La mordaza se estrecha sobre Hebrón
Israel extrema la restricción de movimientos en la ciudad palestina tras la ola de violencia. Un activista local es sometido hoy a un consejo de guerra por su protesta no violenta
“¿Ustedes son cristianos? Pueden pasar. Los musulmanes, no”. La
agente de fronteras israelí parece contrariada por la presencia de
visitantes extranjeros a los que cierra el paso hacia el lugar más
sagrado de Hebrón: la
mezquita de Ibrahim para los musulmanes, la Tumba de los Patriarcas para
los judíos. El activista palestino Issa Amro insiste: “Esta es mi
ciudad. ¿Por qué?”. “Ya sabes que no puedes”, le replica la policía
paramilitar con el fusil de asalto en bandolera.
Tras el estallido de la ola de violencia de los llamados lobos solitarios
en octubre de 2015, las barreras internas se han reforzado en la
principal urbe de Cisjordania. Los puestos de control se han convertido
en estructuras metálicas, grandes jaulas para una película de Mad Max.
Los receptáculos solo pueden ser atravesados por quienes figuren en los
registros del Ejército. “Yo no quiero ser un número, soy un ciudadano
palestino”, se planta el responsable de la organización pacifista
Jóvenes contra los Asentamientos, que hoy será sometido a un consejo de
guerra. Está acusado de 18 cargos por las autoridades militares
israelíes a cargo de la ocupación desde 1967.
Amro, un ingeniero de 36 años, guía desde hace años a los visitantes de Hebrón a través de una ciudad fantasma. En el que fue el animado zoco de Al Shuhada, las puertas de los comercios están clausuradas desde hace dos décadas. “El 90% de la población palestina se ha ido. Mientras tanto se han consolidado seis asentamientos judíos en torno al centro histórico”, reconocía minutos antes Emad Hamdan, director del Centro para la Rehabilitación de Hebrón, organismo palestino que trata de incentivar a los habitantes originales a regresar al desolado distrito. “Los militares ordenaron cerrar 512 tiendas. El resto, 1.107, echaron el cierre por la falta de clientes”, apostilla.
Hay 18 puestos de control,
algunos con la apariencia de una frontera internacional en toda regla,
entre las llamadas zonas H1 (palestina), con más de 250.000 habitantes, y
H2 (israelí), donde viven medio centenar de colonos judíos protegidos
por unos 2.000 soldados, en las que quedó dividida Hebrón desde 1997
tras el acuerdo entre Benjamín Netanyahu, en su etapa inicial como
primer ministro, y el líder histórico de Palestina Yasir Arafat. Desde
entonces, muchos vecinos palestinos tienen que dar rodeos de hasta una
hora para desplazarse entre dos puntos que en línea recta se hallan a
apenas cinco minutos de paseo. Entre octubre de 2015 y el mismo mes de
este año, 32 palestinos han perdido la vida en incidentes violentos
registrados en las barreras internas erigidas de Hebrón.
“Yo soy pacifista, pero estoy sometido a la jurisdicción militar; los
colonos, en cambio, van armados y dependen de la justicia civil”, se
queja ante un nuevo puesto de control Issa Amro. Afirma que desde 2002
se enfrenta a la ocupación siguiendo los pasos de Ghandi, Martin Luther
King o Nelson Mandela. “Israel debe retirar los cargos sin fundamento
contra un defensor de los derechos humanos internacionalmente reconocido
por su activismo pacífico”, advertía Amnistía Internacional en la
víspera del juicio militar. Cree que el objetivo final es silenciar a
Amro con imputaciones que chocan contra su trayectoria en favor de la no
violencia. Le acusan de “participar en una manifestación no autorizada”
o de “insultar a un agente de seguridad”. Sus abogados temen que pueda
ser condenado a seis años de cárcel. Magdalena Mughrabi, subdirectora de
Amnistía Internacional para Oriente Próximo, anticipa que declarará al
activista “preso de conciencia” si es sentenciado a una pena de cárcel.
Sobre una colina de la zona palestina de Hebrón que sobrevuela el asentamiento judío de Tel Rumeida tiene su sede la organización de Amro, rodeada por olivos centenarios de los que nadie parece sacar provecho. Veta cualquier pregunta sobre su familia: “No quiero exponerlos a los mismos riesgos que los familiares de otros activistas”. Hace tiempo que ya no cuenta las detenciones que ha sufrido por su actividad política, aunque hasta ahora no había tenido que afrontar la amenaza de una condena a prisión. “Estoy dispuesto a afrontar lo que sea”, confiesa, “pero en el último año cada vez siento más peligro por mi vida”.
Amro, un ingeniero de 36 años, guía desde hace años a los visitantes de Hebrón a través de una ciudad fantasma. En el que fue el animado zoco de Al Shuhada, las puertas de los comercios están clausuradas desde hace dos décadas. “El 90% de la población palestina se ha ido. Mientras tanto se han consolidado seis asentamientos judíos en torno al centro histórico”, reconocía minutos antes Emad Hamdan, director del Centro para la Rehabilitación de Hebrón, organismo palestino que trata de incentivar a los habitantes originales a regresar al desolado distrito. “Los militares ordenaron cerrar 512 tiendas. El resto, 1.107, echaron el cierre por la falta de clientes”, apostilla.
Sobre una colina de la zona palestina de Hebrón que sobrevuela el asentamiento judío de Tel Rumeida tiene su sede la organización de Amro, rodeada por olivos centenarios de los que nadie parece sacar provecho. Veta cualquier pregunta sobre su familia: “No quiero exponerlos a los mismos riesgos que los familiares de otros activistas”. Hace tiempo que ya no cuenta las detenciones que ha sufrido por su actividad política, aunque hasta ahora no había tenido que afrontar la amenaza de una condena a prisión. “Estoy dispuesto a afrontar lo que sea”, confiesa, “pero en el último año cada vez siento más peligro por mi vida”.
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