Trump y el fascismo del siglo XXI
El artículo de William I. Robinson, profesor de sociología de la
Universidad de California-Santa Barbara (*), resume con precisión casi
todos los tópicos con los que se aborda la delicada situación
internacional en ciernes, empezando por un título redondo (“Trump y el fascismo del siglo XXI”)
que sólo es imaginable cuando se alude a personajes con personalidad
propia, como Trump, Duterte, Erdogan, Orban y otros que airean en voz
alta lo que otros callan.
En ese tipo de exposiciones, como la de Robinson, nunca quedan suficientemente claros los motivos por los cuales Trump es un fascista y no Obama o Clinton, aunque es evidente que ambas exposiciones, la de Trump y la de Robinson son simétricas. Aunque no sepan de lo que hablan, los que utilizan ese tipo de vocablos (“fascismo”) lo hacen de la misma manera contundente que Trump.
Nos hemos habituado al lenguaje neutro y aséptico que ha impuesto la burguesía en los últimos años, donde los cínicos son “centristas” o “moderados” del tipo Al-Nosra, que se lavan la cara cambiando las siglas. Con la televisión, las luchas políticas se han llenado de eufemismos para preservar lo políticamente correcto, mientras que quienes se quitan la máscara aparecen como lo que realmente son: fascistas.
Lo que no es políticamente correcto se califica de “populista”, cuando debería ser al revés. Lo contrario, el cinismo y la hipocresía, se justifican precisamente por su corrección, porque es lo que -según creían ellos- atraía votos. Ahora resulta que no es así. Los votantes se han cansado del lenguaje político anodino y buscan emociones fuertes. En realidad, los votantes se cansan de todo y de todos, excepto de votar.
No es fácil entender por qué Trump es un racista, mientras que a Obama nadie le ha calificado así, a pesar de que pocas veces un gobierno de Estados Unidos ha matado a más negros en las calles que con un negro en la Casa Blanca.
No es fácil entender por qué a Trump se le califica de machista, mientras que a Clinton nadie le ha calificado así, a pesar de haber defendido ante los tribunales a los violadores mofándose de las mujeres que fueron sus víctimas.
Un determinado tipo de lenguaje pone la realidad encima de la mesa, mientras que el otro la encubre. La indignación de académicos como Robinson procede de ahí: al sacar a la superficie un lenguaje que se había dejado de utilizar, se creen que eso (el fascismo, el racismo) no existía. Ante la ocultación es una obviedad imprescindible recordar que el lenguaje no cambia la realidad, sólo la percepción que tenemos de ella.
Por eso nosotros nos alegramos del fin de los eufemismos, de que la reacción se quite la máscara, de que se hable claro y, sobre todo, de que vuelva a triunfar el lenguaje de la Internacional Comunista, aunque sólo se trate de eso, del lenguaje, que nada tiene que ver con el comunismo.
El profesor Robinson incurre en otro defecto tan extendido como el de tejer cadenas de frases, las suyas propias, en réplica a otras frases, las de Trump, contraponiendo unas ideas a otras ideas, que es la mejor forma de no salir del idealismo.
También da la impresión de que hay quienes, como Robinson, necesitan discursos demagógicos, la provocación retórica, para poder reaccionar y que sus anticuerpos segreguen la réplica, que siempre es verbal. Antes estaban contra la “globalización” pero cuando Trump rechaza esa misma “globalización” tampoco les gusta.
La diferencia entre Trump y Robinson es muy evidente: el primero sabe lo que quiere y lo que no quiere, algo que no se puede decir de quienes se oponen a él. Tiene las cosas muy claras por otra obviedad a la que recurre Robinson: la de catalogarle como un “miembro de la clase capitalista transnacional”, algo en lo que tampoco se diferencia de Clinton en nada.
Si tenía intención de explicar algo, Robinson podía haber continuado por esa obviedad, de la que se desprenden todas las demás. Por ejemplo, Estados Unidos es un país capitalista cuya prosperidad dependió de la esclavitud (de los negros) y la emigración (de los blancos). El racismo, como ya hemos explicado aquí, nunca fue más que un aspecto de la lucha de clases y no del color de la piel.
Como cualquier otro burgués, la política migratoria de Trump no tiene otro objetivo que el de incrementar la explotación de la clase obrera, para lo cual debe mantenerla sometida y humillada, o sea, sin papeles y sin derechos de ningún tipo. “Ejército industrial de reserva”, lo llamó Marx hace 150 años, algo tan viejo como el capitalismo.
Por cierto, ese capitalismo no está ante ninguna encrucijada, como asegura Robinson. No tiene ninguna opción, ni ninguna posibilidad de reforma porque es un sistema agotado. El único recorrido marcha, en efecto, hacia el “fascismo del siglo XXI”, que no supondrá ningún “giro bursco”, como cree Robinson, porque será equivalente al fascismo del siglo anterior.
Los burgueses como Trump saben eso de sobra. Por eso no pretenden reformar nada. No engañan a nadie porque no tienen ninguna alternativa que ofrecer, absolutamente ninguna. No prometen nada y eso es lo que a algunos no les gusta. Quieren que les engañen, que les prometan algún cambio, reformas, esperanzas, perspectivas... algo que nos pueda caer del cielo sin que nos cueste ningún esfuerzo personal.
Los únicos que tienen alternativa son los proletarios y consiste en la revolución socialista. No hay ninguna otra posibilidad intermedia.
En ese tipo de exposiciones, como la de Robinson, nunca quedan suficientemente claros los motivos por los cuales Trump es un fascista y no Obama o Clinton, aunque es evidente que ambas exposiciones, la de Trump y la de Robinson son simétricas. Aunque no sepan de lo que hablan, los que utilizan ese tipo de vocablos (“fascismo”) lo hacen de la misma manera contundente que Trump.
Nos hemos habituado al lenguaje neutro y aséptico que ha impuesto la burguesía en los últimos años, donde los cínicos son “centristas” o “moderados” del tipo Al-Nosra, que se lavan la cara cambiando las siglas. Con la televisión, las luchas políticas se han llenado de eufemismos para preservar lo políticamente correcto, mientras que quienes se quitan la máscara aparecen como lo que realmente son: fascistas.
Lo que no es políticamente correcto se califica de “populista”, cuando debería ser al revés. Lo contrario, el cinismo y la hipocresía, se justifican precisamente por su corrección, porque es lo que -según creían ellos- atraía votos. Ahora resulta que no es así. Los votantes se han cansado del lenguaje político anodino y buscan emociones fuertes. En realidad, los votantes se cansan de todo y de todos, excepto de votar.
No es fácil entender por qué Trump es un racista, mientras que a Obama nadie le ha calificado así, a pesar de que pocas veces un gobierno de Estados Unidos ha matado a más negros en las calles que con un negro en la Casa Blanca.
No es fácil entender por qué a Trump se le califica de machista, mientras que a Clinton nadie le ha calificado así, a pesar de haber defendido ante los tribunales a los violadores mofándose de las mujeres que fueron sus víctimas.
Un determinado tipo de lenguaje pone la realidad encima de la mesa, mientras que el otro la encubre. La indignación de académicos como Robinson procede de ahí: al sacar a la superficie un lenguaje que se había dejado de utilizar, se creen que eso (el fascismo, el racismo) no existía. Ante la ocultación es una obviedad imprescindible recordar que el lenguaje no cambia la realidad, sólo la percepción que tenemos de ella.
Por eso nosotros nos alegramos del fin de los eufemismos, de que la reacción se quite la máscara, de que se hable claro y, sobre todo, de que vuelva a triunfar el lenguaje de la Internacional Comunista, aunque sólo se trate de eso, del lenguaje, que nada tiene que ver con el comunismo.
El profesor Robinson incurre en otro defecto tan extendido como el de tejer cadenas de frases, las suyas propias, en réplica a otras frases, las de Trump, contraponiendo unas ideas a otras ideas, que es la mejor forma de no salir del idealismo.
También da la impresión de que hay quienes, como Robinson, necesitan discursos demagógicos, la provocación retórica, para poder reaccionar y que sus anticuerpos segreguen la réplica, que siempre es verbal. Antes estaban contra la “globalización” pero cuando Trump rechaza esa misma “globalización” tampoco les gusta.
La diferencia entre Trump y Robinson es muy evidente: el primero sabe lo que quiere y lo que no quiere, algo que no se puede decir de quienes se oponen a él. Tiene las cosas muy claras por otra obviedad a la que recurre Robinson: la de catalogarle como un “miembro de la clase capitalista transnacional”, algo en lo que tampoco se diferencia de Clinton en nada.
Si tenía intención de explicar algo, Robinson podía haber continuado por esa obviedad, de la que se desprenden todas las demás. Por ejemplo, Estados Unidos es un país capitalista cuya prosperidad dependió de la esclavitud (de los negros) y la emigración (de los blancos). El racismo, como ya hemos explicado aquí, nunca fue más que un aspecto de la lucha de clases y no del color de la piel.
Como cualquier otro burgués, la política migratoria de Trump no tiene otro objetivo que el de incrementar la explotación de la clase obrera, para lo cual debe mantenerla sometida y humillada, o sea, sin papeles y sin derechos de ningún tipo. “Ejército industrial de reserva”, lo llamó Marx hace 150 años, algo tan viejo como el capitalismo.
Por cierto, ese capitalismo no está ante ninguna encrucijada, como asegura Robinson. No tiene ninguna opción, ni ninguna posibilidad de reforma porque es un sistema agotado. El único recorrido marcha, en efecto, hacia el “fascismo del siglo XXI”, que no supondrá ningún “giro bursco”, como cree Robinson, porque será equivalente al fascismo del siglo anterior.
Los burgueses como Trump saben eso de sobra. Por eso no pretenden reformar nada. No engañan a nadie porque no tienen ninguna alternativa que ofrecer, absolutamente ninguna. No prometen nada y eso es lo que a algunos no les gusta. Quieren que les engañen, que les prometan algún cambio, reformas, esperanzas, perspectivas... algo que nos pueda caer del cielo sin que nos cueste ningún esfuerzo personal.
Los únicos que tienen alternativa son los proletarios y consiste en la revolución socialista. No hay ninguna otra posibilidad intermedia.
(*) http://www.alainet.org/es/articulo/181986
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