El
autoritario presidente de Turquía, Recep Erdogan, logró encaramarse en
lo más alto del gobierno. Desde 2014, ejerce la presidencia, y su norte
ha sido siempre transformar a un país que era esencialmente secular en
una democracia moderada que reconociera, a su vez, la identidad
musulmana mayoritaria en el país. Esto suponía procurar dar vuelta la
página de la historia turca escrita en su momento por Mustafa Kemal
Atatürk.
Para ello apuntó, con éxito, contra la elite militar y
judicial de entonces, con el propósito de consolidar firmemente su
propio poder personal, y comenzó un ataque incesante contra la libertad
de expresión y de prensa, procurando silenciar a todo aquel que no
coincidiera con sus intolerantes puntos de vista. A ello sumó las
prohibiciones que hoy limitan el derecho de protesta, la purga de la
burocracia del sector público y el discurso único emitido
permanentemente por su partido político. Paso a paso, fue consolidando
autoritariamente en sus manos todo el poder.Muy pronto, Erdogan comenzó a enfrentar a sus colaboradores inmediatos y a deshacerse de quienes en su partido podían hacerle alguna sombra. Esto es lo que acaba de suceder con el ex primer ministro Ahmet Davutoglu, a quien terminó desplazando intempestivamente de su cargo por el pecado de mostrar alguna cuota de independencia. En su reemplazo acaba de designar a Binali Yildirim, uno de sus hombres de mayor confianza, que ha trabajado cerca de él desde comienzos de la década del 90. Hasta ahora se desempeñaba como ministro de Transporte y Comunicaciones.
Erdogan acaba de promover una ley en virtud de la cual se quitarían todas las inmunidades de las que gozan los parlamentarios turcos, presumiblemente para poder deshacerse fácilmente de aquellos que pertenecen a la importante minoría kurda. El acercamiento político alcanzado trabajosamente con los kurdos fue objeto de demolición.
En ese cambiante escenario, Turquía se ha transformado en una verdadera muralla de contención de la ola inmigratoria que, desde Medio Oriente, está rompiendo incesantemente sobre el Viejo Continente. A cambio, Turquía podría alcanzar pronto el demorado acceso a la Unión Europea, pese a que, como se ha visto, no abraza ciertamente sus valores esenciales, incluyendo la vigencia plena de las libertades civiles y políticas.
Erdogan, que alguna vez tuvo el mérito de haber sacado a su país del pantano económico y social, debería modificar su rumbo político y abrazar los valores centrales sobre los que se ha edificado Europa; esto es, respetar las libertades civiles y políticas de todos y permitir una sociedad abierta y tolerante, lo que supone interrumpir la constante deriva autoritaria que preocupa a todos.
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