponen en nombre de nuestra libertad individual, sino incluso de que queramos hacer libremente aquello a lo que estamos obligados.
Nuestro modo de funcionamiento afectivo-deseante nos sitúa entonces ante un sujeto permanentemente dividido (en la ganancia/ pérdida que supone el plus-de gozar) puesto que no podrá encontrar nunca un cierre definitivo, pleno, para su insatisfacción, aunque insiste en ello a partir de sus satisfacciones parciales. En último término la división del sujeto señala que finalmente nuestra subjetividad se constituye con toda su potencia a partir de un tropiezo, desajuste, —un traspié de la razón (Copjec, 2006) —, que funciona simultáneamente como condición y como límite de la subjetivación: la misma imposibilidad de reconciliación armónica como plenitud como autoconciencia o auto trasparencia. De este modo podemos contraponer este sujeto dividido con la concepción plena del sujeto liberal. La pregunta pertinente en este punto supone interrogarnos por el modo como conviven hoy en día estas dos concepciones, la del sujeto dividido en su deseo —estimulado (para empujarnos al consumo) y desmentido (bajo la promesa de completamiento) por el capitalismo—, y la del sujeto autónomo con su libertad de elección.
En nuestra opinión la concepción liberal del sujeto hoy en día funciona para los sujetos como un fetiche que permite sostener y soportar el modo de subjetivación capitalista en su empuje disgregador. Sostener, porque gracias a ella podemos encadenarnos voluntariamente al mandato deseante que nos somete. Soportar, porque simultáneamente nos defiende de la posibilidad de ocupar la posición de víctima de las circunstancias y a la vez, en su fracaso de esta defensa, activa nuestra victimización para desde ella buscar la reparación mediante los objetos de consumo en el mercado. Utilizamos la noción de fetiche tanto en su concepción marxiana —a partir de la noción de “fetichismo de la mercancía” (Marx, 1973) — como de la freudiana (Freud, 1927). En relación a la primera, podemos observar cómo el ideal del sujeto autónomo y la libertad funciona camuflando las condiciones sociales e históricas de la acción humana apareciendo así el individuo autónomo y libre como el agente causal único y natural de ésta. Parafraseando a Marx (1973) el carácter misterioso de la forma “sujeto autónomo y de su libertad de elección” estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta los orígenes sociales de sus prácticas como si tuviesen un origen individual. Así, se invisibilizan las condiciones sociales y políticas de nuestras prácticas, al reducir la dimensión socio históricamente construida de los fenómenos humanos (Ibáñez, 2001) a un mero resultado de las decisiones de los individuos. Este fetiche sin duda es una excelente herramienta despolitizadora puesto que oculta las condiciones sociales y políticas que modulan nuestras prácticas, que son finalmente el propio capitalismo. Éste aparece así, en todo caso, como el telón de fondo neutral en donde los sujetos encuentran las condiciones oportunas para sus elecciones libres, sin coacciones, es decir sin estar influidas o determinadas en manera alguna por el propio capitalismo. De este modo lo que ya hay, el orden social en el que vivimos, aparece como resultado de nuestras propias elecciones “libres” y predisposiciones psicológicas “naturales”. Ciertamente, no hay práctica de poder más eficaz que aquella que, como ésta, hace invisible las propias huellas de su despliegue.
Desde un punto de vista psicoanalítico el fetiche sería ese objeto, en principio insignificante, que revestimos de un significado especial, que en realidad no podríamos deducir a priori a partir de sus propiedades inherentes, para poder alcanzar con él sustitutivamente una satisfacción (por ejemplo, obtener satisfacción sexual con una prenda íntima o acumular riqueza mediante el ahorro de billetes como si efectivamente esos pedazos de papel tuvieran valor por sí mismos). A partir de Freud, tal y como indica Lacan (1995), podemos considerar que el fetiche protege al sujeto frente a la angustia que emergería al constatar la dimensión de imposibilidad que lo divide. En relación a la cuestión que nos ocupa, el ideal del sujeto autónomo y de su libertad de elección, en tanto fetiche, permite a los sujetos hoy defenderse de esa división que es estimulada como fragmentación, incertidumbre e incompletud por el propio capitalismo. De este modo gracias a este ideal-fetiche los sujetos nos podemos ver a nosotros mismos como agentes relativamente estables que decidimos sobre el curso de nuestros actos. La cuestión clave aquí es que este ideal de completamiento no es alcanzado, pero como ya participamos del ideal del sujeto autónomo, insistimos con él en buscar nuestra autosatisfacción individual en el mercado. Así, el mercado aparece como no cuestionado, como obvio, al atribuirnos internamente, a nuestro funcionamiento psicológico individual, nuestro fracaso (no hemos buscado trabajo con el suficiente empeño, no me he esforzado lo suficiente, etc.). En este sentido el fetiche que busca por un lado desmentir la imposibilidad de plenitud, por otro, la activa. Esta doble cara convierte al fetiche en un mecanismo de control todavía más sutil y eficaz que el de la sumisión consentida. A diferencia de éste último, el ideal del sujeto autónomo y la libertad de elección no funcionan aquí sólo como filtro ideológico que permite camuflar la presión externa para cumplir una norma impuesta, sino que también actúan como su principio impulsor. Por eso es un mecanismo de poder más sutil (se percibe menos al ser constitutivo de la propia mirada subjetiva); más eficaz (no se percibe como contrario a la libre voluntad); y más violento (dificulta mantener un ámbito de resistencia subjetiva porque toda la subjetividad propia es capturada por él).
Parte 3: ¿Qué sujeto, qué libertad, qué vínculo?
La máquina de asimilación que convierte en mercancía cualquier práctica singular poniéndola al servicio de la acumulación y la circulación de plusvalía (económica y afectiva) también llega hasta el último reducto de nuestra subjetividad deseante. Por ello no podemos encontrar en nuestros deseos un reducto de autenticidad deseante que se enfrente espontáneamente y sin ambivalencias al orden establecido si es liberado de sus coacciones sociales.
¿Quiere decir todo esto que no nos queda más que la aceptación de lo que ya hay, la resignación o el cinismo? Al contrario. Es precisamente porque podemos funcionar como el aliado más fiel de aquello que nos oprime por lo que también podemos sustraernos a ello, interrumpirlo y sostenernos en la apuesta por otros posibles diferentes a los que ya están dados. Si la coerción del poder puede desplegarse, incluso hasta contando con la voluntad y el deseo más íntimo de quien es atrapado en sus mallas es porque siempre habrá en el propio sujeto algo que pueda, o no, abrirle, o cerrarle, la puerta. Con otras palabras: sin complicidad subjetiva no hay sujeción estructural. Es decir, una determinada situación (social, estructural...) produce, y se sostiene, en un sujeto cómplice con ella. Esta complicidad a la que estamos convocados en toda situación es también una oportunidad para su transformación puesto que la propia subjetividad nunca podrá ser definitivamente gobernada. Es necesario que haya algo ingobernable en la subjetividad para que el poder y la coacción puedan y tengan que mantenerse siempre activos. Pero del mismo modo tampoco hay ruptura con la situación sin la participación/ producción de un sujeto cómplice con la propia (situación de) ruptura. Pensemos, por ejemplo, en un proceso de ruptura emancipadora de una situación dada. Llamemos “fidelidad” (Badiou, 2008b) a la complicidad subjetiva con este proceso. Así, a nuestra complicidad con el status quo podríamos enfrentar nuestra fidelidad subjetiva con su excepción y ruptura. Tomemos el principio de igualdad (todos somos iguales) a la vez afirmado en la vida de muchos hoy en día, pero también desmentido en otras muchas situaciones. Un sujeto, individual o colectivo, puede movilizar (se) por la afirmación de este principio político en la vida cotidiana. El sujeto (político) aquí implicado es el resultado de la fidelidad a este principio (más que su causa u origen). El principio de igualdad funciona en este caso como una causa del deseo que no cesa en su empuje movilizador, más que como un horizonte o un objetivo concreto a alcanzar en algún momento. Esta movilización subjetiva supone una apuesta arriesgada, sin garantías, es decir, finalmente una activación del deseo para mantenerse abierto, sin un lugar de descanso definitivo.
A estas alturas, cuando ya hemos constatado las limitaciones de lo que se ha llamado el pensamiento metafísico, ya sabemos que no podemos encontrar en ese lugar que se resiste al poder ninguna sustancia, ninguna naturaleza última o verdad definitiva (una esencia histórica, divina o natural que expresar). Si así fuera no habría posibilidad de libertad como posibilidad y como potencia (que puede ser, o no ser, llevada a acto); no habría decisiones éticas y políticas que tomar sino algoritmos que resolver. Este es precisamente el punto en el que debemos despegarnos de la concepción liberal de la libertad como libertad de elección. La libertad de elección supone un sujeto individual que es capaz de abstraerse de sus condiciones sociales para elegir la mejor opción de acuerdo sus propios intereses, que se le presentan como evidentes —no hay ninguna zona oscura para este sujeto— de entre todas las que aparecen en una situación dada. Este es precisamente el fetiche que hemos descrito pormenorizadamente, el que invisibiliza que, en realidad, esta elección supone escoger en un marco de opciones ya dadas que no cuestionan el trasfondo frente al que aparecen como equivalentes en su elegibilidad. No hay aquí libertad alguna. O bien el sujeto (liberal) elige aquello a lo que sus predisposiciones psicológicas naturales le obligan, es decir, aquello que de manera evidente —para él— satisfaría sus necesidades; o bien, resulta indiferente lo que elija porque cualquier opción sirve igualmente para su satisfacción. La opción primera no es (una elección) libre, sino el despliegue de una regla ya cerrada de antemano; la segunda no es una elección, puesto que no hay opciones que porten una diferencia real.
En realidad sólo podemos hablar de libertad real, no meramente formal, cuando nuestra práctica rompe con las condiciones mismas de lo elegible y supone una excepción a lo dado; cuando decimos “no” a lo que está definido de antemano como lo obligatorio y producimos un acto no-posible de ruptura con lo que hay fundando otros posibles. Hay aquí, en esta libertad, una negación, una sustracción frente a lo establecido, y una creación afirmativa de algo para lo que no existe ninguna previsión ni garantía.
Por eso en este tiempo en el que han desaparecido muchas prohibiciones no somos más libres por ello, puesto que cada vez menos de nuestros actos hacen excepción a lo que hay, más bien lo reproducen. Antes incluso, cuando aceptábamos la obligación que nos imponía un agente de la autoridad (padre, maestro, policía...) podíamos mantener una cierta distancia de no compromiso subjetivo con el mandato autoritario (“sí, te obedezco, pero desapruebo lo que haces conmigo y en otro momento terminaré haciendo lo que me separa de tu orden”); hoy, cuando la obligación funciona como deseo interiorizado, lo tenemos más difícil.
Por eso la pregunta política pertinente hoy en día en relación a nuestros deseos no es tanto si podemos satisfacerlos o no —como si en la realización o en la expresión de nuestros deseos más íntimos y auténticos pudiéramos depositar nuestras esperanzas (de autorrealización, emancipación, etc.)—, sino por el modo de interrumpir nuestra sujeción deseante al capitalismo mediante la circulación continua y sin límites de plusvalía/plus-de-gozar.
Para ello es imprescindible no clausurar a toda costa esa dimensión de imposibilidad que nos constituye. Un sujeto capaz de actuar libremente es un sujeto dividido entre las condiciones (sociales, individuales,...) de una situación y la propia decisión/acción para la que ninguna de esas condiciones ofrece una regla definitiva. Sólo manteniendo siempre abierta esa distancia (entre las condiciones de una situación y la decisión) puede darse una decisión libre.
Esta apertura es precisamente la que el capitalismo obtura bajo la ilusión — fantasía y empuje— de la completud en la satisfacción mediante los objetos, por una parte; y, por otra, de un sujeto autónomo que se hace así mismo origen y destino de todo lo que le ocurre. Ambas condiciones desestiman la posibilidad de un sujeto que puede “hacerse cargo” de la situación, un sujeto responsable capaz de afirmar “yo puedo” y decantar su fidelidad, ya no hacia la repetición de lo que hay, sino hacia la ruptura creativa con ello.
En este sentido, algunas lecturas sociologistas sobre el sujeto (los sujetos no son libres, sino socialmente condicionados) nos podrían abocar a un callejón sin salida en el que tendríamos que optar por la falsa ilusión de un sujeto absolutamente autónomo y libre, o la ausencia de toda posibilidad de libertad bajo la forma de un sujeto siempre engañado por sus condiciones sociales. Esta podría ser una consecuencia no deseada de una lectura determinista-sociologista del fetiche. Si para Marx (1973) lo que el fetiche oculta son las relaciones sociales positivas que están detrás de las mercancías, el sujeto-fetiche liberal “mentiría” señalando que, en realidad no somos libres, sino que estamos determinados por nuestro contexto social (6).
Sin embargo la lectura freudiana nos indica que lo que tapa el fetiche con su “desmentido” no son unas relaciones económicas, sociales y políticas concretas, sino la misma división constitutiva del sujeto que el propio fetiche señala. Esta cuestión es central para pensar en una concepción de sujeto alternativa a la liberal-individual predominante. No se trataría por tanto ahora de proponer la recuperación de un sujeto colectivo sin fisuras, aplastado por un destino trascendente histórico, divino o económico, sino de ese sujeto dividido y errante que en su división es capaz de componer una situación común tejiendo laboriosamente un vínculo que escapa a toda reconciliación y cálculo posible. Precisamente aquello a lo que apuntábamos refiriéndonos al amor como paradigma de un modo de vínculo social alternativo a la (des)vinculación capitalista.
Se trata de “arriesgar la propia existencia” (Butler, 2001, p. 40), de ir contra sí mismo y las condiciones de la situación que habilitan la existencia social del propio sujeto, para paradójicamente constituirse como un sujeto libre frente a ellas. En relación al deseo, manteniendo abierta la distancia que vincula y separa éste de su objeto en su satisfacción imposible (al contrario de la promesa de cierre que ofrece el capitalismo). Esta fue precisamente la propuesta ética de Lacan, “no ceder en el deseo” (Lacan, 1989), es decir, en lo que nunca podrá tener una satisfacción plena, en lo no sabido en nosotros mismos (Badiou, 2004). Trasladada a la política esta propuesta nos invitaría a perseverar en la composición de una situación común universalizable que no ocluya la diferencia, como alteridad radical, lo extranjero que habita e interrumpe lo que somos. Se podría decir: una política de lo extranjero.
Por eso tampoco en la política se trata de elegir entre proyectos diferentes, dados de antemano, sino de su producción afirmativa. Es la “elección” misma la que constituye las coordenadas del valor de un proyecto. No se trata por tanto de elegir entre aquello que reproduce lo mismo sino de decidir y afirmar los posibles de su interrupción. Por eso, ahora quizá más que nunca, en los tiempos que corren en Europa y en el Mundo, podemos apostar por esta política de lo extranjero que toma como criterio de su valor, no la norma imperante de la situación establecida -la universalización del mercado que convierte todo, también a las personas, en objetos-mercancía- sino precisamente lo que se sustrae a ella, la excepción excluida sobre la que se sostiene la normalidad de la situación: lo extranjero que, siendo parte, no forma parte (Rancière, 1996).
Hoy en día es un ejemplo paradigmático de esta “extranjeridad” la situación de las personas que viven en Europa sin permiso legal de residencia. Un ejemplo que podemos convertir en una oportunidad para truncar la naturalización del capitalismo como el único horizonte de lo posible.
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La idea principal es que somos, en cierta medida, cómplices con lo que nos esclaviza. Este es el poder más efectivo, aquél que, in-visibilizando las huellas de su funcionamiento, pone a nuestros deseos a funcionar como el aliado más fiel de su despliegue. Sin embargo, esta herida es precisamente lo que nos salva. Si el capitalismo necesita de nuestra complicidad subjetiva es precisamente porque sin ella no podría sostenerse. Desde luego, un cambio político no es sólo subjetivo, individual o colectivo, pero tampoco puede no serlo.
La pregunta relevante es la que se interroga por la concepción de sujeto en la que podemos depositar nuestra confianza para sostener un proceso de emancipación cuando vemos que el capitalismo funciona articulado con un discurso sobre la libertad de elección y la autonomía individual que, finalmente, nos hace menos libres y más incapaces de transformar lo que ya está naturalizado como el único horizonte de lo posible, el del propio capitalismo.
Parte 1. El capitalismo y la producción de subjetividad
El capitalismo no es sólo una forma de organización de los modos de producción —un sistema económico constituido sobre la lógica desigualitaria de la acumulación de beneficio— sino también un modo de subjetivación. No es el único posible, no es necesario ni obligatorio y convive en cada sujeto de manera singular con otros procesos subjetivantes. Considerarlo de esta manera nos permite señalar al proceso ambivalente de constitución de un sujeto como punto de apoyo de las palancas del poder que sostienen hoy de manera casi global la hegemonía del capitalismo.
Constatamos a diario en nuestras propias vidas cómo nuestros afectos y deseos, por ejemplo, no se enfrentan naturalmente al poder, sino que también actúan como sus aliados. Y si efectivamente la subjetividad deseante puede oponerse a algunas formas de coerción, también es vehículo de dominación y sujeción. Basta observar cómo es movilizada en la publicidad para que voluntariamente persiga su propia servidumbre. Es en este sentido en el que hablamos de ambivalencia.
Todo se hace disponible
Vivimos bajo el telón de fondo de una condición omnicomprensiva universal y abstracta que convierte todo en equivalente-intercambiable, todo se hace disponible como mercancía. Marx ya nos lo enseñó al analizar el capitalismo mediante la figura de la “forma mercancía” y de su abstracción (las mercancías toman su valor en su intercambio en el mercado —valor de cambio— y no a partir de su capacidad de satisfacer necesidades —valor de uso—). El mundo se convierte en una gran red de objetos-mercancías. Todo estaría disponible aquí y ahora ¿por qué esperar? Es la promesa de la sociedad de la comunicación (todo es comunicable); de la tecno-medicalización de la vida biológica (todo es/será curable con un medicamento) y de la psíquica y social (todo malestar debe y puede ser anestesiado si aplicamos la técnica adecuada); y también de la del fin de la política mediante la pura gestión técnicoadministrativa de lo social-despolitizado (en el marco del parlamentarismo y la democracia electoral); en definitiva, de la desaparición de todo resto ingobernable en cualquier ámbito de la vida.
Esta hiperconectividad sin límite, estructurante de lo social, se alimenta paradójicamente de la proliferación infinita de diferencias y particularidades que impedirían toda estructuración fija y definitiva. Así, los sujetos-individuos ya no dependerían ni se deberían a ningún orden por encima de ellos (Alemán, 2008). Tenemos evidencias en nuestro día a día de esta tendencia fragmentadora y del empuje a la desaparición de toda referencia estructurante fija por “encima” del sujeto: la crisis de las instituciones y sus formas de autoridad simbólica (los padres, maestros, médicos,...), del trabajo como vínculo social estable, etc. (1). A las bondades de la desaparición (o la disminución) de algunas formas de control tradicionales tenemos que añadir hoy otras formas de dominación para las que no encontramos un horizonte claro de superación, nos referimos a aquellas que se despliegan como “servidumbre voluntaria” (La Boétie, 2008) contando precisamente con la libertad (formal) de elección de ese sujeto que se ha liberado del peso institucional.
Por tanto, nos encontramos paradójicamente con la universalización de una condición estructurante —la abstracción capitalista que todo lo convierte en mercancía, donde el único valor es el de cambio— bajo el debilitamiento de las estructuraciones sociales mediante el empuje hacia la fragmentación, la incertidumbre y el cambio continuo, no sólo como experiencia de vida sino incluso como ideal a alcanzar.
No hay experiencias de límite, no hay corte, ni freno al deseo alimentado en el mercado como necesidad. Cualquier experiencia de finitud es vivida como una amenaza que debe ser aplacada. Basta con observar en la televisión el dopping legal (ginseng, jalea real, vitaminas, bacterias intestinales, entre otras), obligatorio para tener el cuerpo sincronizado con el exigente reloj capitalista; los nuevos médicos-policías científicos que aparecen en los hospitales de las series de moda para protegernos de nuestro peligroso cuerpo enfermable; los programas sanitario-educativos que contribuyen a extender la medicalización a cualquier comportamiento que escapa a la norma; las terapias breves televisadas que nos devuelven en 20 minutos el sentido perdido de toda una vida; o las liposucciones y cirugías que nos convierten de la noche a la mañana en un cuerpo feliz (Ema, 2007).
El mercado opera como una red-rizoma de conexiones en la que pareciera que nada falta y en el que producción y deseo se vinculan en un circuito que moviliza hasta lo más íntimo de la subjetividad. En tanto que sujetos deseantes somos obligados a alcanzar libremente nuestra propia singularidad subjetiva consumiendo los objetos que el mercado propone para satisfacer nuestro deseo. Pero nunca el objeto es suficiente para satisfacerlo, y así el consumo nos hace más infelices y nos obliga a seguir buscando en el mercado lo que todavía nos falta. De este modo interiorizamos como mecanismo de control una autoexigencia de plenitud que no descansa (por ejemplo, bajo la obligación de disfrutar y de ser felices). Es el mismo mecanismo de las bebidas refrescantes. A diferencia del agua que satisface nuestra necesidad fisiológica y detiene la sed, cuanta más “coca-cola” bebemos, más deseo-sed tenemos (Žižek, 2002).
Marx y Lacan, la plusvalía y el plus-de gozar
Ya hay algo en la propia estructura afectivo-deseante de los sujetos que nos permite convertirnos en cómplices del capitalismo. En este sentido podemos afirmar que el capitalismo es hoy triunfante porque esta muy bien engrasado con nuestra estructura subjetiva. Esta cuestión la detectó de modo clarividente el psicoanalista y actualizador de la obra de Freud, Jacques Lacan, hace algunos años.
Lacan (1977) nos indica que Marx con su noción de plusvalía localizó no sólo un simple proceso económico, sino también, en paralelo, un modo de funcionamiento de nuestra economía subjetiva. Los humanos no poseemos un programa natural de actuación que nos daría acceso a la felicidad. Nuestro “manual de instrucciones” se pierde en el momento de nuestra inmersión en el mundo, social y significante, del lenguaje. Lacan señala que es precisamente nuestra introducción en el lenguaje la que permite que un ser viviente se constituya en un sujeto, pero ello se produce a costa de la pérdida de toda dimensión esencial natural en su vida. Lacan se refiere a esta pérdida primordial de diferentes modos: la perdida del “goce natural de la vida”, del “ser”, o de la “identidad del sujeto” (Castrillo, 2008). Así, nuestra vida está atravesada por el intento de recuperación de esta pérdida y por el manejo de las implicaciones afectivas de esta condición que es a la vez motor de nuestra creatividad y potencia. No nos referimos a la recuperación de una satisfacción afectiva (“pulsional”, en términos psicoanalíticos) plena que, en realidad, nunca se tuvo, y que no podrá ser alcanzada bajo ninguna forma de armonía, sino al empuje a alcanzar esa satisfacción —que Lacan denomina “goce”— que puede funcionar incluso contra todo equilibrio, placer y equilibrio subjetivo, como comprobamos, por ejemplo, en cualquier tipo de adicción.
Así, esta satisfacción ambivalente que reviste nuestras relaciones y encuentros con los objetos de nuestro mundo se produce simultáneamente a partir de una pérdida y de una ganancia, un plus. La pérdida viene de la constatación de la imposibilidad de recuperar esa satisfacción primordial perdida, un goce completo y total. Funciona así como un recordatorio de nuestra limitación que nos dice: “no, no es esto lo que buscamos”. La ganancia, el plus, llega porque, aunque no sea de manera plena, sí hay acceso a una satisfacción parcial que tiene que ver con la aproximación a ese punto de satisfacción imposible. Como si nos contentáramos por un breve momento diciendo “esta vez no llegué, pero he estado muy cerca”. Este acercamiento que bordea ese lugar imposible —el agujero del goce pleno— nos procura un plus de satisfacción que reviste esa práctica, objeto o relación con el valor de ese tesoro oculto irrecuperable que lo convierte en causa de nuestro deseo. A este “algo más” que el propio objeto concreto, Lacan lo denomina como “plus-de gozar” (2008).
La paradoja de esta ganancia-pérdida que divide al sujeto (2) es que se satisface en su no satisfacción. Y puede llegar a funcionar de manera tiránica sobre éste si se instala como un bucle recursivo sin corte alguno. Exactamente a lo que nos empuja la lógica del capitalismo. A vivir en el ciclo continúo del consumo que se levanta sobre un desequilibrio constitutivo, la propia imposibilidad de una satisfacción o resolución definitiva.
Este modo de funcionamiento del plus-de gozar puede anudarse con un imperativo subjetivo que nos empuja a continuar con la búsqueda de esta satisfacción imposible. Como detectó Lacan, al revisar la noción de “super-yo”propuesta por Freud, esta voz interior que se escucha como un mandato que viene de fuera, no es ya la voz de la prohibición (con la que se encontró Freud en su tiempo) sino el mismo mandato social capitalista a gozar de modo absoluto y sin límite.
Así, hoy en día comprobamos cómo nos constituimos, en tanto que subjetividades deseantes, asfixiadas por la obligación de disfrutar, de gozar, de ser felices en todo momento.
El capitalismo utiliza el resorte subjetivo del plus-de gozar para empujarnos hacia la superación de esa imposibilidad constitutiva (la de alcanzar esa satisfacción plena perdida). Sin embargo, esa imposibilidad es insuperable, y nuestro fracaso, avivado por el modo de funcionamiento del “plus-de gozar”, nos vuelve a empujar, si cabe con más fuerza, a seguir buscando en el mercado lo que todavía nos falta. Hoy en día, cuando prácticamente todo se convierte en mercancía, se pone a nuestra disposición una gama infinita de objetos de todo tipo, muchos de ellos especialmente revestidos de un halo tecno-científico que los dota de propiedades casi mágicas: máquinas de gimnasia pasiva, alimentos milagrosos, productos anti envejecimiento, libros de autoayuda con la última verdad sobre la felicidad, etc. Todos se anuncian como respuestas inmediatas y finales al interrogante por el goce perdido. Pero nunca el objeto funciona como ese satisfactor inmediato prometido. El voraz super-yo capitalista vuelve entonces a la carga con una exigencia de satisfacción que cada vez se hace mayor.
Marx se refiere al “apetito insaciable” del capitalista que le obliga a poner en circulación constantemente el beneficio obtenido. El “apetito insaciable de ganar” funciona entonces como causa del proceso “constantemente renovado” de obtención de beneficio.
Plusvalía y plus-de gozar funcionan como motor impulsor, como causa del deseo, del proceso de producción de mercancías, por un lado, y de nuestra forma de gozar, por otro (3). Y gracias a que la circulación de plusvalía supone una forma subjetiva de gozar, el modo capitalista de producción económica encuentra un cómplice en nuestra estructura subjetiva. Por esto mismo la interrupción del capitalismo es tan problemática, porque hay una cierta recuperación del “goce perdido” mediante los objetos convertidos en mercancía que inundan nuestras vidas, ya no sólo para quien pone en circulación el capital para producir y obtener beneficio, sino para todos los sujetos que habitamos en el capitalismo también como consumidores.
(Des) vinculación social
El capitalismo propone un tipo de experiencia marcada por el individualismo y la fragmentación que nos homogeneiza en nuestras diferencias. Promueve la ocultación de cualquier límite, corte, o división subjetiva bajo la promesa del completamiento mediante los objetos. En este marco, las diferencias, fomentadas como ruptura y liberación de cualquier estructuración coercitiva, son reducidas a un mero deslizamiento entre fragmentos de lo que no cambia, lo Uno-Todo del propio capitalismo como trasfondo universal abstracto.
No hay vínculo social si no hay posibilidad de descompletamiento o fractura de la identidad, sin división subjetiva. Esta es la condición que nos expone al encuentro con el otro y lo Otro, no sólo con aquello que viene de fuera y que es ajeno a nosotros mismos, sino también con su correlato “interior”, lo extranjero en el propio sujeto.
Es solamente constatando y haciéndonos cargo de esta dimensión de imposibilidad que podemos hablar de un vínculo propiamente social. Un vínculo que se establece sin respetar el cálculo del beneficio y la cuantificación del intercambio (por ejemplo, como mercancía) que objetualiza a quien se relaciona y a la relación misma. Un tipo de vínculo que no permite establecer ninguna proporción, ningún equilibrio recíproco porque se constituye dando lo que no se tiene (4), es decir, encarnando en ese “don” la misma imposibilidad de una relación proporcionada y simétrica (Alemán, 1999). Es social, por tanto, porque no cesa de movilizar la construcción de una experiencia y punto de vista común para el que no hay fundamento.
En este sentido, podemos decir que el tipo de relación que propone el capitalismo es un no-vínculo social, es sólo una mera conexión que conlleva finalmente el aislamiento, ya sea individual o envuelto en la red-multitud, en su repetición de lo mismo. Podemos reconocer este modo de (des)vinculación observando el modo de goce que el capitalismo propone en su exigencia de placer y felicidad por encima de todo. Se trata de un goce solipsista conectando al sujeto con los objetos que le prometen la felicidad. Así, de este sujeto sometido al mandato del objeto bajo la ilusión de su autonomía y de libertad (de mercado) se deriva un sujeto hiperfragmentado en sus múltiples conexiones parciales con los objetos que insisten en alimentar su insatisfacción.
Podemos contraponer a esta lógica de la conexión impulsada por el placer, la de un vínculo social que tomaría su forma paradigmática en (una determinada concepción de) el amor y la amistad (5). En ellos podemos encontrar ese carácter de apuesta infinita que, en tanto que apertura a la diferencia-alteridad que impide la totalización de lo Uno, se sostiene en el tiempo por el compromiso subjetivo con la construcción de un punto de vista común a partir de (lo) Dos. Así, el vínculo social como encuentro bajo la condición de la diferencia-alteridad —que rompe toda posibilidad de reconciliación y armonía— confirma que es posible construir una experiencia común y colectiva del mundo (Badiou, 2002b y 2008a).
Frente al mandato de la felicidad y el placer, la apuesta y el compromiso por la experiencia en común del amor. En este preciso sentido, el amor, como un tipo de vínculo que no clausura la alteridad, podría verse como un principio para una práctica política enfrentada al capitalismo.
Parte 2. El fetiche del sujeto autónomo y la libertad de la elección
Hoy podemos describir el capitalismo contemporáneo a partir de sus efectos de fragmentación subjetiva, debilitamiento de los vínculos sociales y de todo un conjunto de experiencias de inseguridad e incertidumbre vital. En los últimos años se ha puesto nombre a este empuje desestabilizador refiriéndose a diferentes “crisis”. Desde un punto de vista eurocéntrico hablamos, por ejemplo, de la del Estado de Bienestar (como forma de Estado más o menos implantada, pero también como modelo al que aspirar); de la estabilidad de la condición salarial (que facilitaba el acceso a la ciudadanía vía empleo); del disciplinamiento institucional que procuraban a los sujetos modos de identificación simbólica relativamente estables; o de la de los Cuidados (Precarias a la Deriva, 2006) en su distribución asimétrica entre los sexos de las tareas necesarias para la reproducción material-afectiva de la vida. Así podemos afirmar que hoy la tendencia estructurante del capitalismo contemporáneo, lo que se instala como normalidad reguladora, es paradójicamente la fragmentación y la incertidumbre desestructurante.
En este contexto convive como ideal de subjetividad normativa la del sujeto liberal autónomo y capaz de decidir libremente el curso de sus acciones a partir de su razón transparente (que le permite distanciarse de sus condicionantes y elegir de acuerdo a sus intereses), heredero de las concepciones de individuo que, al menos de desde la Modernidad, se han vinculado a la idea de autonomía, autodeterminación y autoconciencia para llevar a cabo un proyecto de autorrealización propia (Zamora, 2004). El análisis de esta contradicción aparente (fragmentación subjetiva vs. sujeto completo, autónomo y autodeterminado en su libertad) nos va a permitir mostrar el relevante papel de esta concepción liberal de sujeto en el engranaje de los mecanismos contemporáneos del poder.
La sumisión consentida y la libertad de elección
En su “Tratado de la servidumbre liberal” el psicólogo social experimental Jean- León Beauvouis realiza un completo análisis crítico del funcionamiento “sociocognitivo” de la sumisión en el marco de la “democracia” como “sistema de poder” (Beauvois, 2009, p. 33). En concreto, del papel de los ideales psicológicos del liberalismo desde los que se considera a los sujetos como individuos autónomos, unificados y autosuficientes que son causa y origen de lo que les acontece.
Beauvois (2009) observa cómo en diferentes situaciones experimentales la declaración de libertad de elección por parte de los experimentadores es utilizada para lograr que los sujetos experimentales decidan llevar a cabo finalmente lo que no querían hacer. En uno de estos experimentos, por ejemplo, dos grupos de voluntarios acceden a participar en una situación en la que tendrán que aplicar, en tanto que instructores de un falso programa de aprendizaje, descargas de hasta 100 voltios a un igual. Estos mismos voluntarios habían declarado su oposición a infligir daño en investigaciones científicas unas semanas atrás en un estudio. A uno de los grupos se le hace explícitamente una declaración de libertad del tipo “entiendo que ustedes no quieran hacer esto...; pero pueden decidir libremente...”; el otro no cuenta con la declaración de esta posibilidad. En ambos grupos el mismo porcentaje de personas acepta el papel asignado. Aquellos a quienes se les reconoce y recuerda explícitamente su libertad de elección escogen libremente lo mismo que aquellos a quienes (implícitamente) se les niega tal posibilidad.
¿Podemos pensar que en nuestra propia vida cotidiana ocurre algo similar? Esta es la tesis que sostiene el autor a partir del análisis de ésta y otras situaciones experimentales: los presupuestos liberales sobre la autonomía y la libertad de acción funcionan hoy en día de tal modo que obligan a los sujetos a realizar comportamientos que no querrían hacer de otro modo. Según Beauvois (2009), los sujetos que participamos de la ideología liberal encontramos en ella un modo de racionalización de nuestros comportamientos de modo que, atribuyendo su origen a elementos subjetivos “internos”, a nuestras propias decisiones, terminamos por actuar de un modo que consideraríamos, para otros o para nosotros mismos en otra situación, como inaceptable. De este modo el poder que se despliega sobre los sujetos sosteniéndose en un conjunto de presupuestos ideológicos sobre ellos mismos que, una vez interiorizados, facilitan su propia servidumbre al poder. Este análisis nos permite ejemplificar un primer modo de ejercicio del poder que se sostiene en una concepción liberal del sujeto: la aceptación de nuestra sumisión consentida en nombre de la libertad de elección individual.
La producción de deseos
Pero podemos ir más allá de este mecanismo liberal de poder para mostrar otro más sutil y eficaz si cabe. No se trataría solamente de someterse forzadamente a los dictados de un agente o agencia exterior para llevar a cabo un comportamiento no deseado, sino de la producción subjetiva de un deseo propio, interior y espontáneo para los propios sujetos, que los encadenaría voluntariamente al mandato que los esclaviza.
Un ejemplo paradigmático de este mecanismo podemos encontrarlo en los concursos televisivos en los que toda una legión de profesores, jurados, entrenadores personales, etc. evalúan y moldean a los entregados aspirantes a cantantes, bailarines, modelos... para que todos terminen cantando, bailando y desfilando de acuerdo a los cánones más exitosos del mercado. Eso sí, siempre desde la invitación a que sean “ellos mismos”, expresando de manera espontánea su individualidad más auténtica y profunda. Así podrán satisfacer —“sólo tienes que proponértelo para alcanzarlo”— sus deseos más íntimos y personales, aquellos que han sido producidos y alimentados por la propia industria del espectáculo (por ejemplo, el acceso inmediato al reconocimiento del Otro —el público— mediante la “fama”). Hablamos por tanto, ya no de la sumisión consentida al mandato coercitivo de un agente exterior, sino a la propia producción de nuestro deseo de responder a ese mandato. Se trata así, no sólo de aceptar las obligaciones que se nos imponen en nombre de nuestra libertad individual, sino incluso de que queramos hacer libremente aquello a lo que estamos obligados.
Nuestro modo de funcionamiento afectivo-deseante nos sitúa entonces ante un sujeto permanentemente dividido (en la ganancia/ pérdida que supone el plus-de gozar) puesto que no podrá encontrar nunca un cierre definitivo, pleno, para su insatisfacción, aunque insiste en ello a partir de sus satisfacciones parciales. En último término la división del sujeto señala que finalmente nuestra subjetividad se constituye con toda su potencia a partir de un tropiezo, desajuste, —un traspié de la razón (Copjec, 2006) —, que funciona simultáneamente como condición y como límite de la subjetivación: la misma imposibilidad de reconciliación armónica como plenitud como autoconciencia o auto trasparencia. De este modo podemos contraponer este sujeto dividido con la concepción plena del sujeto liberal. La pregunta pertinente en este punto supone interrogarnos por el modo como conviven hoy en día estas dos concepciones, la del sujeto dividido en su deseo —estimulado (para empujarnos al consumo) y desmentido (bajo la promesa de completamiento) por el capitalismo—, y la del sujeto autónomo con su libertad de elección.
En nuestra opinión la concepción liberal del sujeto hoy en día funciona para los sujetos como un fetiche que permite sostener y soportar el modo de subjetivación capitalista en su empuje disgregador. Sostener, porque gracias a ella podemos encadenarnos voluntariamente al mandato deseante que nos somete. Soportar, porque simultáneamente nos defiende de la posibilidad de ocupar la posición de víctima de las circunstancias y a la vez, en su fracaso de esta defensa, activa nuestra victimización para desde ella buscar la reparación mediante los objetos de consumo en el mercado. Utilizamos la noción de fetiche tanto en su concepción marxiana —a partir de la noción de “fetichismo de la mercancía” (Marx, 1973) — como de la freudiana (Freud, 1927). En relación a la primera, podemos observar cómo el ideal del sujeto autónomo y la libertad funciona camuflando las condiciones sociales e históricas de la acción humana apareciendo así el individuo autónomo y libre como el agente causal único y natural de ésta. Parafraseando a Marx (1973) el carácter misterioso de la forma “sujeto autónomo y de su libertad de elección” estriba, por tanto, pura y simplemente, en que proyecta los orígenes sociales de sus prácticas como si tuviesen un origen individual. Así, se invisibilizan las condiciones sociales y políticas de nuestras prácticas, al reducir la dimensión socio históricamente construida de los fenómenos humanos (Ibáñez, 2001) a un mero resultado de las decisiones de los individuos. Este fetiche sin duda es una excelente herramienta despolitizadora puesto que oculta las condiciones sociales y políticas que modulan nuestras prácticas, que son finalmente el propio capitalismo. Éste aparece así, en todo caso, como el telón de fondo neutral en donde los sujetos encuentran las condiciones oportunas para sus elecciones libres, sin coacciones, es decir sin estar influidas o determinadas en manera alguna por el propio capitalismo. De este modo lo que ya hay, el orden social en el que vivimos, aparece como resultado de nuestras propias elecciones “libres” y predisposiciones psicológicas “naturales”. Ciertamente, no hay práctica de poder más eficaz que aquella que, como ésta, hace invisible las propias huellas de su despliegue.
Desde un punto de vista psicoanalítico el fetiche sería ese objeto, en principio insignificante, que revestimos de un significado especial, que en realidad no podríamos deducir a priori a partir de sus propiedades inherentes, para poder alcanzar con él sustitutivamente una satisfacción (por ejemplo, obtener satisfacción sexual con una prenda íntima o acumular riqueza mediante el ahorro de billetes como si efectivamente esos pedazos de papel tuvieran valor por sí mismos). A partir de Freud, tal y como indica Lacan (1995), podemos considerar que el fetiche protege al sujeto frente a la angustia que emergería al constatar la dimensión de imposibilidad que lo divide. En relación a la cuestión que nos ocupa, el ideal del sujeto autónomo y de su libertad de elección, en tanto fetiche, permite a los sujetos hoy defenderse de esa división que es estimulada como fragmentación, incertidumbre e incompletud por el propio capitalismo. De este modo gracias a este ideal-fetiche los sujetos nos podemos ver a nosotros mismos como agentes relativamente estables que decidimos sobre el curso de nuestros actos. La cuestión clave aquí es que este ideal de completamiento no es alcanzado, pero como ya participamos del ideal del sujeto autónomo, insistimos con él en buscar nuestra autosatisfacción individual en el mercado. Así, el mercado aparece como no cuestionado, como obvio, al atribuirnos internamente, a nuestro funcionamiento psicológico individual, nuestro fracaso (no hemos buscado trabajo con el suficiente empeño, no me he esforzado lo suficiente, etc.). En este sentido el fetiche que busca por un lado desmentir la imposibilidad de plenitud, por otro, la activa. Esta doble cara convierte al fetiche en un mecanismo de control todavía más sutil y eficaz que el de la sumisión consentida. A diferencia de éste último, el ideal del sujeto autónomo y la libertad de elección no funcionan aquí sólo como filtro ideológico que permite camuflar la presión externa para cumplir una norma impuesta, sino que también actúan como su principio impulsor. Por eso es un mecanismo de poder más sutil (se percibe menos al ser constitutivo de la propia mirada subjetiva); más eficaz (no se percibe como contrario a la libre voluntad); y más violento (dificulta mantener un ámbito de resistencia subjetiva porque toda la subjetividad propia es capturada por él).
Parte 3: ¿Qué sujeto, qué libertad, qué vínculo?
La máquina de asimilación que convierte en mercancía cualquier práctica singular poniéndola al servicio de la acumulación y la circulación de plusvalía (económica y afectiva) también llega hasta el último reducto de nuestra subjetividad deseante. Por ello no podemos encontrar en nuestros deseos un reducto de autenticidad deseante que se enfrente espontáneamente y sin ambivalencias al orden establecido si es liberado de sus coacciones sociales.
¿Quiere decir todo esto que no nos queda más que la aceptación de lo que ya hay, la resignación o el cinismo? Al contrario. Es precisamente porque podemos funcionar como el aliado más fiel de aquello que nos oprime por lo que también podemos sustraernos a ello, interrumpirlo y sostenernos en la apuesta por otros posibles diferentes a los que ya están dados. Si la coerción del poder puede desplegarse, incluso hasta contando con la voluntad y el deseo más íntimo de quien es atrapado en sus mallas es porque siempre habrá en el propio sujeto algo que pueda, o no, abrirle, o cerrarle, la puerta. Con otras palabras: sin complicidad subjetiva no hay sujeción estructural. Es decir, una determinada situación (social, estructural...) produce, y se sostiene, en un sujeto cómplice con ella. Esta complicidad a la que estamos convocados en toda situación es también una oportunidad para su transformación puesto que la propia subjetividad nunca podrá ser definitivamente gobernada. Es necesario que haya algo ingobernable en la subjetividad para que el poder y la coacción puedan y tengan que mantenerse siempre activos. Pero del mismo modo tampoco hay ruptura con la situación sin la participación/ producción de un sujeto cómplice con la propia (situación de) ruptura. Pensemos, por ejemplo, en un proceso de ruptura emancipadora de una situación dada. Llamemos “fidelidad” (Badiou, 2008b) a la complicidad subjetiva con este proceso. Así, a nuestra complicidad con el status quo podríamos enfrentar nuestra fidelidad subjetiva con su excepción y ruptura. Tomemos el principio de igualdad (todos somos iguales) a la vez afirmado en la vida de muchos hoy en día, pero también desmentido en otras muchas situaciones. Un sujeto, individual o colectivo, puede movilizar (se) por la afirmación de este principio político en la vida cotidiana. El sujeto (político) aquí implicado es el resultado de la fidelidad a este principio (más que su causa u origen). El principio de igualdad funciona en este caso como una causa del deseo que no cesa en su empuje movilizador, más que como un horizonte o un objetivo concreto a alcanzar en algún momento. Esta movilización subjetiva supone una apuesta arriesgada, sin garantías, es decir, finalmente una activación del deseo para mantenerse abierto, sin un lugar de descanso definitivo.
A estas alturas, cuando ya hemos constatado las limitaciones de lo que se ha llamado el pensamiento metafísico, ya sabemos que no podemos encontrar en ese lugar que se resiste al poder ninguna sustancia, ninguna naturaleza última o verdad definitiva (una esencia histórica, divina o natural que expresar). Si así fuera no habría posibilidad de libertad como posibilidad y como potencia (que puede ser, o no ser, llevada a acto); no habría decisiones éticas y políticas que tomar sino algoritmos que resolver. Este es precisamente el punto en el que debemos despegarnos de la concepción liberal de la libertad como libertad de elección. La libertad de elección supone un sujeto individual que es capaz de abstraerse de sus condiciones sociales para elegir la mejor opción de acuerdo sus propios intereses, que se le presentan como evidentes —no hay ninguna zona oscura para este sujeto— de entre todas las que aparecen en una situación dada. Este es precisamente el fetiche que hemos descrito pormenorizadamente, el que invisibiliza que, en realidad, esta elección supone escoger en un marco de opciones ya dadas que no cuestionan el trasfondo frente al que aparecen como equivalentes en su elegibilidad. No hay aquí libertad alguna. O bien el sujeto (liberal) elige aquello a lo que sus predisposiciones psicológicas naturales le obligan, es decir, aquello que de manera evidente —para él— satisfaría sus necesidades; o bien, resulta indiferente lo que elija porque cualquier opción sirve igualmente para su satisfacción. La opción primera no es (una elección) libre, sino el despliegue de una regla ya cerrada de antemano; la segunda no es una elección, puesto que no hay opciones que porten una diferencia real.
En realidad sólo podemos hablar de libertad real, no meramente formal, cuando nuestra práctica rompe con las condiciones mismas de lo elegible y supone una excepción a lo dado; cuando decimos “no” a lo que está definido de antemano como lo obligatorio y producimos un acto no-posible de ruptura con lo que hay fundando otros posibles. Hay aquí, en esta libertad, una negación, una sustracción frente a lo establecido, y una creación afirmativa de algo para lo que no existe ninguna previsión ni garantía.
Por eso en este tiempo en el que han desaparecido muchas prohibiciones no somos más libres por ello, puesto que cada vez menos de nuestros actos hacen excepción a lo que hay, más bien lo reproducen. Antes incluso, cuando aceptábamos la obligación que nos imponía un agente de la autoridad (padre, maestro, policía...) podíamos mantener una cierta distancia de no compromiso subjetivo con el mandato autoritario (“sí, te obedezco, pero desapruebo lo que haces conmigo y en otro momento terminaré haciendo lo que me separa de tu orden”); hoy, cuando la obligación funciona como deseo interiorizado, lo tenemos más difícil.
Por eso la pregunta política pertinente hoy en día en relación a nuestros deseos no es tanto si podemos satisfacerlos o no —como si en la realización o en la expresión de nuestros deseos más íntimos y auténticos pudiéramos depositar nuestras esperanzas (de autorrealización, emancipación, etc.)—, sino por el modo de interrumpir nuestra sujeción deseante al capitalismo mediante la circulación continua y sin límites de plusvalía/plus-de-gozar.
Para ello es imprescindible no clausurar a toda costa esa dimensión de imposibilidad que nos constituye. Un sujeto capaz de actuar libremente es un sujeto dividido entre las condiciones (sociales, individuales,...) de una situación y la propia decisión/acción para la que ninguna de esas condiciones ofrece una regla definitiva. Sólo manteniendo siempre abierta esa distancia (entre las condiciones de una situación y la decisión) puede darse una decisión libre.
Esta apertura es precisamente la que el capitalismo obtura bajo la ilusión — fantasía y empuje— de la completud en la satisfacción mediante los objetos, por una parte; y, por otra, de un sujeto autónomo que se hace así mismo origen y destino de todo lo que le ocurre. Ambas condiciones desestiman la posibilidad de un sujeto que puede “hacerse cargo” de la situación, un sujeto responsable capaz de afirmar “yo puedo” y decantar su fidelidad, ya no hacia la repetición de lo que hay, sino hacia la ruptura creativa con ello.
En este sentido, algunas lecturas sociologistas sobre el sujeto (los sujetos no son libres, sino socialmente condicionados) nos podrían abocar a un callejón sin salida en el que tendríamos que optar por la falsa ilusión de un sujeto absolutamente autónomo y libre, o la ausencia de toda posibilidad de libertad bajo la forma de un sujeto siempre engañado por sus condiciones sociales. Esta podría ser una consecuencia no deseada de una lectura determinista-sociologista del fetiche. Si para Marx (1973) lo que el fetiche oculta son las relaciones sociales positivas que están detrás de las mercancías, el sujeto-fetiche liberal “mentiría” señalando que, en realidad no somos libres, sino que estamos determinados por nuestro contexto social (6).
Sin embargo la lectura freudiana nos indica que lo que tapa el fetiche con su “desmentido” no son unas relaciones económicas, sociales y políticas concretas, sino la misma división constitutiva del sujeto que el propio fetiche señala. Esta cuestión es central para pensar en una concepción de sujeto alternativa a la liberal-individual predominante. No se trataría por tanto ahora de proponer la recuperación de un sujeto colectivo sin fisuras, aplastado por un destino trascendente histórico, divino o económico, sino de ese sujeto dividido y errante que en su división es capaz de componer una situación común tejiendo laboriosamente un vínculo que escapa a toda reconciliación y cálculo posible. Precisamente aquello a lo que apuntábamos refiriéndonos al amor como paradigma de un modo de vínculo social alternativo a la (des)vinculación capitalista.
Se trata de “arriesgar la propia existencia” (Butler, 2001, p. 40), de ir contra sí mismo y las condiciones de la situación que habilitan la existencia social del propio sujeto, para paradójicamente constituirse como un sujeto libre frente a ellas. En relación al deseo, manteniendo abierta la distancia que vincula y separa éste de su objeto en su satisfacción imposible (al contrario de la promesa de cierre que ofrece el capitalismo). Esta fue precisamente la propuesta ética de Lacan, “no ceder en el deseo” (Lacan, 1989), es decir, en lo que nunca podrá tener una satisfacción plena, en lo no sabido en nosotros mismos (Badiou, 2004). Trasladada a la política esta propuesta nos invitaría a perseverar en la composición de una situación común universalizable que no ocluya la diferencia, como alteridad radical, lo extranjero que habita e interrumpe lo que somos. Se podría decir: una política de lo extranjero.
Por eso tampoco en la política se trata de elegir entre proyectos diferentes, dados de antemano, sino de su producción afirmativa. Es la “elección” misma la que constituye las coordenadas del valor de un proyecto. No se trata por tanto de elegir entre aquello que reproduce lo mismo sino de decidir y afirmar los posibles de su interrupción. Por eso, ahora quizá más que nunca, en los tiempos que corren en Europa y en el Mundo, podemos apostar por esta política de lo extranjero que toma como criterio de su valor, no la norma imperante de la situación establecida -la universalización del mercado que convierte todo, también a las personas, en objetos-mercancía- sino precisamente lo que se sustrae a ella, la excepción excluida sobre la que se sostiene la normalidad de la situación: lo extranjero que, siendo parte, no forma parte (Rancière, 1996).
Hoy en día es un ejemplo paradigmático de esta “extranjeridad” la situación de las personas que viven en Europa sin permiso legal de residencia. Un ejemplo que podemos convertir en una oportunidad para truncar la naturalización del capitalismo como el único horizonte de lo posible.
Referencias
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- Salvo como efecto reactivo frente a esta desestructuración (por ejemplo en algunas formas de nacionalismo, religión...).
- Para Lacan el sujeto está dividido por su inserción en el mundo de los significantes, no es, por tanto, idéntico a sí mismo.. (“Un sujeto es lo que puede ser representado por un significante para otro significante. ¿No está esto calcado del hecho de que en lo que Marx descifra, a saber, la realidad económica, el sujeto del valor de cambio es representado ante el valor de uso? Es en esta falla donde se produce y cae lo que se llama la plusvalía. Para nosotros sólo cuenta esta pérdida. No idéntico desde ahora a sí mismo el sujeto ya no goza. Se ha perdido algo...”) (Lacan, 2008, p. 20).
- La plusvalía es la causa del deseo del cual una economía hace su principio: el de la producción extensiva, por consiguiente insaciable, de la falta de gozar. Por una parte se acumula para acrecentar los medios de producción a título de capital. Por otra extiende el consumo sin la cual esta producción sería vana, justamente por su ineptitud a procurar un goce con que ella pueda retardarse (Lacan, 1977, p. 59).
- Así se refiere Lacan al amor (Lacan, 1999).
- Nos referimos a una concepción filosófica muy precisa del amor tal y como la ha desarrollado Alain Badiou (2002b). Lógicamente no todo lo que denominamos como amor hoy en día puede servir de ejemplo del tipo de vínculo que aquí proponemos.
- Además de las versiones sociologistas fuertes podemos cuestionar también por sus posibles lecturas desresponsabilizadoras a las más recientes sociologías “posthumanistas”, como por ejemplo, la Teoría del Actor Red (Latour, 2008), que, en su disolución relacional de la agencia, reducen la responsabilidad subjetiva a un resultado de las relaciones sociales. Para un desarrollo mayor sobre esta cuestión puede consultarse Ema (2008).
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